Ulises (63 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—Sí, señor —dice Terry—. Un whisky pequeño y una botella de Allsop. Muy bien, señor.

Echado encima del jodido periódico con Alf buscando cosas picantes en vez de atender al público en general. El dibujo de un encuentro a cabezazos, tratando de partirse los cráneos, un tío contra otro con la cabeza baja como un toro contra una puerta. Y otra:
Monstruo negro quemado en Omaha, Ga
. Un montón de bandidos del llano con sombrero ancho disparando contra un negrito atado en lo alto de un árbol con la lengua fuera y una hoguera debajo. Coño, deberían ahogarle luego en el mar y electrocutarle y crucificarle para estar bien seguros del asunto.

—Pero ¿qué hay de la marina de guerra —dice Ned— que mantiene a distancia a nuestros adversarios?

—Les diré lo que pasa —dice el Ciudadano—. Es el infierno en la tierra. Lean las revelaciones que salen en los periódicos sobre los latigazos en los barcos-escuela en Portsmouth. Las escribe un tío que firma
Un Asqueado
.

Así que empieza a hablarnos de castigo corporal y de la marinería y los oficiales y contraalmirantes muy elegantes con tricornio y el capellán con su Biblia protestante para presenciar el castigo y un muchacho al que sacan, aullando por su mamá, y le atan a la culata de un cañón.

—Una docena en el trasero —dice el Ciudadano—, así es como lo llamaba el viejo bribón de Sir John Beresford, pero los modernos ingleses de Dios lo llaman corrección en el calzón.

Y dice John Wyse:

—Al calzón por la infracción.

Entonces nos cuenta que el maestro de armas llega con una vara larga y la saca y le azota el jodido trasero al pobre muchacho hasta que chilla que me matan.

—Ésa es la gloriosa armada británica —dice el Ciudadano— que tiraniza la tierra. Los tíos que nunca serán esclavos, con la única Cámara hereditaria que ha quedado en todo el santo mundo y su tierra en manos de una docena de cerdos cebados y de barones de la bala de algodón. Ese es el gran imperio de que presumen, un imperio de esclavos y siervos azotados.

—Sobre el cual nunca se levanta el sol —dice Joe.

—Y la tragedia de eso —dice el Ciudadano— es que ellos se lo creen. Esos desgraciados Yahoos se lo creen.

Creen en el bastón, azotador todopoderoso, creador del infierno en la tierra, y en Jack Marino, su ilegítimo hijo, que fue concebido por obra de un espíritu de espanto, y nació de la marina horrible, sufrió en pompa los palos, fue castigado, abierto y desollado, aulló como los demonios del infierno, y al tercer día se levantó de la litera, llegó al puerto y está sentado en sus posaderas hasta nueva orden, que vendrá a pringar ni vivo ni muerto.

—Pero —dice Bloom—, ¿no es la disciplina lo mismo en todas partes? Quiero decir, ¿no sería lo mismo aquí si se opusiera fuerza contra fuerza?

¿No os lo dije? Tan verdad como que estoy bebiendo esta cerveza, aunque estuviese echando el último aliento trataría de convenceros de que morir era vivir.

—Opondremos fuerza a la fuerza —dice el Ciudadano—. Tenemos nuestra Irlanda mayor más allá del mar. Les echaron de su casa y hogar en el negro año 47. Sus cabañas de barro y sus chozas junto al camino fueron derribadas por el ariete y el
Times
se frotó las manos y les dijo a esos sajones de hígado blanco que pronto habría tan pocos irlandeses en Irlanda como pieles rojas en América. Hasta el Gran Turco nos mandó sus piastras. Pero el sajón trató de matar de hambre a la nación en casa mientras el país estaba lleno de cosechas que las hienas británicas compraban para vender en Río de Janeiro. Sí, echaron a los campesinos en manadas. Veinte mil de ellos murieron en los barcos-ataúd. Pero los que llegaron a la tierra de los libres recuerdan la tierra de esclavitud. Y vendrán otra vez y para venganza, que no son unos cobardes, los hijos de Granuaile, los paladines de Kathleen ni Houlihan.

