Y he aquí que en el día decimosexto del mes de la diosa de ojos de vaca y en la tercera semana después de la festividad de la Santísima e Indivisible Trinidad, estando entonces en su primer cuarto la hija de los cielos, la virginal Luna, aconteció que esos doctos jueces acudieron al templo de la ley. Allí Maese Courtenay, asentado en su propia sala, pronunció su discurso, y el Maese Juez Andrews, en sesión sin jurado en el Tribunal de Probación, sopesaron bien y ponderaron los requerimientos del primer actor respecto a las propiedades en la cuestión del testamento en cuestión y la disposición testamentaria final
in re
los bienes reales y personales del difunto y llorado Jacob Halliday, vinatero, fallecido, contra Livingstone, menor de edad, débil mental, y otro. Y al solemne juzgado de la calle Green llegó Sir Frederick el Halconero. Y allí estuvo sentado hacia la hora de las cinco para administrar la ley de los antiguos magistrados en la comisión especial para todas y cada una de aquellas partes en él contenidas y para el condado de la ciudad de Dublín. Y allí se sentó con él el alto
sanedrín
de las doce tribus de Iar, un hombre por cada tribu, de la tribu de Patrick y de la tribu de Hugh y de la tribu de Owen y de la tribu de Conn y de la tribu de Oscar y de la tribu de Fergus y de la tribu de Finn y de la tribu de Dermot y de la tribu de Cormac y de la tribu de Kevin y de la tribu de Caolte y de la tribu de Ossian, habiendo en total doce hombres buenos y leales. Y él les conjuró por Aquel que murió en cruz a que examinaran bien y rectamente y se pronunciaran fielmente en la cuestión ante ellos pendiente entre su señor soberano el rey y el prisionero en el banquillo y dieran fiel veredicto conforme a las pruebas, así les ayude Dios y besen el libro. Y ellos se levantaron de sus asientos, esos doce de Iar, y juraron por el nombre de Aquel que vive por los siglos de los siglos que actuarían conforme a Su justicia. Y al punto los ministros de la Ley sacaron de su mazmorra a uno a quien los sabuesos de la justicia habían aprehendido a consecuencia de información recibida. Y le encadenaron de pies y manos y no quisieron recibir de él ni fianza ni caución sino que pronunciaron acusación contra él pues era un malhechor.
—Buenos tipos son ésos —dice el Ciudadano—, viniendo acá a Irlanda a llenar de chinches el país.
Así que Bloom hace como si no hubiera oído nada y empieza a hablar con Joe diciéndole que no hacía falta que se molestara por aquel asuntillo hasta el primero de mes pero que si le quería decir unas palabras al señor Crawford. Y entonces Joe juró por lo más sagrado que haría cualquier cosa por él.
—Porque, ya comprende —dice Bloom—, para un anuncio hay que tener repetición. Ese es todo el secreto.
—Puede fiarse de mí —dice Joe.
—Estafando a los campesinos —dice el Ciudadano— y a los pobres de Irlanda. No queremos extraños en nuestra casa.
—Ah, estoy seguro de que todo saldrá bien con Hynes —dice Bloom—. Es sólo lo de Llavees, ya comprende.
—Puede darlo por hecho —dice Joe.
—Es usted muy amable —dice Bloom.
—Los extraños —dice el Ciudadano—. Es culpa nuestra. Les dejamos entrar. Les trajimos nosotros. La adúltera y su chulo trajeron aquí a los ladrones sajones.
—Veredicto provisional —dice J. J.
Y Bloom fingiendo estar terriblemente interesado en nada, una telaraña en el rincón detrás del barril, y el Ciudadano poniéndole caras feroces y el viejo perro a sus pies mirándole a ver a quién morder y cuándo.
—Una esposa deshonrada —dice el Ciudadano—: esa es la causa de todas nuestras desgracias.
—Y aquí está ella —dice Alf, que estaba risoteando con Terry por la
Police Gazette
en el mostrador—, con toda su pintura de guerra.
