2 de octubre de 1998, 11.52
.
Nation.
Marc levantó los ojos. El sudor perlaba su espalda.
Era allí donde debía coger el tren de cercanías.
Marc se encontró en el andén, con el cuaderno en la mano, sin aliento, azorado. Se movió hacia el banco enfrente de él, volvió a cerrar el cuaderno y abrió su mochila. Estaba hecho polvo.
El 7 de noviembre de 1982…
Esa fecha se había quedado impresa en su memoria. La había leído tan a menudo durante todos esos años, inscrita en la tumba de su abuelo, porque no tenía nada más que hacer mientras su abuela lloraba. Ella iba todos los días al cementerio. Los que no había colegio, Marc la seguía, empujando el cochecito en el que dormía Lylie. Estaba lejos, había que subir una cuesta muy larga, Nicole no paraba de toser.
El 7 de noviembre de 1982…
Marc caminó un poco al azar por el pasillo del metro, buscando la línea A entre las direcciones que se entrecruzaban en la inmensa estación. Poco a poco, fue recobrando el aliento y reflexionó. El plano del cercanías se dibujaba en su cabeza. Dirección Vincennes, Noisy-le-Grand, BussySaint-Georges…
Redujo el paso, no hacía falta que fuese demasiado rápido, que se dejase arrastrar por la espiral de acontecimientos, el cuaderno de Grand-Duc y sus revelaciones, el asesinato del detective, la desaparición de Lylie. El accidente de sus abuelos.
El aire que corría por los largos pasillos helaba su espalda empapada.
No era estúpido, no debía meterse así en la boca del lobo. No sin antes tomar precauciones, en cualquier caso. El plano del metro pasó de nuevo por su cabeza. Marc esbozó una sonrisa. Sí, era mucho más inteligente ir en sentido contrario, en dirección La Défense. Sólo una estación más. Algunos minutos de pérdida, apenas, suficientes para poner a salvo aquello de lo que se había enterado.
Menos de dos minutos más tarde, Marc se encontraba en medio del bullicio de la estación de Lyon. Se dejó llevar por el remolino de viajeros en los pasillos interminables. Pasaban inmensas imágenes, para elogiar las próximas películas en cartel.
El hombre que susurraba a los caballos, Salvar al soldado Ryan
…
Los últimos libros, los conciertos.
Marc volvió apenas la cabeza.
Un cartel oscuro anunciaba CHARLÉLIE COUTURE EN CONCIERTO EN EL BATACLAN.
Sus pensamientos volaron hacia Lylie.
Ay, libélula, tú tienes las alas frágiles, yo, yo tengo la carlinga rota
.
Marc sacó su teléfono. Por fin tenía cobertura. Marcó el número de Lylie.
Siete tonos. Como de costumbre.
El contestador.
—Lylie, espera, espérame. ¡No hagas gilipolleces! Llámame. Estoy tras la pista. Voy a dar con ello.
¿Dar con qué?
No dudar, avanzar.
Marc llegó a la cabecera de las grandes líneas. Los TGV de color naranja estaban alineados como en la línea de salida de un sprint de quinientos kilómetros hacia el sur. Las consignas se encontraban un poco a la derecha, detrás del punto de prensa. Marc abrió una pesada puerta de acero y metió su Eastpack en el interior del cubo gris. No iba a ir a la Rosaleda, a casa de los Carville, con el cuaderno de Grand-Duc en las manos. Era a Lylie a quien Grand-Duc se lo había confiado, y no a los abuelos Carville; había a la fuerza una razón para ello. Iba a encontrarse con los Carville, a hablar, a negociar. Luego decidiría…
Había que meter un código. Cinco cifras. Marc tecleó sin pensárselo: 7 11 82.
La consigna cerró con un ruido seco. Marc resopló. Un quiosco vendía bocadillos y bebidas, hizo la cola dos minutos y compró uno de jamón con mantequilla y una botella de agua.
