Encendió un cigarrillo; apenas había tenido tiempo de darle dos caladas cuando pasó por la calle Strandgärdet, al norte de la muralla. Por la música que retumbaba desde los altavoces debería haber comprendido de qué se trataba. El club deportivo Friskis & Svettis realizaba su pase diario de gimnasia al aire libre sobre césped. Cientos de personas ejecutaban acompasadamente movimientos gimnásticos. El sol del atardecer caía sobre el saludable grupo y Johan se sintió francamente mal al pasar por delante de ellos. Pensó en apagar el cigarrillo, pero no lo hizo.
Volvió a pensar en el padre que había perdido a su hijo con diecisiete años recién cumplidos. Le vino a la mente el asunto de los transportes rusos de carbón que llegaban al puerto de Slite. Allí se vendía alcohol de forma ilegal. Esa pista casi la había olvidado. Y ahora sabían que a Peter Bovide le habían disparado con un arma rusa. Entusiasmado, marcó el número de Pia. Ella respondió inmediatamente.
—¿Sigues enfadado todavía?
—No, en absoluto. Sé que tengo razón, tú misma lo comprenderás también cuando hayas trabajado el tiempo suficiente —respondió para hacerla rabiar.
—Qué gracioso. ¿Qué quieres?
—Sí, ¿recuerdas cuándo llegará a Slite el próximo transporte de carbón? Peter Bovide fue asesinado con un arma rusa y esos barcos vienen de Rusia. Y, además, venden alcohol de forma clandestina. Sin embargo, nunca hemos hecho ningún reportaje sobre ese tema. Podríamos matar dos pájaros de un tiro y con un poco de suerte, saber algo más sobre el asesinato.
—¿Sabes si la policía anda detrás de esa pista? Yo no he visto ni leído nada.
—Yo tampoco, y ni siquiera estoy seguro de que vayan a investigarlo, aunque debería interesarles mucho.
—¿Has hablado con Knutas?
—No, había pensado llamarlo; bueno, ¿sabes cuándo llega el próximo barco?
—No tengo ni idea, pero puedo enterarme. Tengo un amigo que trabaja en el puerto.
—Tú siempre tienes amigos.
Johan se encaminó de vuelta a casa a través del Jardín Botánico. De pronto, se sintió mucho más animado. Llamó Pia.
—Hemos tenido una suerte de la leche. Esos barcos solo vienen un par de veces al mes, y se espera que el próximo llegue mañana.
—¡Genial! Ahora lo único que tenemos que hacer es convencer a Grenfors para que nos deje hacer el trabajo.
Colgó y telefoneó a Max Grenfors a Estocolmo. El redactor jefe aceptó la propuesta inmediatamente.
—Bien pensado. No hemos hablado de nada de esto. Los barcos rusos que transportan carbón, alcohol ilegal... Es de lo más interesante. Pero lo haremos
undercover
, ¿no?
Johan se rio para sus adentros. A Grenfors le encantaba utilizar términos de la policía. Preferentemente en inglés.
—Sí, llevaremos una cámara pequeña que se puede ocultar debajo de la ropa. No creo que consigamos hacer ningún gran
scoop
si bajamos al puerto con una cámara grande al hombro.
—Bien; y esperemos, claro está, que descubráis algo que tenga que ver con el asesinato. Está confirmado que Peter Bovide compraba alcohol allí, ¿no?
—Sí, ese dato lo hemos ratificado a través de varias fuentes —dijo Johan—. Así que parece que habrá reportaje, puedes contar con ello.
—Bien. Suerte mañana por la tarde. Y tened cuidado.
—Tu consideración es conmovedora.
K
nutas había pasado gran parte de la noche en vela dándole vueltas al caso. A las cinco desistió y se levantó de la cama. La piscina cubierta abría a las seis y media y hacía mucho que no había tenido tiempo de hacer ejercicio. Preparó café y comió un par de bocadillos antes de despertar a Line.
La piscina de Solbergabadet se encontraba a tan solo diez minutos a pie desde su casa, de camino a la comisaría. En el agua se sentía ingrávido, libre, y se le aclaraban las ideas cuando iba enlazando un largo tras otro al mismo ritmo. Salvo un par de señoras mayores, gordas y con gorros de baño, que nadaban a velocidad de tortuga y hablaban ininterrumpidamente como si estuvieran tomando el té, Knutas estaba solo en la piscina. Eligió la calle más alejada con la esperanza de que no apareciera ningún madrugador con ganas de hacer ejercicio. Mientras surcaba el agua, fue repasando el caso.
Habían pasado tres días desde que los obreros estonios llegaron a la comisaría de Visby pero, desgraciadamente, su detención no había supuesto el avance que la policía esperaba. El interrogatorio no condujo a ninguna parte. Los tres dieron la misma versión, excepto en el tema de la agresión. Ahí se echaron la culpa unos a otros. El día anterior habían solicitado la prisión preventiva y los tres se encontraban ya en la cárcel, acusados de haber trabajado ilegalmente, de agredir a Vendela Bovide y de robar y retener al comisario Anders Knutas. Aún estaba por ver su implicación en el asesinato de Peter Bovide. En cualquier caso, la pena que les caería sería considerable.
