Marc reflexionó rápidamente. Había entrado en casa de Grand-Duc por un cristal roto, había dejado huellas. No era una buena idea. Si lo hacía, los policías le iban a interrogar, a retenerlo en la comisaría del barrio, durante horas en el mejor de los casos. ¡No podía permitírselo! No en ese momento. Lylie lo necesitaba. En seguida. Llamar a la policía lo era todo menos una buena idea.
¿Qué hacer entonces?
Su mirada se posó sobre el cadáver. No sabía nada en cuestión de autopsias, pero le parecía evidente que el asesinato era reciente. La rigidez, el olor, todo le hacía pensar que el cadáver se pudría allí sólo desde hacía unas horas. Marc volvió a recordar las últimas palabras de Grand-Duc en su cuaderno. Su suicidio anunciado. ¿Qué relación tenía con ese crimen? ¿Qué había acabado descubriendo que mereciese que se le hiciera callar para siempre?
Marc caminaba por la habitación, con pasos bruscos; alejó de un gesto irritado de la mano una libélula que agitaba ruidosamente las alas bajo su nariz.
Nada encajaba. Grand-Duc había sido asesinado hacía algunas horas, no tres días, no la noche del cumpleaños de Lylie. La mirada de Marc abarcó de nuevo el salón, el escritorio, la chimenea, el vivero.
¡Vivía una escena surrealista! Las libélulas, una a una, seguían despertándose y cogían seguridad. Volaban por la habitación, golpeándose con las ventanas, atraídas por el sol, que traspasaba las persianas como flechas de luz.
Marc caminó un poco por la casa, visitó las habitaciones para mayor tranquilidad. No detectó nada sospechoso, pero su búsqueda metódica le permitió al menos calmarse, recobrar una respiración casi normal. Avanzó hasta el vestíbulo. Inmediatamente, la sangre fluyó de nuevo por sus venas, como el caudal de un río en los momentos que siguen a una violenta tormenta. Sus dedos, su cuello y sus sienes enrojecieron. La pared del vestíbulo estaba forrada con fotografías. Nazim, Ozan, Lylie, el monte Terrible…
Se quedó paralizado frente a una imagen en particular: ¡su abuela! Grand-Duc conservaba en la entrada de la casa una fotografía de Nicole. Estaba mucho más joven que entonces, en la foto apenas debía de tener cincuenta años y posaba delante de la playa, en Dieppe. El corazón de Marc latía a toda velocidad, mezcla de ira y de sorpresa. Marc no conservaba de su abuela más que su imagen actual, una mujer de sesenta y cinco años, ajada por los largos años de sacrificios. No tenía casi ningún recuerdo de esa mujer sonriente, opulenta, incluso seductora.
Apartó la mirada, esperando calmar su tensión. Se ahogaba, tenía que salir rápido de allí. La angustia, la agorafobia. La crisis inminente. Pensó confusamente que antes de irse de casa de Grand-Duc debería haber pasado un trapo por todos los objetos que había tocado: la tapa del vivero, la silla del escritorio, los pomos, la ventana. Pero no tenía ganas, ni tiempo.
Había que huir, abandonar el aire putrefacto de esa casa, volver a la calle.
¿Qué había de temer? No era él quien había eliminado a Grand-Duc. El detective estaba muerto desde hacía varias horas. Estaba lejos de la Butte-aux-Cailles en ese momento.
Marc franqueó la ventana, tragando ya bocanadas de aire fresco.
Sí, había cosas mejores que hacer limpieza, había cosas urgentes de las que ocuparse.
Encontrar a Lylie, ante todo.
Telefonear a su abuela, también, a Dieppe. Comprender. Descubrir por qué habían asesinado a Grand-Duc.
Sobre esa última cuestión, tenía su propia idea. Una idea que estaba directamente relacionada con su próximo destino.
Estaba fuera, caminaba por el jardín.
Estando de espaldas ni siquiera se percató del vuelo de las libélulas a través de la ventana, hacia el horizonte.
Malvina se acurrucó todavía un poco más en el habitáculo del Rover Mini. Por el retrovisor exterior distinguía perfectamente la silueta de Marc Vitral. Se acercaba. Ese gilipollas, con su mochila a la espalda, no sospechaba nada. La mano de Malvina se deslizó bajo el asiento del conductor a tientas, agarró el Mauser L110. Unos metros más y estaría a su alcance. Le clavaría el cañón de acero en la panza, no tendría elección, le daría su estúpida mochila con el testamento de esa basura de detective.
