Ulises (47 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—¿Cuánto son mis pérdidas? —preguntó.

Los finos dedos de la chica rubia calcularon las frutas.

Blazes Boylan miró dentro del escote de la blusa. Una pollita. Tomó un clavel rojo del alto tallo de cristal.

—¿Este para mí? —preguntó con galantería.

La chica rubia le lanzó una ojeada de medio lado, ruborosa: un tipo arreglado a la última, con la corbata un poco torcida.

—Sí, señor —dijo.

Inclinándose con malicia volvió a calcular gruesas peras y ruborosos albaricoques.

Blazes Boylan miró dentro de su blusa con más complacencia, el tallo de la flor roja entre sus dientes sonrientes.

—¿Puedo decir unas palabritas por su teléfono, señorita mía? —preguntó con picardía.

*****


Ma!
—dijo Almidano Artifoni.

Por encima del hombro de Stephen observaba la cholla juanetuda de Goldsmith.

Dos coches llenos de turistas pasaron lentamente, con sus mujeres sentadas delante, agarrándose sin disimulo a los brazales. Caras pálidas. Brazos de hombres sin disimulo alrededor de sus formas encogidas. Pasaron las miradas desde Trinity al ciego pórtico columnado del Banco de Irlanda donde arrullaban las palomas.


Anch’io ho avuto ni queste idee
—dijo Almidano Artifoni—,
quand’ero giovine come Lei. Eppoi mi sono convinto che il mondo è una bestia. È peccato. Perchè la sua voce… sarebbe un cespite di rendita, via. Invece, Lei si sacrifica
.


Sacrifizio incruento
—dijo Stephen sonriendo, meciendo su bastón en lento vaivén desde su centro, ligeramente.


Speriamo
—dijo la redonda cara bigotuda agradablemente—
Ma, dia retta a me. Ci rifletta
.

Junto a la severa mano de piedra de Grattan, que ordenaba alto, un tranvía de Inchicore descargó dispersos soldados
highlanders
de una banda.


Ci rifletterò
—dijo Stephen, bajando su mirada por la sólida pernera del pantalón.


Ma sul serio, eh?
—dijo Almidano Artifoni.

Su pesada mano tomó firmemente la de Stephen. Ojos humanos. Miraron con curiosidad un instante y se volvieron rápidamente hacia un tranvía de Dalkey.


Eccolo
—dijo Almidano Artifoni con amigable prisa—.
Venga a trovarmi e ci pensi. Addio, caro
.


Arrivederla, maestro
—dijo Stephen, levantando el sombrero cuando tuvo la mano libre—.
E grazie
.


Di che?
—dijo Almidano Artifoni—.
Scusi, eh? Tante belle cose!

Almidano Artifoni, levantando como señal una batuta de música enrollada, trotó con sus robustos pantalones tras el tranvía de Dalkey. En vano trotó, haciendo señales en vano entre la turba de escoceses de rodillas al aire que metían de matute instrumentos musicales a través de las verjas de Trinity.

*****

La señorita Dunne escondió en lo hondo del cajón el ejemplar de
La mujer de blanco
de la biblioteca de la calle Capel y enrolló una hoja de llamativo papel de cartas en su máquina de escribir.

Tiene demasiados asuntos de misterio. ¿Está enamorado él de esa, de Marion? Cambiarlo y sacar otro de Mary Cecil Haye.

El disco bajó disparado por el surco, se tambaleó un momento, se detuvo y se les quedó mirando elocuentemente: seis.

La señora Dunne repiqueteó en el teclado:

—16 de junio de 1904.

Cinco hombres sandwich con altas chisteras blancas se deslizaron como una anguila entre la esquina de Monypeny y el pedestal donde no estaba la estatua de Wolfe Tone, haciendo girar H. E. L. Y. ’S, y se volvieron pesadamente atrás tal como habían venido.

