—Ya lo sé —dijo M’Coy—. El año que estuvo mi mujer…
Lenehan le apretó el brazo cálidamente.
—Pero espera que te cuente —dijo—. A medianoche también hicimos otra cenita después de toda la juerga y cuando arrancamos de allí eran las mil y gallos de la mañana de la resaca. De vuelta a casa hacía una espléndida noche de invierno como para las Montañas del Colchón. Bloom y Chris Callinan estaban en un lado del coche y yo con su mujer en el otro. Empezamos a cantar serenatas y dúos:
Ved, el primer fulgor del alba
. Ella iba más que colocada con su buena carga del oporto de Delahunt entre pecho y espalda. A cada sacudida que daba el coche ya la tenía viniéndoseme encima. ¡Placeres del demonio! Tiene ese buen par que Dios le dio. Así de grandes.
Extendió las manos cóncavas a un codo de distancia de él, frunciendo el ceño:
—Yo le arreglaba la manta por debajo y le colocaba bien el boa todo el tiempo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Sus manos modelaban amplias curvas de aire. Apretó fuerte los ojos con deleite, encogiendo el cuerpo, y sopló un dulce trino entre los labios.
—De todos modos, el chico andaba atento —dijo, con un suspiro—. Ella es una jaquita con mucho juego, no cabe duda. Bloom iba señalándoles a Chris Callinan y al cochero las estrellas y los cometas del cielo: la Osa Mayor y Hércules y el Dragón y toda la tira. Pero válgame Dios, yo me había perdido, como quien dice, en la Vía Láctea. Él las conoce todas, de veras. Por fin ella se fijó en un puntito de nada a no sé cuántas millas.
¿Y qué estrella es esa, Poldy?
dice. Válgame Dios, dejó a Bloom acorralado.
Esa, ¿no?
dice Chris Callinan,
seguro que no es nada más que lo que se podría llamar un pinchazo
. Vaya que no daba muy lejos del blanco.
Lenehan se detuvo y se apoyó en el parapeto del río, jadeando de suave risa.
El blanco rostro de M’Coy sonrió y por momentos se fue poniendo serio. Lenehan echó a andar otra vez. Levantó su gorra de yate y se rascó deprisa la nuca. De medio lado, echó una ojeada a M’Coy a pleno sol.
—Es un hombre completo, de mucha cultura, ese Bloom —dijo seriamente—. No es uno de esos corrientes, un cualquiera… ya comprendes… Tiene algo de artista, ese viejo Bloom.
*****
El señor Bloom pasaba perezosamente páginas de
Las terribles revelaciones de María Monk
, y luego de la
Obra maestra
de Aristóteles. Impresión torcida y echada a perder. Ilustraciones: niñitos encogidos en bola dentro de úteros rojos de sangre como hígados de vacas del matadero. Montones de ellos así en ese momento por todo el mundo. Todos golpeando con los cráneos para salir de ahí. Un niño nacido cada minuto en algún sitio. La señora Purefoy.
Dejó a un lado los dos libros y echó una ojeada al tercero:
Relatos del ghetto
, por Leopold von Sacher Masoch.
—Ese lo he leído —dijo, empujándolo a un lado.
El vendedor dejó caer dos volúmenes en el mostrador.
—Estos dos sí que son buenos —dijo.
A través del mostrador llegaron cebollas de su aliento saliendo de su boca echada a perder. Se inclinó para hacer un paquete con los otros libros, los abrazó bajo el chaleco abotonado y se los llevó detrás de la sucia cortina.
En el puente O’Connell muchas personas observaban el grave porte y la gaya vestimenta del señor Denis J. Maginni, profesor de danza, etc.
El señor Bloom, solo, miró los títulos.
Bellas tiranas
, por James Lovebirch. Ya sé de qué clase es. ¿Lo he leído? Sí.
Lo abrió. Ya me parecía.
Una voz de mujer tras la sucia cortina. Escucha: el hombre.
