Cuando sus padres se ofrecieron a hacerse cargo de Elin durante unos días, aceptó agradecida. Necesitaba estar sola para analizarse en profundidad.
Volvió a preguntarse qué era, en el fondo, lo que le impedía estar con Johan. Lo había rechazado por un motivo. ¿Acaso pudo hacer otra cosa cuando él puso en peligro la vida de su hija? Pero nadie apoyó su forma de actuar, ni sus padres ni sus amigos. A todos les pareció que había sido demasiado dura, incluso a Olle, su exmarido. Desde que salía con una chica, Marianne, Olle veía con mejores ojos a Johan. A partir de entonces, su relación, antes acalorada, había mejorado mucho, incluido el cuidado común de sus hijos, Sara y Filip. Ahora los dos estaban con Olle y Marianne pasando dos semanas en Creta.
A los niños les gustaba Johan y él había mostrado claramente que les tenía cariño. El trabajo tampoco suponía un obstáculo, podía trabajar por libre desde Gotland o buscar empleo en alguno de los periódicos o las radios locales.
Se sentó en el sofá. Apagó el televisor. ¿Por qué le ponía freno a un futuro con Johan? ¿Le tenía miedo al verdadero amor? ¿Acaso creía en su fuero interno que ella no se lo merecía?
La intuición la iluminó con toda claridad. Era ella y nadie más la que se empeñaba en poner palos en las ruedas, y si no acababa con eso de una vez por todas, perdería a Johan para siempre.
Le entraron las prisas y se levantó del sofá. Ahora sabía lo que debía hacer; solo confiaba en que no fuera demasiado tarde.
E
l barco apareció a lo lejos. Una embarcación parecida a una gabarra se dibujaba en el horizonte. Eran las ocho de la tarde, y la puesta de sol teñía el cielo de rojo. Pia y Johan estaban sentados en un promontorio con la vista puesta en el mar. Se habían llevado un pollo asado y unas cervezas, querían que todo pareciera como si fueran una pareja normal y corriente que había decidido hacer un picnic al atardecer. Comieron en silencio. Pia tenía unos prismáticos, que de vez en cuando empleaba para echar un vistazo.
—Ahora se dirige hacia aquí.
Johan le cogió los prismáticos. Efectivamente, el barco había cambiado el rumbo y viraba despacio hacia tierra. Antes habían estado abajo, en el área portuaria, observando las instalaciones. Todo parecía tranquilo, como la calma que precede a la tormenta. Pia había quedado a las nueve con el amigo que trabajaba en el puerto. Era estibador, y oficialmente ellos eran unos amigos que iban a saludarlo y aprovechar, al mismo tiempo, para comprar bebida a los rusos. El amigo, que se llamaba Viktor, les había contado que cuando llegaba el barco siempre se juntaba un montón de gente en el muelle. Nadie advertiría su presencia.
Johan respondía con monosílabos a los intentos de Pia de mantener una conversación. Pensaba en Emma y no tenía ganas de hablar.
—¿En qué estás pensando? Pareces totalmente ido —dijo Pia abriendo la nevera—. ¿Quieres otra lata?
—Sí, gracias.
Dio un buen trago a la cerveza fría. Encendió un cigarrillo.
—¿Desde cuándo fumas? ¿Cómo te encuentras realmente?
Pia agarró el paquete y sacó un cigarrillo.
—¿Y lo dices tú, que además mascas tabaco? Bah, es lo de siempre y se llama Emma.
—No entiendo por qué vosotros dos nunca podéis estar juntos. ¿A qué jugáis? Hasta una gallina ciega puede ver que sois el uno para el otro.
—Sí, pero es muy complicado.
—Pues entonces no lo hagáis aún más difícil. Es decir, a mí me parece que es muy humano que Emma reaccionara con pánico después del secuestro; lo que me sorprende es que tú no lo comprendas.
Johan se puso de pie.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que yo no comprendo?
—Lo difícil que ha sido todo para Emma, prácticamente desde que te conoció. Claro está que no quería seguir contigo después del secuestro; desde su punto de vista, fuiste tú quien puso a Elin en peligro. Se ha encerrado ahí y por eso lo más fácil para ella es evitarte. Luego está todo lo demás, su divorcio, tú, que nunca llevas una vida organizada, quiero decir que parece que no eres capaz de decidir si vas a quedarte en la Península o si vas a vivir en Gotland, y entonces ella tiene que estar aquí y cargar con toda la responsabilidad e intentar conciliarlo con los hijos de su matrimonio anterior, Olle y tú y Elin. ¿Cuánto te has esforzado por tratar de comprenderla? Tú siempre eres endiabladamente empático y ético cuando trabajas, y andas con que hay que tener consideración con esto y con lo otro, pero ¿cuánta consideración tienes a la hora de la verdad, cuando se trata de tu vida personal y de las personas que tienes más cerca de ti?
Pia terminó su sermón con unos buenos tragos de cerveza.
Johan se quedó desconcertado, mirándola fijamente.
—¿Por qué no me has dicho todo esto antes?