Entonces ella se quedó mirando el gran cartel de Marie Kendall, encantadora vedette, y recostándose distraída, garrapateó en el bloc varios dieciséis y eses mayúsculas. Pelo color mostaza y mejillas empolvadas. No es guapa, ¿verdad? El modo cómo se levanta un poquito de falda. No sé si ése estará oyendo la banda esta noche. Si pudiera conseguir que esa modista me hiciera una falda acordeón como la de Susy Nagle. Resultan fenomenales. Shannon y todos los presumidos del club de remo no le quitaban los ojos a la de ella. Espero por lo más santo que no me tenga aquí plantada hasta las siete.

El teléfono le retumbó groseramente junto al oído.

—Aló. Sí, señor. No, señor. Les llamaré después de las cinco. Sólo esos dos, para Belfast y Liverpool. Muy bien. Entonces me puedo ir después de las seis si no ha vuelto usted. Seis y cuarto. Sí, señor. Veintisiete con seis. Se lo diré. Sí: uno, siete, seis.

Garrapateó tres cifras en un sobre.

—¡Señor Boylan! ¡Oiga! Ese señor del
Sport
estuvo buscándole. El señor Lenehan, eso es. Dijo que estará en el Ormond a las cuatro. No, señor. Sí, señor. Les llamaré después de las cinco.

*****

Dos caras rosadas se volvieron al resplandor de la diminuta antorcha.

—¿Quién es? —preguntó Ned Lambert—. ¿Es Crotty?

—Ringabella y Crosshaven —contestó una voz, buscando a tientas dónde apoyar el pie.

—Hola, Jack, ¿eres tú mismo? —dijo Ned Lambert, levantando como saludo su listón flexible entre los arcos chispeantes— Vamos allá. Fijaos dónde pisáis.

La bengala, en la mano levantada del clérigo, se consumió en una larga llama suave y fue dejada caer. Su chispa roja murió a los pies de ellos: un aire mohoso se cerró a su alrededor.

—¡Qué interesante! —dijo en la tiniebla un refinado acento.

—Sí, señor —dijo animadamente Ned Lambert—. Nos encontramos en la histórica sala de consejos de la abadía de Santa María, donde Thomas
el Sedoso
se proclamó rebelde en 1534. Este es el punto más histórico de todo Dublín. O’Madden Burke va a escribir algo sobre eso uno de estos días. El antiguo Banco de Irlanda estaba ahí enfrente hasta los tiempos de la unión y también el primer templo de los judíos estuvo aquí, antes de que construyeran la sinagoga ahí en Adelaide Road. Tú nunca habías estado aquí, ¿verdad, Jack?

—No, Ned.

—Bajó a caballo por Dame Walk —dijo el acento refinado—, si la memoria no me falla. La mansión de los Kildares estaba en Thomas Court.

—Eso es —dijo Ned Lambert—. Exactamente, señor.

—Entonces si tiene la bondad —dijo el clérigo— de permitirme la próxima vez quizá…

—Claro que sí —dijo Ned Lambert—. Traiga la cámara siempre que quiera. Yo haré quitar esos sacos de las ventanas. Puede tomarlo desde aquí o desde ahí.

En la luz aún débil, dio vueltas por alrededor, golpeando con el listón los sacos de semillas amontonados y los mejores puntos de vista en el suelo.

Una barba y una mirada fija colgaban de una cara larga sobre un tablero de ajedrez.

—Le estoy profundamente agradecido, señor Lambert —dijo el clérigo—. No quiero seguirle quitando su precioso tiempo.

—No faltaba más, señor —dijo Ned Lambert—. Venga por aquí siempre que le parezca. La semana que viene, digamos. ¿Ve usted?

—Sí, sí. Buenas tardes, señor Lambert. Mucho gusto de haberle conocido.

—El gusto es el mío, señor —contestó Ned Lambert.

Siguió a su visitante hasta la salida y luego hizo chascar el listón pasándolo por las columnas. Con J. J. O’Molloy, entró lentamente a la abadía de Santa María donde unos carreteros cargaban largos carros con sacos de harina de algarroba y de nuez de palma, O’Connor, Wexford.

Se detuvo para leer la tarjeta que tenía en la mano.

