—A las 11.52 le llegó una llamada de alarma al oficial de guardia. Habían encontrado a un hombre muerto por impactos de bala dentro de una construcción de madera en la cantera grande de Slite, la que se conoce con el nombre de Fila Hajdar, que está ubicada en el extremo oeste —comenzó Knutas—. Lo encontraron las personas que subieron a controlar la voladura con él. Yacía en el suelo de la garita y había recibido un disparo en la frente. Y no solo eso. También recibió gran cantidad de balazos en el vientre. Exactamente igual que Peter Bovide.
—¿Quién es la víctima? —preguntó Smittenberg.
—El hombre se llama Morgan Larsson. Tiene cuarenta y un años, soltero, sin hijos. Trabajaba en la fábrica como encargado de voladuras; llevaba en la empresa veinte años. Vivía en un piso en el centro de Slite. Y no sabemos mucho más de él. Salvo que fue a la misma clase que Erik Sohlman.
—¡Uy! ¿Entonces se conocían bien? —quiso saber Kihlgård.
—No mucho, creo yo. De todos modos, Erik aún sigue allí. Ah, otra cosa, nos enteramos de que Morgan Larsson había visitado la isla de Gotska Sandön este fin de semana. Eso fue lo último que hizo antes de que lo asesinaran. Karin ha aprovechado para ir hasta allí a bordo del ferry de la tarde. Pues bien, hemos acordonado una amplia zona alrededor de la cantera. En estos momentos, las patrullas caninas están rastreando el bosque que se encuentra en lo alto de la cantera, y se han dispuesto controles policiales en todas las salidas de Slite. Todo parece indicar que nos enfrentamos al mismo individuo que se llevó por delante a Peter Bovide. Los casquillos de bala que se han encontrado en el lugar del crimen coinciden con los del anterior asesinato y, en opinión de Sohlman, parece que proceden de la misma arma; es decir, de esa pistola del ejército ruso de los años veinte.
—¿Quién cojones va a utilizar un arma tan vieja? —preguntó Kihlgård—. Pero si es una pieza de anticuario...
—No parece que se trate de ningún profesional del crimen, algo que además encaja con el modo de actuar —dijo Wittberg—. Y, a propósito, eso significa que podemos descartar como posibles sospechosos a los estonios. Están en prisión.
—Vamos a centrarnos en el tema que ahora nos ocupa —cortó Knutas—. Hay un testigo. Uno de los capataces que participó en la voladura vio al autor con sus propios ojos. Fue desde lejos, ya que se encontraba en el otro lado de la cantera, y a través de unos prismáticos, pero algo es algo. Dice que el asesino vestía ropa oscura. Medía alrededor de uno setenta y cinco de estatura y es posible que cojeara ligeramente.
—Uno setenta y cinco de estatura —repitió Wittberg—. Entonces no es tan raro que solo calzara el número cuarenta y uno.
—Esa es una descripción bastante precisa, esperemos que nos ayude a detenerlo pronto —continuó Knutas—. Se ha dictado orden de busca y captura y se ha informado de ello también en la radio, entre otros medios.
»Mientras tanto, tenemos que averiguar qué relación podía haber entre Morgan Larsson y Peter Bovide. ¿Se conocían? ¿Se movían en los mismos ambientes?
—¿Está Morgan Larsson en el registro de delincuentes? —preguntó el fiscal.
—No —respondió Knutas—. Ya lo hemos comprobado.
Se abrió la puerta y apareció Erik Sohlman.
—¿Qué tal? —le preguntó Kihlgård compasivo, cogiéndole del brazo mientras Sohlman se sentaba a su lado.
—Estoy bien —contestó Erik—. No pasa nada.
Volvió la mirada hacia los otros. Se veía claramente que aquello le había afectado.
—Podemos estar bastante seguros de que se trata del mismo asesino que mató a Peter Bovide. A Morgan le han disparado un tiro en la frente y siete en el vientre, igual que la vez anterior.
—¿Habéis encontrado huellas en la inspección técnica? —preguntó Knutas.
—Las huellas del calzado son idénticas a las que encontramos en la playa de Norsta Auren. Son también del número cuarenta y uno, el mismo tipo de calzado, una variante de zapato deportivo burda y barata que se puede comprar en cualquier parte. Las salpicaduras de sangre halladas en la caseta indican que le dispararon en el mismo lugar donde lo encontraron. Probablemente primero en la cabeza y luego en el vientre. Había algunos casquillos en el suelo y coinciden con los que encontramos en el lugar del asesinato de Peter Bovide. Evidentemente, los enviaremos junto con las balas que encontremos al SKL, pero ya podemos decir que la pistola que se ha utilizado en ambos casos probablemente sea la misma.
—¿Estás seguro? —preguntó Wittberg.
—Estoy bastante convencido, porque ese arma es muy rara. Una pistola del ejército ruso fabricada en 1926, una Korovin de calibre especial. En esta ocasión, el asesino también ha vaciado el cargador.
—¿Conocías bien a Morgan Larsson? —preguntó Kihlgård.
