Ulises (46 page)

Read Ulises Online

Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
5.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

El Padre Conmee pasó delante de la funeraria de H. J. O’Neill donde Corny Kelleher alineaba cifras en el libro diario mientras mascaba una brizna de heno. Un guardia en su ronda saludó al Padre Conmee y el Padre Conmee saludó al guardia. En Youkstetter, la salchichería, el Padre Conmee observó los embutidos, blancos y negros y rojos, extendidos limpiamente curvados en tubos.

Amarrada bajo los árboles de Charleville Mall, el Padre Conmee vio una barcaza de turba, a su lado un caballo de sirga con la cabeza colgando, y un barquero con un sombrero de paja sucio sentado a bordo, fumando y mirando fijamente una rama de chopo encima de él. Era algo idílico: y el Padre Conmee reflexionó sobre la providencia del Creador que había hecho que la turba estuviera en los pantanos donde los hombres pudieran sacarla y llevarla a ciudades y aldeas para encender fuego en las casas de los pobres.

En el puente de Newcomen el Muy Reverendo John Conmee, S. J., de la iglesia de San Francisco Javier, calle Upper Gardiner, subió a un tranvía en dirección a las afueras.

De un tranvía en dirección al centro se apeó el Reverendo Nicholas Dudley, C. C., de la iglesia de Santa Ágata, calle North William, hacia el puente Newcomen.

En el puente Newcomen el Padre Conmee subió a un tranvía en dirección a las afueras, pues no le gustaba atravesar a pie la triste calle a lo largo de Mud Island.

El Padre Conmee se sentó en un rincón del tranvía, el billete azul encajado con cuidado en el ojal de un regordete guante de cabritilla, mientras cuatro chelines, una moneda de seis peniques y otros cinco peniques caían a su portamonedas desde su otra palma regordeta de guante. Al pasar por delante de la iglesia cubierta de hiedra, reflexionó que el inspector de los billetes solía hacer la visita cuando uno había tirado descuidadamente el billete. La solemnidad de los ocupantes del coche le pareció excesiva al Padre Conmee para un trayecto tan corto y barato. Al Padre Conmee le gustaba un decoro alegre.

Era un día tranquilo. El caballero con gafas enfrente del Padre Conmee había acabado una explicación y tenía los ojos bajos. Su mujer, suponía el Padre Conmee. Un diminuto bostezo abrió la boca a la mujer del caballero de gafas. Levantó su pequeño puño enguantado, bostezó con la mayor suavidad, dándose golpecitos en la boca abierta con su pequeño puño enguantado y sonrió diminutamente, dulcemente.

El Padre Conmee percibió su perfume en el tranvía. Percibió también que el hombre torpe de al otro lado de ella estaba sentado en el borde del asiento.

El Padre Conmee en la balaustrada del altar tenía dificultades para ponerle la hostia en la boca al viejo torpe que tenía la cabeza temblorosa.

En el puente Annesley se detuvo el tranvía y, cuando estaba a punto de arrancar, una anciana se levantó de repente de su asiento para apearse. El cobrador tiró de la correa del timbre para hacerle detener el tranvía. Ella se marchó con su cesta y una red de compras; y el Padre Conmee vio que el cobrador la ayudaba a bajar a ella y la cesta y la red; y el Padre Conmee pensó que, como ella casi se había pasado del final del trayecto de a penique, era una de esas buenas almas a las que siempre hay que decirles dos veces
vaya en paz, hija mía
, que ya han recibido la absolución,
rece por mí
. Pero tenían tantos disgustos en la vida, tantas preocupaciones, pobres criaturas.

Desde los carteles, el señor Eugene Stratton sonreía al Padre Conmee con gordos labios de negro.

