Hasta Andreas parecía nervioso.
—¿No vas a llamarla? Puede que haya pasado algo.
Johan marcó el número del móvil de Emma. No hubo respuesta.
Empezaron a sonar las campanadas. Eran las cuatro. ¿Por qué no venía?
La pastora salió a la entrada y sonrió satisfecha.
—Ya es la hora.
En ese momento apareció un coche por la carretera de Fårö.
Johan, por fin, pudo respirar.
K
arin paseaba sola por la playa desierta. La temporada turística había terminado. Iba vestida con unos vaqueros arremangados y una camiseta, con un jersey echado sobre los hombros. Caminaba descalza sujetando las sandalias en la mano y sentía el agua tibia entre los dedos de los pies. El largo y caluroso verano había elevado la temperatura del mar hasta los veintiséis grados, algo increíble. Un cartel solitario en mitad de la playa informaba de la temperatura. ¿Quién mide la temperatura ahora?, se preguntó. ¿Y quién se ocupa de escribir ese cartel? Si no lo va a leer nadie, de todos modos.
Aunque las nubes se amontonaban sobre el mar, el aire era cálido. El pequeño puesto de helados de color turquesa estaba cerrado; su dueño había echado el cerrojo por el final de la temporada, y no abriría de nuevo hasta el año próximo. Se detuvo de espaldas al mar y deslizó la mirada sobre los bancos de arena y la linde del bosque, más arriba. En el borde del cámping estuvo instalada la caravana de Peter Bovide. Corría a lo largo de esa playa aquella fatídica mañana hacía apenas dos meses. Y allí se había encontrado a su asesino.
Cuánto tiempo parecía que había pasado. Era como si ella hubiera envejecido, cambiado. Guardaba un secreto que no sabía si sería capaz de cargar, y menos aún compartirlo con alguien.
Vera había dado a luz a una niña en aquel camarote. Todo salió bien. El parto duró menos de diez minutos.
A
ntes de abandonar el barco con el bebé y los recién estrenados padres, Karin les había exigido conocer la verdad.
El asesino al que la policía había estado buscando todo el tiempo, era una mujer. Y una mujer en avanzado estado de gestación. ¿Quién habría podido imaginárselo?
En aquel estrecho camarote, con su hija llena de sangre tumbada sobre su pecho, Vera reconoció que había matado a Peter Bovide y a Morgan Larsson. Antes de matarlos, les exigió que se pusieran de rodillas y pidieran perdón. Peter Bovide rogó y suplicó. Aseguró que el asesinato fue un error. Que Tanja no dejaba de gritar mientras abusaban de ella y Morgan le dio un golpe en la cabeza con una herramienta para hacerla callar. No tenía intención de golpearla tan fuerte. Tanja murió en el acto y los dos jóvenes se sintieron presa del pánico y la lanzaron por la borda sin pensárselo. Después ya fue demasiado tarde y huyeron precipitadamente de vuelta a Nynäshamn.
Su explicación no cambiaba las cosas. Vera ejecutó lo que se había propuesto.
La vieja pistola del ejército que tenía su padre entró clandestinamente desde Alemania en el camión de la mudanza. La había conservado como un recuerdo y le resultó útil. Durante todos aquellos años estuvo convencida de que los dos hombres de Gotska Sandön eran de Estocolmo y de que no los volvería a ver jamás, pero reconoció por casualidad a Peter Bovide en el supermercado de ICA, en Slite, y después no tardó mucho en localizar a Morgan Larsson. Supuso que él también era de Slite y empezó su búsqueda en las empresas grandes del lugar. Lo encontró en un álbum del personal de la fábrica de Cementa. No había cambiado.
Llevó a cabo su plan sin contarle nada a su marido. Pero después del asesinato de Morgan Larsson, Stefan descubrió que la pistola había desaparecido del armario cerrado del cuarto de estar. Le pidió explicaciones, la comprendió y decidió perdonarla. Él la quería y pronto iban a ser padres.
Juntos llegaron a la conclusión de que había muchas posibilidades de que la policía nunca dedujera que era la mujer embarazada de Kyllaj quien estaba detrás de los asesinatos. En ese caso, podían continuar con su vida se siempre.
Habían preparado un plan de fuga por si, contra todo pronóstico, Vera llegaba a ser sospechosa de esos asesinatos, y cuando Karin subió a bordo del barco de Gotska Sandön con un viejo recorte de periódico en la mano, Stefan comprendió que estaban tras la pista. Llamó a Vera y ella le fue a buscar a Fårösund cuando atracó el barco. Había preparado sus equipajes y llevaba dinero, los pasaportes y todo lo necesario. Para despistar a la policía, se dirigieron al aeropuerto y reservaron dos billetes a Estocolmo en el último vuelo de la tarde. Aparcaron el coche y facturaron. Pero, en vez de continuar hasta el control de seguridad, abandonaron el aeropuerto y tomaron un taxi hasta el barco que saldría a las ocho hacia Nynäshamn. Desde allí se trasladarían hasta el aeropuerto de Arlanda para coger un vuelo. Karin no quiso saber a dónde.