—Lo he intentado, en pequeñas dosis, pero no me escuchas.
Johan era incapaz de articular palabra. El teléfono de Pia sonó antes de que él se hubiera calmado.
—Era Viktor —dijo después de terminar la conversación—. Ya es la hora.
B
ajaron hasta el puerto y aparcaron el coche a una distancia prudencial de las enormes verjas de hierro que daban acceso al recinto portuario propiamente dicho.
Por debajo de su ligera camisa, Pia iba provista de una cámara y un micrófono invisibles, con la cazadora encima. El barco estaba a punto de atracar. Había llegado con una hora de adelanto sobre el horario previsto. Johan se preguntaba qué carga llevaría a bordo además del combustible. El jefe del puerto con el que había hablado ese mismo día le había explicado que el carbón se descargaba a través de tubos que se acoplaban al barco, y desde allí iba directamente a los grandes silos que había dentro de la fábrica. La operación costaba unas horas. Después, lo cargaban de cemento, y permanecía en el puerto uno o dos días.
Sintió que se le aceleraba el pulso.
Varias personas bajaban hasta el muelle. Estibadores, el jefe del puerto y otros que probablemente esperaban poder comprar alcohol, pero que, lo mismo que Pia y él, fingían que solo estaban allí mirando.
Cuando el barco atracó, enseguida se abrió una escotilla por la que salieron varios hombres de aspecto tosco. Pia le dio unos golpecitos en el costado a Johan.
—Tipos rudos —silbó ella—. A propósito, estoy grabando. Me voy a acercar a ver lo que pasa por allí.
Su compañera le guiñó un ojo, y entre dos botones de la cazadora, él vislumbró el objetivo de la cámara.
La tripulación del barco saltó a tierra. Uno encendió un cigarrillo mientras miraba expectante a su alrededor. Otro conocía de manera ostensible a algunas de las personas que estaban en el muelle y las abrazó, lisonjero. Hablaban y hacían bromas. Empezó a verse actividad alrededor del barco y el jefe del puerto comenzó a impartir órdenes. La descarga se inició inmediatamente y enseguida empezó a retumbar un motor. Johan supuso que ya se había puesto en marcha el trasvase del carbón.
Él se había camuflado con unas gafas de sol y una gorra en la cabeza calada hasta las orejas porque no quería arriesgarse a que lo reconocieran. Aparecía con cierta frecuencia en la pantalla, aunque fuera reportero y no presentador.
Miró a su alrededor y, efectivamente, allí había un grupo de hombres que miraban expectantes hacia el barco. Como no podía hacer gran cosa, se sentó en un bidón a esperar. Junto a la pasarela, había dos tipos y parecía que estaban haciendo algún negocio. Uno de ellos cogió botellas de una caja y el otro cobró. Los billetes cambiaban de mano y la venta se producía abiertamente. Johan confiaba en que Pia lo estuviera grabando y miró a ver si la localizaba.
Vio que estaba al lado de Viktor mientras este compraba alcohol a uno de los hombres que estaba junto a la pasarela.
Cuando la compra hubo finalizado, Pia subió sin más a bordo del barco.
J
ohan no sabía qué hacer. ¿Debería seguirla?
No tuvo que pensarlo mucho. De pronto, oyó las sirenas de la policía y cuatro coches aparcaron con un frenazo brusco en el muelle. En pocos minutos, una decena de policías habían subido a bordo del barco, mientras otros detenían a gente en tierra. Parecía que Knutas no estaba presente, pero Johan distinguió a Karin Jacobsson en medio del tumulto.
No pasó mucho tiempo antes de que empezara a salir gente del barco. Pia estaba atrapada entre dos policías corpulentos que la empujaron sin contemplaciones hacia delante, pasarela abajo. Johan vio entonces a Knutas, que se dirigía hacia Pia con la cara encendida.
—¿Qué demonios haces tú aquí? —rugió—. ¿A qué crees que te dedicas?
Ella no se mordió la lengua.
—Estamos ejerciendo nuestro derecho a cubrir los acontecimientos que queramos y en el momento que queramos. ¿O qué te has figurado, que tenemos que llamar a la policía para pedir permiso cada vez que vamos a hacer un reportaje?
—¡Maldita sea! Podéis echar a perder toda la investigación. Sacadla fuera de aquí —ordenó a sus colegas.
Al instante Knutas vio a Johan.
—¡Y tú también! ¡No puedes mantenerte al margen de nuestro trabajo!
Desde que apareció en los informativos de televisión el reportaje de la obra de Stenkyrkehuk que Johan había realizado, Knutas se mostraba irritado y bastante seco con él. Ahora estaba furioso.
—¿Cómo cojones va a poder trabajar la policía si a cada paso tenemos periodistas pisándonos los talones? ¿Cómo vamos a poder hacer nuestra investigación si estáis merodeando a nuestro alrededor todo el tiempo?
Johan se cabreó.
—¿De qué demonios estás hablando? Este es un sitio público y nosotros solo hacemos nuestro trabajo. Exactamente igual que vosotros.