El Padre Conmee pensó en las almas de negros y pardos y amarillos y en su sermón de San Pedro Claver S. J. y las misiones en África y la propagación de la fe y los millones de almas negras y pardas y amarillas que no habían recibido el bautismo de agua cuando les llegaba su última hora como un ladrón en la noche. Aquel libro del jesuita belga,
Le nombre des élus
, le parecía al Padre Conmee una tesis razonable. Eran millones de almas humanas creadas por Dios a Su imagen y semejanza, a las que no se les había llevado la fe (D. V.). Pero eran almas de Dios creadas por Dios. Le parecía al Padre Conmee una lástima que se perdieran todas, un desperdicio, si pudiera decirse.

En la parada de Howth Road se apeó el Padre Conmee, fue saludado por el cobrador y saludó a su vez.

El camino de Malahide estaba tranquilo. Le gustaba al Padre Conmee, el camino y el nombre. Campanas de Alegría repicaban en el alegre Malahide. Lord Talbot de Malahide, Lord Almirante de Malahide y los mares circundantes como heredero inmediato. Luego vino la llamada a las armas, y ella fue doncella, esposa y viuda en un día. Aquellos eran días del mundo antiguo, tiempos de lealtad en alegres villas, viejos tiempos en la baronía.

El Padre Conmee, caminando, pensaba en su librito
Viejos tiempos en la Baronía
, y en el libro que podría escribirse sobre las casas de jesuitas y sobre Mary Rochfort, hija de Lord Molesworth, primera condesa de Belvedere.

Una dama desganada, ya no joven, paseaba sola por la orilla del Lough Ennel, Mary, primera condesa de Belvedere, desganadamente caminando en el atardecer, sin sobresaltarse cuando se zambullía una nutria. ¿Quién podría saber la verdad? ¿Ni el celoso Lord Belvedere ni su confesor, si ella no había cometido plenamente adulterio,
eiaculatio seminis inter vas naturale mulieris
, con el hermano de su marido? Se confesaría a medias si no había pecado del todo, como hacían las mujeres. Sólo lo sabía Dios y ella y él, el hermano de su marido.

El Padre Conmee pensó en esa tiránica incontinencia, necesaria sin embargo para la raza de los hombres en la tierra, y en que los caminos del Señor no eran nuestros caminos.

Micer John Conmee caminando se movía en tiempos de antaño. Era humanitario y recibía allí honores. Llevaba en su mente secretos confesados y sonreía a nobles rostros sonrientes en un salón con cera de abejas, de techos enguirnaldados de frutas maduras. Y las manos de una esposa y un esposo, noble con noble, eran unidas, palma con palma, por Micer John Conmee.

Hacía un día encantador.

La cancilla de un campo enseñaba al Padre Conmee extensiones de coles, que le hacían reverencias con amplias hojas inferiores. El cielo le mostraba un rebaño de nubecillas blancas avanzando lentamente viento abajo.
Moutonner
, decían los franceses. Una palabra casera y justa.

El Padre Conmee, leyendo su oficio, observaba un rebaño de nubes-
moutons
sobre Rathcoffey. Sus tobillos de finos calcetines eran cosquilleados por el rastrojo del campo de Clongowes. Andaba por allí, leyendo en el atardecer, y oía los gritos de los grupos de chicos jugando, gritos jóvenes en el atardecer tranquilo. Él era su rector: su reinado era benigno.

El Padre Conmee se quitó los guantes y sacó su breviario de cantos rojos. Una señal de marfil le decía la página.

Nona. Debería haber leído eso antes del almuerzo. Pero había venido Lady Maxwell.

El Padre Conmee leyó en tono secreto Pater y Ave y se santiguó sobre el pecho.
Deus in adiutorium
.

Caminó tranquilamente leyendo en silencio nona, caminando y leyendo hasta que llegó a
Res
en
Beati immaculati
:

Principium verborum tuorum veritas: in eternum omnia iudicia iustitiae tuae
.

