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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (4 page)

BOOK: Un hombre que promete
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—Y también muy peligrosa.

Ella asintió para mostrar su acuerdo.

—De lo que se deduce que esa persona o bien es muy arrogante, o bien está desesperada. ¿Algún sospechoso?

Thomas se reclinó en el sillón una vez más y se relajó mientras la estudiaba.

—Tengo dos sospechosos, pero ninguna prueba, y no se muy bien cómo conseguirlas. Por esa razón solicité ayuda.

—Ya veo —Madeleine apoyó los hombros sobre el respaldo acolchado del sofá y apuró el contenido de su taza, que se estaba quedando frío—. ¿Quiénes son?

—Lady Claire Childress, una viuda cuyo marido murió en misteriosas circunstancias dos años atrás, y Richard Sharon, el barón de Rothebury.

Los labios de Madeleine se curvaron en una sonrisa.

—Una dama y un barón… dos miembros de la aristocracia.

—¿No cree que los miembros de la clase alta puedan ser tan estafadores y avariciosos como todos los demás, Madeleine?

Ella sonrió de oreja a oreja al escuchar la pregunta y, por primera vez desde que se conocieran, comenzó a sentirse cómoda en su presencia.

—Sé por experiencia que pueden serlo, Thomas. De hecho, los miembros de la aristocracia suelen tener una mayor ambición de riquezas (en especial si nacieron con dinero y lo perdieron de algún modo), ya que tienen muchas más oportunidades de conseguirlas. Bien es cierto que cualquiera puede comprar láudano por poco dinero, pero no todos los de buena familia desean que su adicción sea del dominio público. Es muy probable que el contrabandista esté vendiendo el opio entre los miembros de su misma clase social.

Él inclinó la cabeza para dar a entender que estaba de acuerdo con sus deducciones.

—Eso es exactamente lo que yo creo.

Una cálida sensación de entendimiento se estableció entre ellos.

—¿Por qué esos dos?

Thomas hizo una pausa para meditar.

—Lady Claire es… cruel. Entenderá a qué me refiero cuando la conozca. A mi parecer, está perfectamente capacitada para dirigir a un grupo de contrabandistas. No hace mucho que comenzó a restaurar su propiedad, aunque sus únicos y escasos ingresos proceden de lo que le dejó su fallecido marido. No sé de dónde saca el dinero necesario para hacerlo —Frunció los labios mientras reflexionaba y después añadió en voz baja—. Creo también que es adicta.

La sonrisa desapareció de los labios de Madeleine. Desvió la mirada hacia la mesita de té y dejó con delicadeza el platillo y la taza vacía sobre ella mientras los pensamientos y los recuerdos que durante tanto tiempo había mantenido enterrados en su cabeza emergían con una intensidad que ella creía haber aplacado.

—¿Y el barón? —continuó con voz firme, sin revelar nada.

Thomas bajó la pierna del escabel y plantó ambos pies en el suelo para inclinarse hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados.

—El barón es un sospechoso más probable —anunció antes de apartar por fin la mirada de ella para clavarla en la chimenea—. En parte porque es un misterio y tan escurridizo como una anguila. Solo lo he visto una vez. No le caí muy bien, aunque no estoy seguro de por qué.

—Tal vez lo intimidara —señaló ella, más en serio que en broma.

—Está claro que Rothebury no se parece en nada a mí —reconoció con cierto matiz molesto—. Es apuesto, encantador y siempre está de buen humor. Las damas lo adoran. Tiene treinta y dos años, está soltero y se le considera el mejor partido de Winter Garden.

Madeleine lo observó abiertamente.

—¿Cree que me enviaron aquí por esa razón, Thomas?

Él giró la cabeza con rapidez y clavó la mirada en ella.

—No.

La vehemencia de esa única palabra la pilló un poco desprevenida. A decir verdad, en todos los años que llevaba trabajando para el gobierno, jamás había utilizado su cuerpo como un medio para conseguir información. Sus encantos sí, pero nunca su cuerpo. Había estado con un buen número de hombres, pero nunca para conseguir ningún tipo de beneficio, ya fuera personal o profesional. La alivió un poco saber que Thomas Blackwood no esperaba eso de ella, y que incluso lo había molestado de alguna manera que lo mencionara.

—Está aquí para trabajar conmigo, Madeleine —explicó con frialdad—. Necesito la ayuda de un profesional, y el hecho de que sea una mujer tiene dos ventajas. En primer lugar, podrá evaluar con más perspicacia a lady Claire. En segundo lugar, el barón se mostrará más agradable con usted. Coquetee si quiere hacerlo, pero no tiene el deber de ir más allá. No merece la pena.

La preocupación que mostraba por ella resultaba abrumadora, aunque del todo innecesaria.

—Sé muy bien cómo cuidar de mí misma —afirmó con calma al tiempo que se enderezaba—. Creo que podré apañármelas con el barón.

Él continuó mirándola un instante más y después volvió a contemplar la chimenea; al parecer, no iba a discutir ese tema.