S
e sentó en la playa a contemplar el mar. Se preguntaba cómo se las habrían arreglado para evitar a la policía, y qué estarían haciendo justo en aquel momento.
Probablemente, ella también debería huir. Había permitido que escapara una persona con dos asesinatos a sus espaldas. No sabía por qué había tomado esa decisión. Quizá fuera por la trágica historia de las dos jóvenes que solo querían dormir en la playa bajo las estrellas aquella cálida noche de julio veinte años atrás. Aquella noche que destrozó a toda una familia. El padre se suicidó, la madre empezó a abusar de las pastillas y rompió el contacto con Vera. La dejó sola con la culpa.
Quizá, pensó Karin en su fuero interno, en el fondo era justo. Quizá la decisión fuera más fácil de tomar porque estuvo allí y la ayudó a dar a luz a su hija y, sobre todo, por el trauma que la había acompañado toda su vida. Ella probablemente no conocería nunca a su hija, a no ser que esta decidiera buscar a su madre biológica. Y aún no lo había hecho. Este año cumpliría ya los veinticinco. Karin no sabía quiénes eran sus padres adoptivos ni dónde se la habían llevado; lo único que sabía es que no seguía en Gotland.
Se preguntaba qué sabría su hija sobre sus orígenes. Esperaba que nadie le hubiera contado la verdad.
Karin pensaba en ella como Lydia, el nombre que le había puesto en secreto en aquella oscura sala de partos del hospital de Visby. El momento más feliz de su vida.
Nunca se lo perdonó a sus padres. Cuando se arrepintió y quiso quedarse con su hija, le dijeron que era imposible. Ya estaban firmados todos los papeles. En realidad, durante todo el embarazo nunca le preguntaron lo que quería hacer ni cómo se sentía. Dieron por hecho, sin más, que debía dar el niño en adopción.
F
ue un jueves por la tarde. Karin había salido a montar a caballo por el bosque, el caballo se cayó y se quedó cojo. Ella trató de guiarlo hasta casa. Por el camino de vuelta pasó junto a la granja solitaria del profesor de hípica y entró para pedirle que la dejase llamar por teléfono y llamar para pedir ayuda.
El profesor estaba solo en casa. Su mujer y los niños estaban de viaje, según le explicó. Dejaron el caballo en la cuadra y entraron en la casa.
La invitó a sentarse en el cuarto de estar y le sirvió un vaso de zumo antes de que ella llamara por teléfono.
En un abrir y cerrar de ojos, se le echó encima, le arrancó el jersey y los pantalones de montar y la violó allí, sobre la alfombra color vino. Aún podía recordar cómo arañaba su espalda desnuda.
Después pudo llamar. Su padre llegó a buscarlos a ella y el caballo. El profesor de hípica estuvo de lo más simpático, como si no hubiera pasado nada.
Karin no se lo contó a nadie, ni siquiera a sus padres. A veces se encontraba con el profesor en el pueblo, en correos o en la tienda; le daban nauseas al verlo. Él hacía como si nada.
Cuando no le llegó la menstruación y empezó a sentirse mal por las mañanas no dijo nada. Sentía mucha vergüenza. Al final no pudo más. Pese a los amplios jerséis, su madre observó su vientre abultado y la llevó al centro de salud. Estaba en el quinto mes del embarazo y era demasiado tarde para practicarle un aborto.
Al principio fue un alivio contárselo a sus padres. Aunque se sentía avergonzada y culpable, en el fondo sabía que no había sido culpa suya. Pero solo el hecho de que él hubiera estado dentro de sus bragas, dentro de ella, hacía que sintiera una extraña vergüenza. De todos modos, pensaba que, al conocer la verdad, sus padres se pondrían al frente de todo y exigirían una reparación. Que denunciarían al profesor de hípica, se ocuparían de que recibiera su merecido, harían pública la violación. Él tendría que responder ante su familia, sería condenado a pena de cárcel por el delito cometido. Al final se haría justicia.
Pero le chocó la reacción de sus padres. No quisieron denunciar al profesor de hípica ni hablar siquiera de lo que había ocurrido. Decidieron hacer como si no hubiera pasado nada, como si en el fondo no la creyesen. Karin jamás olvidaría aquella humillación. Le dijeron que, puesto que el embarazo estaba ya tan avanzado, la única alternativa que quedaba era dar al niño en adopción; no estaban dispuestos ni siquiera a discutir otra posibilidad. Karin no se opuso, quería borrar todas las huellas de la violación. Seguir siendo joven.
