Lo era.
—Bueno, pues sí que lo soy —dijo caviloso—. En la cuna tenía tanta cara de ingenuo que me bautizaron Simón el bobo.
—Debía ser usted una monada —respondió la señorita Douce—. ¿Y qué le ha recetado hoy el médico?
—Bueno, pues —caviló— lo que usted diga. Creo que hoy la voy a molestar pidiendo agua y medio vaso de whisky.
Tintineo.
—Con la mayor diligencia —asintió la señorita Douce.
Con gracia de diligencia se volvió hacia el espejo dorado Gilt y Cantrell. Con gracia sacó del barrilete de cristal una medida de dorado whisky. Del faldón de su chaqueta sacó el señor Dedalus bolsa y pipa. Diligencia ella sirvió. Él sopló por el tubo dos roncas notas de pífano.
—Por Júpiter —caviló—. Muchas veces he querido ver las montañas del Mourne. Debe ser un gran tónico el aire de allí. Pero un largo anhelo siempre acaba por cumplirse al fin, dicen. Sí, sí.
Sí. Con el dedo él apretaba jirones de pelo, su pelo de doncella, de sirena, en la cazoleta. Astillas. Jirones. Cavilando. Mudo.
Ninguno no decía nada. Sí.
Alegremente la señorita Douce limpiaba un vaso, trinando:
—
¡Oh Aydolores, reina, de los mares de oriente!
—¿Ha estado hoy por aquí el señor Lidwell?
Entró Lenehan. En torno atisbó Lenehan. El señor Bloom alcanzó el puente de Essex. Sí, el señor Bloom cruzó el puente de Sussex. A Martha tengo que escribir. Comprar papel. Daly’s. La chica de allí amable. Bloom. Viejo Bloom.
Bloom
, flor azul hay en el centeno.
—Estuvo a la hora de almorzar —dijo la señorita Douce.
Lenehan se adelantó.
—¿Estuvo a buscarme el señor Boylan?
Preguntó él. Ella respondió.
—Señorita Kennedy, ¿estuvo por aquí el señor Boylan mientras yo estaba arriba?
Preguntó ella. La señorita voz de Kennedy contestó, una segunda taza de té en vilo, la mirada en una página.
—No. No estuvo.
La señorita mirada de Kennedy, oída no vista, siguió leyendo. Lenehan alrededor de la campana de los sándwiches dio la vuelta a su redondo cuerpo en redondo.
—¡Cu-cú! ¿Quién está en el rincón?
Ninguna mirada de Kennedy recompensándole sin embarga hizo avances. Que se fijara en los puntos. Leer sólo las negras: la o redonda y la ese torcida.
Tintineo calesín tintineo.
Chicadeoro leía y no lanzaba ojeada. Sin fijarse. No se fijó mientras él leía de memoria una fábula en solfa para ella, salmodiando sin color:
—Uuuna zorra encontró a uuuna cigüeña. Dijo laa zorra aaa laa cigüeña: ¿Me quieres meter el piiico en la booca y sacarme un hueeso?
En vano siguió ronconeando. La señorita Douce se volvió a su té a un lado.
Él suspiró, aparte:
—¡Ay de mí! ¡Oh, ay!
Saludó al señor Dedalus y obtuvo una inclinación de cabeza.
—Saludos del famoso hijo de un famoso padre.
—¿Quién puede ser ése? —preguntó el señor Dedalus.
Lenehan abrió los jovialísimos brazos. ¿Quién?
—¿Quién puede ser ése? —preguntó—. ¿Y lo pregunta? Stephen, el juvenil bardo.
Seco.
El señor Dedalus, famoso padre, dejó a un lado su seca pipa llena.
—Ya veo —dijo—. No le había reconocido de momento. He oído decir que anda siempre con compañías muy selectas. ¿Le ha visto usted últimamente?
Sí le había visto.
—Apuré el cáliz del néctar con él hoy mismo —dijo Lenehan—. En Mooney
en ville
y en Mooney
sur mer
. Había recibido la pasta por los esfuerzos de su musa.
