Lylie, subyugada, sentía crecer en ella una extraña emoción, sin que pudiese explicarse por qué. Simplemente al mirar a esas chiquillas tan parecidas, idénticas se mirara por donde se mirase. Y, sin embargo, cada una de ellas sabía quién era, Anaïs no era Juliette, Juliette no era Anaïs. No porque se sintiesen diferentes. No. Sólo porque su madre las distinguía, a la una de la otra, sabía sus nombres, sin equivocarse nunca. Su único nombre.
Lylie se quedó mirándolas, durante largo rato. Por fin, la madre guardó su libro, se levantó y las llamó: .
—Juliette, deja de escalar en el castillo, Anaïs, baja de la escalera de cuerda. Nos vamos a casa, papá nos espera para comer.
La madre posó con dulzura la mano sobre su tripa redondeada. Estaba embarazada de pocos meses.
¿Gemelos?
¿Otra niñita?
Lylie cerró los ojos. Veía un bebé, un bebé de pocos meses, chillando, solo en la cima del mundo. Su grito se perdía en el inmenso bosque, en el ambiente acolchado de la nieve que caía a grandes copos.
Lylie, tontamente, sin poder contenerse, se deshizo en lágrimas.
2 de octubre de 1998, 11.48
Dugommier.
Daumesnil.
¡Todavía sin cobertura!
Marc seguía hecho polvo por el mensaje de Lylie. Preocupado. Impotente.
¿Qué otra alternativa tenía más que correr a ciegas por las entrañas de París, casi al azar? ¿Y leer, otra vez, el cuaderno de Grand-Duc?
Marc disponía de unos minutos todavía antes de llegar a Nation.
Bel-Air.
El metro frenó, se detuvo, echó a correr de nuevo. Ningún pasajero. ¡Todavía sin cobertura!
Leer, leer otra vez.
Comprender y encontrar a Lylie.
A tiempo.
Diario de Crédule Grand-Duc
Léonce de Carville sufrió su primer ataque al corazón cuando yo estaba en Turquía, el 23 de marzo de 1982, sólo unos días antes de que Unal Serkan dejase en mi hotel la fotografía de Lyse-Rose de Carville tomada en la playa de Ceyhan.
Ninguna relación, pues, entre los dos acontecimientos.
A decir verdad, pasaba un poco del infarto de Léonce de Carville. Me había encontrado con él a menudo, por la investigación. Creo que me concedía la misma importancia que a una figurita carísima que su mujer se hubiese regalado. A decir verdad, creo sobre todo que no soportaba que su mujer hubiese podido tomar una iniciativa así, contratarme, sin haber hablado antes con él. Yo era la prueba viviente del fracaso de su estrategia de ir arrasando. Colaboraba conmigo a rastras, sonriendo, haciéndome llegar los datos que le pedía a través de secretarias desbordadas. Comprenderán ahora por qué no me deshice en lágrimas cuando cayó fulminado sobre el césped de la Rosaleda. Después de todo, ¡era su mujer quien me hacía los cheques, no él!
De acuerdo, no les importa nada mi cinismo. ¿Lo que les interesa es la foto de la playa de Ceyhan? ¿Quieren conocer el quid de la cuestión? Ok, ya voy, ya voy…
Unal Serkan era una auténtica anguila. Me había puesto en contacto con él varias veces por teléfono, le había ofrecido ya una fortuna, doscientas cincuenta mil libras turcas, para disponer del original de la fotografía de la playa de Ceyhan, del negativo. El asunto se arrastraba ya desde hacía una semana. Bien me daba cuenta de que Serkan quería ganar más, ver hasta dónde se podía aumentar la puja.
El 7 de abril, por la mañana temprano, acabó citándome en la avenida Kennedy, al pie de Topkapı, frente al Bósforo. Era un tipo bajito de gestos bruscos, con una mirada divergente, con un ojo mirando para Europa y el otro para Asia. Nazim me acompañaba para traducir. Serkan quería un anticipo, cincuenta mil libras, sin contrapartida, si no, le vendería la imagen a algún otro.