—Absolutamente cierto —dice Bloom—. Pero lo que yo quería decir era…

—Llevamos mucho tiempo esperando ese día, Ciudadano —dice Ned—. Desde que aquella pobre vieja nos dijo que los franceses se habían hecho a la mar y habían desembarcado en Killala.

—Eso —dice John Wyse—. Luchamos por la dinastía real de los Stuart, que renegaron de nosotros por los de Guillermo III, y nos traicionaron. Recuerden Limerick y la piedra del tratado rota. Dimos nuestra mejor sangre a Francia y a España, nuestros patos salvajes. Fontenoy ¿eh? Y Sarsfield, y O’Donnell, Duque de Tetuán en España, y Ulysses Browne de Camus, que fue mariscal de campo de María Teresa. Pero ¿qué hemos recibido nunca por eso?

—¡Los franceses! —dice el Ciudadano—. ¡Pandilla de maestros de baile! ¿Se dan cuenta de lo que es? Nunca han valido un pedo podrido para Irlanda. ¿No están tratando ahora de hacer una entente cordiale con la pérfida Albión en ese banquete de T. P.? Los incendiarios de Europa, han sido siempre.


Conspuez les Français
—dice Lenehan, agarrando su cerveza.

—Y en cuanto a los prusianos y hanoverianos —dice Joe—, ¿no hemos tenido bastante de esos bastardos comedores de salchichas en el trono desde Jorge el Elector hasta el muchacho alemán y esa vieja perra flatulenta que ya se ha muerto?

Caray, me daba risa de ver cómo salía con eso de la vieja guiñando el ojo, borracha en el palacio real una noche tras otra, la vieja Vic, con su vasazo de whisky irlandés y el cochero cargando con todos sus huesos para meterla en la cama y ella tirándole de las patillas y cantándole viejos trozos de canciones como
Ehren en el Rhin
y
Ven acá donde el trago es más barato
.

—Bueno —dice J. J.—. Ahora tenemos a Eduardo el Pacificador.

—Cuénteselo a un idiota —dice el Ciudadano—. Tiene más cara de pez que de paz ese muchachito. ¡Edward Guelph-Wettin!

—¿Y qué piensan —dice Joe— de esos beatos, los curas y los obispos de Irlanda arreglándole el cuarto en Maynooth con los colores deportivos de Su Majestad Satánica, y pegando estampas de todos los caballos que han montado sus jockeys? El conde de Dublin, nada menos.

—Deberían haber pegado todas las mujeres que ha montado él —dice el pequeño Alf.

Y dice J. J:

—Consideraciones de espacio influyeron en la decisión de sus reverencias.

—¿Quiere probar con otra, Ciudadano? —dice Joe.

—Sí, señor —dice él—, muy bien.

—¿Y tú? —dice Joe.

—Muy agradecido, Joe —digo yo—. Que te aproveche.

—Repite esa dosis —dice Joe.

Bloom hablaba y hablaba con John Wyse, muy excitado, con su jeta de color de panza de burro y sus viejos ojos de ciruela dándole vueltas.

—Persecución —dice—, toda la historia del mundo está llena de eso. Perpetuando el odio nacional entre las naciones.

—Pero ¿sabe qué quiere decir una nación? —dice John Wyse.

—Sí —dice Bloom.

—¿Qué es? —dice John Wyse.

—¿Una nación? —dice Bloom—. Una nación es la misma gente viviendo en el mismo sitio.

—Vaya por Dios, entonces —dice Ned, riendo—, si eso es una nación yo soy una nación porque llevo cinco años viviendo en el mismo sitio.

Así que claro todos se rieron de Bloom y él dice, tratando de salir del lío:

—O también viviendo en diferentes sitios.

—Eso incluye mi caso —dice Joe.

—¿Cuál es su nación?, si me permite preguntarlo —dice el Ciudadano.

—Irlanda —dice Bloom—. Yo nací aquí. Irlanda.

