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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (7 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Dejó de observar al barón y contempló una vez más al hombre que tenía al lado. Sus miradas se enlazaron y entre ellos se estableció una extraña comunicación silenciosa… no de tipo sexual, sino relacionada con algo más profundo que ella no acertaba a comprender del todo. De pronto, como si de un fogonazo de luz se tratara, lo entendió todo y abrió los ojos de par en par en una expresión asombro.

Ese inocente acto de ponerle la capucha había sido algo más que un comportamiento caballeroso. Era un gesto tan calculado como la expresión que había visto en el rostro de Richard Sharon y con un propósito más que evidente. Era un movimiento que denotaba posesión, un mensaje sin palabras que ambos hombres habían entendido muy bien. Un gesto posesivo. Thomas la había reclamado, y el barón lo había visto.

—¿Lista para volver a casa? —le preguntó él con tono amable.

Madeleine parpadeó un par de veces antes de dirigir la vista hacia el lago. El barón de Rothebury había desaparecido por detrás de los árboles.

—Supongo que sí —murmuró; las inquietudes le habían provocado un nuevo dolor de cabeza.

Thomas se puso en pie antes de ofrecerle el brazo, y ella lo aceptó sin pensárselo dos veces. Tras recoger la taza vacía del suelo, caminó a su lado a través del túnel de vegetación preguntándose por la causa de su desconcierto. ¿Thomas también se sentía inexplicablemente atraído hacia ella? ¿O su muestra de posesividad no había sido más que una puesta en escena?

Capítulo 3

L
a impaciencia que sentía hizo que Madeleine se mostrara inusualmente inquieta. Durante la mayor parte de los cuarenta y cinco minutos que llevaba como invitada en la fastuosa mansión de campo de la señora Rodney, se había dedicado a mordisquear pasteles de crema en los que la crema brillaba por su ausencia y a beber té aguado mientras escuchaba cómo su anfitriona y otras cuatro damas chismorreaban desaforadamente. Las mujeres hacían caso omiso de su presencia, salvo en algún comentario casual, y en general la miraban como si fuera una especie de insecto indeseable, aunque intrigante y exótico. Estaba claro que ninguna de esas damas tenía mucho en común con ella, más allá de modales sociales necesarios para comunicarse con educación. A diferencia de ellas, Madeleine no había adquirido esas formas distinguidas gracias a toda una infancia de tutores y disciplina, sino mediante la observación, la práctica y la perseverancia. En esencia, era una más de ellas, y eso a las damas no les hacía ninguna gracia, pero no porque encontraran nada malo en ella, sino porque era francesa. Su nacionalidad despertaba en ellas un irracional e imperdonable sentimiento de agravio que no se esforzaban mucho por ocultar. Y eso hacía que Madeleine hirviera de furia. Ella era medio inglesa, aunque no podría revelar ese secreto sin sacar también a la luz las escandalosas circunstancias de su nacimiento. Hablar de ello acarrearía preguntas que aún no estaba preparada para responder, y fomentaría ese tipo de compasión que no podía soportar. Ése era el principal motivo por el que había decidido vivir en Francia y no en Inglaterra; detestaba su herencia francesa y todo lo que esta representaba, pero debía tolerarla y asumir su posición en la vida para ayudar al país que amaba y a sus ciudadanos, que siempre la considerarían una extranjera.

Estaba sentada en una pequeña silla blanca de hierro forjado con el respaldo recto que tenía un duro y redondeado asiento, y si bien su cuerpo encajaba en él a la perfección, estaba segura de que las otras se encontraban bastante apretadas. Eso le produjo una considerable satisfacción. Cogió un segundo pastelito de crema, y no porque tuviera ganas, sino porque eso le permitía ocupar sus inquietas manos con algo.

Las seis se encontraban alrededor de la mesa de hierro forjado a juego, cubierta con un mantel de encaje blanco y delicada porcelana rosada, que estaba situada en el extremo sudoeste del fragante invernadero cuajado de flores de la señora Rodney. El sol brillaba por primera vez desde la tarde que llegara a Winter Garden casi una semana atrás, y aunque fuera hacía frío, las enormes ventanas del invernadero absorbían la luz del sol y mantenían el ambiente tan cálido como si fuera verano.

Madeleine estaba sentada de espaldas al sol con su vestido de tarde de seda malva claro, el cual, aunque de tejido costoso y corte modesto, tenía una sobrefalda acentuada por dos largos y voluminosos lazos de color crema cerca del dobladillo, el escote cuadrado y una estrecha cintura ribeteada con encaje del mismo color. El corpiño era ceñido aunque recatado; las mangas anchas y abultadas llegaban hasta la mitad del antebrazo, y con el cabello recogido en la parte posterior de la cabeza, encajaba a la perfección con el aspecto de una joven y clásica viuda ataviada para una reunión vespertina.