No: a ella no le gustaría mucho ése. Se lo llevé una vez.
Leyó el otro título:
Las dulzuras del pecado
. Más en su línea. Vamos a ver.
Leyó donde abrió con el dedo.
—
Todos los dólares que le daba su marido eran gastados en los grandes almacenes en suntuosos tocados y en las más caras ropas interiores. ¡Para él! ¡Para Raoul!
Sí. Esto. Aquí. Probar.
—
Ella pegó su boca a la de él en un lascivo beso voluptuoso mientras él le buscaba con las manos sus opulentas curvas dentro del déshabillé
.
Sí. Me llevaré éste. El final.
—
Llegas tarde
—
dijo él roncamente, observándola con miradas de sospecha. La bella mujer se quitó de encima la capa forrada de martas, exhibiendo sus regios hombros y su palpitante opulencia. Una imperceptible sonrisa jugueteaba en torno a sus perfectos labios al dirigirse a él con calma
.
El señor Bloom volvió a leer:
La bella mujer
…
Una tibieza se le vertió suavemente encima, acobardándole la carne. La carne cedía entre ropas en desorden. El blanco de los ojos elevándose en desmayo. Las aletas de la nariz se le ensanchaban buscando presa. Derretidas lociones del escote (
¡para él! ¡para Raoul!
). Sudor cebolloso de los sobacos. Lodo cola de pescado (
¡su palpitante opulencia!
). ¡Tocar! ¡Apretar! ¡Aplastada! ¡Estiércol sulfúreo de leones!
¡Joven! ¡Joven!
Ya no joven, una anciana señora salió del edificio de los Tribunales de la Cancillería, Procuradoría de la Corona, Hacienda y Primera Instancia, después de haber asistido en el Tribunal del Lord Canciller a la causa de Potterton, alienación mental, en el Departamento del Almirantazgo al comparecimiento, a petición de parte, de los propietarios del
Lady Cairns
contra los propietarios de la gabarra
Mona
, y en el Tribunal de Apelación al aplazamiento de juicio en la causa de Harvey contra la Ocean Accident and Guarantee Corporation.
Toses flemosas sacudieron el aire de la librería, hinchando las sucias cortinas. Asomó la despeinada cabeza gris del vendedor con su enrojecida cara sin afeitar, tosiendo. Se rascó duramente la garganta, y escupió flema en el suelo. Puso la bota sobre lo que había escupido, restregando la suela a lo largo de ello, y se inclinó, enseñando una coronilla de piel en vivo, con escasos pelos.
El señor Bloom lo observó.
Dominando su agitado aliento, dijo:
—Me llevaré éste.
El vendedor levantó unos ojos legañosos viejo catarro.
—
Las dulzuras del pecado
—dijo, dándole unos golpecitos—. Éste es bueno.
*****
El portero a la entrada de la sala de subastas Dillon agitó de nuevo dos veces la campanilla y se miró en el espejo del armarito marcado con tiza.
Dilly Dedalus, en escucha junto al bordillo, oyó los golpes de la campanilla y los gritos del subastador dentro. Cuatro con nueve. Estas estupendas cortinas. Cinco chelines. Cortinas hogareñas. Vendiéndose nuevas por dos guineas. ¿Quién da más de cinco chelines? Adjudicadas por cinco chelines.
El portero levantó la campanilla y la agitó:
—¡Talán!
El tan de la campana de la última vuelta espoleó al sprint a los ciclistas de la media milla. J. A. Jackson, W. E. Wylie, A. Munro y H. T. Gahan, con los cuellos estirados agitándose, negociaron la curva ante la biblioteca del College.
El señor Dedalus, tirándose de los largos bigotes, dobló la esquina de William’s Row. Se detuvo junto a su hija.
—Ya era hora —dijo ella.
—Ponte derecha, por amor de Dios —dijo el señor Dedalus—. ¿Tratas de imitar a tu tío John el trompetista, con la cabeza metida entre los hombros? ¡Dios misericordioso!