Había tomado la decisión correcta. Separarse temporalmente del cuaderno, aunque se moría de ganas por seguir leyéndolo. Quería saber la versión de Grand-Duc sobre el accidente del 7 de noviembre de 1982.
Marc tenía cuatro años en la época, sólo vagos recuerdos. Las palabras del cuaderno de Grand-Duc eran, no obstante, inequívocas.
«La hipótesis del accidente, vista desde Estambul, era difícil de creer. ¿Deformación profesional o convicción íntima?» .
¡Marc quería saber!
No pudo evitarlo.
Dio media vuelta bruscamente, volvió a la consigna, tecleó el código.
7 11 82.
Marc rebuscó con nerviosismo en la mochila, sacó el cuaderno. La mirada de Marc pasó por encima de las líneas.
«Significaba perder esos años. así como todos aquellos que me quedarían después. No obstante, continué adelante con la investigación.» .
Iba por ahí.
Marc hizo pasar rápidamente algunas páginas entre sus dedos, luego, de un gesto seco, las arrancó del cuaderno. Cinco hojas, las que seguían a la página donde había detenido su lectura. El accidente de sus abuelos aquella noche, en Tréport, contado por Grand-Duc.
Marc dobló las hojitas en cuatro, las deslizó en el bolsillo de atrás de su vaquero, volvió a cerrar la puerta de la consigna y luego se adentró de nuevo en el dédalo de pasillos de la estación de Lyon.
2 de octubre de 1998, 11.55
Nicole Vitral caminaba por la acera de la calle la Barre. Al llegar al cruce del colegio Sévigné, se detuvo y tosió. Una fea tos expectorante. Le quedaba toda la calle de Montigny por subir, hasta el cementerio de Janval. Más de un kilómetro. Le daba igual, se tomaba su tiempo. Desde que estaba jubilada, ya no tenía nada más que hacer, o casi: su peregrinación diaria a la tumba de su marido, luego coger el pan donde Ghislaine al bajar, algo de carne cada dos días, y volver a Pollet. Sus piernas ya no le aguantaban tan bien como antaño.
Nicole atacó con valor la subida de la calle de Montigny, la parte más abrupta. Justo después de la curva de la piscina, una camioneta del ayuntamiento la adelantó, luego aparcó delante de ella, a caballo entre la acera y la calzada.
La cara jovial de Sébastien, el consejero municipal, apareció por la ventanilla.
—¡Subimos al gimnasio, señora Vitral! ¿Quiere que la dejemos delante del cementerio?
Sébastien, en el ayuntamiento, formaba parte de los chicos, un cuarentón, como los llaman ahora, pero comunista de todos modos, y orgulloso de serlo. Nicole Vitral lo había visto creer. Un buen tío, militante, tozudo como una mula, pero con la cabeza bien puesta sobre los hombros. A pesar de lo que decía todo el mundo en la tele, con chicos como ése, el Partido tenía todavía futuro por delante. Iban a seguir en el ayuntamiento de Dieppe, tras las próximas municipales. ¡Seguro!
Nicole Vitral no se hizo de rogar, subió a la parte de delante de la camioneta. Sébastien iba acompañado por Titi, un empleado municipal; Nicole también lo había visto crecer. No había inventado la pólvora, lo que le habría sido tremendamente útil para calentar la playa de Dieppe, pero no tenía igual cuidando los parterres de flores, y contribuía generosamente a la prosperidad de los bares de la ciudad. En Dieppe el pequeño comercio no es moco de pavo.
—¡Todavía en forma, por lo que veo, señora Vitral!
—No tanto. Va a ser necesario hacer llegar el bus al cementerio, Sébastien, para todas las viejas viudas como yo…
El concejal sonrió.
—Sí. es una idea. ¡Vamos a ponerlo en el programa! Y Marc, ¿está todavía en París?