La impresión que tenía Knutas de que el asesinato no guardaba relación con las contrataciones ilegales se había reforzado. En el fondo, él había sido escéptico desde el principio a considerar que alguno de los tres obreros estonios fuera el asesino al que buscaba la policía, sobre todo después de su encontronazo en Furillen. Su forma de actuar no encajaba con el perfil de unos hombres crueles y violentos. Aunque, por otro lado, lo cierto era que habían golpeado a Vendela Bovide. Quizá hubieran sido prudentes solo porque Knutas era policía.
Una pista que sus colegas se disponían a investigar, y a la que él se había pasado toda la noche dándole vueltas, eran los barcos rusos que transportaban carbón hasta el puerto de Slite. Habían esperado a que se produjera la llegada del próximo y ahora, por fin, iba a entrar en puerto. La brigada de investigación había trabajado la última semana para preparar el abordaje, que iba a tener lugar esa misma noche. Era de esperar que las cosas se aclararan cuando hubieran hablado con la tripulación.
Dejó correr el agua un buen rato en la ducha. Observó con ojo crítico su cuerpo en el espejo. No se notaba que aquel verano hubiera sido uno de los más soleados de los últimos años. El escaso bronceado que llegó a conseguir en Dinamarca ya había desaparecido casi por completo. Cuando se puso de perfil y metió el estómago parecía que no estaba tan mal; visto de frente, la cosa era muy dististinta. El ejercicio exigía continuidad, y cuando flojeaba un tiempo, reaparecía inmediatamente el michelín que le salía alrededor de la cintura. En realidad, a Knutas le gustaba hacer deporte, pero había finalizado la temporada de
hockey
y no había tenido tiempo de jugar al golf.
Cuando salió de nuevo a la calle, el sol lo cegó. La ola de calor continuaba. No era raro que la piscina cubierta estuviera casi vacía; la mayoría, claro está, iba a la playa. El afloramiento de algas que solía afectar a Gotland a mediados de la temporada estival, de momento no había aparecido. Por las noches, las terrazas de los restaurantes de las estrechas calles de Visby estaban repletas. Line y él iban a salir aquella noche a cenar y a disfrutar de un concierto de música clásica en las ruinas de la Iglesia de Sankt Nicolai. Knutas se había puesto las pilas y había reservado las entradas y la mesa. Line se mostró tan gratamente sorprendida que le hizo sentir mala conciencia.
Tras la reunión de la mañana, Karin y él se subieron en el coche para viajar a Slite. Habían concertado una cita con el jefe del puerto, que era el responsable de los transportes de carbón, y les iba a mostrar las instalaciones portuarias antes de la redada prevista para aquella tarde.
Tan pronto como el coche de la policía se detuvo en el aparcamiento, junto a la entrada principal de Cementa, en Slite, se acercó a ellos un hombre corpulento. Iba vestido con un mono azul y llevaba una visera en la cabeza. Sonrió amablemente al saludarlos y se presentó como Roger Nilsson, el jefe del puerto.
Lo siguieron en el coche hasta la zona portuaria y entraron en la oficina, donde se sentaron cada uno con una taza de café.
Knutas no se anduvo con rodeos:
—Sabemos que se venden de manera ilegal bebidas alcohólicas cuando llegan los barcos que transportan carbón, y también hemos podido confirmar que Peter Bovide compraba a veces aquí. ¿Qué sabe de esto?
El jefe del puerto se revolvió molesto.
—Esa es una de nuestras grandes preocupaciones. Dependemos de la llegada de carbón desde Rusia, y al mismo tiempo, eso trae consigo otros problemas. Parece que la venta de alcohol ilegal no hace más que aumentar. Tan pronto como atraca un barco, viene hasta el puerto todo tipo de personas para comprar vodka. También hemos observado que cada vez más jóvenes compran de los barcos. Hemos llamado a la policía un montón de veces y hemos insistido en que debían hacer algo, pero ¿de qué ha servido? Vienen por aquí de vez en cuando, hacen un control y después no pasa nada. Yo no entiendo a qué está esperando la policía. ¿Cuántos jóvenes más tienen que morir intoxicados para que tomen alguna medida?
El jefe del puerto meneó la cabeza. Karin se removió. No tenía ninguna gana de lanzarse a una discusión acerca de cómo repartía la policía sus recursos.
—Lamentablemente, nosotros no podemos resolver ese problema en estos momentos —dijo Karin—, pero puedo hablar más tarde con nuestro prefecto de la policía provincial. ¿Cómo se efectúa la venta?
—Como la gente ya sabe cuándo llegan los barcos, la voz se va extendiendo. No es que nosotros pongamos un anuncio en el periódico o avisemos directamente. Se reúnen aquí en cuanto atraca el barco y empiezan a hablar con la tripulación, que también va al centro. Como es lógico, no podemos prohibirles que se muevan libremente por Slite. Suelen ir al restaurante, a la pizzería y al bar del pueblo. Allí se encuentran con sus clientes, si es que no lo han hecho ya aquí. Hemos tenido problemas también con algunos que han subido a bordo del barco, de manera que no hay ningún orden.