Dilly se encogió de hombros. El señor Dedalus le puso las manos en ellos y se los echó atrás.
—Ponte derecha, chica —dijo—. Vas a acabar con curvatura de la columna vertebral. ¿Sabes lo que pareces?
Hundió la cabeza de repente hacia abajo y adelante, jorobando los hombros y dejando caer la mandíbula.
—Basta, padre —dijo Dilly—. Te está mirando toda la gente.
El señor Dedalus se puso derecho y volvió a tirarse del bigote.
—¿Has sacado dinero? —preguntó Dilly.
—¿De dónde iba a sacar dinero? —dijo el señor Dedalus—. No hay en Dublín quien me preste cuatro peniques.
—Tienes algo —dijo Dilly, mirándole a los ojos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Dedalus, con la lengua en la mejilla.
El señor Kernan, satisfecho con el pedido que le habían hecho, avanzaba ufanamente por la calle James.
—Te conozco —dijo Dilly—. ¿Estabas ahora en la Scotch House?
—Pues no estaba —dijo el señor Dedalus, sonriendo—. ¿Han sido las monjitas quienes te han enseñado a ser tan desvergonzada? Toma.
Le alargó un chelín.
—Mira a ver si puedes hacer algo con eso —dijo.
—Apuesto a que te han dado cinco —dijo Dilly—. Dame algo más que esto.
—Espera un momento —dijo el señor Dedalus, amenazador—. Tú eres como los demás, ¿verdad? Una pandilla insolente de perritas desde que se murió vuestra pobre madre. Pero espera un poco. Os voy a dar a todas una buena lección. ¡Qué criminales! Me voy a librar de vosotras. No os importaría que estirara la pata. Se ha muerto. Se ha muerto el de arriba.
La dejó y echó andar. Dilly le siguió con rapidez y le tiró de la chaqueta.
—Bueno, ¿qué pasa? —dijo él, deteniéndose.
El portero tocó la campanilla a sus espaldas.
—¡Talán!
—Maldita sea tu jodida alma estrepitosa —gritó el señor Dedalus, volviéndose hacia él.
El portero, dándose cuenta del comentario, agitó el oscilante badajo de la campanilla, pero débilmente:
—¡Tan!
El señor Dedalus se le quedó mirando.
—Mírale —dijo—. Es algo instructivo. No sé si nos permitirá hablar.
—Tienes más que eso, padre —dijo Dilly.
—Os voy a enseñar un truco nuevo —dijo el señor Dedalus—. Os voy a dejar a todos donde Jesús dejó a los judíos. Mira, eso es todo lo que tengo. Jack Power me dio dos chelines y me gasté dos peniques en afeitarme para el entierro.
Sacó nerviosamente un puñado de monedas de cobre.
—¿No podrías buscar dinero por alguna parte? —dijo Dilly.
El señor Dedalus lo pensó y asintió.
—Sí —dijo gravemente—. He mirado por todo el arroyo de la calle Connell. Voy a probar ahora con éste.
—Eres muy gracioso —dijo Dilly, con una mueca.
—Toma —dijo el señor Dedalus, alargándole dos peniques—. Tómate un vaso de leche con algo que mojar. Yo estaré en casa dentro de poco.
Se metió las otras monedas en el bolsillo y echó a andar.
El cortejo del virrey salió por las verjas del parque, saludado por obsequiosos guardias.
—Estoy segura de que tienes otro chelín —dijo Dilly.
El portero hizo sonar la campanilla estrepitosamente.
El señor Dedalus se alejó entre el estruendo, murmurando para sí mismo con la boca fruncida delicadamente:
—¡Las monjitas! ¡Qué bonitas! ¡Ah, claro que ellas no harían nada! ¡Claro que no lo harían, por supuesto! ¡Es la hermanita Monica!
