Ulises (99 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—No se lo pediría, solamente —prosiguió—, se lo juro solemnemente y bien lo sabe Dios, que estoy de malas.

—Habrá un empleo mañana o pasado —le dijo Stephen— en la escuela de niños de Dalkey, como inspector. El señor Garret Deasy. Pruebe a ver. Puede mencionar mi nombre.

—Ah, Dios mío —contestó Corley—, seguro que no sabría enseñar en una escuela, hombre. Nunca he sido uno de los listos como vosotros —añadió, medio riendo—. Dos veces me catearon en la elemental en los Hermanos Cristianos.

—Yo tampoco tengo dónde dormir —le informó Stephen.

Corley, a las primeras del cambio, se inclinó a sospechar que tendría algo que ver con que a Stephen le habrían echado de la madriguera por haber metido alguna jodida fulana de la calle. Había un tabuco en la calle Marlborough, señora Maloney, pero no era más que un agujero de perra gorda y lleno de indeseables pero M’Conachie le había dicho que se podía encontrar un arreglo decente en La Cabeza de Bronce ahí en la calle Winetavern (lo que sugirió lejanamente a Fray Bacon a la persona interpelada) por un chelín. También se estaba muriendo de hambre aunque no había dicho ni palabra de ello.

Aunque este tipo de cosa se repetía una noche sí y otra no o poco menos, los sentimientos de Stephen pudieron con él en cierto sentido aunque sabía que la flamante retahíla de Corley, a la altura de las demás, apenas merecía crédito. Sin embargo,
haud ignarus malorum miseris succurrere disco etcetera
, como observa el poeta latino, especialmente ahora que por suerte le pagaban sus dineros al cabo de cada medio mes el dieciséis que era el día del mes en realidad aunque un buen poco del asunto se había liquidado. Pero la gracia del chiste estaba en que nadie le quitaría de la cabeza a Corley que él vivía en la opulencia y no tenía otra cosa que hacer sino socorrer a los necesitados; cuando en realidad. Sin embargo se metió la mano en el bolsillo, no con idea de encontrar allí nada de comer, sino pensando que en vez de eso le podría prestar algo hasta un chelín o cosa así de manera que pudiera intentar en todo caso buscarse algo suficiente para comer. Pero el resultado fue negativo pues, para su consternación, encontró que le faltaba su dinero en efectivo. Unas pocas galletas rotas fueron todo el resultado de su investigación. Intentó lo mejor que pudo recordar por el momento si lo había perdido, como bien podía haber sido, o se lo había dejado, porque tal contingencia no era ninguna perspectiva grata, sino más bien al contrario, de hecho. En conjunto, estaba demasiado atontado todavía para emprender una búsqueda a fondo aunque al tratar de recordar sobre las galletas tuvo un vago recuerdo. ¿Quién, entonces, exactamente, se las había dado, o dónde fue, o si las compró? Sin embargo, en otro bolsillo tropezó con lo que supuso en lo oscuro que eran peniques, erróneamente, sin embargo, según resultó.

—Esas son medias coronas, hombre —le corrigió Corley.

Y así resultaron ser en la realidad. Stephen le prestó una de ellas.

—Gracias —contestó Corley—. Es usted un caballero. Le pagaré algún día. ¿Quién es el que va con usted? Le he visto varias veces en el Bleeding Horse, en la calle Camden, con Boylan, el pegador de carteles. Podría recomendarme usted a ver si me toman allí. Yo llevaría anuncios de hombre-sándwich sólo que la chica de la oficina me dijo que están completos para las tres semanas que vienen, caray. Válgame Dios, hay que apuntarse por adelantado, caray, ni que fuera para los de Carl Rosa. De todos modos me importa un pito con tal de tener un trabajo aunque sea de barrendero.

A continuación, no estando ya tan en mala situación después de los dos y medio chelines recibidos, informó a Stephen sobre un tipo llamado Bags Comisky que decía que Stephen conocía bien, el contable de Fullam el proveedor de marina, que solía andar en el reservado de Nagle con O’Mara y uno pequeño, que tartamudeaba, llamado Tighe. En todo caso, se le habían llevado la otra noche y le habían encajado diez chelines por embriaguez y alteración del orden y resistencia a la fuerza pública.

El señor Bloom mientras tanto seguía dando vueltas en las inmediaciones de los adoquines junto al brasero de cok delante de la garita del guarda municipal, quien, evidentemente ávido de trabajar, a su juicio, descabezaba un tranquilo sueñecito por su cuenta y riesgo, a todo efecto y propósito, mientras Dublín dormía. Al mismo tiempo, de vez en cuando lanzaba una ojeada al interlocutor de Stephen, de atuendo cualquier cosa menos inmaculado, como si hubiera visto en alguna parte a aquel hidalgo aunque no estaba en condiciones de afirmar con verdad dónde ni tenía la más remota idea de cuándo. Siendo hombre de mentalidad equilibrada, capaz de dar ciento y raya a no pocos en punto de astuta observación, también echó de ver su estropeadísimo sombrero y su indumentaria echada a perder, testimonios de impecuniosidad crónica. Probablemente era uno de esos parásitos, pero en cuanto a esto, era cuestión meramente de que cada uno explota al vecino de al lado, y éste lo mismo, por decirlo así, a pillo pillo y medio y en este asunto si el hombre de la calle se encontrara él mismo en el banquillo, los trabajos forzados, con o sin opción a multa, sería una muy
rara avis
en verdad. En cualquier caso tenía una buena cantidad de frescura y tranquilidad para interceptar a la gente a esas horas de la noche o de la mañana. Buena cara dura, ciertamente.

