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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (10 page)

BOOK: Un hombre que promete
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No obstante, Madeleine sabía que de alguna manera estaba coqueteando con ella en esos momentos, provocándola, excitándola físicamente. Lo percibía de una forma tan clara como su proximidad. Tenía experiencia. Reconocía las distintas formas de la seducción.

—Me pregunto qué pensará la dama de mí… —comentó con expresión pícara y una ceja enarcada, a sabiendas de que lo estaba presionando.

Los ojos del hombre estudiaron su rostro una vez más.

—Supongo que estará celosa… de su belleza y su presencia a mi lado.

Ella se ruborizó, pero no apartó la mirada. Tampoco lo hizo él, y eso resultó extrañamente gratificante para Madeleine. Sin embargo, no podía detenerse ahí.

—¿Cree que sentirá celos cuando es obvio que no existe nada entre nosotros?

—No está ciega, Madeleine. Se dará cuenta —susurró él al instante.

Eso hizo que el pulso de Madeleine se acelerara. ¿De qué se dará cuenta, Thomas?, quiso preguntarle, pero no lo hizo. Lo miró con expresión interrogante, tratando de concentrarse en el tema mientras sus pensamientos vagaban hacia esos rasgos duros e hipnotizantes: esos magníficos ojos que no se apartaban de ella; las largas y poderosas manos que estaban a escasos centímetros de su cuerpo, y las vívidas visiones de lo que podría llegar a sentir si esas manos le acariciaban el cuello y los hombros, las puntas de los pechos.

Madeleine vaciló y bajó los párpados al tiempo que desviaba la mirada hacia la chimenea deseando que él se hubiera sentado en el sillón, como se suponía que debía hacer.

—Me inclino a pensar que es Rothebury quien se dedica al contrabando del opio —señaló con tono mordaz.

Thomas no respondió de inmediato y ella no pudo adivinar si le había sorprendido o no la brusca reanudación del tema que les concernía.

—No debería sacar conclusiones, Madeleine —dijo por fin—. Todavía no. Tenemos mucho trabajo por delante y un montón de cosas que averiguar antes de llegar a alguna.

Tenía razón, por supuesto. Sin embargo, no tenía ni idea de lo mucho que sabía ella del opio.

—Thomas, si tal y como usted sospecha lady Claire es adicta al opio, me resulta difícil creer que pueda estar al cargo de un grupo organizado de contrabandistas, aun cuando solo tome láudano —Respiró hondo y volvió a mirarlo a los ojos—. He visto las consecuencias de la adicción en otras ocasiones. Si lo utiliza a diario, su mente estará ocupada en otras cosas. No se dedica al contrabando.

—En ese caso, estaremos atentos y averiguaremos todo lo que podamos —replicó él con tono serio.

A Madeleine le llevó un momento darse cuenta de que no descartaba sus opiniones ni se mostraba escéptico ante lo que decía. Estaba siendo concienzudo. No sabía qué decir, de modo que se limitó a asentir vagamente.

Una invisible oleada de tensión pasó de uno a otro: cálida, densa y silenciosa. Él la percibió, al igual que Madeleine, y también notó su turbación, la expresión sombría de sus hermosos ojos y la línea apretada de sus labios. Conocía sus preocupaciones, sus pasados miedos, y le costó un soberano esfuerzo no inclinarse hacia delante unos centímetros y unir sus labios con los de ella a fin de borrar sus angustias para siempre con un beso. Y ella se lo devolvería. De eso estaba seguro. Ahora que estaba allí, a solas con él en la casa, a su lado todos los días, esperar para hacerle el amor resultaba físicamente doloroso. Deseaba dejar claras sus intenciones, pero no lo haría. Madeleine no estaba preparada para las consecuencias, y tampoco él. Necesitaba más tiempo.

No había dejado de pensar en ella en todo el día mientras permanecía acurrucado entre los gélidos arbustos sin ver nada; se había preguntado si tendría éxito, qué pensarían las damas inglesas sobre ella y cómo reaccionaría ante el atosigamiento y los insultos velados. Era una mujer espléndida, refinada e inteligente, con un talento natural para el arte del engaño. Le habría encantado verla en acción.

En esos momentos estaba sentada junto a él, adorable a la luz del fuego, con sus sentimientos al descubierto y tan confusa por la atracción que sentían el uno por el otro que no estaba segura de si él la había notado. Se preguntaba si le había tocado el cuello a propósito, y si volvería a hacerlo de nuevo. El mero hecho de pensarlo lo hizo sonreír y ella clavó la mirada en su boca. Con el tiempo, se encargaría del desconcierto que leía en el rostro femenino.

Madeleine se movió un poco y se alisó las faldas; separó la seda de sus muslos, como si deseara evitar cualquier contacto físico. Esa acción deliberada lo desconcertó, ya que habían estado en contacto desde el hombro hasta las rodillas en el lago pocos días atrás, y en aquel momento no parecía haberla molestado. En esos instantes parecía incómoda, nerviosa por algún motivo.

—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó con tono indiferente.