Sonrió a los labios bañados en té de Bronce, a los labios y ojos en escucha.
—La élite de Erín estaba pendiente de sus labios. El ponderoso bonzo Hugh MacHugh, el más brillante escriba y periodista de Dublín, y el joven ministril del salvaje oeste a quien se conoce con el eufónico apelativo de O’Madden Burke.
Al cabo de un rato el señor Dedalus levantó su vaso y
—Debió de ser muy divertido —dijo—. Ya veo.
Ve. Bebió. Con remotos ojos montañosos de luto. Dejó el vaso.
Miró a la puerta del salón.
—Veo que han cambiado de sitio el piano.
—Estuvo hoy el afinador —contestó la señorita Douce—, afinándolo para el concierto público y nunca he oído un pianista tan exquisito.
—¿De veras?
—¿No es verdad, señorita Kennedy? De lo clásico de verdad, ya comprende. Y ciego además, el pobre. Ni veinte años estoy segura que tuviera.
—¿De veras? —dijo el señor Dedalus.
Bebió y se alejó.
—Tan triste mirarle a la cara —se condolió la señorita Douce.
Dios maldiga a ese hijo de puta.
Tinc clamó a su compasión la campanilla de un cliente. A la puerta del comedor llegó el calvo Pat, llegó el afligido Pat, llegó Pat, camarero del Ormond. Cerveza para el comedor. Cerveza sin diligencia ella sirvió.
Con paciencia Lenehan esperaba a Boylan con impaciencia, el tintineante calesín del Blazes Playboylan.
Levantando la tapa él (¿quién?) miró en la caja (¿caja?) las oblicuas cuerdas triples (¡piano!). Apretó (el mismo que apretó indulgentemente su mano), con suave pedal un trío de teclas para ver la espesura del fieltro avanzando, para oír el amortiguado caer de los martillos en acción.
Dos hojas de papel vitela una de reserva dos sobres cuando yo estaba en Wisdom Hely’s el prudente Bloom en Daly’s Henry Flower compró. ¿No eres feliz en tu casa? Flor para consolarme y un alfiler pincha el am. Significa algo, lenguaje de las flo. ¿Era una margarita? Inocencia es eso. Chica respetable encontrarla después de misa. Muchísimas gracísimas. El prudente Bloom observó en la puerta un cartel, una sirena meciéndose y fumando entre bonitas olas. Fumad sirenas, la bocanada más fresca. Pelo ondulante: perdida de amor. Por algún hombre. Por Raoul. Observó y vio allá lejos en el puente de Essex un alegre sombrero montado en un calesín. Es. Tercera vez. Coincidencia.
Tintineando sobre flexibles gomas es trasladado desde el puente al muelle de Ormond. Seguir. Arriesgarse a ello. Ir deprisa. A las cuatro. Cerca ya. Fuera.
—Dos peniques, señor —se atrevió a decir la dependienta.
—Ajá… Se me olvidaba… Perdone…
—Y cuatro.
A las cuatro ella. Seductoramente sonrió a Blooaquelque. Bloo sonr depr se mar. Tardes. ¿Te crees la única en el mundo? Lo hace con todos. Para hombres.
En silencio amodorrado Oro se inclinaba sobre la página. Del salón llegó una llamada, lenta en morir. Era un diapasón que tenía el afinador que había olvidado que ahora tocaba él. Una llamada otra vez. Que él ahora tenía en vilo que ahora palpitaba. ¿Oyes? Latía, pura, más puramente, suave y más suavemente, sus cuernos zumbando. Llamada más lenta en morir.
Pat pagó la botella de estallante tapón para el cliente del comedor: y por encima de vaso bandeja y botella de estallante tapón antes de marcharse susurró, calvo y afligido, con la señorita Douce.
—
Las claras estrellas se desvanecen
…
Un canto sin voz cantó desde dentro, cantando:
—…
ya quiebra el albor
.
Una docena de notas pajariles gorjearon clara respuesta tiple bajo manos sensitivas. Claramente las teclas, todas chispeantes, enlazadas, todas clavicordiantes, invocaban una voz que cantara la melodía del alba con rocío, de la juventud, de la despedida de amor, de la vida, del alba del amor.