—Sí, sí. Todavía…
Nicole no pudo impedir sumirse en sus pensamientos, rememorar las últimas palabras de Marc en su contestador esa mañana, antes de que saliese. ¿Qué decirle? ¿Qué responderle? Por supuesto, ella sabía dónde se encontraba Émilie, por supuesto, había adivinado el acto irreparable que iba a cometer. Durante todos esos años, había rezado tanto porque no sucediese. Era inútil. Qué porquería de destino.
La voz estridente de Titi la sacó de su letargo. Apestaba ya a calvados.
—Este Marco. ¿Todavía haciendo de perrito faldero con su Émilie? Ahora ya ni siquiera vuelve a Dieppe el domingo para jugar al rugby con el equipo. Dese cuenta, Nicole, aunque se trate de su nieto, tampoco es una gran pérdida, menudas dos pezuñas tiene. Con dos pezuñas no es fácil coger un balón oval, ¿verdad.?
Titi estalló en una carcajada ordinaria.
—Cállate, Titi —cortó Sébastien.
—No pasa nada —sonrió Nicole.
Volvió la cabeza. En la parte trasera de la camioneta, cientos de pequeñas hojas de papel estaban apiladas en cajas.
—¿Siempre en sus puestos, Sébastien?
—¡Siempre! Por mucho que Chirac haya disuelto a la derecha con el Parlamento, el cambio todavía se espera, ¿verdad.? ¡Incluso con camaradas en el gobierno!
—¿Qué es eso?
—Octavillas para salvar el puerto comercial. Quieren cargarse las rutas con África occidental, las últimas que Le Havre o Anvers no han recuperado. Los plátanos, las piñas. Ya sabe cómo es. Si se pierde el mercado, el puerto se muere, no le voy a hacer un croquis. Hay manifestación en Ruán, delante de la prefectura, el sábado que viene.
Titi le dio un codazo en las costillas a Nicole.
—Pero vaya, aunque perdamos los plátanos y las piñas, conservamos la pesca, ¿no es verdad?
Sébastien suspiró. Nicole lo miró con aire comprensivo.
—Dame algunas de esas octavillas si quieres. Pasa por Pollet a dejar una caja. No te prometo nada sobre la manifestación, el sábado, pero te haré el puerta a puerta durante la semana. Me gusta hacerlo, y además todavía hay unas pocas personas en Dieppe que me conocen. Que hasta me escuchan…
Titi casi saltó en su asiento.
—¡Es verdad, Nicole! Me encantaba verla cuando salía por la tele en su momento. Tenía quince años. Era genial cuando se tapaba todo el tiempo las peras y ¡aun así se las veíamos!
Sébastien dio un brusco volantazo, irritado.
—Eres lo siguiente a gilipollas, Titi…
—Pero ¿por qué? —dijo Titi sorprendido—. No hay nada malo en ello. No es que Nicole vaya a pensar que estoy ligando con ella, a su edad. Es sólo un cumplido así, de gratis.
Nicole puso con dulzura su mano en el brazo de Titi.
—Y además tienes razón, Titi, me gusta.
Durante el breve momento de silencio que continuó, Nicole no pudo evitar volver a pensar en Émilie. A Nicole le habría gustado tanto estar a su lado. Sin tratar de hacerle cambiar de opinión, no, simplemente para estar ahí. Nicole no ignoraba que después de eso su inocencia se habría perdido para siempre. El regusto de la muerte perseguía a Émilie, para siempre. El recuerdo. El remordimiento.
La camioneta pegó un frenazo.
—Final del trayecto —dijo Sébastien—. Estación cementerio. ¿Le llevo la caja de octavillas esta tarde?
—Si quieres, sí.
—Nos sería de mucha ayuda. De verdad. Debería. debería presentarse en nuestra lista…
—Era Pierre. Era Pierre quien debía hacerlo. Estaba previsto. En 1983.
Sébastien se calló, incómodo.