—Puede empezar con lady Claire —dijo al fin—. Si logramos descartarla como sospechosa, podremos concentrar todas nuestras energías en el barón.

—¿Y usted?

—Yo me centraré en la propiedad de Rothebury y en su casa, y podré acercarme más a ambos si logro pasar desapercibido. Quiero averiguar qué es lo que hace, quién lo visita regularmente y a qué hora.

—Espiarlo en lugar de entrar a formar parte de su vida —dijo Madeleine con aire pensativo—. ¿Lo considera prudente, dadas las circunstancias?

Los labios masculinos se curvaron en una leve sonrisa.

—Nunca hemos llegado a ser amigos, si es a eso a lo que se refiere, de modo que no puedo acercarme a él de ese modo. El barón carece de amigos íntimos y mantiene a los lugareños a cierta distancia, salvo cuando organiza fiestas multitudinarias a las que acuden muchos de ellos. Hasta ahora me he mantenido en un segundo plano y me he limitado a familiarizarme con la zona y con la gente; pero, puesto que ahora cuento con su ayuda, creo que ya podemos intervenir y plantearnos un enfoque un poco más agresivo.

Eso era lógico, decidió Madeleine, aunque el riesgo de ser descubierto siempre era mayor cuando se trabajaba en las sombras que cuando se hacía mediante una confrontación abierta y amistosa.

—¿Ha pensado ya qué identidad debo adoptar?

Él vaciló lo suficiente para que ella comprendiera que lo había hecho, y que se sentía incómodo al respecto. Eso acicateó su curiosidad.

—¿Thomas?

Él apoyó las manos en los muslos y se puso en pie con serias dificultades; a Madeleine no se le pasó por alto la mueca que se dibujó en las comisuras de sus labios ni la rigidez de su mandíbula. Las heridas le dolían; quizá no demasiado, pero le dolían.

—Lo he pensado mucho, Madeleine —replicó en voz baja mientras caminaba muy despacio hacia la repisa. Clavó la mirada en la caja de música y recorrió los bordes de madera con la yema de los dedos. Un instante después se giró hacia ella—. ¿Y usted?

Madeleine no había esperado que se lo preguntara. Había imaginado que él ya lo tendría todo planeado y estaba dispuesta a aceptar lo que le dijera. Sin embargo, Thomas parecía interesado en conocer su opinión, y tal vez pudieran decidirlo juntos.

Enfrentó su mirada con calma.

—Había pensado que podría ser algo así como una ayudante —murmuró—, pero es usted demasiado… robusto para necesitar ayuda. Ahora que lo conozco, ya no me parece plausible.

Las mejillas masculinas se tensaron en una mueca de diversión.

—No.

Ella le respondió con una pequeña sonrisa antes de recorrer su enorme cuerpo de arriba abajo con la mirada. Su mitad superior se encontraba en perfectas condiciones, pero cojeaba, una lesión que sin duda los lugareños habrían advertido. Podría presentarse como su enfermera, aunque a decir verdad no creía que encajara mucho con el perfil. Aun así, era lo mejor que se le ocurría.

—¿Su amante? —sugirió en un grave susurro.

No tenía la menor idea de dónde había salido aquello. Y tampoco él. De hecho, parecía atónito.

Madeleine se llevó una mano al cuello con la esperanza de que él no advirtiera los intensos latidos que notaba bajo la yema de los dedos y se rodeó la cintura con el brazo libre a modo de protección. Con todo, no apartó la mirada de su rostro.

Él entrecerró los ojos y ella sintió una vez más esa extraña atracción. La tensión del ambiente era casi palpable.

—Me parece que no se lo creerían, Madeleine —susurró con voz ronca, muy despacio.

Estuvo a punto de preguntar por qué, ya que a ella le parecía perfectamente razonable, pero él se le adelantó con una cuestión mucho más lógica.

—Además, eso nos acarrearía ciertos problemas sociales, y debemos estar libres de compromisos para aceptar otras invitaciones.

Debería haber pensado en eso antes de hablar. Los rumores de que vivían juntos sin más compañía se extenderían como la pólvora, y la gente al final sospecharía que existía una relación más íntima entre ellos. Estaba claro que él sí lo había pensado.

—Tiene razón, por supuesto —convino con una pizca de azoramiento. Dejó escapar un suspiro y su ánimo decayó un poco—. ¿Tiene alguna otra idea, Thomas?

Él la miró a los ojos con evidente reticencia. Luego soltó un gruñido y levantó una mano para frotarse la cara con fuerza.

—Participé en la guerra del Opio, Madeleine —reveló con seriedad—. De allí vienen mis lesiones —Se movió con inquietud sobre la alfombra—. Tal vez podría pasar como la traductora de mis memorias.

Madeleine se sintió invadida por una oleada de compasión. Comprendía a la perfección el dolor que provocaba un pasado que jamás podría cambiarse.

