—Gracias, ha sido muy amable. ¿Me puede contar algo más de Morgan Larsson?
—Sí, hay otra cosa que hacía siempre. Visitar la capilla.
—¿Hay una capilla en la isla? —preguntó Karin sorprendida, al tiempo que se avergonzaba de su ignorancia.
—Sí, está cerca del campamento. Pasará por allí si sigue este camino. Siempre está abierta. Si quiere ir esta tarde, a las nueve es la hora de la oración.
—Gracias.
—Si quiere más información sobre la isla, en la planta superior se encuentran el museo y la biblioteca. Suba si le apetece y eche un vistazo —le propuso atentamente el vigilante.
Karin le dio las gracias y salió de la oficina.
Estaba deseando poder seguir los pasos de Morgan Larsson.
L
a búsqueda de Tanja se prolongó toda la noche. Los turistas salieron del campamento para ayudar. La tropa de élite de la asociación local presente en la isla reunió a un grupo de voluntarios que habían llegado por iniciativa propia; en total participaron unas cien personas en varias batidas que partieron del campamento. La policía llegaría en cuanto se hiciera de día.
Vera iba con el grupo que rastreaba la zona oeste. Estaba aturdida. Caminaba como una autómata, mirando fijamente el suelo, alumbrando con la linterna las grietas y la maleza. Quería y no quería encontrar a su hermana. La ansiedad ganaba fuerza a cada paso. Oleg y Sabine iban de la mano unos diez metros delante, buscaban apoyo y consuelo el uno en el otro. Ella quedaba fuera. Era como si no la viesen, como si no quisieran verla. La injusticia escocía. Como si todo fuese culpa suya. Sus padres la castigaban encerrándose en su propia burbuja, a la cual ella no tenía acceso. Estaban tan absortos buscando a su hija pequeña que apenas hacían caso de Vera. Ella continuó infatigable, gritó el nombre de su hermana hasta quedarse afónica, rastreó las zonas de bosque, recorrió playas y pedregales.
De pronto tropezó con un tronco enterrado en el suelo. Se cayó, rompió a llorar y se quedó tirada en la oscuridad. No tenía fuerzas para levantarse. Tuvo el oscuro presentimiento de que nunca volvería a ver a su hermana. Quizá fuera mejor desistir. Lo que más le apetecía era encaminarse directamente hacia el mar y hundirse. Desaparecer, sin más.
—¿Qué te pasa?
El hombre apareció de improviso y se inclinó sobre ella. Al principio se asustó, pero se tranquilizó nada más ver la expresión de sus ojos.
—
I
’
m sorry, I don
’
t understand
.
—Okay
.
Él siguió en inglés. Le preguntó cómo se encontraba, quería ayudarla. Él no sabía quién era ella, la debió de tomar por una turista más que participaba en la búsqueda de la joven desaparecida. La ayudó a ponerse de pie. Estaban en mitad del bosque, completamente solos. Los demás habían continuado el rastreo. La luz de la luna despedía un resplandor pálido que se filtraba entre los árboles formando sombras fantasmagóricas.
—¿Te duele? —le preguntó.
—No, no es nada.
Se sacudió la tierra y la arena que se le habían quedado pegadas a la ropa.
—¿Tienes frío?
Vera negó con la cabeza.
—¿De dónde eres, de Alemania?
—Sí, de Hamburgo. Llegamos hace unos días. Es mi hermana la que ha desaparecido.
Él no dijo nada pero rodeó sus hombros.
—¿Tienes fuerzas para seguir buscando?
—Sí, claro.
Caminaron en silencio el uno al lado del otro. Él no le preguntó nada, algo que Vera agradeció. Le daba seguridad solo caminar por allí con alguien a su lado.
Las horas fueron pasando y de vez en cuando se sentaban a descansar. Él llevaba una mochila con agua y galletas. Empezaba a salir el sol y era hora de volver al campamento.
Cuando llegaron se estaban reuniendo los grupos procedentes de distintas direcciones. Habían llegado varios policías con perros sujetos con correas y se organizaban para continuar la búsqueda. No se veía por allí a Oleg ni a Sabine.
—Necesitas descansar —le dijo su nuevo amigo—. ¿En qué cabaña estáis?
—No quiero ir allí.
Le aterraba la idea de acostarse en el mismo cuarto que había compartido con Tanja.
—¿Quieres venirte conmigo?
—Sí, gracias.
Pasaron por delante de las tiendas de campaña. Vera notó las miradas curiosas de la gente. Al parecer, sin embargo, ningún policía sabía quién era.
Cruzaron rápidamente el corro de gente. Él la sujetaba por debajo del brazo y la condujo hasta las casas de la asociación local. Se detuvieron delante de una casa de madera con las esquinas blancas que se encontraba al fondo. Vera estaba tan cansada que apenas podía tenerse en pie.
Una angosta escalera conducía al piso superior. Él le preparó un vaso de leche con cacao y unos bocadillos y la obligó con delicadeza a tomárselo. Estaban sentados el uno frente al otro, junto a la pequeña mesa. De repente, oyeron un zumbido al otro lado de la ventana. Él miró fuera.