Lady Isadora Birmingham estaba sentada a su derecha. Era una dama vivaracha de unos sesenta y cinco años, con un rostro sonrosado y alegre y una figura redondeada que dejaban claro que había sido una preciosidad en su juventud. Era la única del grupo que había sido amable con Madeleine, ya que le había hecho un par de preguntas y había mostrado verdadero interés en las respuestas.

La señora Catherine Mossley ocupaba el asiento contiguo. Era una mujer corpulenta que no dejaba de engullir pasteles de crema mientras hablaba, algo que, por otra parte, hacía sin cesar. Lo único que tenía de dama era el nombre, en opinión de Madeleine, ya que sus modales a la mesa eran los de un cerdo de campo. No obstante, y eso era lo que la hacía merecedora de una invitación, poseía también una fortuna que había heredado de su fallecido marido; al parecer, el hombre había ganado mucho dinero en la industria del gas antes de morir de forma prematura en un incendio de la fábrica que, por suerte, dejó su dinero y su buen nombre intactos.

Junto a la señora Mossley y justo enfrente de Madeleine, se encontraba la sobria y erguida figura de la señora Penélope Bennington-Jones, seguida de su hija, Desdémona Winsett. La señora Bennington-Jones tenía ojos oscuros y sagaces, el cabello castaño con hebras de plata y una nariz semejante al pico de un halcón. Era una mujer alta, aunque no especialmente gorda, y en absoluto atractiva. Era, de lejos, la más desagradable del grupo. Consideraba la presencia de Madeleine como una intromisión, y en ocasiones la miraba con un desprecio que no lograba ocultar. Era la mayor amenaza de cuantas se encontraban alrededor de la mesa.

Desdémona no se parecía en nada a su madre. Era una muchacha poco agraciada de diecinueve años que, aunque se había casado apenas dos meses atrás con un oficial del ejército que en esos momentos se encontraba de servicio, ya daba muestras de embarazo. Estaba claro que aquella reunión sería una de las últimas a las que asistiría antes de retirarse de la sociedad en espera del parto, ya que el bebé, según los cálculos de Madeleine, nacería antes de los nueve meses habituales. Por su puesto, la familia se libraría del escándalo aduciendo que el niño había sido prematuro aunque sorprendentemente fuerte, grande y saludable, algo que los demás no podrían comprobar, pero sí poner en duda y criticar en privado. Desdémona mostraba ese tipo de personalidad tímida que, cuando se sumaba a una madre dominante, inspiraba lástima. Y pese a que apenas le había dirigido la palabra a nadie después de las presentaciones iniciales, Madeleine sabía que a la joven dama le resultaba fascinante que hubiera una francesa entre ellas. Desdémona no dejaba de observarla desde el otro lado de la mesa mientras se bebía el té.

Para completar el círculo, Sarah Rodney, la reputada historiadora de Winter Garden que había organizado esa reunión, se sentaba a la izquierda de Madeleine. Era la encarnación de la mujer inglesa en todo el sentido de la palabra, desde la palidez de su piel y la generosidad de su busto y de sus caderas, hasta su pelo canoso y sus exquisitos modales. Madeleine creía que si bien la señora Rodney parecía inteligente y encantadora, las verdaderas razones por las que había invitado a una francesa a una reunión de sociedad no eran su hospitalidad ni su amabilidad, sino la curiosidad y un profundo deseo de encontrarle defectos.

La conversación, que aún no se había centrado en nada importante, se había iniciado con la cháchara habitual acerca del clima inusualmente frío para el otoño y la salud de todo el mundo, incluida la de lady Claire Childress, quien, aunque también había sido invitada, se encontraba demasiado mal para asistir, algo que al parecer sucedía con bastante frecuencia. Luego, la conversación había seguido su curso natural hacia los cotilleos sobre los residentes de Winter Garden y sobre aquellos que acababan de llegar para pasar allí la temporada. Madeleine prestó toda su atención y añadió comentarios cuando lo consideró apropiado, aunque por lo general eran ignorados, ya que no era socialmente necesario tener en cuenta sus opiniones. A la postre, cuando uno de los omnipresentes y silenciosos criados, que permanecían de pie entre los rododendros y las violetas africanas como si formaran parte de la colorida decoración de la estancia, le sirvió la segunda taza de té, Madeleine decidió encaminar la charla hacia algo que pudiera servirle de ayuda.

Alzó la servilleta de encaje y la presionó con levedad contra sus labios para anunciarles a todas que estaba a punto de hablar. Acto seguido, se giró hacia su anfitriona.

—Señora Rodney —comenzó con aire pensativo—, no he dejado de preguntarme quién es el dueño de la enorme mansión que hay al otro lado del lago. Se trata de una propiedad encantadora, y no se parece mucho a las demás casas que he visto en Winter Garden.

Se hizo el silencio, y Madeleine fingió no darse cuenta de que todas parecían sentirse desconcertadas por la audacia que había demostrado al interrumpirlas e introducirse en la conversación. Aunque quizá lo que las había dejado atónitas no fueran sus modales, sino el hecho de preguntar por el barón.