¿A algún otro? ¿A quién? ¿A los Vitral? Nos tomaba por unos pardillos.
No solté nada, por supuesto. Sin el negativo, ni una libra turca. Él tampoco nos concedió nada. Estuvimos a punto de llegar a las manos, allí, justo delante de la estatua de Atatürk. Nazim tuvo que separarnos.
Al volver al hotel tenía una sensación extraña. En absoluto como si acabase de cometer un error monumental, todo lo contrario. Como si me hubiese librado de una buena. Llamé por teléfono a Francia para que me enviasen lo más rápido posible todos los periódicos, todas las revistas que habían publicado artículos sobre el caso del monte Terrible. Lo recibí todo tres días después, el 10 de abril. Menos de una hora más tarde tenía la respuesta. La especie de jarrón azul inmundo que había encima de mi mesilla de noche estalló contra la alfombra escarlata colgada en la pared de mi habitación.
¡Unal Serkan no había buscado muy lejos! El
Paris Match
del 8 de enero de 1981 había publicado una serie de fotografías de Lylie, en su cuna, en el nido del hospital de Belfort-Montbéliard. En una de ellas, Lylie adoptaba exactamente la misma pose que en la foto de la playa, en Turquía, en teoría tomada un mes antes. Inclinada un poco a un lado, sonriente, la pierna derecha doblada, el brazo izquierdo bajo la cabeza; una postura idéntica, hasta en el ojo que guiña y en la separación de los dedos.La foto de Unal Serkan era una falsificación, ¡una burda falsificación! El trabajo del falsificador no había sido difícil, simplemente había reemplazado las sábanas de la cuna por una toalla de playa del mismo color y de la misma textura. Por lo demás, una simple foto de su novia debía de haber servido de apaño.
Tenía ganas de arrancar todas las alfombras de las paredes de mi habitación, esas alfombras turcas que nos querían vender cada vez que dábamos un paso afuera, en esa jodida ciudad de Estambul. Vendernos alfombras, o carne asada, o toda clase de objetos, su casa entera, colocada en piezas sueltas en la acera, o incluso vender a sus críos, a sus mujeres, a sí mismos, un brazo, una pierna, un órgano, un corazón. ¡Jodido pueblo de mercaderes!
Estuve dando vueltas dos horas en la habitación. Me fui calmando; al final ni siquiera le tenía rencor a Unal Serkan. Era lícito, estaba bien jugado, habría podido funcionar. Un timo de doscientas cincuenta mil libras turcas por un mero fotomontaje, podía entenderlo. No volví a ver nunca al tal Unal Serkan. Tenía otras emergencias.
Me pasé las semanas siguientes en Turquía urdiendo otras hipótesis. En el café Dez Anj, a Nazim le parecían a cada cual más confusas. Tenía razón. El narguile, sin duda. Había acabado cogiéndole gusto, a mi pesar, al trepidante ritmo estambulita. Narguile, raki, y la inevitable
keyif
, la pausa para el té servido en una bandeja de plata, en vasos de cristal labrados que te queman la punta de los dedos, entre dos preguntas absurdas.—Nazim, ¿y si Lyse-Rose no era la hija de Alexandre de Carville?
—Y qué —suspiró Nazim mientras soplaba a su té—. ¿Eso qué cambiaría, Crédul?
—¡Todo! Imagina que, por una razón u otra, Alexandre de Carville no fuese el padre de Lyse-Rose. que Véronique hubiese tenido un amante. Un amante con los ojos azules. Eso invertiría la probabilidad en términos de genética, de color de los iris, de todos los parecidos que se busquen. ¿no crees?
—¿Un amante, Crédul?
Nazim me lanzó una mirada castaña pícara y divertida, la misma que debía de derretir a su pequeña Ayla.
