2 de octubre de 1998, 11.13
La calle Jean-Marie-Jégo subía en una cuesta empinada, unos cincuenta metros de desnivel hasta la cima de la Butte-aux-Cailles; una bonita callecita de postal, que parecía ascender hacia la plaza de un pueblo, con su iglesia, su ayuntamiento, su bar y su terreno de petanca a la sombra de los plátanos. ¡En pleno París! Marc sabía vagamente que la Butte-aux-Cailles seguía siendo uno de los últimos «barrios» parisinos; había ido una vez a tomarse una copa allí, una noche, en el Temps des Cerises. Un estudiante pijo que iba de bohemio, del tipo de gente que odiaba, hijo de diplomático o algo así, le había explicado que la colina quedaba protegida de los promotores a causa de las canteras de caliza subterráneas, que volvían imposible toda construcción en lo alto. Marc sólo se había quedado con que una casa en ese barrio burgués costaba una auténtica fortuna.
Subió una última escalera de una veintena de escalones y fue a dar a lo alto de la colina. Mientras se agarraba a la barandilla, cogió su teléfono y le envió de nuevo un SMS a Lylie.
El mismo de antes. Lo había memorizado.
Lylie, llámame, joder. Marc
.
Lo comprobó para mayor tranquilidad. Sin éxito. Su contestador permanecía desesperadamente vacío.
La calle de la Butte-aux-Cailles estaba tranquila, a excepción del vaivén en torno a la panadería, por lo visto el único comercio activo de la calle. Por lo demás, era demasiado pronto, los restaurantes parecían todavía vacíos. Marc se acercó, levantó los ojos hacia las fachadas, luego caminó hasta el número 21. Descubrió una casita de un solo piso, colocada en medio de un encantador jardincillo de unos veinte metros cuadrados. Esa clase de chalet minúsculo, ridículo en cualquier rincón campestre de Francia. Pero que allí, situado en el corazón de París, ¡se convertía en un increíble producto de lujo! Una casa individual. Sin planta superior. ¡Rodeada por un jardín! Incluso con los cien mil francos anuales pagados por Mathilde de Carville, una casa así no parecía al alcance de Grand-Duc…
Marc continuó el análisis de la casa. Las contraventanas verde claro estaban cerradas. Pulsó por si acaso el timbre, entre el buzón amarillo un poco oxidado y la verja desconchada.
Nadie.
Esperó un minuto, llamó de nuevo. Sin éxito. Se pasó la mano por el cabello, perplejo. Grand-Duc no estaba, era de esperar. Echó una ojeada más en profundidad a la casa, al jardín, buscando una idea. Avanzó por la calle.
La solución se impuso como una evidencia.
En el lado derecho de la casa, la esquina del cristal de una ventana estaba roto. Con suerte, podría pasar el brazo, coger la manilla, abrir la ventana y entrar en casa de Grand-Duc. Marc volvió la cabeza: nadie le prestaba atención en la calle. No dudó y saltó por encima del murete de piedras blancas para encontrarse, casi al abrigo de miradas indiscretas, cerca de la ventana. Puso una mano en el vano. No necesitó hacer más; para su gran sorpresa, la ventana se abrió. ¡Sólo con empujarla!
Marc se sorprendió un momento por ese extraño concurso de circunstancias favorables, por esa ausencia de prudencia en el detective privado. Un momento. Al segundo siguiente, se deslizaba dentro de la casa de Grand-Duc.