Luego, ya vería lo que haría. Tal vez se contentaría con explotarle un huevo. O los dos. Todavía no lo había decidido.
Ya casi había llegado…
No más de diez metros.
Malvina levantó la cabeza, apretando el revólver. Al final de la calle, algunos viejos charlaban en la panadería. Le daba igual. Unos viejos chochos, estaban demasiado lejos, no comprenderían nada. Volvió la cabeza hacia su derecha, hacia la acerca. Nunca se sabía. Estiró todavía un poco más el cuello.
Al segundo siguiente, se quedó paralizada.
Tres chavales de unos cuatro años le sacaban la lengua, ¡riéndose! Sus cabezones de mocosos la miraban a través del cristal, como si jugase al escondite, metida entre el volante y el asiento del conductor.
Hola, hola. Te hemos pillado
…
Una maestra bajita linda como una flor apareció y agarró a los tres individuos. Malvina se irguió del todo esta vez.
¡Críos gilipollas!
Ahora era toda la clase la que desfilaba por la acera, al menos treinta niños, para volver al comedor, al parque de enfrente o a donde fuese.
Marc Vitral, al instante siguiente, se cruzó educadamente con toda la clase del curso intermedio de la escuela infantil Saint-Anne, le concedió una sonrisa de niño bueno a la maestra y se alejó con rapidez, perdido en sus pensamientos, sin ni siquiera entretenerse en mirar el Rover Mini aparcado al lado de la acera.
—Hola, ¿abuelita? Soy Malvina. Lo he perdido, abuelita…
—¡¿Cómo que lo has perdido?! ¿A Marc Vitral? Quieres decir que le has disparado…
—No. Ni siquiera, no me ha dado tiempo.
Malvina de Carville percibió el suspiro de alivio de su abuela.
—De acuerdo, Malvina. ¿Qué está haciendo ahora?
—Se aleja. Vuelve a irse. Hacia el metro, diría yo. ¿Quieres que lo siga?
—No te muevas, Malvina…
Su abuela estaba loca. ¿No moverse?
—Pero ¿abuelita? ¿Y el cuaderno de Grand-Duc?
—¡Te digo que no te muevas!
—Pero…
Malvina sabía que todavía podía correr detrás de él, Mauser en mano, atraparlo en el pasillo del metro, arrancarle la mochila, tirarlo a la vía…
—Vuelve, Malvina. Vuelve a la Rosaleda. Será mejor…
—Todavía puedo conseguirlo, abuelita. Te lo aseguro…
La voz de su abuela se tornó a la vez dulce y firme, como cuando, por la noche, inclinada sobre su cama, le leía pasajes de la Biblia.
—Malvina, escúchame. Vitral seguramente tenga el cuaderno de Grand-Duc. Su primera reacción ha sido muy lógica, ha corrido a casa del detective. Debe de haber encontrado el cadáver, a la fuerza su segunda reacción será también muy previsible…
Malvina ya no la seguía. ¿Adónde quería ir a parar su abuela?
—Puedes volver a casa, Malvina. Marc Vitral va a venir derecho hasta aquí, a Coupvray, a la Rosaleda.
Malvina se maldijo por su estupidez.
Un puntito negro crecía en su retrovisor, aparecía, desaparecía, poniéndola de los nervios. Después de unas últimas volutas, la bonita libélula roja y oro fue a posarse en el capó azul del Rover Mini.
2 de octubre de 1998, 11.31
Marc se detuvo, necesitaba hacer una pausa. Se apoyó contra la barandilla cromada que dividía en dos la escalera abrupta que bajaba hacia el bulevar Blanqui. El acero frío le heló la mano.
Marc tenía su itinerario en la cabeza. Metro línea 6. Transbordo en Nation. Luego línea A4 del cercanías, dirección Marne-la-Vallée. Salida Val-d’Europe, penúltima estación. En una hora, como mucho, estaría en Coupvray. No le costaría encontrar la dirección exacta de los Carville, telefoneando a Jennifer, su colega afortunadamente de guardia ese día, igual que había hecho para conseguir la de Grand-Duc.
No había necesidad de avisar a los Carville de su llegada, seguro que habría gente para responder a sus preguntas; el abuelo en su silla de ruedas y la reina madre en su castillo no debían de abandonar a menudo la propiedad. Ni siquiera para hacer la compra. Para eso pagaban a gente. Para eso también.