Un joven sofocado salió de una grieta en un cercado y tras de él salió una joven llevando en la mano margaritas silvestres que asentían. El joven se levantó la gorra bruscamente: la joven se inclinó bruscamente y con lento cuidado se quitó una ramita agarrada a su falda clara.

El Padre Conmee les bendijo a los dos gravemente y pasó una fina página de su breviario.
Sin
:

Principes persecuti sunt me gratis: et a verbis tuis formidavit cor meum
.

*****

Corny Kelleher cerró su largo libro diario y echó una mirada con sus ojos caídos a una tapa de ataúd de pino puesta de centinela en un rincón. Se estiró incorporándose, se acercó a ella y, haciéndola girar sobre el eje, observó su forma y sus adornos de latón. Mordiendo su brizna de heno, puso a un lado la tapa de ataúd y salió a la puerta. Allí inclinó el ala del sombrero para dar sombra a los ojos y se apoyó contra el quicio, mirando afuera ociosamente.

El Padre John Conmee subió al tranvía de Dollymount en el puente de Newcomen.

Corny Kelleher cruzó sus grandes botas y miró largamente, el sombrero echado adelante, mascando su brizna de heno.

El guardia 57C, en su ronda, se detuvo a perder un rato.

—Hace muy buen día, señor Kelleher.

—Ya lo creo —dijo Corny Kelleher.

—Mucho bochorno —dijo el guardia.

Corny Kelleher disparó un silencioso chorro de jugo de heno desde la boca mientras un generoso brazo blanco lanzaba una moneda desde una ventana de la calle Eccles.

—¿Qué hay de bueno? —preguntó.

—Anoche vi a esa determinada persona —dijo el guardia en voz baja.

*****

Un marinero con una pierna de menos dobló la esquina de MacConnell sobre sus muletas, contorneando el carro de helados de Rabaiotti, y entró a sacudidas por la calle Eccles. De mal humor gruñó hacia Larry O’Rourke, en mangas de camisa a su puerta:


Por Inglaterra

Con una sacudida violenta adelantó a Katey y Boody Dedalus, se detuvo y gruñó:

—…
el hogar y la belleza
.

A la cara de J. J. O’Molloy, blanca y consumida de preocupaciones, le dijeron que estaba el señor Lambert en el almacén con un visitante.

Una gruesa señora se detuvo, sacó del bolso una moneda de cobre y la dejó caer en la gorra extendida hacia ella. El marinero gruñó gracias y lanzó una ojeada agria a las ventanas desatentas; abatió la cabeza y avanzó a sacudidas cuatro zancadas.

Se detuvo y gruñó iracundo:


Por Inglaterra

Dos golfillos descalzos, chupando largos bastones de regaliz, se detuvieron cerca de él, mirándole el muñón con las bocas abiertas babeando amarillo.

Él se balanceó hacia delante en vigorosas sacudidas, se detuvo, levantó la cabeza hacia una ventana y ladró con voz profunda:

—…
el hogar y la belleza
.

El alegre y dulce trino que silbaba desde dentro avanzó un compás o dos y cesó. Se corrió a un lado la cortina de la ventana. Un letrero
habitaciones sin amueblar
se deslizó de la ventana de guillotina y cayó. Un grueso brazo generosamente desnudo resplandeció y se hizo visible, saliendo del canesú de una enagua con tensas hombreras. Una mano de mujer lanzó una moneda por encima de la verja de delante. Cayó en la acera.

Uno de los golfillos corrió hacia ella, la recogió y la echó en la gorra del ministril, diciendo:

—Aquí tiene, señor.

*****

Katey y Boody Dedalus entraron empujando la puerta de la cocina llena de vapor.

—¿Colocaste los libros? —preguntó Boody.

Maggy, ante el fogón, empujó hacia abajo dos veces con la paleta una masa gris bajo espuma burbujeante y se limpió la frente.

—No quisieron dar nada por ellos —dijo.