«El bastardo está en casa de Grand-Duc», pensó Malvina. Había visto perfectamente en el retrovisor a Marc Vitral acercarse, saltar el murete de piedra. «Ha caído en la trampa», se dijo. ¡Llevaba una mochila! Premio seguro, el cuaderno de Grand-Duc estaba dentro. Todo parecía ir bien. Malvina intentó moverse un poco, despegar la cabeza de la puerta, estirar mejor las piernas. Le dolía la nuca de tanto estar torcida a la altura del volante, pero le daba igual. Quería quedarse allí y llevar una minerva el resto de sus días, si era para atrapar a Vitral a la salida, abrir ese jodido cuaderno y arrancar una a una esas páginas plagadas de mentiras, como se le arrancan las uñas a un tipo para hacerle hablar. Dedo por dedo. Tener a Vitral en la punta de su pipa, hacerle hablar a él también. Improvisaría. Inventaría, llegado el momento, las reglas de un juego deliciosamente sádico.
El olor a cenizas y a humo le irritó enseguida la garganta a Marc, como si una chimenea hubiese estado funcionando en la casa durante horas sin que se hubiera aireado la habitación. Marc tosió. Se encontraba en un pequeño cobertizo, una especie de trastero donde estaban guardadas unas conservas y varias herramientas de jardinería y bricolaje. Empujó la puerta, subió tres escalones de hormigón y abrió una segunda puerta. Daba a lo que debía de ser el salón de Grand-Duc.
El olor a humo se hizo más intenso. Marc tosió de nuevo. Su mirada fue atraída hacia la gran chimenea, justo enfrente de él. Se imponía una evidencia, en ese fuego se habían quemado kilos de papeles. Observó las cajas archivadoras vacías en el parquet. Era evidente que Grand-Duc había hecho una limpieza, ¡y hacía poco de eso!
Antes de que Marc hubiese tenido tiempo de analizar más la situación, un ruido extraño le provocó un escalofrío. Justo detrás de él, a su derecha; una especie de chasquido sordo producido por una sucesión de breves sacudidas, como el mecanismo gripado de un juguete mecánico. Marc se volvió, al acecho. Descubrió con estupor el inmenso vivero en el que casi todas las libélulas yacían sobre el suelo húmedo, inertes. Se acercó. Sólo la más grande, de tórax rojo y dorado, revoloteaba todavía a duras penas. Como si se hubiese dado cuenta de una nueva presencia en la habitación, un posible socorro, agitaba débilmente sus alas, golpeándolas contra las paredes de cristal. Marc se quedó unos segundos sin reaccionar, fascinado por los movimientos desesperados de la libélula. ¡Una libélula! Prisionera. Ya casi muerta, como esa docena de insectos más. Sin pensárselo dos veces, Marc se acercó y cogió con las dos manos la tapa de cristal que cerraba el vivero. Era bastante pesada pero no estaba más que colocada encima. Marc la levantó sin dificultad y la dejó contra la pared más cercana. Sensible al aire fresco, en pocos aleteos, la libélula arlequín se evadió. Marc siguió con la mirada su vuelo, primero un poco titubeante, luego majestuoso. La libélula voló un largo rato por la habitación, antes de posarse en la lámpara de araña del salón.
El corazón de Marc se desbocó tontamente.
Sentía una alegría intensa, casi pueril, por haber salvado al insecto rojo.
Su libélula.
Nunca se habría imaginado que Crédule Grand-Duc las coleccionase. ¿Y por qué, por qué entonces las había dejado agonizar así?
Marc inspeccionó más en detalle el escritorio de Grand-Duc. Todo estaba muy ordenado, los lápices, el bloc de notas, la curiosa botella pequeña de vino, vacía; el vaso. Había en ese decorado algo extraño: todo hacía creer que Grand-Duc había querido saldar, con orden, todo lo tocante a ese caso para el que había sido contratado. Los archivos quemados. Los insectos sacrificados. Su testamento también, ese cuaderno verde que llevaba en la mochila, que Grand-Duc había terminado de redactar la noche de los dieciocho años de Lylie y que luego le había regalado.
El final de una vida, para Grand-Duc. Meticulosamente organizado.
¿Qué había pasado, entonces? ¿Por qué Grand-Duc no estaba allí?
