Ulises (98 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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BLOOM: ¡Eh! ¡Ho!
(No hay respuesta: se inclina otra vez.)
¡Señor Dedalus!
(No hay respuesta.)
El nombre de pila si se llama. Sonámbulo.
(Se inclina otra vez y, vacilando, acerca la boca a la cara de la figura postrada.)
¡Stephen!
(No hay respuesta. Llama otra vez.)
¡Stephen!

STEPHEN:
(gime)
¿Quién? Pantera negra. Vampiro.
(Suspira y se estira, luego murmura estropajosamente arrastrando las vocales.)

¿Quién… guía… Fergus ahora
y penetra… la entretejida sombra del bosque?…

(Se vuelve a la izquierda, suspirando, doblándose.)

BLOOM: Poesía. Bien instruido. Lástima.
(Se vuelve a inclinar y le desabrocha a Stephen los botones del chaleco.)
Que respire.
(Le quita las virutas del traje a Stephen con manos y dedos ligeros.)
Una libra siete chelines. No se ha hecho daño sin embargo.
(Escucha.)
¡Caramba!

STEPHEN:
(murmura)

…sombras… los bosques…
…blanco pecho… oscuro…

(Extiende los brazos, vuelve a suspirar y encoge el cuerpo. Bloom sigue erguido sosteniéndole el sombrero y el bastón. Un perro ladra a lo lejos. Bloom se tensa y afloja la mano con que agarra el bastón. Baja los ojos a la cara y la figura de Stephen.)

BLOOM:
(en comunión con la noche)
La cara me recuerda a su pobre madre. En el bosque sombreado. El hondo blanco pecho. Ferguson me parece que le entendí. Una chica. Alguna chica. Lo mejor que le podría ocurrir…
(murmura.)
… juro que siempre reconoceré, siempre ocultaré, jamás revelaré, parte o partes, arte o artes…
(murmura.)
…en las ásperas arenas del mar… a un cable de distancia de la orilla… donde la marea refluye… y sube…

(Silencioso, pensativo, alerta, está en guardia, los dedos en los labios, en la actitud de maestre secreto. Contra la pared oscura, aparece lentamente una figura, un niño de once años, marcado por las hadas, cambiado por otro, raptado, vestido con traje Eton con zapatos de cristal y un pequeño casco de bronce, llevando un libro en la mano. Lee de derecha a izquierda inaudiblemente, sonriendo, besando la página.)

BLOOM:
(abrumado de asombro, le llama inaudiblemente)
¡Rudy!

(Rudy mira fijamente, sin ver, a los ojos de Bloom y sigue leyendo, besando, sonriendo. Tiene una delicada cara malva. En el traje lleva botones de diamante y rubí. En su mano izquierda, libre, tiene un fino bastón de marfil con un lazo violeta. Un borreguito blanco le asoma por el bolsillo del chaleco.)

3
[16]

Como preliminar a cualquier otra cosa, el señor Bloom le sacudió de encima a Stephen el grueso principal de las virutas, le alargó el sombrero y el bastón, y, en general, le adecentó de la manera más ortodoxamente samaritana, lo que le hacía buena falta. Su mente (la de Stephen) no estaba exactamente lo que se llama extraviada, pero sí un poco insegura, y ante su expresado deseo de algo que beber, el señor Bloom, en vista de la hora que era y no habiendo allí a mano bombas de agua de Vartry para sus abluciones, cuanto más para finalidades de bebida, dio con un recurso sugiriendo, por las buenas, la adecuación del Refugio del Cochero, según se le llamaba, apenas a un tiro de piedra, cerca del puente Butt, donde podrían hallar algún artículo potable en forma de leche con seltz o de agua mineral. Pero el problema estaba en cómo llegar allí. Por el momento se hallaba un tanto desconcertado, pero como quiera que el deber le imponía claramente tomar algunas medidas sobre el particular, consideró medios y maneras adecuados, en tanto que Stephen bostezaba repetidamente. En la medida en que él podía verlo, Stephen estaba más bien pálido de cara, así que se le ocurrió que sería altamente aconsejable obtener algún vehículo de cualquier tipo que respondiera a la situación en que se hallaban, estando ambos, particularmente Stephen, fuera de quicio, siempre en la hipótesis de que se pudiera encontrar tal cosa. En consecuencia, tras de unos pocos preliminares semejantes, tal como, a pesar de haber olvidado recoger su más bien jabonoso pañuelo tras de sus leales servicios en materia de afeitado, un buen despolvoreamiento, ambos caminaron juntos por la calle Beaver, o, más propiamente, por el callejón Beaver, hasta la altura de la herrería y de la atmósfera sensiblemente fétida de las cuadras en la esquina de la calle Montgomery, donde pusieron rumbo a la izquierda desembocando de allí a la calle Amiens, y doblando la esquina de Dan Bergin. Pero, según él preveía con certidumbre, no había señal de auriga ofreciéndose en alquiler por parte alguna, excepto por lo que toca a una victoria, probablemente comprometida por algunos juerguistas en el interior, a la puerta del Hotel Estrella del Norte, y que no ostentó síntoma de que se fuera a mover ni un cuarto de pulgada cuando el señor Bloom, que era cualquier cosa menos un silbador profesional, intentó reclamarla emitiendo una suerte de silbido, mientras sostenía los brazos en arco sobre la cabeza, por dos veces.