Marc sonrió para sí mismo. ¡Iba a darles una buena sorpresa! Después de todo, a partir de ahora, él y los Carville tenían el mismo objetivo: probar que Lylie no era su hermana, que la sangre de los Vitral no corría por sus venas. Había mucho terreno de entendimiento que buscar.
Un terreno de entendimiento…
Marc tuvo un escalofrío al volver a pensar en el cadáver de Grand-Duc.
Cogió su móvil. Como se había prometido, tenía que telefonear a Dieppe.
¡Una vez más topó con un contestador!
Desde hacía mucho tiempo llamaba a su abuela por su nombre de pila, «Nicole». Era su manera personal de solucionar definitivamente la duda que había perturbado sus diez primeros años de vida: ¿decir «mamá» o decir «yaya»?
—¿Nicole? Soy Marc. ¿Sabes algo de Lylie? Algo reciente, quiero decir, ¿desde esta mañana a las nueve? Llámame, es muy importante.
Hizo una pausa, añadió: .
—De hecho, Nicole, aunque no tengo ningún recuerdo de ello, ¡eras muy guapa cuando tenías cincuenta años! Un beso.
La mano izquierda de Marc se crispó en el metal de la barandilla fría, como para pegar allí su palma y dejar colgajos de carne cuando la soltase. Los dedos de su otra mano bailaron sobre las teclas del teléfono.
Siete tonos.
—Lylie. ¿Dónde coño estás? ¡Responde! ¡Respóndeme! No te vayas. Salgo de casa de Grand-Duc. No se ha suicidado. Está. Ha. Ha encontrado algo, yo puedo hacerlo también. Voy a encontrarlo. Llámame. Marc.
Se metió en el metro. Los andenes estaban casi vacíos a esa hora. Marc apenas tuvo tiempo de que se perdiese su mirada al otro lado de los raíles, en el paisaje misterioso de un cartel gigante que invitaba al turismo en los Emiratos Árabes. El tren surgió en los segundos siguientes y se hundió en la arena de oro, justo delante del palacio oriental, bajo las estrellas de las mil y una noches.
Ocho estaciones entre Corvisant y Nation.
Diario de Crédule Grand-Duc
¡Estaba, pues, contratado para una investigación de dieciocho años de duración! ¿Se imaginan? Hace dieciocho años que esta historia se me pega a las neuronas como una bolita de sesos rosa, mascada y rumiada hasta no tener ya ningún sabor. No se fíen, ustedes que leen estas páginas, de que la bolita de sesos rosa no se pegue a sus propios pensamientos, amasada por su imaginación, estirada por su lógica. Interminable.
Los primeros días, los primeros meses de la investigación fueron terriblemente excitantes. Aunque tenía la perspectiva de dieciocho años ante mí, me sentía invadido por un sentimiento de urgencia. Me había tragado todas las pruebas del sumario de instrucción, centenares de páginas, en menos de quince días. Durante los primeros dos meses interrogué a docenas de testigos, a los bomberos que habían intervenido en el monte Terrible, a todo el personal médico del centro hospitalario de Belfort-Montbéliard, al doctor Morange, a los allegados de los Carville, a los allegados de los Vitral, a los policías, al comisario Vatelier, a los abogados, a Leguerne y a los otros, a los dos jueces, Le Drian y Weber, y a no sé cuántos más…
Ya no dormía, trabajaba quince horas al día, me despertaba y me levantaba pensando en el caso, como si tuviese ganas de solucionar esa historia lo más rápido posible, como si tuviese ganas de mostrar exceso de celo ante mi jefa para que estuviera contenta conmigo y me garantizase mi contrato vitalicio. Fidelizar a la cliente, como diría un comerciante.
En realidad no estaba haciendo cálculos. El caso me fascinaba, estaba convencido de que iba a descubrir algo nuevo, un indicio que todo el mundo había dejado escapar. Amontonaba notas, fotos, horas de grabación. Un trabajo de locos. Ignoraba todavía en su momento que estaba construyendo, meticulosamente, los cimientos de mi neurosis.
Después de algunas semanas de análisis de todas las pruebas que incluía el expediente, me forjé una primera convicción. En su momento pensé que era una idea propia de un genio.
¡La esclava!
