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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (5 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Sí, se había sentido atraído por ella de inmediato, como le habría ocurrido a cualquier otro hombre. ¡Y esa conversación sobre ajedrez, por el amor de Dios! ¿Cómo había comenzado eso?

Dejó escapar un largo y lento suspiro antes de girarse por fin hacia un lado y meter el brazo bajo la almohada. Contempló los árboles que se mecían junto a la pared iluminada por la luna. Aunque no tenía intención de mostrarse tan audaz con ella, Madeleine había percibido su estado de ánimo y había sido lo bastante perspicaz para captar el significado oculto tras sus palabras. Sabía que ella había perdido la virginidad muchos años atrás y que había pasado tiempo en compañía de otros hombres mucho más encantadores y atentos que él; hombres mucho más excitantes y merecedores de una belleza como la suya. Pero había respondido a sus insinuaciones sexuales y lo había mirado con una desconcertada fascinación que no había podido ocultar; y después había evaluado su reacción, excitándolo sin proponérselo, logrando que su cuerpo sucumbiera a ese delicioso palpitar que no había experimentado en años.

Se sentía atraída hacia él. Lo sabía, y ese conocimiento lo llenaba de deleite y de asombro. Madeleine DuMais, la beldad de Francia, la niña bonita del gobierno británico, la mujer inteligente, refinada y cautivadora que se había sentado frente a él durante la cena y se había lamido la miel de los dedos con tanta sensualidad, se sentía atraída hacia él. Hacia él: Thomas Blackwood, un hombre corriente; Thomas Blackwood, el enorme e imponente ermitaño; Thomas Blackwood, el lisiado.

Se sentía atraída hacia él.

Con una sonrisa, Thomas cerró los ojos y, por primera vez en muchos años, se sumió en un sueño profundo y reparador sin dolores en el cuerpo, sin sed en el alma y sin heridas en el corazón.

Capítulo 2

M
adeleine se despertó fatal. Le dolía la cabeza, tenía la nariz atascada, sentía el cuerpo congelado y, por unos instantes, le costó bastante trabajo recordar dónde se encontraba. Tal vez su confusión momentánea se debiera a la oscuridad absoluta que reinaba en la habitación y a que la casa parecía presa de un silencio sobrenatural. El aullido del viento había cesado en algún momento durante la noche y a diferencia de lo que ocurría en su cálida casa de Marsella, donde siempre escuchaba el sonido del tráfico bajo la ventana de su habitación, allí solo oía los crujidos de la casa sobre la tierra húmeda.

Debía de ser media mañana, aunque en realidad no tenía la más mínima idea de la hora que era, ya que con lo nublado que estaba el cielo apenas lograba divisar la ventana del dormitorio. Marie Camille solía despertarla a las siete si ella aún no se había levantado. Pero allí nadie iría a despertarla, y Thomas jamás se atrevería a entrar en su habitación.

Desde el momento en que pisó suelo británico tres días atrás no había dispuesto de mucho tiempo para meditar sobre su situación inmediata ni sobre lo que la rodeaba. Estaba en Inglaterra, y básicamente sola. Aunque estaba acostumbrada a la soledad, durante los últimos años había pasado mucho tiempo en compañía de otros, aunque bien era cierto que solo porque su trabajo así lo había exigido. En su país era popular en diferentes círculos sociales, lo que garantizaba muchas invitaciones para la respetable viuda de DuMais, conocida por muchos y amiga de unos pocos… ninguno de los cuales sabía el profundo odio que albergaba por su herencia francesa y por la infancia de servidumbre que se había visto obligada a soportar a manos de una madre ignorante y desconsiderada. Sin embargo, ahora esa vida le parecía muy lejana.

En Inglaterra no la conocía nadie, lo cual, bien pensado, podría ser tanto un inconveniente como una ventaja en las semanas venideras. Podría crear su propio personaje y convertirse en el tipo de persona que eligiera ser, utilizar sus encantos o bien ocultarlos. No obstante, era una profesional, y sería exactamente quien tuviera que ser a fin de completar con éxito esa misión y honrar el amor que sentía por la patria de su padre. Ya era hora de ponerse a trabajar.

Temblando a causa del aire gélido y húmedo, Madeleine apartó la sábana y la manta y se incorporó muy despacio en la cama al tiempo que se frotaba las sienes y la frente con la yema de los dedos. El té le calmaría el dolor de cabeza, pero tendría que vestirse de forma adecuada antes de entrar en la cocina, por supuesto.

Se obligó a mantener los ojos abiertos y plantó los pies descalzos en el suelo antes de ponerse en pie con rigidez. La habitación era pequeña, con una cama individual y un diminuto tocador pintado de blanco que contaba con un espejo para facilitar su aseo. Las paredes estaban empapeladas con el mismo estampado floral que revestía los muros de la sala de estar, pero no había nada colgado en ellas. La única ventana, cubierta con las cortinas de encaje blanco, enmarcaba el cabecero de la cama, y a los pies de esta había un armario ropero.