El Ciudadano no dijo nada sino que sólo se aclaró la garganta y, chas, escupió una ostra Costa-Roja derecha al rincón.

—Allá va eso, Joe —dice, sacando el pañuelo para secarse.

—Aquí estamos, Ciudadano —dice Joe—. Tome eso en la mano derecha y repita conmigo las siguientes palabras.

El antiguo pañizuelo irlandés, tesoro de intrincados bordados, atribuida a Salomón de Droma y Manus Tomaltach og MacDonogh, autores del Libro de Ballymote, fue extraído entonces y produjo prolongada admiración. No hay necesidad de demorarse en la legendaria belleza de las esquinas, la cima del arte, donde cabe distinguir claramente a los cuatro evangelistas presentando a cada uno de los cuatro maestros su símbolo evangélico, un cetro de roble fósil, un puma norteamericano (un rey de los animales mucho más noble que su equivalente inglés, dicho sea de paso), un ternero de Kerry y un águila dorada de Carrantuohill. Las escenas representadas en el campo emuntorio, mostrando nuestras antiguas colinas y raths y cromlechs y grianauns y sedes de sabiduría y piedras de maldición, son tan maravillosamente hermosas y los pigmentos tan delicados como cuando los iluminadores de Sligo dieron rienda suelta a su fantasía artística, hace mucho tiempo, en la época de los Barmecidas: Glendalough, los deliciosos lagos de Killarney, las ruinas de Clonmacnois, Cang Abbey, Glen Inagh y los Doce Alfileres, el Ojo de Irlanda, las Colinas Verdes de Tallaght, Croagh Patrick, la fábrica de cerveza de los señores Arthur Guinness, Hijo y Compañía (S.L.), las orillas de Lough Neagh, el valle de Ovoca, la torre de Isolda, el obelisco de Mapas, el hospital de Sir Patrick Dun, el cabo Clear, el valle de Aherlow, el castillo de Lynch, la casa Scotch, el Asilo Nocturno Comunal de Loughlinstown, la cárcel de Tullamore, los rápidos de Castleconnel, Kilballymacshonakill, la cruz de Monasterboice, el hotel de Jury, el Purgatorio de San Patricio, el Salto del Salmón, el refectorio del colegio de Maynooth, el agujero de Curley, los tres lugares de nacimiento del primer duque de Wellington, la roca de Cashel, la turbera de Allen, el Almacén de la calle Henry, la Gruta de Fingal —todas esas emocionantes escenas siguen ahí para nosotros, aún más hermoseadas por las aguas de la tristeza que han pasado sobre ellas y por las ricas incrustaciones del tiempo.

—Échanos para acá los vasos —digo yo—. ¿De quién es cada?

—Este es mío —dice Joe—, como le dijo el diablo al policía muerto.

—Y yo pertenezco a una raza, también —dice Bloom—, que es odiada y perseguida. También ahora. En este mismo momento. En este mismo instante.

Coño, casi se quemaba los dedos con la colilla del caruncho.

—Una raza robada. Saqueada. Insultada. Perseguida. Quitándonos lo que es nuestro por derecho. En este mismo momento —dice, levantando el puño—, vendidos en subasta en Marruecos como esclavos o ganado.

—¿Habla usted de la nueva Jerusalén? —dice el Ciudadano.

—Hablo de la injusticia —dice Bloom.

—Muy bien —dice John Wyse—. Pues entonces opónganse a ella con la fuerza, como hombres.

Ahí tienes una buena estampa de almanaque. Un blanco para una bala dum-dum. El viejo cara grasienta al pie del cañón. Coño, iría mejor con una escoba, bastaría que se pusiera un delantal de niñera. Y en esto se derrumba de repente, retorciéndolo todo al revés, flojo como un trapo mojado.

—Pero no sirve para nada —dice—. Fuerza, odio, historia, todo eso. Esa no es vida para hombres y mujeres, insultos y odio. Y todo el mundo sabe que eso es exactamente lo contrario de lo que es la verdadera vida.