Era evidente que él no había deseado decirle que había luchado en una guerra de méritos cuestionables ni que había recibido heridas que lo habían dejado incapacitado. Y la guerra del Opio había terminado seis años atrás, lo que significaba que si sus piernas no se habían curado a esas alturas, tendría que vivir con ese sufrimiento durante el resto de su vida. Trágico, aunque él había salido adelante después de las desgracias, al igual que ella.

—A decir verdad, no tiene mucha pinta de traductora —continuó al ver que ella no hacía comentario alguno—, pero no se me ocurre nada mejor. Desde luego es mejor que hacerse pasar por mi ayudante, y es más probable que se lo crean.

Tiene razón, pensó Madeleine mientras enlazaba las manos a la espalda presa de una creciente confusión. No parezco ni una ayudante ni una traductora. Parezco una amante. ¿Por qué no te has dado cuenta de eso, Thomas?

—Estoy de acuerdo en que es lo más razonable de todo y en que será lo bastante convincente —comentó en voz alta con cierta sensación de derrota—. Seré su traductora francesa.

Thomas se encontraba a un metro escaso de ella; lo único que los separaba era la mesita de té. Él estudió su expresión en silencio durante un rato y después bajó la mirada muy despacio hasta sus pechos, demorándose allí el tiempo suficiente para que ella se sintiera acalorada a causa de la caricia visual.

—Debe de estar hambrienta —dijo de pronto—. Iré a ver qué ha preparado Beth, y cenaremos pronto —Sin más comentarios, se dio la vuelta y se alejó en dirección a la cocina.

Madeleine observó su espalda hasta que desapareció de su vista y solo entonces se permitió una enorme sonrisa de satisfacción. Si albergaba alguna duda sobre si había malinterpretado las insinuaciones sexuales anteriores, ya había desparecido. Por fin había quedado claro que él la veía como una mujer.

El viento había adquirido tal intensidad que las ramas de los árboles arañaban las paredes de ladrillo de la casa y los postigos golpeaban contra las ventanas. Thomas era ajeno a todo ello.

Yacía tumbado de espaldas sobre la cama, desnudo bajo las sábanas, y se había colocado las manos detrás de la cabeza mientras contemplaba el techo con la mirada perdida. Llevaba en esa posición cerca de una hora, demasiado inquieto para relajarse, demasiado concentrado para moverse. Lo más probable era que ella ya estuviese dormida, ya que le había parecido muy cansada durante la cena y apenas había comido. Habían hablado de trivialidades: de su hogar en Marsella, de su viaje a Inglaterra, de las diferencias climáticas entre ambos países… Después ella le había dado las buenas noches y se había retirado a su habitación a descansar. Él se había quedado sentado frente al fuego durante un buen rato, escuchando sus pasos en el dormitorio, imaginando cómo esos dedos de uñas perfectas desabrochaban los botones del vestido y cómo se deslizaban las enaguas por ese largo y esbelto cuerpo. Había escuchado los crujidos de la cama cuando se tumbó sobre ella. Se había preguntado qué se ponía para dormir, si es que se ponía algo; si se habría trenzado el pelo o si lo llevaba suelto; si yacía estirada entre las sábanas, como si esperara a un hombre, o acurrucada para protegerse del frío, como una gatita en busca de caricias.

Dios, qué hermosa era… Aunque eso ya lo sabía antes de que llegara; de hecho, sabía mucho más sobre ella que ella sobre él. Madeleine Bilodeau había nacido veintinueve años atrás; era la hija ilegítima del capitán Frederick Stevens, de la Marina Real británica, y de Eleanora Bilodeau, una actriz francesa sin mucho talento y adicta al opio. Se había convertido en espía del gobierno británico a petición propia, aunque los incrédulos ingleses no la habían aceptado como tal hasta que consiguió evitar la fuga de dos prisioneros políticos franceses informando a sir Riley antes de que se llevara a cabo. A lo largo de los años, había demostrado su valía con creces. En Inglaterra era admirada por todos aquellos que la conocían; en Marsella, la adoraban; y en el resto del continente se la consideraba una de las grandes bellezas de la época.

No sabía cuánto tiempo había estado detrás de él en el jardín esa tarde antes de que se percatara de su presencia. Había estado observándolo, de eso estaba seguro. La brisa había llevado su aroma hasta él y lo había mezclado con esa particular esencia propia de la mujer, y eso había bastado para excitarlo y hacer que su corazón latiera desbocado. Había tardado unos instantes en recuperar el control necesario para poder mirarla. Cuando reunió por fin las fuerzas necesarias para hacerlo, ella lo hechizó al instante con ese lustroso cabello castaño recogido en gruesas trenzas alrededor de las orejas; ese rostro en forma de corazón que mostraba una expresión interrogante; y esa piel de alabastro que parecía suplicar sus caricias. Y esos ojos… Unos ojos azules que hacían añicos toda resolución y que de algún modo eran su rasgo más sensual. Unos ojos capaces de rasgar y herir profundamente, o de derretir a un hombre cuando brillaban con excitación o esperanza.

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