Esa maldita esclava de oro que debía de llevar Lyse-Rose de Carville en el avión, regalada por su abuelo. La joya que había hecho cambiar las certezas del juez Weber, el grano de arena en la balanza de la justicia, el arma fatal de los Vitral y del letrado Leguerne. Había llegado al convencimiento de que esa arma fatal era una hoja de doble filo. Sin esclava, todo llevaba a creer que la superviviente del milagro era Émilie Vitral. Pero si el bebé eyectado del avión era Lyse-Rose, nada impedía pensar que la fina pulsera hubiese podido romperse durante el choque. Partiendo de ahí, si se recuperaba la esclava, en alguna parte del avión. Entonces, todo se invertía. ¡Sería la prueba irrefutable de que Lyse-Rose era la superviviente del milagro!
Soy un tío paciente, un maníaco, un obstinado. Puedo ser obsesivo en el trabajo, se lo aseguro. Aunque la policía hubiese peinado los alrededores del Airbus calcinado, en el monte Terrible, durante horas, volví a empezar de nuevo. Armado con un detector de metales, me pasé diecisiete días en el monte Terrible, a finales de agosto de 1981, peinando el bosque, centímetro a centímetro. Había tormenta la noche del accidente. La esclava podía haber caído en la nieve, haberse hundido en la tierra fangosa. Un policía encargado de un registro así, después del accidente, con los dedos helados y los pies empapados, no iba a mostrar mucho celo.
Yo sí.
¡Para nada!
Les ahorro el inventario de chapas de cerveza, de latas, de monedas, de residuos comunes que desenterré. De pronto, ¡el tipo que cuidaba el monte Terrible para el Parque Natural del Alto Jura me tenía en palmitas! Grégory Morez. Un hombre guapo bien afeitado con ojos de perro lobo, de rostro bronceado y marcado como si escalase el Kilimanjaro todos los fines de semana antes de volver a su casa. Acabamos simpatizando…
¡Tres bolsas de basura con desperdicios de toda clase vueltos a bajar del monte, pero ni el más mínimo rastro de la esclava!
No estaba realmente decepcionado, a decir verdad. Me lo imaginaba, y ya se lo he dicho, soy del tipo obstinado. Sólo obedecía las órdenes de Mathilde de Carville, eso me sentaba bien, «no pasar por alto ninguna pista», avanzar paso a paso. Tomarse tiempo.
Mi auténtica certeza era otra.
Si bien la esclava había caído en alguna parte al lado del bebé del milagro, la noche del drama, alguien podía muy bien haberla encontrado, un bombero, un poli, un enfermero, y habérsela metido en el bolsillo. O bien un tipo de los alrededores había vuelto a rebuscar, una vez enfriada la carlinga. Era una joya de oro macizo, valorada en su momento en once mil quinientos sesenta francos, la factura daba fe de ello. Tenía el buril de Tournaire, plaza de Vendôme. Un objeto así podía suscitar la codicia. Es un clásico, los buitres que se sirven de los restos de un naufragio, más aún cuando nadie podía imaginarse la importancia que adquiriría, más tarde, esa maldita joya…
Mi idea era muy simple, básica incluso: inundar la región de anuncios clasificados. Gran recompensa al que nos trajese la célebre cadenita. Hacía falta que la recompensa sobrepasase ampliamente el valor del bien. De acuerdo con Mathilde de Carville, había previsto aumentar poco a poco el tamaño del cebo. Habíamos comenzado con veinte mil francos. Una pesca así requería paciencia, tiempo, tacto, antes de que el pez picase. Me sentía confiado. Si la esclava había sido encontrada, si dormía en un cajón, escondida celosamente por un ladrón ocasional, como Gollum guarda el anillo de Frodo, un día u otro volvería a la superficie, se filtraría algún indicio.
Tenía razón. Tenía razón sobre ese punto, al menos.
La otra gran ocupación de mis seis primeros meses de investigación fue lo que llamo desde entonces mis vacaciones turcas. Debo de haber pasado en total cerca de treinta meses en Turquía. La mayoría durante los cinco primeros años.