Era una situación sin salida, pero, aplicando el sentido común a ella, no había evidentemente nada que hacer sino poner buena cara y apechugar con todo, lo que consiguientemente hicieron. Así pues, dando la vuelta por Mullet y Signal House, que alcanzaron en breve, continuaron forzosamente en dirección de la estación terminal de la calle Amiens, estando el señor Bloom en desventaja por la circunstancia de que uno de los botones posteriores de sus pantalones, para adaptar el adagio acreditado por la tradición, había sufrido el destino común de todos los botones, aunque él, identificándose por completo con el espíritu de la cosa, se adaptara sin más a la desventura. Así, dado que ninguno de los dos estaba especialmente apremiado en cuando al tiempo, según era el caso, y habiendo refrescado la temperatura desde que aclaró tras la reciente visitación de Júpiter Pluvius, avanzaron flaneando por delante de donde el vacío vehículo aguardaba sin pasajero ni cochero. Como aconteciera que un vehículo de obras de la Compañía Unida de Tranvías de Dublín estuviera entonces regresando, el de más edad de los dos discurrió con su compañero
à propos
del incidente de su verdaderamente milagroso escape de poco antes. Pasaron ante la entrada principal de la estación ferroviaria Great Northern, punto de partida para Belfast, donde, por supuesto, todo tráfico estaba suspendido a tan tardía hora, y, dejando atrás la puerta trasera del depósito de cadáveres (un lugar no muy atractivo, para no decir tétrico hasta cierto punto, y más especialmente de noche), acabaron por alcanzar la Dock Tavern y, en su momento, entraron en la calle Store, famosa por su comisaría de policía, sección C. Entre este punto y los altos almacenes, en ese momento sin iluminar, de Beresford Place, Stephen se puso a pensar en Ibsen, asociándolo, no se sabe cómo, en su mente, con Baird el marmolista, situado en Talbot Place, primero doblando a la derecha, mientras el otro, que actuaba como su
fidus Achates
, inhalaba con íntima satisfacción el olor de la Panadería Ciudadana de James Rourke, situada en gran proximidad a donde estaban, el olor realmente apetitoso del pan nuestro de cada día, la más primaria y más indispensable para el público entre todas las mercancías. Pan, sustento de la vida, ganad el pan. Ah, decid, ¿dónde está el pan de fantasía? Ya es sabido que en Rourke, en su panadería.

En route
, a su taciturno, y para no ponerlo demasiado de relieve, a su todavía no completamente lúcido compañero, el señor Bloom, quien, en todo caso, estaba en completa posesión de sus facultades, y más que nunca, e incluso repugnantemente, sobrio, le dirigió unas palabras de cautela en cuanto a los peligros de los barrios nocturnos, las mujeres de mala fama y los granujas de alto bordo, todo lo cual, si apenas permisible una vez de tanto en tanto, ya que no como práctica habitual, adquiría caracteres de auténtica trampa mortal para jóvenes de su edad especialmente si habían adquirido hábitos de bebida bajo el influjo del alcohol, a no ser que se supiera un poco de jiujitsu para cualquier contingencia ya que incluso un tipo de espaldas en el suelo puede propinar una maligna patada si el otro no mira. Altamente providencial había sido la aparición en escena de Corny Kelleher cuando Stephen estaba en bienaventurada inconsciencia ya que, de no ser por aquel hombre en la brecha que se presentaba en la undécima hora, el desenlace podría haber sido que resultara candidato a la casa de socorro, o, en ausencia de esto, la comisaría y una comparecencia ante el juzgado al día siguiente ante el señor Tobias o, siendo éste procurador, más bien ante el viejo Wall, quería decir, a Malony, lo que significaba simplemente la ruina para un individuo cuando la cosa se llegara a saber. La razón por la que mencionaba el asunto era que un montón de esos guardias, a los que detestaba cordialmente, eran reconocidamente poco escrupulosos en el servicio a la Corona y, como indicó el señor Bloom, recordando algún que otro caso en la Sección A de la calle Clanbrassil, estaban dispuestos a jurar que era de día cuando era de noche. Nunca en su sitio cuando hacían falta, sin embargo, en zonas tranquilas de la ciudad, por ejemplo, Pembroke Road, los custodios de la ley estaban muy en evidencia, siendo la razón obvia que se les pagaba para proteger a las clases superiores. Otra cosa que discutió fue el equipar a los soldados con armas de fuego largas o cortas de cualquier tipo, capaces de dispararse en cualquier momento, lo que era equivalente a incitarles contra la población civil en cualquier circunstancia en que se pelearan por algo. Uno echaba a perder el tiempo, afirmó muy sensatamente, y la salud y además la buena fama, aparte de lo cual estaba el aspecto derrochen del asunto, las mujeres alegres del
demimonde
que se marchaban con un montón de libras, chelines y peniques, por añadidura, y el mayor peligro de todo era con quién se emborrachaba uno, por más que, tocante a la discutida cuestión de los estimulantes, a él le encantaba un vasito de vino viejo selecto y en su punto, en cuanto nutritivo y reconstituyente de la sangre y dotado de virtudes aperitivas (especialmente un buen borgoña de que él era firme partidario), sin embargo nunca más allá de cierto punto donde no dejaba de trazar la línea ya que simplemente se metía uno en toda clase de líos para no decir nada de que uno quedaba a la compasiva merced de los demás, prácticamente. Sobre todo comentó con reprobación la deserción de Stephen por parte de sus
confrères
frecuentadores de tabernas, excepto uno, notorio caso de traición, desde cualquier punto de vista, por parte de sus cofrades estudiosos de la medicina.