Marc sentía en esa casa una extraña impresión de urgencia, de haberse ido a toda prisa; esa botella no guardada, por ejemplo; ese cristal roto, esa ventana sin cerrar. También ese olor. No el del humo de la chimenea, otro, que se disimulaba bajo el primero.
Había algo que no encajaba…
El rostro de Marc se iluminó de pronto. Se sentó en la silla del escritorio de Grand-Duc, abrió su mochila, sacó el cuaderno verde, volvió las hojas para detenerse en la última página escrita con la letra de Grand-Duc.
Era tan simple, en el fondo, conocer los últimos pensamientos de Grand-Duc: bastaba con leer las últimas líneas de su confesión. Como una novela policíaca tan desesperante que uno no puede más que saltarse páginas para leer el final, con ligero sentimiento de culpa. Rápidamente olvidado.
Marc se concentró. La última página del cuaderno de Grand-Duc no contenía más que una veintena de líneas. La letra del detective era, como siempre, fina, regular.
Ya está. Queda todo dicho.
Es 29 de septiembre de 1998, son las doce menos veinte. Todo está en su sitio. Todo ha terminado. Lylie va a cumplir sus dieciocho años en unos minutos. Voy a poner mi bolígrafo en ese bote, enfrente de mí. Me voy a sentar detrás de este escritorio, desplegar L’Est Républicain del 23 de diciembre de 1980, el periódico de ese día maldito, y, tranquilamente, voy a pegarme un tiro en la cabeza. Mi sangre se confundirá con el papel amarillento del periódico. He fracasado…
Sólo dejo este testamento detrás de mí. Para Lylie. Para quien quiera leerlo.
He hecho recuento en este cuaderno de todos los indicios, todas las pistas, todas las hipótesis. Dieciocho años de investigación. Todo está aquí en este centenar de páginas. Si las han leído con atención, saben tanto como yo. ¿Tal vez serán más perspicaces? ¿Tal vez sigan por un camino que he pasado por alto? ¿Tal vez encuentren la clave, si es que existe una? Tal vez…
¿Por qué no?
Para mí ha terminado.
Decir que no me arrepiento de nada sería exagerado, pero lo he hecho lo mejor que he podido.
Marc releyó la última línea, «lo he hecho lo mejor que he podido». Se quedó un rato paralizado, tratando de controlar el sentimiento intenso de malestar que crecía en él, luego remontó el hilo de tinta negra una docena de palabras.
Voy a pegarme un tiro en la cabeza. Mi sangre se confundirá con el papel amarillento del periódico. He fracasado
.
Marc volvió a levantar los ojos.
Grand-Duc hablaba de suicidio. Programado.
¿Por qué, entonces, no había ningún resto de sangre en el escritorio? Ni de periódico. Ni de arma. Grand-Duc había, pues, renunciado a su suicidio, dos días antes, entre las once y cuarenta y la medianoche., ¿por qué? ¿Por qué prepararlo todo con tanta precisión para renunciar en el último momento?
¿Le había faltado valor a Grand-Duc, simple y llanamente? ¿O bien se había pegado un tiro en la cabeza en otro sitio, más tarde? O bien había mentido en ese diario. ¿Sobre su sacrificio? ¿Sobre todo lo demás? O bien. ¡Una trama de locos! ¿Había descubierto algo, antes de medianoche? Una luz, una idea, una pista final…
Marc releyó, durante largo rato, las últimas líneas del diario.
Grand-Duc no dejaba ningún indicio. Una única certeza: no estaba muerto, con una bala en la cabeza, sobre su escritorio.