—
El aljófar del rocío
…
Los labios de Lenehan sobre el mostrador cecearon un sordo silbido de señuelo.
—Pero mire para acá —dijo—, rosa de Castilla.
Tintineo de calesín junto al bordillo se paró.
Ella se levantó y cerró su lectura, rosa de Castilla. Agitada, perdida, soñadoramente se levantó.
—¿Se cayó ella o la empujaron? —él le preguntó.
Ella contestó, despreciativa:
—No haga preguntas y no oirá mentiras.
A lo señora, señorial.
Los elegantes zapatos claros de Blazes Boylan crujieron en el suelo del bar al pasar. Sí, Oro desde cerca junto a Bronce desde lejos. Lenehan oyó y conoció y le saludó:
—Ved cómo viene el héroe conquistador.
Entre el coche y la cristalera, caminando cautamente, pasó Bloom, héroe sin conquistar. Podría verme él. El asiento en que se sentó: caliente. Negro, cauto gatazo, avanzó hacia la bolsa jurídica de Richie Goulding, levantada al aire en saludo.
—
Y yo de ti
…
—Había oído decir, que andaba usted por aquí —dijo Blazes Boylan.
Hacia la señorita Kennedy, se tocó el borde de su sombrero de paja ladeado. Ella le sonrió. Pero hermana Bronce la superó en sonrisa, alisando para él su más rico pelo, seno y una rosa.
Boylan encargó brebajes.
—¿Qué va a tomar? ¿Un vaso de bítter? Un vaso de bítter, por favor, y para mí un licor de endrina. ¿No hay cable todavía?
Todavía no. A las cuatro él. ¿Quién dijo cuatro?
Los rojos soplillos y la nuez de Cowley en la puerta del despacho del sheriff. Evitar. Goulding, una oportunidad. ¿Qué hace éste en el Ormond? El coche esperando. Espera.
Hola. ¿A dónde se va? ¿Algo de comer? Yo también precisamente. Aquí mismo. ¿Cómo, el Ormond? Lo más arreglado de Dublín. ¿De veras? Salón comedor. Sentarse ahí quieto. Ver, sin ser visto. Creo que le voy a acompañar. Vamos allá. Richie entró el primero. Bloom siguió a la bolsa. Menús dignos de un príncipe.
La señorita Douce extendió arriba el brazo para alcanzar un tarro, extendiendo su brazo de raso, su busto, bien robusto, tan alto.
—¡Ah! ¡Ah! —se agitó Lenehan, jadeando a cada estirón—. ¡Ah!
Pero fácilmente agarró ella su presa y la bajó en triunfo.
—¿Por qué no crece? —preguntó Blazes Boylan.
Ellabronce, sacando del tarro espeso jarabe de licor para los labios de él, lo miró fluir (flor en la chaqueta, ¿quién se la dio?), y jarabeó con la voz:
—Lo bueno si breve dos veces bueno.
O sea que ella. Limpiamente escanció licor lentamente jaraboso.
—A su salud —dijo Blazes.
Echó una gran moneda. Resonó la moneda.
—Espere —dijo Lenehan— a que yo…
—Salud —deseó, levantando su vaso espumoso.
—
Cetro
va a ganar en un paseo —dijo.
—Se me ha ido un poco la mano —dijo Boylan, guiñando y bebiendo—. No por mi cuenta, sabe. Una ocurrencia de un amigo mío.
Lenehan siguió bebiendo y sonrió a su bebida inclinada y a los labios de la señorita Douce, que casi canturreaban, sin cerrarse, el canto oceánico que sus labios habían trinado. Aydolores. Los mares de oriente.
Zumbó el reloj. La señorita Kennedy pasó a la parte de ellos (la flor, quién se la dio), llevándose la bandeja del té. Campaneó el reloj.
