Ulises (102 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—Ah, eso —postuló Stephen— está probado definitivamente por varios de los más famosos pasajes de la Sagrada Escritura, aparte de las pruebas circunstanciales.

Sobre este punto espinoso, sin embargo, entraron en conflicto las opiniones de la pareja, estando como estaban ellos en polos opuestos, tanto en instrucción como en todo lo demás, junto con la señalada diferencia de sus respectivas edades.

—¿Está probado? —objetó el más experto de los dos, sujetándose a su punto original—. No estoy tan seguro de eso. Es asunto para la opinión de cada cual y sin caer en el lado sectario del asunto, me permito discrepar con usted ahí
in toto
. Mi creencia es, para decirle la verdad sinceramente, que esos trozos fueron todos ellos auténticas falsificaciones intercaladas por los monjes muy probablemente o es una vez más la cuestión de nuestro poeta nacional, quién precisamente los escribió, como
Hamlet
y Bacon, como a usted que conoce su Shakespeare infinitamente mejor que yo, claro que no hace falta que se lo diga. A propósito, ¿no se puede tomar ese café? Permítame removerlo y tomar un trozo del panecillo. Es como uno de los ladrillos de ese patrón, disfrazados. Sin embargo, nadie puede dar lo que no tiene. Pruebe un pedacito.

—No podría —se las arregló Stephen para pronunciar, negándose sus órganos mentales por el momento a dictarle más.

Como el poner inconvenientes es proverbialmente un mal oficio, el señor Bloom se ocupó muy bien de remover, o intentarlo, el azúcar encostrado en el fondo y reflexionó con algo próximo a la acritud sobre el Palacio del Café y su obra de temperancia (y su lucro). Claro que era un objetivo legítimo y sin lugar a discusión hacía mucho bien. Se organizaban refugios como el presente, con criterios abstemios, para los vagabundos noctámbulos, así como conciertos, veladas dramáticas y conferencias útiles (entrada gratuita) por personas cualificadas, para las clases inferiores. Por otra parte, él tenía un claro y doloroso recuerdo de que a su mujer, Madam Marion Tweedy, que estuvo en activa relación con ellos durante algún tiempo, le pagaron una remuneración realmente modestísima por sus colaboraciones al piano. La idea, se inclinaba fuertemente a creer, era hacer el bien y embolsarse un beneficio, no habiendo competencia digna de tal nombre. Veneno de sulfato de cobre, SO
4
o algo así en los guisantes secos recordaba haber leído que había en una casa barata de comidas en alguna parte, pero no podía recordar cuándo fue ni dónde. En todo caso, la inspección, la inspección médica de todos los comestibles le parecía más necesaria que nunca lo que quizás explicara la moda del Vi-Cacao del Dr. Tibble a causa del análisis médico que suponía.

—Tome un sorbo de él ahora —se atrevió a decir sobre el café después que estuvo removido.

Así persuadido al menos a probarlo, Stephen levantó el pesado tazón de su charco marrón —chasqueó al despegarse cuando fue levantado— por el asa y tomó un sorbo del ofensivo brebaje.

—Sin embargo, es alimento sólido —apremió su genio bueno—, yo soy un fanático del alimento sólido —siendo su sola y única razón no la golosinería sino las comidas a sus horas como la condición
sine qua non
para cualquier tipo de trabajo decente, mental o manual—. Debería usted comer más alimento sólido. Se sentiría otro hombre.

—Líquidos sí puedo comer —dijo Stephen—. Pero tenga la bondad de apartar ese cuchillo. No puedo mirarle la punta. Me recuerda la historia de Roma.

El señor Bloom hizo prontamente lo sugerido y apartó el objeto incriminado, un cuchillo corriente romo, con mango de cuerno, sin nada especialmente de romano ni de antigüedad para ojos legos, haciendo observar que la punta era el punto menos saliente en él.

—Las historias de nuestro común amigo son como él mismo —
à propos
de cuchillos observó el señor Bloom a su confidente
sotto voce
—. ¿Cree usted que son auténticas? Sería capaz de contar tales cuentos horas y horas seguidas toda la noche y mentir como un sacamuelas. Mírele.

Y sin embargo, aunque sus ojos estaban espesos de sueño y de aire marino, la vida estaba llena de una multitud de cosas y coincidencias de naturaleza terrible y quedaba muy dentro de los límites de lo posible que no fuera una invención completa aunque a simple vista no había mucha verosimilitud intrínseca de que todos los camelos que desembuchaba fueran estrictamente el evangelio.