La señora Rodney se aclaró la garganta y se inclinó un poco hacia el lado izquierdo.

—Creo que se refiere a la mansión de Richard Sharon, el barón de Rothebury —señaló.

—Un hombre encantador —se apresuró a añadir la señora Mossley.

La señora Bennington-Jones se llevó la taza a los labios con sus delicados dedos y tomó un sorbo de té.

—Desde luego que lo es, señora Mossley. Me habría alegrado mucho que hubiese elegido a mi adorable Desdémona como esposa, pero por desgracia ella se empeñó en casarse con el señor Winsett —Dirigió a su hija una mirada dura como el acero. Desdémona, que se puso roja como un tomate, bajó la vista hasta su regazo y comenzó a juguetear con el encaje de color melocotón de las faldas.

—El barón es el mejor partido de Winter Garden, señora DuMais —explicó lady Isadora—. Vive aquí todo el año. Por supuesto, posee un título, es apuesto y goza de un importante apellido familiar y de una fortuna sustanciosa.

Madeleine asintió con una sonrisa, tal y como se esperaba de ella.

—Un candidato excelente para cualquier familia —Miró de nuevo a Desdémona, que se sentaba muy erguida en su silla. Reprimiendo la exasperación que le provocaba la madre de la muchacha, que al igual que muchas otras (entre las que se incluía la suya propia) utilizaba a su hija como si fuera un peón, añadió—. Supongo que cualquier dama podría considerarse afortunada si se casara con un barón. Pero las muchachas de hoy en día, e incluso algunos jóvenes caballeros, prefieren casarse por amor que en bien de la estabilidad social o financiera. Al menos, eso es lo que ocurre en Francia.

Desdémona clavó la mirada en ella de inmediato, aunque Madeleine no logró decidir si la joven estaba asustada o estupefacta. A las demás no se les ocurrió nada que replicar, tal y como ella había previsto.

La señora Bennington-Jones aprovechó el giro de la conversación.

—¿Debo entender entonces que usted se casó por amor, madame DuMais?

La inglesa había utilizado el término francés «madame» con toda la intención de recordarle cuál era su lugar en esa mesa. Pero Madeleine no pasó por alto el significado subyacente, la sugerencia de que, como todas las francesas, era caprichosa por naturaleza y quizá incluso algo promiscua. Y eso le proporcionó la oportunidad que necesitaba.

—¡No, por Dios! —exclamó con tono sorprendido al tiempo que miraba a la mujer a los ojos—. Mi matrimonio fue concertado, señora Bennington-Jones, ya que mi marido procedía de una excelente familia de comerciantes de té muy respetable y adinerada. He sido una mujer de lo más afortunada desde el día de mi boda, aunque en ocasiones echo de menos a mi querido Georges. Desapareció en el mar hace muchos años.

—Qué lástima —comentó la señora Mossley con sincera compasión.

Madeleine se encogió de hombros para restarle importancia y bajó la mirada antes de coger el tenedor para servirse otro trozo de pastel.

—Cierto, pero el mar se apodera de muchas almas todos los años, señora Mossley —señaló con franqueza—, y yo conocía muy bien los riesgos cuando me casé con él.

Siempre la viuda práctica, de buenos modales y felizmente casada. Dos de las damas asintieron con genuina y creciente aprobación.

Después de tragar un pequeño bocado, se giró hacia su anfitriona para volver a su pregunta inicial.

—Y la casa del barón, señora Rodney, ¿siempre le ha pertenecido a su familia?

Si la mujer se dio cuenta de que la estaban presionando para obtener información, no dio muestras de ello.

—Sí, ha pertenecido a los Rothebury desde hace… nueve o diez generaciones. Por dentro es preciosa, y hay ciertas partes que son bastante antiguas. La familia la ha ampliado a lo largo de los años —Su extensa frente se arrugó un poco cuando fijó la mirada en los claveles rosa que había en el centro de la mesa—. Creo recordar que una vez fue una especie de monasterio, o que al menos los cimientos de la casa formaron parte de un edificio eclesiástico hace muchos siglos —Volvió a mirar a sus invitadas y bajó la voz—. Ciertos registros indican, o mejor dicho… —Se dio unos golpecitos en los labios con la servilleta y añadió—. Algunos rumores sugieren que fue un refugio para aquellos que no estaban afectados por la peste negra.

Madeleine recorrió a las damas con la mirada. Al igual que ella misma, las mujeres habían concentrado toda su atención en la historiadora, aunque evidentemente por motivos diferentes.

—¿Para aislarlos de los enfermos? —preguntó lady Isadora con auténtica curiosidad.

—Para no perecer también, diría yo —la corrigió la señora Mossley al tiempo que se quitaba las migajas de los labios con la yema de los dedos—. Se puede evitar la enfermedad si uno se aísla del mundo exterior.

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