Se dice que, para los detectives privados, los casos de adulterio son una lata, lo alimenticio, la escoria del oficio. ¡Tonterías! Siendo sinceros, entrar mediante efracción en la vida sexual de los clientes sigue siendo uno de los lados buenos del oficio…
No me costó nada descubrir que Alexandre de Carville no era un modelo de virtud. Es un eufemismo. Algo me imaginaba. Cuando se tiene el poder, el dinero, la juventud, en una ciudad donde la práctica del harén se realiza desde milenios atrás, con una mujer que cuida de los niños a quinientos kilómetros de tu lugar de trabajo. Conseguí con el paso del tiempo sacar a la luz media docena de aventuras extraconyugales del guapo Alexandre. Curiosamente, las mujeres tienen tendencia a confesar con bastante facilidad sus aventuras con un amante fallecido. y más todavía cuando la mujer del amante está muerta también…
Un asunto extraño el de los sentimientos.
Alexandre de Carville se dedicaba a lo clásico, a tirarse a la secretaria sobre la mesa de cristal en la sede de la empresa en Estambul, en el barrio de Yenikapı; los he visto a los dos, al escritorio de cristal y a la secretaria. Elegantes y fríos. También había vuelto a la juventud durante tres meses con una estambulita arrebatadora, apenas mayor de edad, que se paseaba por el barrio de Gálata con una falda a ras de las nalgas y el ombligo al aire, ante la mirada inquisidora de las mujeres con velo negro. Lo arrastraba de discoteca en discoteca. La encontré, está casada. Dos hijos. No lleva velo, pero tampoco minifalda. Paso por alto las aventuras de los baños turcos, las danzas del vientre con profesionales del amor, a menudo acompañado de clientes. Según mis investigaciones, su amante más fiel fue Pauline Colbert, una francesa, del tipo
working girl
, soltera, responsable de ventas en Total, que de acuerdo con sus propias palabras había sido la última en hacer el amor con Alexandre de Carville, el 22 de diciembre de 1980, es decir, el mismo día de partida de la familia en el Airbus 5403. Evidentemente, haber hecho correrse, varias veces, me recalcó, a un tipo que iba a acabar calcinado en un avión menos de veinticuatro horas más tarde la excitaba muchísimo a posteriori. Me confesó sin ningún pudor que Alexandre tenía un polvazo y que había llegado a hacerle una mamada en el palacio de Topkapı a las barbas de los guardias palaciegos. La chica tenía una cara del montón puesta en un cuerpo bastante lujurioso. Percibí incluso que insistiendo un poco habría añadido un detective privado a sus conquistas. En aquel momento no me sentía una pieza de caza.De ahí una primera pregunta: ¿Véronique de Carville estaba al corriente de las locuras de su marido?
¡Era difícil creer lo contrario! Una segunda pregunta se imponía entonces, la principal: ¿le pagaba con la misma moneda? No encontré ninguna prueba. Todo parecía indicar que Véronique estaba bastante deprimida, que vivía casi siempre sola, con sus hijas, Malvina, luego Lyse-Rose. Tenía pocas visitas, ya se lo he dicho. Intenté localizar en su entorno candidatos al título de amante oficial y de padre potencial de Lyse-Rose. Estaba por lo menos el hijo del jardinero, un crío como un ángel de guapo que trabajaba a pecho descubierto bajo las persianas de Véronique; amable, de la clase de chaval que podía hacer fantasear a una occidental deprimida, lectora turbada de
El amante de Lady Chatterley
, pero el crío no me confesó nada, y además tenía un par de ojos negros intensos que no me encajaban desde un punto de vista genético…Me concentré en la búsqueda de ojos azules en los alrededores del chalet de los Carville en Ceyhan. Eran escasos. Encontré tres, de los cuales uno tenía posibilidades, era relativamente creíble: un guapo alemán con coleta que alquilaba hidropedales en las cercanías. En el juego de los siete parecidos, nada evidente por el momento. ¡Pues mejor! No me veía explicándole a Mathilde de Carville que me había estado pagando una fortuna durante todos estos años para que se enterase de que, en efecto, Lyse-Rose había sobrevivido de verdad al accidente. pero no era su nieta, no una Carville, ¡sino la hija de un arrendador de hidropedales teutón!