—Y ese uno era Judas —dijo Stephen, que hasta entonces no había dicho nada en absoluto.

Comentando éstos y análogos temas, avanzaban en línea recta por detrás de la Aduana y pasaban bajo el puente de la línea de circunvalación, cuando un brasero de cok que ardía frente a una garita o cosa análoga, atrajo sus más bien arrastrados pasos. Stephen, por su propia iniciativa, se detuvo sin razón especial ante el montón de baldíos adoquines y a la luz que emanaba del brasero pudo apenas entrever la figura del guarda municipal, aún más oscura dentro de la sombra de la garita. Empezaba a recordar que algo había ocurrido, o que se había mencionado que había ocurrido antes, pero no le costó poco esfuerzo a su memoria reconocer en el centinela a un ex amigo de su padre, Gumley. Para evitar un encuentro se acercó a las pilastras del puente de las vías.

—Alguien le ha saludado —dijo el señor Bloom.

Una figura de altura media, evidentemente alerta, bajo los arcos, volvió a saludar, gritando:

—¡Buenas!

Stephen, naturalmente, se sobresaltó un tanto aturdidamente y se detuvo para devolver el cumplimiento. El señor Bloom, inspirado por motivos de delicadeza innata, en cuanto que era partidario de que cada cual no se metiera más que en sus propios asuntos, se echó a un lado, aunque no obstante permaneció en estado de alarma con un leve toque de ansiedad aunque en absoluto sin llegar a canguelo. Aunque desacostumbrado en el área de Dublín, sabía que no era en absoluto inaudito que desesperados que no tenían apenas de qué vivir anduvieran por ahí atracando y en general aterrorizando a los pacíficos peatones poniéndoles una pistola en la cabeza en algún punto apartado fuera de la ciudad propiamente dicha, y famélicos vagabundos de la categoría de los de las orillas del Támesis podían andar dando vueltas por allí, o simplemente merodeadores dispuestos a desaparecer con cualquier botín a que echaran mano en un instante, la bolsa o la vida, dejándole a uno allí para ilustrar una lección, amordazado y atado.

Stephen, esto es, cuando la figura sobrevenida llegó a su cercanía, por más que no estuviera él mismo en ningún estado de lucidez, reconoció que el aliento de Corley trascendía a jugo de maíz fermentado. Lord John Corley, le llamaban algunos, y su genealogía resultaba ser de esta guisa. Era el hijo mayor del Inspector Corley de la Sección G, recientemente fallecido, el cual se había casado con una tal Katherine Brophy, hija de un agricultor de Louth. Su abuelo, Patrick Michael Corley, de New Ross, se había casado con la viuda de un tabernero cuyo nombre de soltera había sido Katherine —también— Talbot. Según rumores, aunque no confirmados, ella descendía de la casa de los Lord Talbot de Malahide en cuya mansión, realmente una residencia indiscutiblemente selecta en su género y muy digna de verse, su madre o su tía o alguna pariente había disfrutado de la distinción de estar de servicio en la pila de fregar. Esta, por consiguiente, era la razón por la que el aún relativamente joven pero disoluto individuo que ahora se dirigía a Stephen era designado por algunos inclinados a la facecia como Lord John Corley.

Tomando a un lado a Stephen, hubo de contarle la acostumbrada elegía lastimosa. Ni unas monedas con que obtener alojamiento nocturno. Sus amigos le habían abandonado todos. Además, se había peleado con Lenehan y, ante Stephen, le llamó asqueroso cerdo jodido con una rociada de otras expresiones no solicitadas. Estaba sin trabajo e imploraba a Stephen que le dijera dónde demonios podía conseguir algo que hacer, algo, lo que fuera. No, no, era la hija de la madre fregona la que era hermana de leche del heredero de la casa, o si no, estaban relacionados a través de la madre de alguna manera, teniendo lugar ambos casos al mismo tiempo si es que todo el asunto no era una invención completa de pies a cabeza. Sea como sea, él estaba hundido.

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