Estaba flanqueado por Nazim Ozan, había aceptado enseguida secundarme en la investigación. En la época, trabajaba por encargo en obras, más o menos en negro. Se acercaba también a los cincuenta años; jugar a los mercenarios en los puntos calientes del planeta, rodeado de kamikazes fanáticos, ya no le entusiasmaba demasiado. Y, sobre todo, había encontrado el amor. Vivía en París con una mujer un poco regordeta, pero linda como una flor, de origen turco como él, Ayla. Váyase a saber por qué, ambos eran inseparables. Ayla era más bien del tipo de mujer de armas tomar, celosa como una pantera, y tenía que negociar durante horas cada vez que tenía necesidad de llevarme a Nazim conmigo a Turquía. Una vez allí, era necesario que telefonease todos los días. Creo que Ayla nunca ha comprendido esta historia de la investigación, peor aún, nunca nos ha creído. Pero jamás me ha tenido rencor, incluso fue ella quien insistió para que fuese su testigo de boda en junio de 1985…
A pesar de Ayla, arrastraba la mayoría de las veces a Nazim conmigo a Turquía, donde me servía de intérprete. En Estambul, me alojaba siempre en el hotel Askoc, en el Cuerno de Oro, cerca del puente de Gálata. Nazim, por su parte, dormía en casa de unos primos de Ayla, en Eyüp, en las afueras de Estambul. ¡No tenía elección! Nos encontrábamos en un bar, justo enfrente del hotel, el café Dez Anjen, en Ayhan Işık Sokak. Nazim aprovechaba para soplarse raki tras raki y trataba de iniciarme en el narguile.
«Unas vacaciones turcas», solía decirle.
¡Lo decía en broma! Tengo que confesárselo, creo que siempre he sido un poco cínico en lo que respecta a las artes y tradiciones del mundo, al exotismo, al cambio de aires, ese tipo de clichés. Una especie de racismo, si quiere, pero un racismo sin exclusiva, sin un auténtico blanco, una especie de escepticismo global ante el género humano, sin duda herencia de mi antiguo oficio de mercenario, de basurero encargado de vaciar los cubos del mundo; de comerciante de polvorines, si lo prefieren.
La vida turca comenzó a salirme por las orejas, la nariz y los ojos al cabo de menos de una semana. El carillón incesante de los minaretes, el galimatías permanente en las calles, las mujeres con velo, las putas, el té, el olor a especias, los taxis que circulan como majaras, los atascos continuos, hasta en el Bósforo. ¡Todo! Al final, el bigote de Nazim era la única cosa que soportaba.
Bueno, me imagino que se estarán riendo de mi antropología de bazar. No es el tema, tienen razón. Era simplemente para relativizar la dimensión «vacaciones en el Mediterráneo» del asunto. Me refugiaba en el trabajo. No les miento. Los primeros meses, al menos, con Nazim, ¡investigamos como locos! Nos pasamos horas interrogando a los comerciantes del Gran Bazar para encontrar a quien hubiese podido vender las célebres ropas llevadas por el bebé del milagro. Un body de algodón, un vestido blanco de flores naranja, un jersey de lana cruda con estampado geométrico. ¿Se imaginan? El Gran Bazar de Estambul, la galería comercial más grande del mundo, cincuenta y ocho calles interiores, cuatro mil tiendas. Casi todos los vendedores chapurreaban inglés y francés, trataban de pasar de la traducción de Nazim y se dirigían directamente a mí, como si tuviese impresa la bandera tricolor en filigrana sobre la frente: «¿Un bebé, amigo? ¿Buscas ropa para tu bebé? Tengo todo lo que buscas. ¿Chico o chica, tu tesoro? Dime tu precio.» .
Cuatro mil tiendas, ¡créanme! El doble o el triple de vendedores, viendo venir al pardillo occidental a cincuenta metros. Pero aguanté. Hasta el final. Me pasé más de diez días recorriendo ese dédalo comercial de techo de mosaico dorado. Al final, conté diecinueve tiendas que vendían el body de algodón, el vestido blanco y el jersey de lana, los tres artículos a la vez, exactamente los mismos. y ningún vendedor se acordaba de haber vendido las tres prendas juntas a una familia de tipo occidental.
Una pérdida de tiempo.
El callejón al final del dédalo.
Quedaba entonces saber más de Lyse-Rose y de sus padres, Alexandre y Véronique de Carville. La investigación oficial, para la identificación de Lyse-Rose, no se basaba más que en dos puntos: la fotografía de espaldas, recibida por los abuelos Carville, y el testimonio de Malvina. Necesitábamos, pues, retomarlo todo, en Turquía, en la costa, en su residencia de Ceyhan. Mostraba un optimismo razonable. En tres meses de vida, ¡la pequeña Lyse-Rose ya debía de haberse cruzado con mucha gente!
Rápidamente me desilusioné.
Alexandre y Véronique de Carville no eran por lo visto muy sociables, no eran demasiado propensos a los baños de multitudes exóticas y los contactos fraternales con la población indígena. Más bien eran de los de quedarse enclaustrados en su chalet blanco con vistas al Mediterráneo. ¡Disponían incluso de una playita privada!