—Es el helicóptero de la policía.
Vera fue incapaz de hacer ningún comentario.
E
l museo estaba vacío cuando Karin entró. Constaba únicamente de dos salas. Una de ellas acogía una exposición con objetos encontrados en el mar y un panel que contaba la historia de la isla. La otra sala se utilizaba como biblioteca. A lo largo de las paredes se alineaban libros sobre Gotska Sandön, sus faros y su pesca. Encima de una mesa había archivadores con diversos títulos: diarios de los fareros, recortes de periódicos de diferentes épocas, información general… Karin los hojeó y le volvió a sorprender lo poco que sabía de ese lugar. Se sentó y se puso a consultar los archivadores. Por lo que se desprendía de los diarios de los fareros comprendió lo dura que tuvo que ser la vida para ellos, y le horrorizó la gran cantidad de barcos que habían naufragado por allí cerca en el transcurso de los años. Había incluso un cementerio en la isla, junto a la Bahía Francesa, donde fueron enterrados los tripulantes rusos que perecieron en un naufragio.
De pronto dio con un archivo titulado: «Crímenes en la isla». En la primera página aparecía un recorte de principios del siglo
XX
que daba cuenta de que se sospechó que el ayudante de un farero había asesinado al farero poniéndole arsénico en sus macarrones gratinados. El archivo seguía con historias de robos, saqueos de barcos hundidos y un hombre que había tirado por la borda a un rival en la travesía hasta la isla.
Un artículo sobre la desaparición de una joven captó su atención. Hablaba de la búsqueda de una mujer alemana que había desaparecido en la década de los ochenta, después de hacer una excursión con su hermana hasta la Bahía Francesa, donde ambas pasaron la noche. La familia avisó a la policía la tarde del día siguiente y llegó una patrulla por la mañana. Se organizó una batida en cadena, pero no encontraron a la joven. El titular del siguiente artículo decía: «La mujer desaparecida ha sido hallada muerta». Karin siguió leyendo con interés creciente. Un helicóptero de la policía sobrevoló la isla y encontró el cuerpo de Tanja Petrov en el mar, no lejos de la Bahía Francesa.
La primera hipótesis era que se trataba de un accidente normal: la joven se habría ahogado. Luego se sucedían unos cuantos artículos con el desarrollo de la historia. Se descubrió que la mujer no se había ahogado, sino que murió asesinada y luego su cuerpo fue arrojado al mar. La autopsia demostró que murió de un golpe seco en la cabeza, que trataron de estrangularla y que probablemente fue violada. Karin se estremeció al leerlo. La policía había emitido orden de búsqueda contra un barco con dos hombres a bordo, probablemente de Estocolmo. Tras interrogar a la hermana se supo que las dos jóvenes conocieron a aquellos chicos que habían fondeado con un barco de vela en la Bahía Francesa. Habían estado de juerga en la playa y más tarde, la hermana mayor se fue a dormir. A la mañana siguiente, su hermana, los dos jóvenes y el barco habían desaparecido. Un día después encontraron el cadáver de la mujer en el agua a escasas millas de la Bahía Francesa.
Los periódicos vespertinos se habían cebado con aquella historia, y contaban toda la vida de la familia Petrov: el padre había huido de la Unión Soviética y había rehecho su vida en Alemania Occidental; sus compañeras de clase echaban de menos a Tanja; la admirable historia de una familia feliz, que por fin pudo hacer realidad su sueño de viajar a la isla de Gotska Sandön, acabó en tragedia.
A pesar de los intensivos trabajos de búsqueda, nunca llegaron a encontrar a los dos hombres. El caso se sobreseyó con el tiempo.
Karin continuó hojeando los archivadores. ¿Qué habría ocurrido con la familia? Ella guardaba un vago recuerdo de haber oído hablar de aquel caso en su momento. Recordaba imágenes difusas en los periódicos y fotografías de la isla de Gotska Sandön. Todo aquello sucedió antes de su ingreso en la Escuela de Policía, en el año 1985.
Cerró los archivadores y abandonó el museo con una sensación de inquietud en el estómago.
D
espertarse en la cama de matrimonio en Roma con Emma a su lado era un sueño. Tardó un rato en darse cuenta de que era cierto. Solo entonces, allí tumbado, comprendió lo intensa que había sido su añoranza. Emma estaba acostada de lado, de espaldas a él. Johan le acarició la estrecha espalda con ternura; qué delicada era. Tan frágil por dentro como por fuera. De pronto, él se sintió fuerte. Y tenía unas ganas enormes de ver a Elin. Deseó coger el coche en ese momento e ir a buscarla. Pero había trabajo pendiente; la redacción de informativos nacionales aún no había enviado a ningún reportero propio y, por lo tanto, él seguía siendo el responsable de cubrir el asesinato de la cantera.