Durante aquellos días, en Francia, el precio de la esclava en los anuncios por palabras había pasado a cuarenta y cinco mil francos y ningún pez había picado todavía, ni siquiera una broma a la turca. No era fácil de falsificar, hay que decirlo ya, una esclava de oro macizo contrastado en Tournaire…
En la sección «no pasar por alto ninguna pista», continuaba dando el coñazo a Nazim, entre dos caladas y tres tragos ardientes: .
—Nazim, ¿y si el accidente del Airbus 5403 no se hubiese debido al azar?
Fue un mediodía, el café Dez Anj estaba atestado de turcos encorbatados sorbiendo su raki durante la hora de la oración. Nazim se sobresaltó, estuvo a punto de tirar la bandeja que llevaba el camarero.
—¿Qué estás buscando, Crédul?
—Pues bien. Bien pensado, nunca se dilucidaron completamente las causas del accidente en el monte Terrible. La tormenta de nieve, la incompetencia del piloto, echarle la culpa a todo eso es fácil, ¿no te parece? ¿Por qué no imaginar otra cosa?
—Confío en ti. Concreta…
—Un atentado, por ejemplo. ¡Un atentado terrorista!
El bigote de Nazim vibró.
—¿Contra quién? ¿Los Carville?
—¿Por qué no? Un atentado que apuntase a su familia, Alexandre, el único heredero. Mi razonamiento no es del todo estúpido. Alexandre trabajaba en un proyecto de alto riesgo, el conducto Bakú-Tiflis-Ceyhan, que pasa justo por en medio de Kurdistán. Alexandre negociaba directamente con el gobierno turco mientras el PKK multiplicaba sus atentados por todo el territorio…
Nazim rompió a reír.
—¡Los kurdos! ¿Y qué más? Ven terroristas por todas partes, ustedes los occidentales. ¡Los kurdos! Una pandilla de palurdos que…
—Nazim, lo digo en serio. El Partido de los Trabajadores de Kurdistán no iba a soportar ver el oro negro escapándosele de las manos, de su territorio. Debían de apreciar todavía menos la hipótesis de una invasión de Kurdistán por los bulldózeres de Carville, vigilados por carros del ejército turco…
—De acuerdo, Crédul, pero de ahí a cargarse un Airbus con el Carville hijo en el interior. Por otra parte, al final, ¿cambiaría algo un atentado contra los Carville?
—¿Por qué no una historia de espionaje retorcida? Lyse-Rose secuestrada antes de la partida del Airbus, o unos dobles que cogen el avión en lugar de los Carville, puestos al corriente del proyecto de atentado…
Nazim estalló en una carcajada de nuevo, me dio una gran palmada en la espalda y pidió dos rakis más. Nos pasamos la noche viendo pasar los barcos por el Cuerno de Oro y hablando del interminable caso. Fueron de lejos los mejores momentos de esta investigación, lo pasamos bien. Los primeros meses. En Turquía. Mis mejores recuerdos. Más adelante, a partir del verano de 1982, las estancias en Turquía se espaciaron.
El 7 de noviembre de 1982 estaba, no obstante, en Turquía desde hacía quince días. Me enteré de la noticia tres días después por Nazim. Mathilde de Carville ni siquiera había tenido la delicadeza de avisarme. Pierre y Nicole Vitral habían sido víctimas de un accidente en Tréport, un poco antes del alba, la noche del sábado al domingo. Pierre nunca volvió a despertar. Nicole estaba luchando todavía entre la vida y la muerte.
La hipótesis del accidente, vista desde Estambul, era difícil de creer.
¿Deformación profesional o convicción íntima? En mi habitación del hotel Askoc me entró de repente el miedo, un miedo terrible, brutal. Por primera vez, me daba cuenta de que continuar trabajando en ese asunto, para los Carville, durante buena parte de mi vida, significaba perder esos años. así como todos aquellos que me quedarían después.
No obstante, continué adelante con la investigación.