Sin mirarlo, ella extendió el brazo por detrás de su cabeza y se quitó la peineta del pelo para dejarla sobre la mesita, con lo que el largo y abundante cabello se deslizó sobre el hombro hasta el pecho derecho. Parecía formado por hebras de seda del color de las hojas otoñales. Algún día enredaría los dedos en él, se lo acercaría a la cara e inhalaría la fragancia que por ahora solo detectaba levemente.

—Sí, hay algo más que debo decirle, Thomas, y no estoy segura… —Se detuvo un instante y, tras un momento de vacilación, se puso en pie y caminó con elegancia hacia la chimenea sin apartar la mirada de la caja de música de la repisa—. Voy a decírselo sin rodeos, y espero que no se enfade.

—¿Enfadarme? ¿Por qué?

Madeleine pensó bien lo que iba a decir y después irguió los hombros para que el vestido se ajustara a la perfección a las curvas de su espalda.

—Aunque sin intención alguna por mi parte, la conversación durante el té se centró en usted.

Él se reclinó en el respaldo y contempló el reflejo del fuego en la suave piel de alabastro de su nuca.

—Supuse que ocurriría.

Ella levantó la vista por un momento hacia el techo y después se dio la vuelta para mirarlo a la cara, aunque cruzó los brazos sobre el pecho en un ademán defensivo.

—Perdóneme, Thomas —soltó de repente—, pero las damas hacían sugerencias, formulaban preguntas y realizaban comentarios sobre cosas que no eran de su incumbencia. Debía acabar con los rumores, así que inicié uno de mi propia inventiva.

Thomas no sabía cómo tomarse eso exactamente, pero le había picado la curiosidad.

—Explíquese, Madeleine.

Ella se humedeció los labios.

—Desdémona me preguntó si usted me daba miedo. Le dije que no. Luego la señora Mossley comentó lo grande que era usted (que es) y eso le dio pie a la señora Rodney para preguntarme si lo encontraba viril.

Thomas se tensó por un momento, tanto a causa de la anticipación como de las placenteras esperanzas.

—¿Y qué respondió usted?

—Respondí que sí —confesó suavemente; clavó los ojos en él con un brillo extraño en la mirada—. Y también le dije que lo encontraba atractivo.

Thomas bajó el brazo del respaldo muy despacio para poder inclinarse hacia delante y apoyar los antebrazos sobre los muslos. Escuchaba el martilleo regular del corazón dentro de su pecho y se mordió la parte interna del labio inferior para controlar la sonrisa que amenazaba con echar por tierra su expresión seria.

—Ya veo.

Ella se aclaró la garganta.

—Eso no es todo.

—Ya me lo había imaginado, dado que el hecho de que me encuentre atractivo y viril no es algo que pueda enfadarme, Madeleine.

Ella abrió los ojos de par en par y se movió con inquietud sobre la alfombra, aunque en lo demás pasó por alto el comentario.

—En un primer momento se mostraron frías conmigo, Thomas —continuó con voz alta y clara, sin amilanarse—, porque ya sospechaban que éramos amantes y habían estado chismorreando al respecto. Lo único que se me ocurrió para salvar nuestras reputaciones a fin de que pudiéramos permanecer juntos el tiempo suficiente para terminar nuestro trabajo fue asegurarles sutilmente que no existía ningún tipo de interés sexual entre nosotros.

Él se limitó a mirarla sin decir nada.

Madeleine alzó la barbilla durante unos segundos y descruzó los brazos para frotarse los labios con las palmas de las manos, nerviosa.

—Y supuse que solo había una manera de asegurarme de que me creyeran: decirles que es usted impotente.

El estallido distante de un trueno puso de manifiesto la conmoción que siguió al comentario, y Thomas se dio cuenta de que hasta ese momento, jamás en su vida lo habían dejado sin habla. Con un aguijonazo de furia ante tamaña audacia, la miró boquiabierto durante un mínimo instante, pero después la furia se disipó y fue sustituida por una oleada de diversión.

A decir verdad, había sido una reacción muy inteligente por su parte. Brillante, en realidad. Nadie lo conocía en el plano íntimo, así que no importaba, ya que lo único que había salido perjudicado había sido su virilidad. Pero, como mujer que era, estaba claro que no se le había ocurrido considerar eso. Y no le hacía falta preguntar cómo les había explicado a cinco damas prominentes de Winter Garden que no podía llevar a cabo el acto. Habrían aceptado sus lesiones como prueba suficiente.

Ella lo estudiaba con detenimiento en busca de una reacción; estaba nerviosa, aunque intentaba ocultarlo. Permanecía en pie casi enfrente de la chimenea, con las manos enlazadas a la espalda, dejando que el fuego dibujara su silueta a medida que la estancia se oscurecía con la caída de la noche. Thomas se frotó las manos y se aclaró la garganta mientras realizaba un último intento por recuperar la voz.

—Bien —dijo, sin poder encontrar nada más apropiado en ese momento.

Ella cerró los ojos.