El Padre Conmee caminaba por el campo de Clongowes, sus tobillos de finos calcetines cosquilleados por el rastrojo.

—¿Dónde probaste? —preguntó Boody.

—En MacGuinness.

Boody dio un pisotón y tiró la cartera sobre la mesa.

—¡Así reventase la caragorda! —gritó.

Katey se acercó al fogón y atisbó con los ojos bizcos.

—¿Qué hay en la olla? —preguntó.

—Camisas —dijo Maggy.

Boody gritó con ira:

—¡Qué asco! ¿No tenemos nada que comer?

Katey, levantando la tapa de la cazuela con un pico de su falda manchada, preguntó:

—¿Y qué hay aquí?

Una pesada humareda se exhaló en respuesta.

—Sopa de guisantes —dijo Maggy.

—¿De dónde la sacaste? —preguntó Katey.

—La Hermana Mary Patrick —dijo Maggy.

El portero tocó su campanilla.

—¡Talán!

Boody se sentó a la mesa y dijo hambrienta:

—Échanos aquí.

Maggy echó espesa sopa amarilla de la cazuela a un cuenco. Katey, sentada enfrente de Boody, dijo suavemente, mientras se llevaba a la boca con la punta del dedo unas migas sueltas:

—Menos mal que tenemos esto. ¿Dónde está Dilly?

—Ha ido a buscar a padre —dijo Maggy.

Boody, partiendo grandes pedazos de pan en la sopa amarilla, añadió:

—Padre nuestro que no estás en los cielos.

Maggy, echando sopa amarilla en el cuenco de Katey, exclamó:

—¡Boody! ¡Qué vergüenza!

Un barquichuelo, un prospecto arrugado, Elías viene, bogaba ligeramente Liffey abajo, bajo el puente de Circunvalación, disparándose por los rápidos donde el agua se arremolinaba en torno de barcos y cadenas de anclas, entre el embarcadero viejo de la Aduana y el muelle de George.

*****

La chica rubia en la tienda de Thornton cubrió el fondo del cesto de mimbre con fibras crujientes. Blazes Boylan le alargó la botella envuelta en papel de seda rosa y un tarrito.

—Ponga esto primero, ¿quiere? —dijo.

—Sí, señor —dijo la chica rubia—, y la fruta encima.

—Así va bien, queda estupendo —dijo Blazes Boylan.

Ella puso en orden gruesas peras, bien arregladas, cabeza contra rabo, y por en medio maduros albaricoques ruborosos.

Blazes Boylan paseaba de un lado para otro, con zapatos claros nuevos, por la tienda olorosa a fruta, levantando frutas, jóvenes tomates rojos jugosos arrugados y gordos, olfateando olores.

H. E. L. Y. ’S desfilaron por delante de él, enchisterados de blanco, cruzando la bocacalle de Tangier, avanzando pesadamente hacia su meta.

Se volvió de pronto, desde un cestito de fresas, sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco y lo extendió a todo lo largo de la cadena.

—¿Puede mandarlo por tranvía? ¿Ahora?

Una figura de espalda oscura bajo el arco de Merchant examinaba los libros en el carro de un vendedor ambulante.

—Claro que sí, señor. ¿Es en la ciudad?

—Ah, sí —dijo Blazes Boylan—. A diez minutos.

La chica rubia le tendió un bloc y lápiz.

—¿Hace el favor de escribir la dirección, señor?

Blazes Boylan escribió en el mostrador y empujó el bloc hacia ella.

—Mándelo en seguida, por favor —dijo—. Es para una persona inválida.

—Sí, señor. Sin falta, señor.

Blazes Boylan tintineó alegre dinero en el bolsillo del pantalón.

Other books

American Tempest by Harlow Giles Unger
Semper Human by Ian Douglas
End of the World Blues by Jon Courtenay Grimwood
Powerless Revision 1 by Jason Letts
Sunblind by Michael Griffo
Boss Lady by Omar Tyree