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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (8 page)

BOOK: Un hombre que promete
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La señora Bennington-Jones soltó un bufido.

—Tonterías. Cuando Dios decide castigarnos con una enfermedad, nadie puede hacer nada por evitarla.

En la estancia reinó el silencio mientras las damas asimilaban la información. Después, lady Isadora meneó la cabeza muy despacio.

—Pero ¿quién se refugió allí? ¿Los clérigos? —Su propia respuesta pareció satisfacerla y volvió a apoyarse en el respaldo de la silla—. Supongo que eso explicaría quiénes se encontraban allí y por qué sobrevivieron a la peste. Los hombres de Dios no enfermaron.

Madeleine cogió su taza de té y se la llevó a los labios.

—Pero los hombres de Dios no son más que hombres al fin y al cabo. Sucumben a la tentación, a la enfermedad y a la muerte, como el resto de los mortales.

Todas las damas reunidas en torno a la mesa parecieron irritadas ante semejante comentario.

La señora Rodney carraspeó una vez más, en esa ocasión a propósito.

—Creo, señora DuMais, que fue la ayuda y la guía del Señor lo que hizo que los clérigos tuvieran el buen juicio de aislarse del mundo exterior hasta que la amenaza de peligro desapareció.

Madeleine dio otro sorbo al té.

—¿Acaso sugiere, señora Rodney, que el hogar del barón fue en cierta ocasión una especie de fortaleza para aquellos que buscaban refugio?

—Exacto —replicó la dama con una inclinación de su enorme mentón.

—Pero aun así necesitarían comida y algunos suministros básicos —replicó de forma afable—. La peste negra duró muchos años y estoy segura de que los que vivían dentro no pudieron aguantar tanto tiempo sin alimentos y otros enseres indispensables.

La señora Bennington-Jones le dedicó una sonrisa se superioridad.

—Los monasterios de nuestro país poseen las tierras y los medios necesarios para abastecerse, madame DuMais. ¿No ocurre lo mismo en Francia?

Madeleine asintió con la cabeza y se mordió la lengua a fin de no replicar que para sobrevivir no solo se necesitaba comida, sino también leña y aceite, entre otras muchas cosas, además de noticias sobre el mundo exterior que permitieran a los refugiados mantener el contacto con otras personas. Pero no le hizo falta decir nada. Todas las demás lo sabían también.

La señora Mossley engulló el último trozo de su pastel.

—Puede que murieran todos —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja ante su propia muestra de humor mientras masticaba—. Lo que quiero decir es que todo eso no es más que una fábula. Incluso la señora Rodney ha admitido que solo es un rumor. La peste negra apareció hace quinientos años. Nadie puede estar seguro de algo que ocurrió hace tanto tiempo.

Se hizo otro largo silencio antes de que Desdémona añadiera con suavidad.

—He oído… rumores acerca de ciertas luces que aparecen de noche y sobre fantasmas que moran en la mansión del barón de Rothebury. Tal vez sean los clérigos muertos…

—¡Venga, Desdémona, por el amor de Dios! —exclamó su madre con tono irritado—. Los fantasmas no existen. Los clérigos no se convierten en fantasmas. Tienes una imaginación descabellada.

Desdémona se hundió en su silla con aire abatido y la señora Rodney intentó relajar el ambiente.

—A decir verdad, creo que existen pocos hechos constatados detrás de todo esto —admitió antes de enderezarse en el asiento para coger un tercer trozo de pastel—. Ni siquiera sé si había alguien viviendo en el valle de Winter Garden hace tanto tiempo. En el mejor de los casos, los registros pueden calificarse como vagos, y solo la Iglesia los conservaba en esa época. Quizá se pueda rastrear la historia, pero es muy probable que el barón de Rothebury solo tenga información acerca de la propiedad después de que su familia la comprara.

—Yo diría que Winter Garden ya existía por aquel entonces, dada su proximidad a Portsmouth —señaló lady Isadora con el ceño fruncido—. Puede ponerse en duda que la propiedad del barón sea tan antigua, pero creo que había gente viviendo en el valle.

—Tal vez, madame DuMais, pueda preguntarle al caballero con el que vive si él lo sabe —murmuró la señora Bennington-Jones con un rictus calculador en los labios—. No me cabe duda de que ustedes dos ya… se conocen bastante bien a estas alturas. Y, después de todo, él es un erudito, ¿no es así?

Se produjo un silencio incómodo. Uno de los criados cambió de postura e hizo crujir el suelo de madera; alguien dejó caer un tenedor sobre el plato con descuido. A excepción de la que había formulado la pregunta, todas las damas inglesas miraban hacia otra parte: la taza de té, las flores… cualquier cosa menos a ella.