—Lo siento, Thomas. Sé que es algo muy personal y que sin duda no es asunto mío…

—No, es asunto nuestro, Madeleine.

Ella levantó los párpados y frunció un poco el ceño, confundida.

Thomas guardó silencio mientras reflexionaba. Después apoyó las manos en los muslos para ponerse en pie y caminó hasta colocarse a su lado, de cara al fuego. Madeleine no se apartó, pero él percibió la tensión que invadía su cuerpo.

—Es necesario que trabajemos juntos —admitió por fin con voz suave; tenía los ojos clavados en el resplandor de las brasas, y no en ella—. Si los demás sospecharan que mantenemos una relación sexual nos resultaría mucho más difícil cumplir la misión con éxito. Creo que ya lo he mencionado antes.

—Sí.

La palabra sonó como un susurro ronco.

—Tendremos que ser cuidadosos —añadió con voz queda.

Perpleja, ella se dio la vuelta de pronto para mirarlo, y él hizo lo mismo.

—No todo el mundo creerá que mis heridas de guerra son lo bastante graves para impedir que la desee como mujer, Madeleine. O para evitar que reaccione físicamente a su presencia.

Sus ojos se abrieron de par en par, vidriosos y de un azul más oscuro. Su piel resplandecía, medio en sombras medio dorada a causa de la danza de las llamas. Sus hermosos labios estaban mojados, ya que se los había humedecido anticipando un contacto que deseaba que no podía conseguir con facilidad. En ese momento, Thomas habría dado todas sus posesiones terrenales por averiguar lo que estaba pensando.

—Yo… me alegro de que no se haya enfadado —susurró con un tono en parte defensivo, en parte confundido—. Temía que lo hiciera.

—¿De veras?

—Resulta usted imponente, Thomas.

Lo había dicho como un cumplido, y él lo sabía. Asintió antes de volver a concentrar su atención en el fuego. El tictac del reloj resaltó el paso del tiempo. Después, con un ronco susurro, reconoció.

—Su decisión de explicar nuestra relación de esa manera fue oportuna y racional. Fue una solución inteligente, Madeleine.

Thomas notó que la tensión abandonaba su cuerpo y que ella relajaba los brazos a los costados.

—Espero que no crea que le he negado toda oportunidad con las damas solteras de Winter Garden.

Le había dado un tono frívolo al comentario para intentar sonsacárselo, y él tenía toda la intención de permitir que lo hiciera. Deseaba que ella lo supiera. Pero no quería frivolidad.

Lo que quería entre ellos era un oscuro deseo, una excitación incierta, una sensualidad sin parangón y fantasías eróticas. Las poderosas pasiones que ella podría despertar con su fogosidad durante las semanas venideras.

Se giró para enfrentarla, de costado al fuego, y dio un paso hacia ella. A continuación, levantó el brazo y apoyó la mano sobre la repisa por detrás de sus hombros para acariciar la caja de música con la yema de los dedos mientras la miraba a los ojos. Ella no se movió, pero la sonrisa desapareció de sus labios.

—No me importa nadie más que usted, Madeleine. En realidad, lo que temo es que usted haya empezado a creer que, a causa de mis lesiones, no podré comportarme como hombre.

Su tono se había vuelto más sombrío, y ella lo había notado. Eso la sorprendió, y bastante. De pronto se quedó tan quieta que Thomas comenzó a dudar de si respiraba siquiera.

Se acercó un poco más con la intención de sentir la carga estática que se desprendía del cuerpo femenino, de inhalar ese aroma propio que había llegado a reconocer y de permitir que sus piernas se perdieran entre los pliegues del vestido. Sintió que su propio corazón se desbocaba al pensar en tocarla, en levantar la mano y cerrarla sobre su pecho. Tan solo lo justo para acariciar la carne que abultaba la seda y el encaje. Tan solo lo justo para brindarle un segundo de placer.

Ella percibió el ardor en sus ojos.

—Thomas…

Con la respiración acelerada y la mandíbula apretada, Thomas se dio cuenta de que lo que más deseaba en el mundo era tocarla. Se inclinó hacia ella muy despacio y acercó el rostro a un par de centímetros de la esbelta curva de su cuello. Tras percibir la calidez que emanaba de su piel, respiró hondo y soltó el aire con mucha lentitud con la intención de que el aliento cálido le acariciara la mejilla y la oreja. Notó que Madeleine se estremecía, y el hecho de saber que ella no había podido controlar su reacción le produjo una enorme satisfacción.

—No soy impotente —anunció en un ronco susurro—. Jamás lo he sido, y jamás podría serlo a tu lado. Tienes la prueba al alcance de tu mano.

Un minúsculo sonido, apenas perceptible, emergió de la garganta femenina.

—Reacciono a tu presencia, Madeleine; mi cuerpo responde al verte. Pero no podemos convertirnos en amantes. Eso complicaría las cosas —Cerró los ojos y añadió junto a su oreja con un áspero murmullo—. Solo quería que supieras que no luchas sola contra el deseo. Yo lo siento siempre que pienso en ti.

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