Marc volvió a cerrar el cuaderno y tosió de nuevo. Sentía todavía ese olor insoportable, cada vez más tenaz. Un nuevo ruido mecánico, más intenso que antes, le hizo volver la cabeza. Casi una docena de libélulas, liberadas de su techo de cristal, salvadas por el aire fresco, volaban en el salón; vuelos breves, todavía torpes, de un estante al otro, de una silla a la mesa, de una cortina al riel. Tan muertas como eso. Unos bichos mucho más resistentes de lo que cabía esperar. Marc sonrió, sus pensamientos volaron hacia Lylie, su libélula, la única a la que realmente quería salvar. Al contrario, si hiciese falta, cerrando sobre ella una tapa de cristal. Marc sentía que sus pensamientos se embrollaban. Esos insectos que revoloteaban daban vueltas delante de sus ojos como las moscas irreales que anteceden a un mareo.
Se levantó. Era necesario que se moviese.
Madre mía, ¡¿de dónde venía ese olor?!
Avanzó, caminó unos pasos. Cuanto más se acercaba a la cocina, más fuerte parecía el olor. La cocina estaba limpia, todo en su sitio, en orden, hasta las basuras vaciadas. Pero el olor, sin ninguna duda, salía de ese armario alto y estrecho, al lado del fregadero.
Marc abrió la puerta lentamente.
El cadáver cayó a sus pies, casi al instante, con un ruido sordo.
Ya rígido. Como un maniquí de cera.
Marc se echó atrás, estupefacto, lívido. Horrorizado.
El cuerpo yacía delante de él. Una mancha oscura, roja, manchaba su camisa.
Crédule Grand-Duc.
Muerto. Como anunciaba en su diario.
Salvo que raras veces sucede que alguien que se pega un tiro en el corazón se tome luego la molestia de ocultar el arma, limpiar la sangre derramada y encerrarse en un armario.
Marc dio otro paso atrás.
Crédule Grand-Duc no se había suicidado. Lo habían asesinado.
2 de octubre de 1998, 11.27
Malvina de Carville agarró su teléfono, con la punta de los dedos, sin levantar la cabeza, sin que ningún signo de presencia humana en el coche pudiese ser detectado en el exterior del Rover Mini.
Apenas un tono.
—Está ahí —murmuró Malvina—. Vitral ha entrado en casa de Grand-Duc.
—Era de esperar. ¿No has dejado huellas?
—No, no, abuelita. No te preocupes. Incluso he limpiado las pestañas, el cabello y los trozos de piel de Grand-Duc chamuscados en la chimenea. —Marcó su perorata con una risa aguda. Su abuela la tomaba siempre por una idiota—. ¿Abuelita?
—¿Qué?
—Existe el riesgo de que Vitral encuentre el cadáver de Grand-Duc. Lo he escondido pero. pero. Olía ya megafuerte…
Se dio cuenta de que su abuela reflexionaba al otro lado del hilo.
—¿Abuelita?
—Sí. —respondió por fin Mathilde de Carville—. Pues bueno, si lo encuentra. pues peor. O mejor, después de todo. Ha entrado con fractura, lo habrán visto testigos en la calle. Va a dejar huellas por todos lados. Es lo mejor que te podía pasar, ¿no?
Un escalofrío de placer recorrió a Malvina. Su abuela tenía razón, como siempre. Marc Vitral iba a pagar. ¡Bien hecho!
—¿Abuelita? Lleva una mochila en la espalda. Creo que el cuaderno de Grand-Duc está dentro. ¿Crees que.?
La voz de Mathilde de Carville se volvió seca: .
—No, Malvina, no vas a hacer nada, lo sigues, eso es todo. No intervienes en la calle, a plena luz. ¿Me oyes bien?
—Sí, abuelita, lo he comprendido. Te vuelvo a llamar.
Malvina sopesó el Mauser bajo el asiento del pasajero. Sí, su abuela tenía razón, casi siempre. Pero no esta vez…
Algunas libélulas volaban alrededor del cuerpo de Grand-Duc.
Una arcada desencajó a Marc. Lo inundó un sentimiento de pánico. Pero era necesario controlarse. No podía permitirse una crisis de agorafobia, no en ese momento, no allí…
¿Llamar a la policía?