—¡Largaos de aquí! —gritó Knutas—. Antes de que os arreste.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? ¿Alteración del orden público o provocar daños a terceros? ¡Joder!, a eso lo llamo yo amenazar a la prensa.
Los policías que habían agarrado a Pia ya la habían soltado y ella se acercó a Johan y lo asió del brazo.
—Vámonos de aquí —le dijo en voz baja—. Nos largamos. Ya tenemos lo que necesitamos.
Johan la siguió a regañadientes. Meneó la cabeza en dirección a Knutas mientras murmuraba algo ininteligible.
—Tienes suerte de que no haya oído lo que has dicho —bufó Knutas—. ¡Ándate con mucho ojo!
K
nutas se mecía en su vieja silla de roble, cuyo asiento de piel brillaba por el desgaste. Contrastaba radicalmente con el resto de la decoración del despacho. Habían renovado la comisaría un par de años antes siguiendo el escueto estilo escandinavo con paredes blancas. Los antiguos ficheros habían sido sustituidos por muebles sencillos de abedul claro y líneas rectas. Pero él se negó a desprenderse de su silla favorita; estimulaba sus pensamientos. Tanto la silla como la pipa, que justo en ese momento estaba cargando con esmero. Casi nunca la encendía, pero al pellizcar y tocar aquel tabaco que olía tan bien lo ayudaba a encauzar su pensamiento.
Había acudido a la comisaría, a pesar de que era domingo por la tarde, para tener tiempo de repasar los interrogatorios realizados durante el fin de semana a la tripulación del barco ruso. Desde su punto de vista, el resultado de la operación era más bien pobre. Es verdad que se incautaron de cientos de litros de vodka ruso y detuvieron a unas cuantas personas, acusadas de venta ilegal, pero todo ese trabajo fue infructuroso: no habían descubierto nada que permitiera avanzar en la investigación del asesinato.
La búsqueda del arma continuaba sin tregua. Habían registrado a todos los habitantes de Gotland con licencia de armas, pero no encontraron en ninguna parte la Korovin utilizada en el asesinato. La policía sabía perfectamente que había gran cantidad de armas ilegales en los hogares suecos. Durante unos meses, a intervalos regulares de varios años, se promulgaba en el país una amnistía durante la cual cualquiera podía entregar anónimamente sus armas a la policía sin correr el riesgo de ser sancionado. Durante el último período de amnistía se habían recogido diecisiete mil armas en tres meses.
Knutas apoyó la frente en las manos. Había algo en toda aquella investigación que era absolutamente erróneo. Solo que no podía descubrir qué.
L
os despiadados rayos del sol la sorprendieron enroscada como una lombriz dentro de su saco de dormir. Tardó un rato en despertarse del todo, pero lo primero que sintió fue un agudo malestar en el estómago.
Entornó los ojos por la luz, y oyó voces en la playa. Se incorporó con ciertas dificultades hasta sentarse y levantó uno de los laterales del cortaviento. Un grupo de diez a quince personas paseaba por allí. Rondaban los cincuenta años e iban ataviados con mochilas, sombreros y calzado cómodo. Destacaba del murmullo general alguna risa aislada. Siguieron su paseo despreocupadamente; alguien le lanzó una mirada, pero enseguida volvió la cabeza. Nadie le prestó atención.
El saco de dormir que había al lado del suyo estaba vacío. Llevaba puesto el reloj; eran las once y cuarto. ¡Santo cielo! ¿Cómo había podido dormir hasta tan tarde? Volvió a mirar fuera. No se veía a Tanja por ningún sitio. ¿Se habría ido a dar un paseo o estaría nadando más allá? Entonces, se le despejó la cabeza y recordó lo que había pasado la noche anterior: los chicos de Estocolmo. Lo habían pasado bien, hicieron una barbacoa, se bañaron y bebieron un montón de cervezas y de copas. Uno de ellos tenía una guitarra; se había enamorado un poco de él oyéndole tocar. Y de repente se sintió mal y no pudo seguir con ellos, todo le daba vueltas. Tuvo que tumbarse un rato. Se excusó diciendo que tenía que hacer pis, salió e hizo sus necesidades, vomitó en los carrizos y luego se metió en el saco de dormir detrás del cortaviento. Había pensado echarse solo un rato, hasta que se le pasara el mareo, pero debió de quedarse dormida.
Levantó otra vez el lateral del cortaviento y miró hacia el mar. El barco ya no estaba allí. Se volvió a hundir en el saco de dormir. Tenía la garganta seca, hacía mucho calor y estaba sedienta. Se levantó tambaleándose, buscó una botella de agua y bebió. Hizo pis entre los pinos y luego se lavó en el mar. La cabeza le daba vueltas y estaba muerta de preocupación. ¿Dónde andaría su hermana? ¿Y si le había pasado algo?
—¡Tanja! —gritó tan alto como pudo.
Recorrió la playa solitaria de un lado a otro sin encontrarla. Siguió buscando en el pinar que había en lo alto. Cuanto más la buscaba, más preocupada se sentía. Aquella playa paradisíaca se volvió de repente amenazadora e inhóspita.