—Déjanos echarle una ojeada —digo yo.
Y no era más que una de esas suciedades de periódicos yanquis que Terry le pide prestados a Corny Kelleher. Secretos para desarrollar las partes íntimas. Extravíos de una belleza del gran mundo. Norman W. Tupper, acaudalado contratista de Chicago, encuentra a su bella esposa infiel en el regazo del oficial Taylor. La bella en ropa interior extraviándose y su capricho buscándole las cosquillas y Norman W. Tupper entrando de un salto con su mataperros justo para llegar tarde después que ella ha retozado con el oficial Taylor.
—¡Ay guapa mía —dice Joe— qué camisita más corta llevas!
—Buen pelo, Joe —digo yo—. No estaría mal un solomillo de esa ternera, ¿eh?
Así que en esto entra John Wyse Nolan, y Lenehan con él, con una cara más larga que un día sin pan.
—Bueno —dice el Ciudadano—, ¿cuáles son las últimas noticias del teatro de acción? ¿Qué han decidido sobre la lengua irlandesa esos imbéciles del ayuntamiento en su reunión de comité?
O’Nolan, revestido de luciente armadura, inclinándose profundamente prestó homenaje al poderoso y alto y valiente de toda Erín y le dio a conocer cuanto había acaecido, cómo los graves ancianos de la más obediente ciudad, la segunda del reino, se habían reunido en el mesón, y allí, tras de las debidas plegarias a los dioses que moran en el éter supremo, habían celebrado solemne consejo a fin de que, si posible fuera, se volviera a dar honor una vez más entre los mortales a la alada lengua de la tierra gaélica dividida por el mar.
—Ya está en marcha —dice el Ciudadano—. Al demonio con esos jodidos sajones brutales y su
patois
.
Conque J. J. mete baza haciendo su papelito sobre que cada cual ve las cosas a su modo y que no hay que cerrar los ojos y la táctica de Nelson de poner el ojo ciego en el catalejo y redactar una acusación contra un país entero y Bloom intentando apoyar la moderación y joderación y sus colonias y su civilización.
—Su sifilización, querrá usted decir —dice el Ciudadano—. ¡Al demonio con ellos! ¡Que la maldición de ese Dios que no sirve para nada les caiga de medio lado a esos jodidos hijos de puta con sus orejas largas! No tienen música ni arte ni literatura que merezca tal nombre. Lo que tengan de civilización nos lo han robado a nosotros, esos hijos tartamudos de fantasmas de bastardos.
—La familia europea —dice J. J.—…
—Ésos no son europeos —dice el Ciudadano—. Yo he estado en Europa con Kevin Egan, en París. No se encuentra una huella de ellos ni de su lengua en toda Europa excepto en el
cabinet d’aisance
.
Y dice John Wyse:
—Muchas flores nacen para ruborizarse sin ser vistas.
Y dice Lenehan, que sabe un poco de la jerga:
—
Conspuez les Anglais! Perfide Albion!
Dijo así y luego elevó en sus grandes, rudas y forzudas manos atezadas el búcaro de oscura y espumosa cerveza fuerte y, lanzando su grito de guerra tribal,
Lamh Dearg Abu
, bebió por la aniquilación de sus adversarios, raza de poderosos héroes valientes, señores de las olas, que están sentados en tronos de alabastro, silenciosos cual los dioses libres de muerte.
—¿Qué te pasa? —le digo yo a Lenehan—. Pareces uno que hubiera perdido un chelín y encontrado seis peniques.
—La Copa de Oro —dice él.
—¿Quién ganó, señor Lenehan? —dice Terry.
—
Por ahí
—dice él—, a veinte a uno.
Un asqueroso outsider
. Y los demás como si nada.
—¿Y la yegua de Bass? —dice Terry.
—Todavía está corriendo —dice—. Estamos en el mismo bote. Boylan echó dos libras, por consejo mío, por
Cetro
, para él y una señora amiga.