Mientras tanto él había estado tomándole las medidas al individuo que tenía delante y sherlockholmesizándolo de arriba a abajo, desde el primer instante en que le puso los ojos encima. Aunque hombre bien conservado y de no poca vitalidad, si bien un poco inclinado a la calvicie, había algo espúreo en su corte y su aire que sugería su procedencia de la penitenciaría y no era preciso un violento esfuerzo de imaginación para asociar a un ejemplar de tan peculiar aspecto con la hermandad del sol entre rejas. Quizás incluso podía haber quitado de en medio a su hombre, suponiendo que fuera suyo el caso de que había hablado, como a menudo hacía la gente hablando de otros, es decir, que él mismo le hubiera matado y hubiera cumplido sus buenos cuatro o cinco años a la sombra para no hablar de ese personaje Antonio (sin relación con el personaje dramático de idéntico nombre que surgió de la pluma de nuestro poeta nacional) que expió sus delitos de la melodramática manera descrita más arriba. Por otro lado podría estar sólo tirándose un farol, una debilidad comprensible, porque el conocer a tales inconfundibles papanatas, vecinos de Dublín, como aquellos cocheros ansiosos de noticias del extranjero, tentaría a cualquier anciano marinero que navegue por los océanos a inventar hermosos cuentos sobre el schooner
Hesperus
, etcétera. Y dígase lo que se quiera, las mentiras que uno diga sobre sí mismo no pueden llegar a la proverbial suela del zapato a los camelos al por mayor que otros acuñen sobre él.

—Entiéndame, no es que yo diga que todo eso es pura invención —continuó—. Escenas parecidas se encuentran alguna vez, aunque no a menudo. Los gigantes, sin embargo, no se ven más que si acaso de Pascuas a Ramos. Marcella, la reina de los enanos. En esas figuras de cera de la calle Henry yo mismo vi unos aztecas, como les llaman, sentados en cuclillas. No podrían enderezar las piernas aunque les pagaran porque los músculos de aquí, ya ve —continuó, trazando sobre su compañero un rápido contorno de los tendones, o como se los quiera llamar, detrás de la rodilla derecha—, estaban completamente sin fuerzas de tanto tiempo sentados en contracción, recibiendo adoración como dioses. Ahí tiene otro ejemplo de almas simples.

Sin embargo, para volver al amigo Simbad y a sus horripilantes aventuras (que le recordaban un poco a Ludwig, alias Ledwidge, cuando ocupaban las tablas en el Gaiety, cuando Michael Gunn formaba parte de la dirección en
El holandés volante
, un éxito fenomenal, y su hueste de admiradores acudía en grandes números, todos sencillamente en manada a escucharle aunque los barcos de cualquier tipo, fantasmas o lo contrario, solían resultar más bien mal en escena, lo mismo que los trenes), no había en ello nada intrínsecamente incompatible, lo concedía. Al contrario, el toque de la puñalada por la espalda quedaba muy en armonía con esos italianos, aunque puestos a ser sinceros él también estaba muy dispuesto a admitir que aquellos heladeros y freidores de pescado, para no hablar de los dedicados a las patatas fritas y demás, de la Pequeña Italia de ahí cerca del Coombe, eran unos tipos sobrios, ahorrativos y trabajadores, salvo que quizás un poco demasiado dados a la persecución nocturna del innocuo animal necesario de carácter felino, propiedad ajena, con vistas a disfrutar a costa de él, o de ella, al día siguiente, de un buen guisado suculento con el tradicional ajo
de rigueur
, a escondidas, y añadía él, por lo barato.

—Los españoles, por ejemplo —continuó—, siendo temperamentos apasionados, impetuosos como Satanás, son dados a tomarse la justicia por su mano y a liquidarle a uno en un santiamén con esos puñales que llevan en el abdomen. Eso procede del gran calor, el clima en general. Mi mujer es, por decirlo así, española, a medias, mejor dicho. En realidad podría reclamar la nacionalidad española si quisiera, habiendo nacido (técnicamente) en España, esto es, en Gibraltar. Tiene tipo español. Más bien oscura, una auténtica morena, pelo negro. Yo, por mi parte, sin duda que creo que el clima explica el carácter. Por eso le preguntaba si usted escribe sus poesías en italiano.

—Esos temperamentos de ahí a la puerta —intercaló Stephen— estaban muy apasionados por diez chelines.
Roberto ruba roba sua
.

—Eso es —coreó el señor Bloom.

—Entonces —dijo Stephen, mirando al vacío y continuando sus divagaciones como para sí o para algún desconocido oyente no se sabía dónde—, tenemos la impetuosidad de Dante y el triángulo isósceles, la señorita Portinari, de quien él se enamoró y Leonardo y San Tommaso Mastino.

—Está en la sangre —admitió inmediatamente el señor Bloom—. Todos están lavados en la sangre del sol. Qué coincidencia, por casualidad estaba yo hoy en el museo de la calle Kildare, poco antes de nuestro encuentro, si así puedo llamarlo, mirando esas estatuas antiguas que hay allí. Espléndidas proporciones de caderas, de pecho. Sencillamente, hoy día no se tropieza uno con esa clase de mujeres. Una excepción de vez en cuando. Guapas, sí, bonitas a su manera sí se encuentran, pero lo que yo quiero decir es la forma femenina. Además, tienen muy poco gusto en el vestir, la mayor parte de ellas, cosa que realza grandemente la belleza natural de la mujer, dígase lo que se quiera. Las medias arrugadas, quizá sea acaso una manía mía, pero sin embargo es algo que sencillamente me fastidia ver.