La señorita Douce tomó la moneda de Boylan, dio un golpe vivo en la máquina registradora. Tintineó el reloj. La bella de Egipto enredó y distribuyó en el cajón y canturreó y entregó monedas de vuelta. Mirar al oeste. Un chasquido. Para mí.
—¿Qué hora es ésa? —preguntó Blazes Boylan—. ¿Las cuatro?
En punto.
Lenehan, sus ojillos hambrientos en el canturreo, busto canturreante, le tiró del codo por la manga a Blazes Boylan.
—Oigamos la hora —dijo.
La bolsa de Goulding, Collis, Ward guió entre las mesas en flor de centeno a Bloom. Incierto eligió con agitada elección, el calvo Pat sirviendo, una mesa junto a la puerta. Estar cerca. A las cuatro. ¿Se le ha olvidado? Quizás un truco. No ir: aguza el apetito. Yo no podría. Atención, atención. Pat atendía atento.
Bronce miraba en chispeante azur los azules ojos y corbata de Blazur.
—Vamos allá —apremió Lenehan—. No hay nadie. No ha oído.
—…
a los labios de Flora se apresuraba
.
Alta, una alta nota, retiñó en el agudo, clara.
Doucebronce, en comunión con su rosa airosa subiendo y bajando, buscó la flor y los ojos de Blazes Boylan.
—Por favor, por favor.
Él invocó a través de repetidas frases de confesión.
—
No podría dejarte
…
—Un poquito después —prometió esquivamente la señorita Douce.
—No, ahora —urgió Lenehan—.
Sonnez la cloche!
¡Ande! No hay nadie.
Ella miró. Deprisa. La señ Kenn no oía, lejos. Inclinada de repente. Dos caras encendidas la observaron inclinarse.
Temblando los acordes se separaron de la melodía, la volvieron a encontrar, un acorde perdido, y la perdieron y encontraron, desmayando.
—¡Vamos allá! ¡Ea!
Sonnez!
Inclinándose, ella pellizcó un pico de la falda sobre la rodilla. Se retardaba. Seguía haciéndoles rabiar, inclinándose, suspendiendo, con ojos maliciosos.
—
Sonnez!
Chasquido. Dejó libre de pronto en rebote su elástica liga pellizcada calientechascante contra su chascable muslo de mujer en caliente media.
—
La cloche!
—gritó jubiloso Lenehan—. Amaestrada por la propietaria. Ahí no hay serrín.
Ella sonrió ufana desdeñosa (¡válgame Dios, qué hombres!), pero, deslizándose hacia la luz, sonrió benévola a Boylan.
—Es usted la esencia de la vulgaridad —dijo, al deslizarse.
Boylan observaba, observaba. Vertió su cáliz en gruesos labios, apuró el diminuto cáliz, chupando las últimas gruesas gotas violetas. Con ojos hipnotizados siguió su cabeza deslizándose por el bar a lo largo de espejos, arco dorado para la gaseosa, fulgurantes vasos de clarete y Rhin, una caracola con pinchos, donde se concertaba, se espejeaba bronce con bronce más soleado.
Sí, Bronce de cerca.
—
¡… Amor mío, adiós!
—Me marcho —dijo Boylan con impaciencia.
Con gran viveza, alejó el cáliz resbalando, aferró el cambio.
—Espere un momento —rogó Lenehan, bebiendo deprisa—. Quería contarle. Tom Rochford…
—Váyase al cuerno —dijo Blazes Boylan, yéndose.
Lenehan apuró el vaso para irse.
—¿A dónde cuerno va? —dijo—. Espere. Me voy también.
Siguió los apresurados zapatos crujientes pero se echó a un lado ágilmente junto al umbral, figuras saludando, una voluminosa con una delgada.
—¿Cómo está usted, señor Dollard?
—¿Eh? ¿Cómo está? —contestó la vaga voz de bajo de Ben Dollard, apartándose un momento de la aflicción de Padre Cowley—. No te dará ninguna molestia, Bob. Alf Bergan hablará con el tío largo. Esta vez le mojaremos la oreja a ese Judas Iscariote.
Suspirando, el señor Dedalus atravesó el salón, frotándose un párpado con el dedo.