—Yo tenía media corona —dice Terry— por
Zinfandel
, que me lo aconsejó el señor Flynn. El de Lord Howard de Walden.
—Veinte a uno —dice Lenehan—. Qué mierda de vida.
Por ahí
, dice él. Arrambla con todo y no deja ni migajas. Fragilidad, tu nombre es
Cetro
.
Conque se acerca a la lata de galletas que dejó Bob Doran a ver si quedaba algo que zampar con disimulo, y el viejo chucho detrás también a probar suerte con el hocico sarnoso levantado. La tía Clemencia se fue a la despensa.
—Aquí no, hijo mío —dice.
—Ánimo —dice Joe—. Ésa habría ganado el dinero si no fuera por el otro perro.
Y J. J. y el Ciudadano venga a discutir de derecho y de historia con Bloom metiendo de vez en cuando alguna palabra.
—Algunos —dice Bloom— ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio.
—
Raimeis
—dice el Ciudadano—. No hay peor ciego que el que no quiere ver, ya comprenden lo que quiero decir. ¿Dónde están los veinte millones de irlandeses que nos faltan, los que debería haber hoy en vez de cuatro, nuestras tribus perdidas? ¡Y nuestras cerámicas y textiles, lo mejor de todo el mundo! Y nuestra lana que se vendía en Roma en tiempos de Juvenal, y nuestro lino y nuestro damasco de los telares de Antrim y nuestro encaje de Limerick, nuestras tenerías y nuestro cristal blanco ahí en Ballybough y nuestro popelín hugonote, que lo tenemos desde Jacquard de Lyon, y nuestra seda tejida y nuestros paños de Foxford y el punto en relieve de marfil, del convento de Carmelitas de New Ross, que no hay nada semejante en todo el mundo. ¿Dónde están los mercaderes griegos que venían cruzando las columnas de Hércules, ese Gibraltar hoy arrebatado por el enemigo de la humanidad, con oro y púrpura de Tiro para venderlo en Wexford en la feria de Carmen? Lean a Tácito y a Ptolomeo, e incluso a Giraldus Cambrensis. Vinos, peletería, mármol de Connemara, plata de Tipperary, sin rival, nuestros caballos tan famosos hoy mismo, los caballitos irlandeses, con el rey Felipe de España ofreciendo pagar aduanas por el derecho de pesca en nuestras aguas. ¿Cuánto nos deben los amarillentos de Anglia por nuestro comercio arruinado y nuestros hogares arruinados? Y los cauces del Barrow y el Shannon que no quieren ahondar, con millones de acres de pantano y turbera para hacernos morir a todos de tisis.
—Tan sin árboles como Portugal estaremos pronto —dice John Wyse—, o como Heligoland con su único árbol, si no se hace algo para repoblar los bosques del país. Los alerces, los abetos, todos los árboles de la familia conífera están desapareciendo deprisa. Estaba leyendo yo un informe de Lord Castletown…
—Salvadlos —dice el Ciudadano—, el fresno gigante de Galway y el gran olmo de Kildare con cuarenta pies de circunferencia y un acre de follaje. Salvad los árboles de Irlanda para los futuros hombres de Irlanda en las bellas colinas de Eire, ¡oh!
—Europa tiene los ojos en vosotros —dice Lenehan.