Karin estaba muy atenta.
—¿Sube la gente a bordo? ¿Y eso por qué?
—La tripulación rusa permanece aquí un día, a veces dos, y vienen con tanta frecuencia que no es raro que se relacionen con la gente del pueblo.
—¿Ligues, quizá?
—Sí, seguro que los hay.
—¿Han observado ustedes si se han dado casos de prostitución? —preguntó Karin.
—No, en cualquier caso no hemos visto nada de eso.
—¿Drogas?
—No lo sabemos, pero, claro está, no lo podemos descartar. En todo caso, si se hubiera producido una venta de ese tipo a cierta escala, creo que lo habríamos notado. Desde luego, nos parece que la venta de alcohol ya es lo suficientemente grave.
—¿Sabía que Peter Bovide estuvo aquí comprando bebida?
—No; me enteré cuando se empezó a hablar de él después del asesinato.
—¿Sabe usted si se relacionaba con los miembros de la tripulación rusa?
—No, no lo creo.
—¿Hay alguna otra persona que trabaje aquí y que fuera conocido de Peter?
—Es muy posible, pero no puedo señalar a nadie.
—Pero él era de Slite, y después de todo se habrá hablado de su muerte —insistió Karin—. ¿Me está diciendo en serio que no sabe de nadie que conociera a Peter Bovide?
—No, ya se lo he dicho.
Por su tono se notaba que el jefe del puerto, Roger Nilsson, estaba claramente irritado.
Knutas cambió de tema.
—¿Con qué frecuencia vienen los barcos?
—Antes venían dos veces al mes, pero a partir del uno de agosto duplicarán la frecuencia. La demanda de cemento aumenta sin cesar, y como no utilizamos toda la capacidad de producción de la fábrica, podemos incrementarla; entonces necesitamos más combustible para mantener los hornos en funcionamiento. Allí es donde la roca caliza se calcina y se transforma.
—Y usted, como jefe del puerto, ¿cómo lo ve?
—Es complicado. Por un lado, claro está, es bueno que crezca la demanda de cemento y que podamos aumentar la producción. Y por otro lado, podemos contar con que tendremos más problemas relacionados con la venta de alcohol.
Cuando se despidieron del jefe del puerto, los pensamientos se arremolinaban en la cabeza de Knutas. En realidad, ¿qué era aquello de que no había venta de drogas relacionada con los barcos que transportaban el carbón? ¿Podría ser que Peter Bovide consumiera drogas? ¿Anfetaminas, quizá? ¿Sería por eso por lo que tenía fuerzas para correr unos diez kilómetros diarios, dirigir una empresa, tener hijos pequeños y levantarse pronto todas las mañanas? Estaba deprimido a intervalos regulares y padecía epilepsia. El abuso de las drogas podía desencadenar esas enfermedades. También era posible que trapicheara con drogas sin que él las consumiera. ¿Le debería dinero a algún tipo peligroso? El modo de actuar apuntaba, en parte, en esa dirección. El asesinato se había perpetrado con un arma rusa y habían disparado a la víctima desde muy cerca, lo cual revelaba una brutalidad manifiesta; quizá se tratase de un asesino profesional.
Aunque había dos circunstancias que no encajaban en ese rompecabezas. La primera, que el agresor decidiera dispararle primero un tiro en la cabeza y luego, varios en el vientre. La segunda, que el arma fuese tan antigua. ¿Qué clase de asesino profesional o de narcotraficante despiadado iba a utilizar un arma de hacía setenta años?
A Knutas no le salía la ecuación.
E
l domingo por la noche Emma estaba en casa tumbada en el sofá del cuarto de estar viendo una película de acción en la televisión. Parecía interesante, pero era incapaz de concentrarse.
Las imágenes se sucedían en la pantalla: persecuciones de coches, hombres que intentaban atrapar a otros hombres entre un montón de gente…; lo clásico. Sobre todo ello flotaban los restos de su relación con Johan, como fragmentos rotos de un sueño que nunca se hubiera hecho realidad. La acosaban pensamientos molestos e incómodos, y se revolvía entre los cojines. Le resultaba imposible encontrar una postura cómoda.
Se encontraba sola en casa, abandonada a sus pensamientos. Su bronca de la semana anterior y el subsiguiente silencio de Johan la habían afectado profundamente. Al principio se enojó porque él la puso de vuelta y media; después, cuando se dio cuenta de que en realidad tenía razón, se avergonzó. Aunque estuviera dolida porque se había acostado con otra, en el fondo podía entender por qué había ocurrido.
Vio la cara de Johan delante de ella, lo triste que estaba en aquel banco. Se quedó pasmada y se sentó allí como una idiota hasta que él terminó, le entregó a Elin, se incorporó y se fue. El distanciamiento entre ellos era más que evidente. Quizá no quisiera volver a acercarse nunca más a ella. Corría el riesgo de que la puerta se hubiera cerrado para siempre.