La pareja se separó y Stephen volvió a reunirse con el señor Bloom quien, con su ojo experto, no dejó de percibir que aquél había sucumbido a la blandilocuencia del otro parásito. Aludiendo al encuentro, dijo —esto es, Stephen—, risueñamente:

—Anda mal de suerte. Me ha pedido que le pidiera a usted que pidiera a un tal Boylan, un pegador de carteles, que le diera un trabajo como hombre-sándwich.

Ante esta información, por la que evidenció al parecer poco interés, el señor Bloom se quedó mirando abstraídamente por espacio de alrededor de medio segundo en dirección a una draga, que gozaba del ilustre nombre de Eblana, amarrada junto al muelle de la Aduana y posiblemente incapaz de reparación, tras lo cual observó evasivamente:

—Cada cual recibe su ración de suerte, dicen. Ahora que lo dice, su cara me resultaba conocida. Pero dejando esto por el momento, ¿de cuánto se ha desprendido usted —interrogó—, si no soy demasiado inquisitivo?

—Media corona —respondió Stephen—. Estoy seguro de que lo necesita para dormir en algún sitio.

—Lo necesita —exclamó el señor Bloom, sin manifestar ninguna sorpresa ante la información—: puedo dar crédito a la aserción y garantizo que siempre lo necesita. Cada cual conforme a sus necesidades y cada cual conforme a sus acciones. Pero hablando de las cosas en general —añadió con una sonrisa—, ¿dónde va a dormir usted mismo? Ir andando a Sandycove queda fuera de consideración, y, aun suponiendo que lo hiciera, no podrá entrar después de lo ocurrido en la estación de Westland Row. Se agotaría por nada. No tengo intención de dictarle nada en absoluto, pero ¿por qué ha dejado la casa de su padre?

—Para buscar la desgracia —fue la respuesta de Stephen.

—He encontrado a su respetado padre en una ocasión reciente —replicó diplomáticamente el señor Bloom—. Hoy, en realidad, o, para ser estrictamente exacto, ayer. ¿Dónde vive él ahora? Por el transcurso de la conversación inferí que se ha mudado.

—Creo que está en Dublín no sé dónde —contestó Stephen sin darse por aludido—. ¿Por qué?

—Un hombre dotado —dijo el señor Bloom sobre el señor Dedalus
senior
—, en más de un aspecto, y un
raconteur
de nacimiento como hay pocos. Quizá podría usted volver —arriesgó, aún pensando en la desagradabilísima escena en la estación de Westland Row en que se hizo perfectamente evidente que los otros dos, esto es, Mulligan, y aquel amigo suyo, el turista inglés, que acabaron por engañar al tercer compañero, estaban intentando visiblemente, como si la maldita estación entera les perteneciera, dar esquinazo a Stephen en la confusión.

No hubo respuesta consiguiente a la sugerencia, sin embargo, en realidad estando demasiado atareadamente ocupados los ojos de la imaginación de Stephen en pintarse el hogar familiar la última vez que lo vio, con su hermana, Dilly, sentada junto a la lumbre, el pelo caído, esperando a que se hiciera un cacao flojo de Trinidad que estaba en el puchero manchado de hollín para poderlo tomar con caldo de avena en vez de leche después de los arenques del viernes que habían comido a dos por penique, con un huevo por cabeza para Maggy, Boody y Katey, mientras que el gato bajo la calandria devoraba una masa de cáscaras de huevo y cabezas chamuscadas de pescado y huesos en un trozo de papel de estraza de acuerdo con el tercer mandamiento de la Iglesia de ayunar y guardar abstinencia en los días de precepto, siendo entonces las témporas o, si no, miércoles de ceniza o algo así.

—No —repitió el señor Bloom—, yo personalmente no pondría mucha confianza en ese jovial compañero suyo que aporta el elemento humorístico, el doctor Mulligan, como guía, filósofo y amigo, si estuviera en su pellejo. Él sabe dónde le aprieta el zapato aunque con toda probabilidad nunca se ha dado cuenta de lo que es estar privado de las comidas a sus horas. Claro que usted no se fijó tanto como yo pero no me produciría la menor sorpresa enterarme de que había en su bebida un pellizco de tabaco o de algún narcótico, echado con algún objetivo posterior.