Cuando dio a luz, todo cambió. Entonces llegó el momento de la gran traición; se arrepintió y quiso quedarse con su hija. Con el tiempo, la afirmación de sus padres de que era imposible puesto que todos los papeles estaban ya firmados resultó ser una mentira. Algo se resquebrajó en su interior el día que dio a luz a su hija, para perderla casi al momento.
Karin había guardado para sí aquel secreto durante toda su vida adulta. Cuando terminó los estudios en la escuela básica se trasladó a Estocolmo y vivió en casa de unos parientes mientras estudiaba el bachillerato.
Después ingresó en la Escuela Superior de Policía. Cuando le ofrecieron hacer las prácticas de auxiliar de policía en Gotland, al principio dudó, pero finalmente aceptó. Pensó que debía seguir adelante, que había superado lo peor. A pesar de todo, ya habían pasado casi diez años. El profesor de hípica que la violó había muerto hacía tiempo, de modo que al menos no corría el riesgo de encontrárselo de nuevo. Sus padres, ya mayores, seguían viviendo en Tingstäde y ella los visitaba de vez en cuando, por mera educación.
Nunca hablaron del tema.
E
n realidad era una catástrofe que hubiera dejado escapar a Vera Norrström, un ser destrozado que había sido capaz de matar a tiros a dos personas. ¿Qué clase de madre iba a ser para su hija recién nacida? Pero ella había conseguido hacer realidad su venganza. Karin deseaba que Vera pudiera dejarlo todo atrás y que, a pesar de ello, fuera feliz con su marido y su hija.
Había fantaseado con la idea de contárselo a Knutas, pero comprendió que era imposible. Su carrera en el Cuerpo policial quedaría arruinada. En el fondo, ¿podía continuar en el seno de la policía con esos antecedentes? En ese momento no tenía ninguna respuesta. Solo otro secreto que callar.
S
e tumbó en la arena y cerró los ojos. Escuchó cómo rompían las olas en la orilla. En alta mar rugía la tormenta. La lluvia llegó lentamente, las gotas caían una a una en su rostro.
E
ste relato es pura ficción. Cualquier parecido entre los personajes de la novela y personajes reales es mera casualidad. A veces me he tomado la libertad de cambiar algunos aspectos de la realidad para favorecer la narración. Tal es el caso, por ejemplo, del seguimiento informativo de SVT (Televisión Pública Sueca) en Gotland, que en la novela se dirige desde Estocolmo. Dicho sea con todos los respetos para los informativos regionales de SVT, Östnytt, y para el Centro Territorial de Gotland, que está ubicado en Visby.
La descripción de los lugares que aparecen en el libro es fiel a la realidad, con escasas excepciones.
Ante todo, quiero dar las gracias a mi marido, el periodista Cenneth Niklasson, por su apoyo constante, lectura crítica, y su aportación de ideas.
Muchas gracias también a:
Gösta Svensson, antiguo comisario de la Policía Criminal de Visby.
Ulf Åsgård, psiquiatra.
Magnus Frank, comisario de Policía de Visby.
Martin Csatlos, miembro de la Unidad de Medicina Forense del Hospital de Solna.
Johan Gardelius, técnico criminalista de la Policía de Visby.
Sonny Björk, comisario de la Brigada Técnica de la Policía Provincial de Estocolmo.
Staffan Lindblom, jefe del puerto de Cementa, en Slite.
Torsten Lindqvist, capitán del
M/S Gotska Sandön
.
La asociación local de Gotska Sandön.
Los vigilantes de la isla de Gotska Sandön.
También quiero dar las gracias a mis queridos amigos escritores: ¡gracias por estar ahí!
Y a mis lectores particulares por sus valiosos comentarios:
Lena Allerstam, periodista de Televisión Sueca, SVT.
Lilian Andersson, editora de Bonnier Utbildning.
Kerstin Jungstedt, asesora de la asociación Provins fem.
Bosse Jungstedt, Surrea Design.
A mi editorial, Albert Bonniers Förlag, y sobre todo a mi editor, Jonas Axelsson, y a mi editora, Ulrika Åkerlund. A mis agentes, Bengt Nordin y Maria Enberg de la agencia Nordin.
Y por último, y muy especialmente, a mis maravillosos hijos Rebecka y Sebastian.
[1]
Varpa
: variante del juego de la petanca típica de la isla de Gotland. (
N. de la T.)
[2]
Systembolaget
es el monopolio estatal de tiendas de bebidas alcohólicas en Suecia. (
N. de la T.)