*****
Desde el reloj de sol hacia James Gate, el señor Kernan avanzaba ufanamente, satisfecho del pedido que había conseguido para Pulbrook Robertson, a lo largo de la calle James, por delante de las oficinas de Shackelton. Me le he trabajado muy bien. ¿Cómo está usted, señor Crimmins? De primera, señor. Temía que estuviera usted en el otro establecimiento en Pimlico. ¿Cómo van las cosas? Tirando nada más. Estamos teniendo un tiempo estupendo. Sí, es verdad. Bueno para el campo. Esos campesinos siempre están gruñendo. Tomaría nada más que un dedito de su mejor ginebra, señor Crimmins. Una ginebrita. Sí, señor. Un terrible asunto esa explosión del
General Slocum
. ¡Terrible, terrible! Mil víctimas. Y escenas desgarradoras. Hombres pisoteando a mujeres y niños. La cosa más brutal. ¿Cuál dicen que fue la causa? Combustión espontánea: la revelación más escandalosa. No flotaba ni un solo bote de salvamento y la manga de incendios toda reventada. Lo que no puedo comprender es que los inspectores permitieran jamás a un barco así… Ahora sí que habla usted con franqueza, señor Crimmins. ¿Sabe por qué? Untados. ¿Es verdad eso? Sin ninguna duda. Pues vaya, hay que ver. Y dicen que América es la tierra de los hombres libres. Creí que estábamos mal aquí.
Le sonreí. América, dije, en voz baja, así precisamente.
¿Qué es? Las barreduras de todos los países incluido el nuestro. ¿No es verdad?
Es un hecho.
La corrupción, señor mío. Bueno, claro que donde hay dinero siempre hay alguien que se lo queda.
Le vi mirarme el chaqué. Todo está en vestirse. No hay cosa como ir elegante. Les deja por el suelo.
—Hola, Simon —dijo Padre Cowley—. ¿Qué tal van las cosas?
—Hola, Bob, viejo —contestó el señor Dedalus, deteniéndose.
El señor Kernan se detuvo a adecentarse ante el espejo inclinado de Peter Kennedy, peluquero. Una chaqueta a la moda, sin duda. Scott, calle Dawson. Vale la pena el medio soberano que le di a Neary por ella. No la habrán hecho por menos de tres guineas. Me está que ni pintada. Probablemente ha sido de algún elegante del club de la calle Kildare. John Mulligan, el director del Banco Hiberniano, se me quedó mirando ayer en el puente de Carlisle como si me recordara.
¡Ejem! Hay que vestirse de acuerdo con el papel para esa gente. Caballero de industria. Un señor. Y ahora, señor Crimmins, esperamos que nos honre siendo otra vez nuestro cliente. La copa que alegra pero no embriaga, como en el antiguo dicho.
Por el muro del Norte y el muelle de Sir John Rogerson, con cascos de barcos y cadenas de ancla, rumbo hacia el oeste, pasaba bogando un barquichuelo, un prospecto arrugado, sacudido por la estela del transbordador. Elías viene.
El señor Kernan lanzó una ojeada de despedida a su imagen. Color encendido, claro. Bigote entrecano. Oficial retirado de la India. Valientemente hacía avanzar su cuerpo amuñonado sobre pies embotinados, ensanchando los hombros. ¿Es aquel el hermano de Lambert, ahí enfrente, Sam? ¿Qué? Sí. Se le parece que ni clavado. No. El parabrisas de ese auto al sol, allí. Sólo un destello así. Clavado como él.
¡Ejem! Caliente espíritu de jugo de junípero le entibiaba las entrañas y el aliento. Una buena gotita de ginebra había sido eso. Los faldones del chaqué hacían guiños al claro sol con su gordo contoneo.
Allá abajo colgaron a Emmer, le partieron y le descuartizaron. Cuerda negra engrasada. Los perros lamían la sangre de la calle cuando la esposa del Lord Lugarteniente pasó por allí en su cochecillo.
Malos tiempos eran esos. Bueno, bueno. Pasaron y se acabo. Grandes bebedores, además. Tíos de cuatro botellas.