—Lo recuerdo —dijo—. Fue una pérdida tremenda. Joder. ¡Qué puñeta! Por cierto…
Dudó: .
—La. la camioneta, la Citroën, ¿todavía la tiene?
Nicole le sonrió resignada: .
—Sí. Hacía mucha falta seguir trabajando. Y además estaban Émilie y Marc.
—Las mejores patatas fritas de la costa de Alabastro —dejó caer Titi—; puede creerme, Nicole, ¡no iba a la camioneta sólo a echarles el ojo a sus melones!
Sébastien se echó a reír, a su pesar. Nicole dejó ver también una sonrisa nostálgica. Sus ojos azules todavía brillaban.
—La camioneta todavía está en el jardín. Ahora ya no hay nadie que me pida que la quite para jugar en el patio. Se oxida tranquilamente fuera…
Nicole abrió la puerta.
—Bueno, ¡os dejo trabajar!
Titi la ayudó a bajar. La siguieron con los ojos, unos instantes, en el aparcamiento desierto.
Nicole empujó la verja de hierro, perdida de nuevo en sus pensamientos.
Marc iba a volver a llamar. Pronto. Tal vez iría a Dieppe. ¿Qué iba a decirle entonces? ¿Debía darle una oportunidad a su historia imposible? Émilie y Marc…
Tenía que tomar una decisión. Hablar o callar. Era urgente, era consciente de ello, tenía que decidirlo antes de esa misma noche.
Nicole volvió a cerrar detrás de ella la puerta del cementerio.
Iba a pedirle consejo a Pierre. Pierre siempre tomaba las decisiones correctas.
2 de octubre de 1998, 12.32
Un frágil rayo de sol recibió a Marc cuando salió del cercanías, estación Val-d’Europe, plaza Ariane. Era la primera vez que Marc pisaba la ciudad nueva, inaugurada unos meses antes. La inmensa plaza redonda lo dejó estupefacto. Esperaba descubrir una ciudad nueva moderna, de tecnología punta, al estilo de Cergy o Évry. Se encontraba en el centro de una plaza haussmanniana, copia exacta de la de los primeros distritos parisinos, salvo que la plaza no tenía cien años, ¡sino menos de cien días! Lo nuevo imitando lo viejo. Bastante bien, por otra parte.
Delante de él, por encima de los canalones y de las gárgolas de imitación, se elevaban unas grúas. ARLINGTON BUSSINESS PARK, indicaba un cartel. Las torres de cristal inacabadas del barrio de negocios superaban ya en varias docenas de metros la plaza vieja de pacotilla. Marc volvió la cabeza: a lo lejos, detrás de la circunvalación, distinguía las cúspides de Disneyland, el campanario del castillo de la Bella Durmiente, las piedras rojas del tren de la mina, la cúpula de la Space Mountain…
¡Una visión surrealista!
«Eso es sin duda lo que habían deseado los urbanistas», pensó Marc.
Le vino a la memoria un retazo de una conversación en casa de Nicole, en Pollet. Era una noche, hacía algunos meses de aquello, después de un reportaje del telediario sobre la ciudad nueva orquestada por el consorcio Disney, con ocasión de la inauguración del centro comercial. Nicole había echado pestes en la cocina: .
«¡Ya no entendía que se pueda llevar a unos críos a Disney para enriquecer a esa rata capitalista de Mickey Mouse! Pero si ahora, además, ¡les damos terrenos para construir ciudades en nuestro país!» .
Lylie quitaba la mesa. Como siempre, sabía más que ellos.
«También es una utopía, yaya. ¿Sabes que Walt Disney también había soñado en Florida con una ciudad ideal, Celebration, sin coches, sin segregación, bajo una cúpula para controlar el clima? Pero murió antes de poder llevarlo a cabo y el proyecto quedó desnaturalizado por sus herederos. Val-d’Europe es la segunda ciudad en el mundo construida por Disney. La única en Europa, la ciudad más joven de Francia, veinte mil habitantes…