Se rodeó con los brazos en un intento por controlar sus temblores y se acercó al armario. Solo había traído cuatro vestidos: uno de viaje que había utilizado el día anterior, un vestido de mañana, uno de tarde y otro de noche. Por desgracia, no había tenido medios para transportar todo su vestuario desde Francia y de pronto ese hecho le produjo un tremendo malestar. Tendría que ponerse los mismos vestidos una y otra vez. No era una perspectiva muy halagüeña, pero la verdad era que Thomas parecía no haberse fijado en lo que llevaba puesto, y los lugareños no esperarían otra cosa de una traductora.

Se deshizo del camisón y se puso a toda prisa el vestido de mañana de muselina amarilla sobre el miriñaque. Tenía las mangas largas y un recatado escote que se ceñía al busto, algo de lo más conveniente, ya que esa parecía ser la única parte de su anatomía que Thomas había observado, si bien brevemente. Tenía un aspecto agradable y sin pretensiones, y por primera vez en su vida agradeció sentir el abrigo de las múltiples capas de las enaguas que rozaban su piel.

Se cepilló el cabello antes de enrollarlo en trenzas alrededor de las orejas. En Francia solía utilizar un toque de polvos faciales para acentuar sus rasgos, pero supuso que tendría que abandonar semejante costumbre en Winter Garden. Los ingleses eran bastante conservadores en lo que a los cosméticos se refería, y preferían que sus damas tuvieran un aspecto pálido e insulso en lugar de sensual y atractivo. Algo inaudito, en su opinión, pero lo cierto era que su opinión importaba un comino. Estaba segura de que les causaría una mejor impresión a los habitantes del pueblo si renunciaba incluso al colorete.

Se lavó la cara con el agua fría del jarro, se secó con una toalla suave, se pellizcó las mejillas y se mordió los labios con suavidad. A continuación, con la espalda bien erguida, abandonó la intimidad de su habitación y se dirigió hacia la sala de estar.

La luz que iluminaba la estancia provenía de la chimenea y de una pequeña lámpara. Thomas estaba sentado en el sillón frente al fuego, con la cabeza gacha y la mente enfrascada en un libro de un grosor considerable. En esa posición, con una pierna apoyada sobre el escabel y ataviado con unos pantalones negros y una camisa blanca de lino abotonada hasta el cuello, tenía un aspecto informal que casaba a al perfección con el caballero intelectual que fingía ser.

Él se volvió al escuchar sus pasos y echó un vistazo a su atuendo antes de mirarla a los ojos con aprobación. Madeleine desechó la súbita y abrumadora sensación de que ese hombre estaba escudriñando su alma y le dedicó una sonrisa. Estaba claro que era capaz de amedrentarla con una simple mirada.

—Buenos días, Thomas —lo saludó amablemente al tiempo que unía las manos a la altura del regazo y avanzaba hacia él.

—Buenos días, Madeleine —replicó él con voz ronca y suave.

Ella apartó la vista de él para echarle una ojeada al reloj de la repisa. Las nueve y media. Había dormido demasiado.

—Lamento haberme levantado tan tarde —se disculpó mientras tomaba asiento en el cómodo sofá y se arreglaba las faldas—. Por lo general me despierto muy temprano.

Él cerró el libro sin pensarlo dos veces.

—Estoy seguro de que se encontraba cansada después del viaje. ¿Ha dormido bien? —preguntó con cortesía.

—Sí, muy bien, gracias —No era cierto, y era muy probable que él se diera cuenta de ello. Al sentir que la tensión abandonaba sus hombros, se reclinó contra el respaldo del sofá—. En realidad, me duele la cabeza, y he pasado bastante frío.

Por primera vez, él pareció divertido.

—Le buscaré otra manta para esta noche. Entretanto, le prepararé un poco de té. Después daremos un paseo por los alrededores —Dejó el libro, Las obras completas de
Alexander Pope
, sobre la mesa que tenía delante antes de ponerse en pie—. Puede que el aire fresco le alivie un poco el dolor de cabeza, y Richard Sharon suele dar un paseo matutino a caballo alrededor de las diez. Pasará un poco lejos, pero podrá echarle un buen vistazo. Más tarde charlaremos sobre los planes para hoy. Siempre que se sienta capaz de hacerlo, claro está.

Él ya se había puesto manos a la obra, ajeno al parecer a su deseo de comenzar el día con calma o al menos de conversar amistosamente durante algunos minutos. Sin embargo, a Madeleine no se le ocurrió nada más trivial o personal que decir en esos momentos, de modo que no le quedó más remedio que hacer lo que le había pedido.

Logró esbozar una leve sonrisa.

—Estaré bien, seguro.

—Bien.