—Reverendo Hugh C. Love, Rathcoffey. Dirección actual: San Miguel, Sallins. Es un joven simpático. Está escribiendo un libro sobre los Fitzgerald, me dijo. Está muy enterado de historia, de veras.

La joven con lento cuidado se quitó una ramita agarrada a su falda clara.

—Creí que andaban en una nueva conspiración de la pólvora —dijo J. J. O’Molloy.

Ned Lambert chascó los dedos en el aire.

—¡Vaya por Dios! —gritó—. Me olvidé de decirle aquello del conde de Kildare después que pegó fuego a la catedral de Cashel. ¿Lo sabe?
Siento una burrada haberlo hecho
, dice,
pero juro por Dios que creí que estaba dentro el arzobispo
. A lo mejor no le habría gustado, sin embargo. ¿Qué? Vaya por Dios, de todos modos se lo voy a contar. Ese fue el gran conde, el Fitzgerald Mor. Sangre caliente tenían todos ellos, los Geraldines.

Los caballos ante los que pasaba se estremecieron nerviosamente bajo sus flojos arneses. Dio una palmada a un anca pía que tembloteaba cerca de él y gritó:

—¡Anda, hijito!

Se volvió a J. J. O’Molloy y preguntó:

—Bueno, Jack. ¿Qué es eso? Alguna molestia. Espera un poco. Aguanta sin moverte.

Con la boca abierta y la cabeza echada muy atrás, él se quedó quieto y, al cabo de un momento, estornudó ruidosamente.

—¡Achú! —dijo—. ¡Vete al demonio!

—El polvo de esos sacos —dijo J. J. O’Molloy con cortesía.

—No —jadeó Ned Lambert—, anoche he… pillado un resfriado… vete al demonio… anteanoche… y había mucha corriente …

Levantó el pañuelo preparado para el inminente…

—Estuve… esta mañana… el pobrecillo… como se llame… ¡Achú!… ¡Válgame Dios!

*****

Tom Rochford tomó el disco de encima de la pila que apretaba contra su chaleco rosado.

—¿Ven? —dijo—. Digamos que sale el seis. Aquí dentro, vean. Número En Curso.

Para que lo vieran, lo deslizó en la ranura izquierda. Bajó disparado por el surco, se tambaleó un momento, se detuvo y se les quedó mirando elocuentemente: seis.

Abogados a la antigua, altaneros, perorantes, observaron pasar a Richie Goulding desde la oficina general de impuestos al tribunal Nisi Prius llevando la bolsa de Goulding, Collis y Ward, y oyeron a una anciana señora avanzando en frufús desde la Sección del Almirantazgo de la Procuradoría de la Corona hasta el Tribunal de Apelación, con dientes falsos que sonreían incrédulos y una falda de seda negra de gran amplitud.

—¿Ven? —dijo—. Ya ven cómo el último que he metido ha ido a parar ahí. Números Aparecidos. El impacto. Una palanca, ¿ven?

Les enseñó la columna de discos que iba subiendo a la derecha.

—Una buena idea —dijo Nosey Flynn, sorbiendo—. Así que uno que llegue tarde puede ver qué número está en curso y qué números han salido ya.

—¿Ven? —dijo Tom Rochford.

Deslizó un disco por su cuenta y lo observó dispararse, tambalearse, quedarse mirando elocuentemente: cuatro. Número En Curso.

—Le veré ahora en el Ormond —dijo Lenehan—, y le sondearé. Una buena jugada se merece otra.

—Eso es —dijo Tom Rochford—. Dile que estoy boylando de impaciencia.

—Adiós muy buenas —dijo bruscamente M’Coy—, cuando empezáis los dos…

Nosey Flynn se inclinó hacia la palanca, sorbiendo ante ella.

—Pero ¿cómo funciona aquí, Tommy? —preguntó.

—Abur —dijo Lenehan—. Hasta pronto.

Siguió a M’Coy cruzando la diminuta plaza de Crampton Court.

—Ése es un héroe —dijo con sencillez.

—Ya lo sé —dijo M’Coy—. Te refieres a la alcantarilla.