—¿Qué? —dice Alf.

—El amor —dice Bloom—. Quiero decir lo contrario del odio. Tengo que marcharme ahora —le dice a John Wyse—. Nada más que a dar una vuelta por el juzgado a ver si está Martin. Si viene, basta que le digan que vuelvo dentro de un momento. Un momento nada más.

¿Quién te retiene? Y allá que sale disparado como un rayo engrasado.

—Un nuevo apóstol para los gentiles —dice el Ciudadano—. El amor universal.

—Bueno —dice John Wyse—, ¿no es eso lo que nos dicen? Ama a tu prójimo.

—¿Ese tío? —dice el Ciudadano—. Explota a tu prójimo. ¡Amar, sí, sí! Bonito ejemplo de Romeo y Julieta es ése.

El amor ama amar al amor. La enfermera ama al nuevo farmacéutico. El guardia 14A ama a Mary Kelly. Gerty MacDowell ama al muchacho que tiene la bicicleta. M. B. ama a un bello caballero. Li Chi Han amal dal besitos a Cha Pu Chow. Jumbo, el elefante, ama a Alice, la elefanta. El viejo señor Verschoyle con su trompetilla ama a la vieja señora Verschoyle con su ojo metido para dentro. El hombre del
macintosh
pardo ama a una señora que ha muerto. Su Majestad el Rey ama a Su Majestad la Reina. La señora Norman W. Tupper ama al oficial Taylor. Tú amas a cierta persona. Y esa persona ama a aquella otra persona porque todo el mundo ama a alguien pero Dios ama a todo el mundo.

—Bueno, Joe —digo yo—, a tu salud y mucho éxito. Más ánimos, Ciudadano.

—Hurra, venga allá —dice Joe.

—La bendición de Dios y la Virgen María y San Patricio sobre ustedes —dice el Ciudadano.

Y levanta la pinta para mojarse el gaznate.

—Ya conocemos a estos beatones —dice— que predican y te vacían el bolsillo. ¿Y qué me dicen del beato de Cromwell y sus Corazas de Hierro que pasaron a cuchillo a las mujeres de Drogheda con la cita de la Biblia
Dios es amor
pegada alrededor de la boca de los cañones? ¡La Biblia! ¿Han leído hoy esa broma en el
United Irishman
sobre el jefe zulú que está visitando Inglaterra?

—¿Qué es eso? —dice Joe.

Así que el Ciudadano saca uno de su montón de papelotes y empieza a leer en voz alta:

—Una delegación de los principales magnates algodoneros de Manchester fue presentada ayer a Su Majestad el Alaki de Abeakuta por el Primer Introductor de Matadores, Lord Anda Sobre Huevos, para expresar a Su Majestad el cordial agradecimiento de los comerciantes británicos por las facilidades que se les han concedido en sus dominios. La delegación fue obsequiada con un almuerzo a cuyos postres el moreno potentado, al final de un afortunado discurso, traducido libremente por el capellán británico, Reverendo Ananías Alabaadios Enloshuesos, expresó su más profundo agradecimiento a Lord Anda y subrayó las cordiales relaciones existentes entre Abeakuta y el Imperio Británico, afirmando que conservaba consigo como una de sus más preciosas posesiones una Biblia con miniaturas, el libro de la palabra de Dios y el secreto de la grandeza de Inglaterra, con que le había obsequiado graciosamente la gran mujer blanca, la gran
squaw
Victoria, con dedicatoria personal de la augusta mano de la Real Donante. El Alaki hizo luego la libación de la amistad con whisky de primera, brindando
Por el Negro y el Blanco
, en el cráneo de su inmediato predecesor en la dinastía Kakachakachak, por sobrenombre Cuarenta Verrugas, tras de lo cual visitó la principal fábrica de Algodonópolis y firmó con una cruz en el libro de visitantes, ejecutando a continuación una vieja danza de guerra abeakutiense, durante la cual se tragó varios cuchillos y tenedores, entre el regocijado aplauso de las obreras.

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