El mundo elegante internacional asistió en masa esta tarde a la boda del caballero Jean Wyse de Neaulan, gran maestro jefe de los Guardabosques Nacionales de Irlanda, con la señorita Piña Conífera de Valdepinos. Lady Silvestra Sombradeolmo, la señora Bárbara Abedul, la señora Laura Fresno, la señorita Acebo Ojosdeavellana, la señorita Dafne Laurel, la señorita Dorotea del Rosal, la señora Clyde Doceárboles, la señora Roberta Verde, la señora Elena de la Parra, la señorita Virginia Enredadera, la señorita Gladys Haya, la señorita Oliva del Campo, la señorita Blanca Arce, la señora Maud Ébano, la señorita Myra del Mirto, la señorita Priscilla Saúco, la señorita Abeja Madreselva, la señorita Gracia Chopo, la señorita O’Mimosa San, la señorita Rachel Fuentecedro, las señoritas Lilian y Violeta Lila, la señorita Timidez del Tiemblo, la señorita Cati Musgo de la Fuente, la señorita May Espino, la señorita Gloriana Palma, la señorita Liana del Bosque, la señora Arabella Selvanegra y la señora Norma de la Encina, de Encinar del Rey, agraciaron la ceremonia con su presencia. La novia, acompañada del padrino, su padre el señor Conífero de las Bellotas, estaba encantadora en un modelo realizado en seda mercerizada verde, modelado sobre un viso gris crepúsculo, con una faja de ancha esmeralda y rematado con un falbalá triple de franjas más oscuras, todo el conjunto animado por breteles e inserciones en las caderas de bronce bellota. Las doncellas de honor, señorita Alerce Conífera y señorita Ciparisa Conífera, hermanas de la novia, llevaban elegantes trajes del mismo tono, con un delicado motivo de pluma rosa en los pliegues, caprichosamente repetido en las tocas verde jade en forma de plumas de avutarda de coral rosa pálido. El senhor Enrique Flor actuó en el órgano con su conocida maestría, y en adición a los números prescritos para la misa nupcial, ejecutó un nuevo e impresionante arreglo de
Leñador, deja ese árbol
a la conclusión de la ceremonia. Al abandonar la iglesia de San Fiacre
in Horto
, tras la bendición pontificia, la feliz pareja fue sometida a un juguetón fuego cruzado de avellanas, nueces de haya, hojas de laurel, amentos de sauce, bayas de hiedra, bayas de acebo, ramitas de muérdago y yemas de fresno. Los nuevos señores de Wyse Conífero Neaulan pasarán una tranquila luna de miel en la Selva Negra.
—Y nuestros ojos están en Europa —dice el Ciudadano—. Teníamos nuestro comercio con España y los franceses y los flamencos antes de que esos chuchos estuvieran destetados, cerveza española en Galway, las barcazas de vino en el canal oscuro como vino.
—Y volveremos a tenerlo —dice Joe.
—Y con la ayuda de la Santa Madre de Dios volveremos a tenerlo— dice el Ciudadano, palmeándose el muslo—. Nuestros puertos, que están vacíos, volverán a estar llenos, Queenstown, Kinsale, Galway, Blacksod Bay, Ventry en el reino de Kerry, Killybegs, el tercer puerto del mundo en amplitud, con una flota de mástiles de los Lynch de Galway y los O’Reilly de Cavan y los O’Kennedy de Dublín, cuando el conde de Desmond podía hacer un tratado con el mismo Emperador Carlos V. Y así volverá a ser —dice— cuando se vea el primer barco de guerra irlandés abriéndose paso por las olas con nuestra propia bandera enarbolada, nada de esas arpas de Enrique Tudor; no, la más antigua bandera que haya navegado, la bandera de la provincia de Desmond y Thomond, tres coronas en campo azul, los tres hijos de Milesio.
Y se engulló el último sorbo de la pinta, caray. Todo ventosidad y pis, como gato de tenería. Las vacas de Connacht tienen los cuernos largos. Por lo que valga su jodida pelleja, que baje a echarles todos esos elevados discursos a la multitud reunida en Shanagolden, donde no se atreve a enseñar la nariz, con los Molly Maguire que andan buscándole para dejarle hecho un colador por echar mano a la propiedad de un arrendatario desahuciado.
—Muy bien, muy bien por eso —dice John Wyse—. ¿Qué va a tomar?
—Una Guardia Imperial —dice Lenehan—, para celebrar la ocasión.
—Una media, Terry —dice John Wyse—, y un manosarriba. ¡Terry! ¿Estás dormido?