—¿Alcantarilla? —dijo Lenehan—. Era un pozo de registro.

Pasaron delante del music-hall de Dan Lowry, donde Marie Kendall, encantadora vedette, les sonrió desde un cartel una sonrisa empolvada.

Bajando por la acera de la calle Sycamore, junto al musichall del Empire, Lenehan enseñó a M’Coy cómo era todo el asunto. Uno de esos jodidos pozos de registro, como una tubería del gas, y allí se quedó el pobre diablo atascado abajo, medio asfixiado de los gases de las alcantarillas. Sin embargo, Tom Rochford bajó, con su chaleco de
bookie
y todo, con la cuerda alrededor. Y qué demonios, pero le echó la cuerda alrededor al pobre diablo y les izaron para arriba a los dos.

—Un acto heroico —dijo.

En el Dolphin se detuvieron para dejar que el coche ambulancia pasara al galope por delante de ellos hacia la calle Jervis.

—Por aquí —dijo, tirando a la derecha—. Quiero asomarme un momento a Lynam a ver la cotización de salida de
Cetro
. ¿Qué hora es en tu reloj y cadena de oro?

M’Coy atisbó en el sombrío despacho de Marcus Tertius Moses, y luego hacia el reloj de O’Neill.

—Las tres pasadas —dijo—. ¿Quién la monta?

—O. Madden —dijo Lenehan—. Una buena jaquita que es.

Mientras esperaba en Temple Bar, M’Coy apartó una cáscara de plátano con suaves empujones del pie desde la acera a un sumidero. Sería muy fácil que alguno se diera una mala caída al pasar por aquí bebido y de noche.

Las verjas de la avenida se abrieron de par en par para dar salida al cortejo del virrey.

—A la par —dijo Lenehan al volver—. Me tropecé con Bantam Lyons que iba ahí a apostar por un jodido caballo que alguien le ha aconsejado y no vale cuatro perras.
Por Aquí
.

Subieron los escalones, pasando bajo el arco de Merchant. Una figura de espalda oscura examinaba los libros en el carro de un vendedor ambulante.

—Ahí está —dijo Lenehan.

—No sé qué estará comprando —dijo M’Coy, echando una ojeada atrás.


Leopoldo o La blusa de blondas
—dijo Lenehan.

—Está chiflado por los saldos —dijo M’Coy—. Estuve con él un día y le compró un libro a un viejo de la calle Liffey por dos chelines. Tenía unos grabados estupendos que valían el doble de dinero, con estrellas y la luna y cometas de cola larga. Era de astronomía.

Lenehan se río.

—Te voy a contar uno muy bueno sobre colas de cometas —dijo—. Pasemos al lado del sol.

Cruzaron el puente de hierro y siguieron por el muelle de Wellington junto al parapeto del río.

El señorito Patrick Aloysius Dignam salía de Mangan, sucesor de Fehrenbach, llevando una libra y media de chuletas de cerdo.

—Hubo un gran festín en el reformatorio de Glencree —dijo Lenehan con empeño—. El banquete anual, ya sabes. Cosa de pechera almidonada. Estaba allí el Lord Alcalde, que era Val Dillon, y Sir Charles Cameron y Dan Dawson habló y hubo música. Cantaron Bartell D’Arcy y Benjamin Dollard…

—Ya sé —intervino M’Coy—. Mi mujer cantó allí una vez.

—¿De veras? —dijo Lenehan.

Un letrero HABITACIONES SIN AMUEBLAR volvió a aparecer en la ventana de guillotina del número 7 de la calle Eccles. Detuvo su historia un momento, pero estalló en una risotada asmática.

—Pero espera que te cuente —dijo—. El banquete lo había preparado Delahunt, el de la calle Camden, y un servidor era el encargado en jefe del bebercio. Bloom y la mujer estaban allí. Nos pusimos morados: oporto y jerez y curaçao, a los que se hizo justicia ampliamente. A todo meter les entramos. Después de los líquidos vinieron los sólidos. Carne fiambre a tutiplén y empanadillas…

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