Thomas caminó hasta la cocina y ella se puso en pie una vez más para seguirlo hacia esa estancia pintada en amarillo brillante y verde hoja. La pila estaba colocada frente a una de las enormes ventanas y disponía de su propio suministro de agua, todo un lujo para ellos, ya que no tendrían que acarrearla hasta la casa desde el pozo del pueblo. Los fogones estaban situados junto a la pared del fondo, y junto a ellos había una mesita cuadrada de madera de pino rodeada por cuatro sillas. El lavadero ocupaba el espacio que había bajo la escalera que conducía a la segunda planta.

Según le había informado la noche anterior, prescindirían de los sirvientes por la simple razón de que no podrían hablar con franqueza si había otras personas en la casa. Eso significaba, por supuesto, que aunque la hija del reverendo se encargara de hacer la comida, ellos tendrían que poner la mesa y encargarse de limpiar. Lo bueno era que Thomas parecía dispuesto a colaborar y no esperaba que ella desempeñara el papel de criada. Algo raro en un hombre, aunque era cierto que se suponía que eran compañeros de trabajo, no una pareja casada o meros amantes. Su relación era estrictamente profesional, y Madeleine se preguntó por un momento por qué debía recordárselo a sí misma una y otra vez.

Thomas puso a calentar el agua para el té y ella se sirvió una gruesa rebanada de pan con mermelada de frambuesa. Se sentaron a la mesa durante unos minutos mientras conversaban con tono impersonal sobre el mal día que hacía y los cambios generales del clima durante la estación. Después la dejó a solas comiendo en silencio y regresó instantes más tarde con su abrigo negro puesto y la capa de ella en las manos.

—He colocado sus guantes dentro de los bolsillos. He pensado que en un principio podría llevarse la taza y dejar que el té le caliente las manos.

—Gracias —respondió ella en un murmullo; se lamió la mermelada de los labios y notó con satisfacción que él seguía el movimiento con la mirada. Lo repitió una vez más, de forma innecesaria y sin ninguna mala intención (o al menos eso se dijo), y vio que el entrecejo masculino se fruncía un poco.

—El agua está hirviendo, Thomas —dijo en voz muy baja.

Él alzó bruscamente la vista y enfrentó su mirada durante un instante con expresión avergonzada, algo que Madeleine encontró de lo más gratificante. Thomas pareció recuperarse enseguida y apartó la mirada antes de dejar la capa sobre el respaldo de la silla y concentrar su atención en los fogones.

Madeleine terminó de comer mientras observaba cómo le llenaba la taza casi hasta el borde y le echaba el azúcar y la crema; era obvio que se había fijado en lo que ella había hecho el día anterior.

Luego dejó la taza sobre la mesa delante de ella y recogió una vez más su capa.

—¿Nos vamos?

Con un gesto de asentimiento, Madeleine se puso en pie y le dio la espalda para que él le colocara la capa sobre los hombros. Acto seguido, se abrochó los botones y cogió la taza de té.

Caminaron juntos hasta la puerta principal y se adentraron en la gélida mañana gris. El frío le aguijoneaba las mejillas, pero con el cuerpo cubierto por la capa ribeteada de piel y las manos calientes gracias al té, Madeleine se sentía bastante a gusto.

Thomas la condujo a lo largo de uno de los laterales de la casa hacia la zona ajardinada donde se habían conocido el día anterior. Ella se mantuvo un paso o dos por detrás de sus lentas y regulares zancadas mientras avanzaban hacia la parte trasera de la propiedad. Más adelante no veía más que árboles y un muro espeso de matorrales, aunque él parecía saber con exactitud hacia dónde se dirigía. A la postre, se detuvo junto al grupo de arbustos que había estado despejando el día antes.

—Tendrá que darme la mano —señaló con tono práctico.

Ella inclinó la cabeza hacia arriba para mirarlo a la cara. Sus rasgos adoptaron una vez más esa expresión serena, franca e indescifrable mientras él le ofrecía la mano con la palma hacia arriba. Madeleine jamás lo había tocado y, por razones que ni siquiera ella tenía muy claras, vaciló un poco antes de hacerlo. No obstante, él parecía considerar aquello una acción absolutamente necesaria, carente de toda importancia.

Le tendió la mano izquierda, pero ambos se dieron cuenta de inmediato de que ella no podría pasar entre los árboles con unas faldas tan voluminosas a menos que se las recogiera. Sin mediar palabra, Thomas le quitó la taza con suavidad y después le dio la mano que tenía libre y le apretó los dedos con firmeza. El contacto no tuvo nada de especial y, sin embargo, Madeleine se sintió atravesada por una oleada de excitación. Se agarró a él con firmeza y, fingiendo que la calidez y la fuerza masculinas le resultaban indiferentes, se alzó las faldas para seguirlo.

A fin de mancharse de barro lo menos posible, pasó con mucho cuidado a través del estrecho pasadizo de vegetación, que estaba oculto en el denso bosque y cubierto de hojas caídas y húmedas. Apenas habían recorrido unos metros cuando apareció la salida. Thomas la ayudó a atravesarla y cuando apartó su enorme figura para permitirle una vista mejor, Madeleine descubrió que se encontraba en un claro de una belleza arrebatadora.

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