Comprendía, sin embargo, por cuanto había oído, que el doctor Mulligan era hombre versátil y universal, de ningún modo limitado a la medicina solamente, que se iba abriendo paso rápidamente al primer plano en su especialidad y, si los informes se confirmaban, se disponía a disfrutar en un futuro no demasiado lejano de una próspera actividad como médico de gran tono en ejercicio, en adición a cuyo rango profesional, su salvamento de aquel hombre de cierto ahogamiento mediante la respiración artificial y lo que llaman auxilios de urgencia en Skerries ¿o era en Malahide? fue, estaba obligado a admitirlo, una acción enormemente valiente que él no sabría elogiar demasiado alto, de modo que francamente le resultaba difícil sondear qué diablos de razón podría haber en el fondo de todo aquello a no ser que se atribuyera a mera malignidad o a celos, puros y simples.

—A no ser que se reduzca simplemente a una cosa y es a lo que llaman robar las ideas —se aventuró a lanzar.

La cauta ojeada, medio de solicitud, medio de curiosidad, aumentada por la amistosidad, que lanzó a la expresión de facciones de Stephen, entonces morosa, no arrojó un raudal de luz, ni ninguna en absoluto, en realidad, sobre el problema de si se había dejado tomar el pelo por las buenas, a juzgar por dos o tres observaciones deprimidas que dejó caer, o, en sentido contrario, si había visto claro todo el asunto, y por alguna razón que sólo él conocía, había dejado correr la cosa más o menos… La pobreza abrumadora tenía ese efecto y para él era algo más que una conjetura que, por altas capacidades educativas que tuviera, experimentaba no pocas dificultades para llegar a fin de mes.

Adyacente al urinario público de hombres, percibió un carrito de helados en torno al cual un grupo presumiblemente de italianos en acalorado altercado se desahogaba en volubles expresiones en su vivida lengua de un modo particularmente animado, habiendo unas pequeñas diferencias entre las partes.


Puttana madonna, che ci dia i quattrini! Ho ragione? Culo rotto!


Intendiamoci. Mezzo sovrano più…


Dice lui, però!


Farabutto! Mortacci sui!


Ma ascolta! Cinque la testa più…

El señor Bloom y Stephen entraron en el Refugio del Cochero, una construcción de madera sin pretensiones, donde, en anterioridad, rara vez, o nunca, habían estado, habiendo el primero previamente susurrado al segundo unas pocas alusiones referentes a su custodio, que se decía ser el antaño famoso Desuellacabras. Fitzharris, el Invencible, aunque no respondería de la realidad de los hechos, en que muy posiblemente no había ni un vestigio de verdad. Unos pocos momentos después vieron a nuestros dos noctámbulos sentados a salvo en un discreto rincón, sólo para ser saludados por miradas de la colección realmente miscelánea de abandonados y vagabundos y otros borrosos ejemplares del género homo, ya ocupados allí en comer y beber, diversificados por la conversación, y para quienes ellos al parecer constituían un objeto de señalada curiosidad.

—Ahora, en cuanto a una taza de café —se aventuró el señor Bloom plausiblemente a sugerir para romper el hielo—, pienso que debería usted probar algo en forma de alimento sólido, digamos un panecillo de alguna clase.

En consecuencia su primer acto fue, con su característica sangre fría, encargar tranquilamente esas mercancías. Los
hoi polloi
de cocheros y estibadores, o lo que fueran, tras un examen superficial, apartaron los ojos, al parecer decepcionados, aunque un individuo de barba roja y un tanto bebido, con una porción del pelo ya medio gris, probablemente un marinero, siguió mirando fijamente durante un rato apreciable antes de trasladar su arrebatada atención al suelo.

El señor Bloom, haciendo uso del derecho de libre expresión, y teniendo un ligero conocimiento de la lengua en la discusión por más que, ciertamente, en perplejidad en cuanto a voglio, hizo observar a su
protégé
en tono inaudible de voz,
à propos
de la batalla campal que aún seguía viva y furiosa en la calle:

—Una hermosa lengua. Quiero decir, para propósitos de cantar. ¿Por qué no escribe usted su poesía en esa lengua?
Bella Poetria!
Es tan melodiosa y llena.
Belladonna. Voglio
.

Stephen, que hacía lo posible por bostezar si podía, sufriendo en general de una laxitud mortal, contestó:

—Para llenarle las orejas a una elefanta. Se peleaban por dinero.

—¿Ah sí? —preguntó el señor Bloom—. Claro —añadió pensativo, reflexionando interiormente que habiendo para empezar más lenguas de las que son absolutamente necesarias, quizá sea sólo la fascinación meridional que la rodea.

El cuidador del refugio, en medio de este
tête-à-tête
, puso en la mesa una taza hirviente, rebosante de un selecto cocimiento rotulado café y un tipo más bien antediluviano de panecillo, o algo que lo parecía, tras lo cual se batió en retirada a su mostrador, mientras el señor Bloom decidía fijarse en él bien despacio después para no parecer que… por cuya razón animó a Stephen, con una mirada, a empezar, mientras él hacía los honores empujando subrepticiamente cada vez más cerca de él la taza de lo que temporalmente había de llamarse café.

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