—No muy bien, la verdad. Fuimos a la misma clase en el colegio y no vivíamos muy lejos el uno del otro, en Slite. Pero nunca fuimos muy amigos.
—Parece que estaba soltero y que no tenía hijos ni pareja, según sus compañeros de trabajo. ¿Sabes si salía con alguien?
—No creo. Vivía en un piso en Slite. Solo, por lo que yo sé.
—¿Tienes alguna idea de si tenía contactos en el proceloso mundo de de la construcción o si conocía a Peter Bovide?
Erik Sohlman se encogió de hombros.
—No tengo ni idea.
—Nos ponemos en marcha inmediatamente para averiguar cuál era su relación con Peter Bovide —finalizó Knutas—. La conexión entre las dos víctimas tiene que ser ahora el objetivo prioritario. Y, además de eso, hay que investigar qué era lo que Morgan Larsson se traía entre manos en Gotska Sandön en particular. ¿Por qué era tan importante para él viajar allí?
J
ohan se inclinaba a creer que Pia tenía razón cuando predecía su futuro. Las imágenes de la cantera eran precisas y reveladoras. Un buen fotógrafo, además, tenía suerte. E indudablemente Pia la tenía. Justo cuando empezó a filmar estaban sacando el cuerpo de la pequeña caseta, que luego comprendieron que era la garita donde se refugiaba el encargado de activar la carga cuando esta estallaba. Filmaron también a Knutas, a Karin Jacobsson y a Erik Sohlman, el técnico de la policía, mientras observaban el lugar del crimen.
Se habían enterado de la identidad de la víctima a través del amigo de Pia que trabajaba en Cementa. Todos sabían quién era: Morgan, el encargado de las voladuras. Tenía cuarenta y un años y vivía solo. Al parecer, el asesino había decidido atacarlo precisamente durante la voladura.
—Quizá quisiera ahogar el ruido de los disparos en los de la explosión —opinó Johan mientras editaban las imágenes.
—En ese caso, ¿no sería más sencillo utilizar un silenciador? —dijo Pia—. A propósito, ¿qué te pasa? Pareces muy animado. ¿No será solo porque hemos conseguido un titular de portada?
—Bien miradas las cosas, podría ser suficiente. Pero vas a recibir otra noticia de portada.
—¿Qué quieres decir?
Johan se levantó, cogió un sobre y se lo entregó.
—Aquí tienes.
—¿Pero no es privado? —preguntó vacilante al ver que ponía: «Para Johan».
—Sí, pero puedes leerlo. No pasa nada.
Pia abrió el sobre y frunció el entrecejo.
Del sobre cayó una tarjeta con la imagen de un huerto sembrado de patatas. Debajo de la imagen decía simplemente: «Sí, quiero. De nuevo».
—No entiendo nada. ¿Alguien quiere sembrar patatas?
—Algo más que eso, Pia.
—¿Qué? —Pia miró expectante a su colega—. ¿Qué quieres decir?
Entonces posó la mirada en su dedo anular izquierdo.
—¡No! ¡No me lo digas! ¿Estás prometido de nuevo? Emma y tú. Pero Johan, qué bien. ¡Enhorabuena!
—Gracias —sonrió Johan—. Gracias.
E
l muelle del estrecho de Fårö estaba lleno de personas con pantalones cortos, calzado de montaña y mochilas, que se encaminaban a disfrutar de la naturaleza en Gotska Sandön. Al subir a bordo, Karin observó que el capitán la saludaba alegremente con la mano y le hacía indicaciones para que subiera al puente de mando. Ella no recordaba haberlo visto antes, pero parecía evidente que él la conocía.
—Sé que eres policía, te he visto en la tele —aclaró él cuando ella entró y le tendió la mano. Se presentó como Stefan Norrström.
Lo primero que le llamó la atención a Karin fue que, de hecho, los dos parecían tener bastantes cosas en común. El capitán no era mucho más alto que ella y, más o menos, de la misma edad. Era también moreno y al sonreír dejaba al descubierto un hueco entre los incisivos. La única diferencia era que él era bajito y achaparrado, y ella, bajita y delgada.
Resultó que Stefan Norrström charlaba hasta por los codos y durante las dos horas que duró la travesía le habló animadamente de la isla de Gotska Sandön. Le contó con todo lujo de detalles los barcos que naufragaron en medio de las duras tormentas que habían arrasado la isla, le habló de catástrofes y de las tribulaciones de los fareros. Antiguamente había varios faros en funcionamiento, pero en los años setenta los automatizaron. Todavía trabajaban cuatro vigilantes durante todo el año, y en la temporada turística, desde mayo hasta septiembre, había monitores en el campamento para ayudar a los turistas. En el invierno, la isla permanecía por lo general desierta. Por su situación solitaria en medio del mar estaba expuesta a un clima duro que hacía difícil vivir allí todo el año.
Mientras el capitán hablaba, Karin disfrutaba del panorama. Habían dejado atrás la isla de Fårö y Gotland y se encontraban en mar abierto. Solo el mar reflejando los rayos del sol, hasta donde alcanzaba la vista.