En fin, era sobre todo Véronique quien cuidaba el monasterio. Alexandre trabajaba en Estambul casi toda la semana. Por supuesto, recibían de vez en cuando a amigos, a colegas, a franceses. Pero ¡antes de Lyse-Rose! Al nacer el bebé, Véronique había limitado esos guateques mundanos. Por diversas coincidencias, pude encontrar a siete personas, dos parejas de amigos y tres clientes de la empresa de Carville, que fueron invitados al chalet de Ceyhan después del nacimiento de Lyse-Rose. Todas las veces el bebé dormía, y los invitados no se acordaban más que de una pequeña bola de carne que apenas asomaba de las sábanas y que se levantaba a intervalos regulares. Sólo un cliente, un holandés, había visto a Lyse-Rose despierta. Unos segundos. Véronique se retiró para darle el pecho, no iba a hacerlo delante del industrial holandés, que continuó bebiéndose su raki en el patio firmando sus contratos con Alexandre. El delicado director comercial de la filial turca de Shell, al que acabé encontrando, me recalcó que sería tan incapaz de reconocer el rostro de Lyse-Rose como los melones de su madre…
En Bakırköy, la maternidad de Estambul donde Véronique de Carville había dado a luz, nacían más de treinta bebés cada semana. Era una clínica privada de último grito y me recibieron con una obsequiosidad notable. El pediatra, el único que había seguido a Lyse-Rose, la había examinado alrededor de tres veces y me hizo notar que veía pasar a más de veintinueve recién nacidos por día. Sacó de un cuaderno las informaciones censadas al nacimiento de Lyse-Rose. El peso: tres kilos doscientos cincuenta; la altura: cuarenta y nueve centímetros.
¿El niño ha llorado? Sí.
¿Tenía los ojos abiertos? Sí.
¿Aparte de eso? Nada.
¿Señas particulares? En absoluto.
¡Otra vez el callejón sin salida!
¡Véronique de Carville debía de aburrirse soberanamente en su chalet! De repente, tenía un mínimo personal a su disposición. Sólo logré dar con un jardinero, algo mayor, un poco demasiado miope para mi gusto, que se había cruzado con Lyse-Rose bajo las palmeras, al final de la tarde. ¡bien al abrigo de una tupida mosquitera! Nada que sacarle más que una vaga descripción, todavía menos fiable que las afirmaciones delirantes de Malvina.
No voy a contarles detalle por detalle los testimonios inválidos, vagos, sin provecho, que he acumulado en el transcurso de estos meses. No pasar por alto ninguna pista, había dicho Mathilde de Carville. Obedecía, fascinado; después de todo, bastaba un testimonio, uno solo, para lograr la victoria.
En el aeropuerto Atatürk de Estambul, una azafata se acordaba de haber hecho tres cosquillas en la barbilla de un bebé antes de la partida del Airbus para París, aquel 22 de diciembre.
«¿A un solo bebé, no a dos?» .
«No, a uno sólo.» .
Al menos, eso creía, no estaba segura. Ni del día ni del vuelo. Un bebé al menos, eso sí, se acordaba de eso…
Esa jodida azafata había dejado caer otra duda en mi desordenada sesera.
¿Un solo bebé en el avión?
Después de todo, ¿quién podía saber con certeza quién estaba realmente sentado en el Airbus aquella noche? Se conocía con precisión la lista de los pasajeros, pero ¿y si uno de ellos en el último momento no hubiese embarcado? Un bebé, por ejemplo. Lyse-Rose, ¿por qué no? Un retraso, un contratiempo de última hora, una corazonada de su madre, un secuestro, un montaje, cualquier ocurrencia que me permitiera pensar que Lyse-Rose no estaba en el Airbus 5403, sino que estaba todavía con vida, en alguna parte de Turquía. ¡O en cualquier otro lado!
¡Hipótesis completamente loca!
Podía incluso darle la vuelta al argumento. ¿No era extraño, a fin de cuentas, tener tan pocos elementos tangibles sobre Lyse-Rose, ese bebé de tres meses? Tan pocos testimonios, ningún amigo para mimarla, ninguna tata para estrecharla entre sus brazos, ninguna foto. Nada, o casi nada. Como si ese bebé no hubiese existido nunca, o más bien, como si se le hubiese querido esconder…