Así que era eso… Hacía menos de una semana que vivía a solas con Thomas en esa pequeña casa y ya habían comenzado a especular sobre la profundidad de la relación que mantenían. Mucho antes de lo que había esperado, o de lo que habrían tardado en Francia, tuvo que admitir. Además, seguro que las especulaciones habrían sido mucho más concienzudas y minuciosas. En su país natal, a Thomas se le habría considerado afortunado por tener a una atractiva viuda como acompañante; a ella, en el peor de los casos, la habrían ignorado. En aquel pequeño pueblo, él sería desairado y ella despreciada, al menos por todas las mujeres respetables. Thomas tenía razón. No habrían podido fingir que eran amantes. Las damas ya se cuestionaban sus escrúpulos. Sin embargo, hasta el momento, no tenían nada con lo que confirmar esas suposiciones.

Madeleine dobló la servilleta sobre su regazo con pulcritud y pensó con mucho cuidado lo que iba a decir.

—El señor Blackwood es un erudito, señora Bennington-Jones, pero no es de Winter Garden. Dudo mucho que conozca la historia del pueblo.

—Eso es cierto —convino la señora Rodney con interés.

Madeleine esbozó una sonrisa irónica. Todas ellas conocían ya ese hecho y, sin embargo, habían optado por fingirse ignorantes.

—Además, es un hombre bastante introvertido. Sé bien poco acerca de él aparte de lo que he descubierto traduciendo sus memorias.

—¿Y cómo diantres la eligió a usted de entre todos los traductores de Francia? —preguntó la señora Bennington-Jones con una intención evidente—. No pretendo ser insultante, pero estoy segura de que debe de haber personas más adecuadas para realizar ese trabajo.

Madeleine la miró a los ojos con expresión inocente mientras retorcía la servilleta con ambas manos.

—¿De veras, señora Bennington-Jones?

La mujer enderezó su enorme cuerpo en el asiento.

—Bueno, estoy segura de que hay hombres…

—Ah… No me cabe duda de que los hay —la interrumpió Madeleine con calma y de manera impecable—. Pero yo siempre he querido venir a Inglaterra y ésta me pareció una oportunidad perfecta para pasar algún tiempo aquí. Ni que decir tiene que estoy perfectamente capacitada para el puesto que ocupo, ya que aprendí el idioma durante los seis años que pasé en un colegio privado de Viena dirigido por la célebre madame Bilodeau. Estoy segura de que habrá oído hablar de ella…

La señora Bennington-Jones se limitó a parpadear, desconcertada ante una pregunta que no había previsto.

—Claro, claro.

Madeleine inclinó la barbilla y sonrió con sequedad.

—Cuando leí en un periódico parisino el anuncio en el que el señor Blackwood solicitaba la ayuda de una persona experta y educada para traducir sus memorias, le envié una carta con mis recomendaciones y una lista de mis credenciales, y él me eligió entre otros muchos candidatos. Partí de Francia pocos días después de recibir su misiva. Puesto que soy viuda y no tengo hijos, señora Bennington-Jones, puedo hacer con mi tiempo lo que me venga en gana. Y ésa es la razón de que esté aquí.

Se produjo otro penetrante silencio. Nadie se movió ni dijo nada. Después, Desdémona se inclinó hacia delante en su asiento, logrando que sus tirabuzones rubios cayeran sobre la mesa y sobre las migas de su plato.

—¿Ese hombre no la asusta un poco, señora DuMais? —le preguntó casi en un susurro.

Madeleine abrió los ojos de par en par.

—¿Asustarme? ¿El señor Blackwood?

Desdémona pareció vacilar.

—Es bastante… feo.

Madeleine se quedó estupefacta, no tanto por la ingenuidad de la joven dama y su ostentosa falta de modales como por lo mucho que le extrañaba semejante idea. Era un hombre moreno y formidable, con cicatrices tanto en la cara como en el cuerpo, pero jamás habría utilizado la palabra «feo» para describir a Thomas.

—Por el amor de Dios, Desdémona… —la regañó su madre con evidente embarazo al tiempo que tiraba de ella para obligarla a sentarse erguida de nuevo.

—Está claro que es un hombre muy grande, ¿verdad, querida? —la corrigió la señora Mossley con el primer toque de distinción que había mostrado desde que empezaran a tomar el té—. Sin duda la palabra que buscabas era «intimidante».

—Así es —replicó Desdémona, nerviosa, con la vista clavada en su taza.

Tras apretar los labios y alisarse las faldas, Madeleine eligió ese preciso momento para dejar las cosas claras.

—Debo admitir que es un hombre bastante corpulento y que tal vez resulte intimidante para muchos, en especial para las mujeres. Sin embargo, yo no lo encuentro aterrador en absoluto, señora Winsett. Tampoco me parece un galán. Pese a todo es un anfitrión cortés, agradable en la medida apropiada, y para serles sincera, me resulta bastante atractivo. Apuesto, dentro de su apariencia ruda.