—Ya no falta mucho para llegar —le informó el capitán pasada más de una hora, y Karin vislumbró en medio del mar una raya de tierra solitaria, que fue creciendo hasta convertirse en una franja verde sin alturas ni montes visibles. Al irse acercando, pudo apreciar la playa de arena que emergía lentamente en el horizonte, como un largo ribete claro alrededor de la isla. Le sorprendió ver lo extensa que parecía la masa forestal.
Karin jamás había puesto un pie en Gotska Sandön y se la había imaginado como una franja de arena plana, sin más. A medida que se acercaban, esa primera imagen fue cambiando.
El barco dobló el último cabo antes de llegar a la playa donde tomarían tierra, y Stefan Norrström le prestó sus prismáticos.
—Mira, ahí tienes el cabo de Bredsand, verás cuántas aves. Son eideres, serretas grandes y colimbos árticos, además de gaviones y gaviotas, claro.
Karin se llevó los prismáticos a los ojos. Le costó un poco enfocar bien, pero cuando lo consiguió se quedó boquiabierta.
En la imagen captada por el objetivo se veían miles y miles de aves marinas que se entrecruzaban en el aire a diferentes alturas, yendo al cabo y volviendo de él. Era un espectáculo impresionante.
—Tienes que ir allí alguna vez a contemplar la puesta de sol. Realmente vale la pena. Y no está lejos de la zona de acampada, a cinco minutos tan solo. La playa es tan clara y tan ancha que uno se cree que está en Bali o algún sitio así.
—¿Puedes bajar del barco y dar una vuelta por la isla?
—Pocas veces. El ferry va y viene entre Nynäshamn, Gotska Sandön y Fårösund. Pero trabajé antes ayudando a un vigilante. Por eso conozco la isla de arriba abajo.
Karin sacó la fotografía del pasaporte de Morgan Larsson.
—¿Conoces a este hombre? Se llama Morgan Larsson y suele viajar de vez en cuando a Gotska Sandön.
El capitán Stefan Norrström manoseó la fotografía mirándola pensativo.
—No, creo que no lo he visto nunca. Y su nombre no me dice nada. Pero uno ve a tantas personas que... Es imposible acordarse de todas.
V
era estaba agotada física y psíquicamente cuando llegó al campamento. El camino de vuelta había sido diez veces más duro que la mañana anterior. Le pidió a Dios que su hermana hubiera vuelto al campamento por su cuenta o en el barco con los chicos que habían conocido. Su padre y su madre estaban sentados fuera de la cabaña tomando café cuando ella llegó. A juzgar por su expresión, comprendió que Tanja no había regresado.
—¿Vienes tú sola? ¿Dónde está Tanja? —gritó Oleg, sin saludarla siquiera.
Los padres se levantaron de la mesa y fueron a su encuentro. Sus caras expresaban preocupación y miedo. A pesar de ello, Vera no pudo evitar sentir una punzada de irritación. Su hermana siempre tenía que ser la primera y el objeto de toda su atención. Ella había caminado, cansada y llena de preocupación, durante casi cuatro horas. El agua se le había terminado hacía mucho, ya que había dejado la mitad de lo que quedaba. Estaba empapada de sudor, deshidratada y extenuada, pero ninguno de ellos hizo el más mínimo intento de ayudarla con la mochila o de ofrecerle algo de beber. Vera apretó los dientes. Les explicó sin rodeos lo que había pasado. Nunca olvidaría la expresión de la cara de su padre cuando terminó su relato. Se quedó blanco bajo el bronceado y sus labios apretados trazaban una estrecha línea.
—¿Quieres decir que fuiste capaz de emborracharte e irte a acostar sin más? ¿La dejaste sola con dos hombres absolutamente desconocidos?
—Sí, pero… —empezó ella, pero se vino abajo al ver la severa mirada de su padre.
—¿Cómo pudiste? Tú eres la mayor y deberías actuar con más responsabilidad. Tanja no sabe lo que es mejor para ella. Así que tú te dormiste sin más y ahora ella ha desaparecido, ¡con dos desconocidos probablemente!
Estaba a unos centímetros del rostro de Vera y le llegó su saliva. A ella le seguía corriendo el sudor por las axilas y la mochila le pesaba en la espalda como el plomo. Se sentía agotada y aturdida; la cabeza empezaba a darle vueltas.
—Tranquilízate —oyó que decía la voz de su madre—. No es culpa de Vera que Tanja haya desaparecido. Ahora lo que tenemos que hacer es encontrarla. Lo más seguro es que se haya perdido, simplemente.
S
e pasaron toda la tarde buscándola con la ayuda de otros visitantes, del vigilante y del resto de los empleados. Los gritos llamando a Tanja se oían por toda la isla, pero la búsqueda no dio ningún resultado. Cuando empezaba a hacerse de noche, avisaron a la policía. Al día siguiente se trasladó a la isla una patrulla, y un helicóptero se puso en servicio tan pronto como amaneció. Emprendieron la búsqueda del barco de los hombres desaparecidos, pero Vera tenía una idea muy vaga del tipo de embarcación que era. Tampoco recordaba cómo se llamaban los hombres, pero creía que eran de Estocolmo.