Una vez en la ducha pensó en el crimen. No podía ser una casualidad que a Morgan Larsson lo hubieran matado en las instalaciones de Cementa, en Slite, tan cerca del puerto y de la venta clandestina de bebidas alcohólicas. Bebidas que Peter Bovide también había comprado. La conexión tenía que ser esa: fábrica de Cementa, comercio ilegal en el puerto, Rusia. Todo coincidía. Había muchos indicios que apuntaban a que en el puerto estaba la clave del motivo de los asesinatos. Lo primero que debía averiguar era la relación existente entre Peter Bovide y Morgan Larsson.
Interrumpió sus pensamientos al ver que Emma estaba en la puerta del cuarto de baño y dejaba resbalar su albornoz. Qué guapa era. Aunque estaba más delgada que de costumbre. Él le tendió la mano.
—Ven.
Nunca le había costado tanto desprenderse de ella. Era como si el tiempo que habían estado separados los hubiera unido aún más.
—¿Qué te ha pasado en la boca? —bromeó él al besarla, de camino hacia el coche—. Pero si eres como una lapa.
—¡Y lo dices tú!
Johan le cogió la cabeza entre sus manos.
—Te quiero, Emma.
—Te quiero.
—Tengo muchas ganas de ver a Elin. ¿Cuándo podemos ir a buscarla?
—Voy a ir hoy. Igual podrías pasarte a vernos después del trabajo y quedarte aquí a dormir esta noche.
—¿Cuándo puedo venirme a vivir con vosotras?
—Ya.
—¿Seguro?
—Seguro.
Emma parecía tan seria que no pudo hacer otra cosa que echarse a reír.
—Lástima que no nos podamos casar mañana.
A
las cinco y media sonó el despertador. A Karin le pareció que solo había dormido una hora. Tuvo que esforzarse al máximo para saltar de la cama. Fuera, todo estaba en silencio. Preparó la mochila, tomó una taza de café y se obligó a comer un par de bocadillos. No era en absoluto una persona a la que le gustara desayunar, y comer tan temprano le parecía un suplicio, pero las palabras del vigilante aún resonaban en sus oídos. Le esperaba una marcha larga y no habría nada de comida por el camino.
Estaba empezando a salir el sol, que se filtraba entre los árboles, pero cuando salió aún dominaba la luz del amanecer. El bosque estaba silencioso, todo cuanto oía era el suave crujir de sus propios pasos.
Había visto en el mapa dónde se encontraba la capilla, que apareció ante ella al cabo de unos minutos. La puerta estaba abierta y entró. Se sentó en una de las bancadas del fondo y sus ojos recorrieron los bancos de madera pintados de azul. La decoración era sencilla y la luz se filtraba a través de las ventanas, creando una cálida atmósfera. Se preguntó si existiría algún motivo especial para que Morgan Larsson siempre visitara esa capilla.
Encendió una de las velas colocadas a lo largo de las hileras de bancos, la contempló un momento antes de apagarla y abandonar la capilla.
La marcha a través del bosque le llevó más tiempo de lo que había calculado. Al otro lado se abría la playa que llamaban Las Palmas; Karin había leído que el nombre se debía a un barco español que zozobró allí hacía mucho tiempo.
La playa era pedregosa y accidentada, por lo que resultaba difícil caminar. Tenía que elegir entre seguir las indicaciones y la señalización y desviarse hacia la derecha para no molestar a las focas o hacer como si no hubiera visto nada y seguir la línea de costa. No le fue difícil decidirse. Para una vez en su vida que tenía ocasión de observar focas en su hábitat natural, quería verlas de cerca.
Al aproximarse, vio a lo lejos unas enormes bolas que se movían torpemente de un lado a otro dentro del agua iluminada por los reflejos del sol. Cogió los prismáticos y se quedó boquiabierta al contar hasta quince focas grises regordetas desperezándose bajo el sol de la mañana. Pronto pudo verlas con sus propios ojos.
Cuando llegó al cabo, se sentó con cuidado en una roca, sacó los bocadillos y se sirvió café. Las focas nadaban, jugaban y se lavaban al sol. A pesar de que sabía que estaba infringiendo la ley, no se arrepintió ni por un instante. Se quedó allí sentada media hora, contemplando el espectáculo. Ella y las focas, nadie más.
Después de tres horas de marcha se abrió ante ella la Bahía Francesa. Costaba imaginarse que hubiesen violado a una joven en un remanso de paz como aquel.
Karin se detuvo en medio de la playa, se quitó la ropa y llegó desnuda hasta la orilla. Sabía que estaba sola, porque había salido mucho antes que el resto de los turistas y se tardaba al menos tres horas de paseo desde el campamento. No aparecería nadie hasta dentro de una hora por lo menos.
Después de bañarse, se tumbó en la arena al sol. Bebió una botella de agua y consultó el mapa. Sí, claro, ahí era donde estaban los cañones rusos procedentes del barco que naufragó. Miró a su alrededor, pero no los vio. Según el mapa, debían de estar un poco más arriba de la playa, junto al cementerio ruso.