La confusión reinó en la estancia. No sabían cómo interpretar aquello, y ésa había sido precisamente la intención de Madeleine. Todas esas damas estaban seguras de que ambos mantenían una relación más íntima, tal vez incluso una aventura amorosa. Todas salvo Desdémona, que aún parecía un poco perdida entre sus fantasías infantiles y el mundo de los adultos.

La señora Rodney estiró el brazo y cambió de posición la bandeja de los pasteles, aunque no era preciso hacerlo.

—Yo no lo encuentro particularmente apuesto, pero es un caballero, y bastante… viril. ¿No está de acuerdo, señora DuMais?

—Desde luego que es un caballero —replicó. Levantó la cuchara para remover el azúcar y la crema del té tibio que no tenía la menor intención de beberse—. Sin embargo, existen algunos… indicios de que las lesiones del señor Blackwood no se limitan solo a sus piernas, obviamente afectadas, aunque no tengo constancia alguna que me permita confirmar este hecho.

No se oía ningún sonido aparte de las respiraciones. Madeleine aguardó un instante, segura de que había captado por completo la atención de las damas y de que ninguna de ellas diría una palabra hasta que se explicara. La información que esperaban que revelara era demasiado fascinante.

Madeleine dejó la cuchara en el plato y suspiró antes de levantar la vista.

—No querría parecer poco delicada —añadió con toda tranquilidad—, pero, puesto que todas somos mujeres casadas, creo que puedo decirles sin preocupación alguna que el señor Blackwood y yo no tenemos ningún interés particular el uno en el otro más allá del trabajo para el que fui contratada —Se inclinó hacia la mesa y bajó la voz hasta convertirla en un susurro a fin de instigar la intriga que sabía que todas ellas sentían—. Verán, el señor Blackwood, padece también otras lesiones que… bueno… le impiden disfrutar de… las intimidades del matrimonio.

Todas se quedaron de piedra, mirándola con distintos grados de fascinación y aturdimiento como si no pudieran asimilar que hubiera mencionado algo de carácter tan personal. No obstante, era francesa, y todas creían a pie juntillas que las francesas hablaban con frecuencia y sin ambages sobre las relaciones maritales. Además, esas increíbles noticias eran mucho más interesantes que cualquier posible indicio de una relación amorosa. No se detendrían hasta saberlo todo.

—¿Y cómo diantres sabe usted eso? —inquirió la señora Bennington-Jones en un ronco susurro.

Madeleine volvió a sonreír y utilizó el tenedor para cortar otro pedazo de pastel mientras el resto de las mujeres la observaba.

—A decir verdad, no es más que una simple suposición por mi parte, señora Bennington-Jones. Pero piense en esto: sus lesiones le han provocado una marcada cojera y no ha mostrado ni el más ligero interés en mí como mujer. Puesto que todas pertenecemos al género femenino, creo que no hay ninguna de nosotras que no sepa cómo demuestran los hombres ese tipo de interés. También sé que las que estamos hoy aquí somos damas de cierta categoría y que todas conocemos muy bien las consecuencias que pueden tener los rumores.

Las damas contuvieron bruscamente el aliento ante la velada advertencia. Madeleine notó con satisfacción que todas se interesaron de inmediato por el té… a excepción de Desdémona, que la miró con los ojos como platos hasta que captó el significado de lo que había dicho y se ruborizó.

—Señora Mossley —añadió lady Isadora por fin—, ¿piensa tocar el órgano en la iglesia el próximo domingo o la señora Casper se encuentra ya lo bastante bien para hacerlo?

Retomaron un tema de conversación seguro y Madeleine se apoyó en el respaldo de su silla mientras escuchaba con educación, encantada con el curso de los acontecimientos. Con la excepción de la señora Bennington-Jones, no le caía mal a ninguna de ellas; podría decirse incluso que la encontraban intrigante. La invitarían otra vez. Quizá fuera francesa y un poco suelta de lengua, pero también era refinada, elegante, respetable y, sin la menor duda, no se estaba acostando con el señor Blackwood. Eso era lo que creían, o al menos gran parte. Madeleine había logrado sofocar los rumores injustificados.

Los chismes tomarían una dirección diferente. Cuando cayera la noche, en todo Winter Garden se hablaría sobre el erudito y las heridas de guerra que lo habían dejado impotente. En esos momentos, la única preocupación de Madeleine era cómo demonios iba a explicárselo a Thomas.

Capítulo 4

M
adeleine estaba sentada cómodamente en el sofá, con los pies desnudos bajo el vestido y un chal de lana sobre los hombros, contemplando la lenta danza de las llamas. Hacía apenas media hora que había regresado de la reunión de té de la señora Rodney, pero ya estaba oscureciendo y Thomas, que había estado observando la propiedad de Rothebury desde lejos, aún no había regresado. Las nubes habían vuelto a cerrarse una vez más durante el camino de vuelta a casa y habían descargado sobre ella la primera lluvia de la tarde, que le había empapado el pelo y la ropa. En esos momentos, las gotas golpeaban contra el tejado con una cadencia constante y relajadora.

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