El interés, sin embargo, empezaba a decaer en torno y los demás se pusieron a hablar de accidentes en el mar, barcos perdidos en la niebla, colisiones con icebergs, y toda esa clase de cosas. Por supuesto que Iza–el–Ancla tenía lo suyo que decir. Había doblado el Cabo unas pocas veces y había hecho frente a un monzón, una clase de viento, en los mares de la China y a través de todos esos peligros en el abismo había una sola cosa, declaró, que siempre estuvo de su parte, o palabras análogas: una piadosa medalla que le había salvado.

Así pues, tras de eso, derivaron al naufragio de la roca de Daunt, el naufragio de aquella malhadada embarcación noruega —nadie se acordaba de su nombre durante un rato hasta que el cochero que se parecía realmente mucho a Henry Campbell lo recordó,
Palme
, en la playa de Booterstown, aquello fue el tema de conversación de la ciudad ese año (Albert William Quill escribió una hermosa composición en originales versos de sobresaliente mérito sobre ese tema en el
Irish Times
) las rompientes cayendo sobre ella y multitudes y multitudes en la orilla conmocionadas y petrificadas de horror. Entonces alguien dijo algo sobre el caso del velero
Lady Cairns
de Swansea, pasado por ojo por el
Mona
, que iba en rumbo opuesto en tiempo más bien brumoso, y que se perdió con toda la tripulación en cubierta. No se prestó ayuda. El capitán, el del
Mona
, dijo que temía que sus compartimentos estancos cedieran con el choque. Parece ser que no tenía agua en la sentina.

En este punto tuvo lugar un incidente. Habiéndosele hecho necesario aflojar un rizo, él marinero dejó vacante su asiento.

—Permítame cruzarle por la proa —dijo a su vecino, que precisamente estaba entrando con suavidad en pacífico sopor.

Puso rumbo con pesada lentitud y con una suerte de andares culibajos hacia la puerta, bajó pesadamente por el escalón que había en la salida y viró hacia la izquierda. Mientras se disponía a orientarse, el señor Bloom, quien, cuando se incorporó, notó que llevaba dos frascos, seguramente de ron de mar, saliéndole por ambos bolsillos, para consumo particular de sus ardientes entrañas, le vio sacar una de las botellas, descorcharla o desenroscarla, y, aplicando el pico a los labios, tomarse un buen trago deleitable con ruido de gorgoteo. El irreprimible Bloom, que también tenía una astuta sospecha de que el viejo comediante saliera de maniobras en seguimiento de la contraatracción en forma de una hembra, que, sin embargo, había desaparecido a todo efecto y propósito, pudo, esforzándose, divisarle apenas cuando, debidamente reforzado por su episodio con el ponche al ron, levantaba la mirada hacia las pilastras y vigas de la línea de circunvalación, más bien a oscuras, ya que por supuesto desde su última visita aquello había cambiado radicalmente con grandes mejoras. Alguna persona o personas invisibles le dirigieron hacia el urinario masculino erigido con ese objeto en aquellas inmediaciones por el Comité de Higiene, pero, tras un breve intervalo de tiempo en que reinó el silencio sin rival, el marinero, evidentemente pasando al largo de él, se desahogó en su inmediata proximidad, con el subsiguiente ruido del agua de su sentina salpicando en el suelo donde al parecer despertó a un caballo de la parada de coches. En todo caso, un casco hirió el suelo en busca de una nueva posición de sustento y unos aparejos tintinearon. Levemente intranquilizado en su garita junto al brasero de ascuas de cok, el guarda municipal, que aunque ya de malas y rápidamente hundiéndose, no era otro, en estricta verdad, que el susodicho Gumley, ahora prácticamente a cargo de la beneficencia parroquial, y a quien con toda probabilidad verosímil le había dado ese trabajo interino Pat Tobin por consideraciones humanitarias, conociéndole de sobra se removió y se agitó en su garita antes de volver a reordenar sus miembros en brazos de Morfeo. Un ejemplo verdaderamente impresionante de ruina en su forma más virulenta, caída sobre una persona con las más respetables relaciones y acostumbrada toda su vida a las decentes comodidades de un hogar y con sus buenas 100 libras al año de renta en otros tiempos que por supuesto ese burro de siete suelas tiró en seguida por la ventana. Y ahí estaba sin tener dónde caerse muerto después de haberla armado buena muchas veces por la ciudad, sin un céntimo encima. Ni que decir tiene que bebía, y una vez más la cosa podía servir de escarmiento y de enseñanza moral, cuando muy bien podía estar tranquilamente metido en negocios por todo lo alto si —un «si» muy grave, sin embargo— se las hubiera arreglado para curarse de esa determinada inclinación.

Todos, mientras tanto, lamentaban la decadencia de la navegación irlandesa, de cabotaje y al extranjero, lo que era parte integrante del mismo asunto. Se había botado un barco de Palgrave Murphy en el Muelle Alexandra, la única botadura de ese año. Y era mucha verdad que había puertos, sólo que ningún barco los visitaba.

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