Esta cuestión no era del interés de Lance, que se apresuró a preguntar:
—¿Crees que haya ido al puesto de policía?
—Sí. Y no habrá querido decir nada a nadie, por temor a que alguien la oyera.
—¿Crees que puede haber visto a alguien manipulando en los alimentos?
Tía Effie le dirigió una rápida mirada.
—Es posible, ¿no te parece?
—Sí, supongo que sí. —Y agregó a modo de disculpa—: Todo esto me resulta tan inverosímil. Como una historia detectivesca.
—La mujer de Percival es enfermera —dijo la señorita Ramsbatton.
El comentario parecía tener cierta relación con sus anteriores insinuaciones y Lance la miró con expresión intrigada.
—Las enfermeras de los hospitales están acostumbradas a manejar drogas —explicó.
—Pero ese veneno... taxina..., ¿se emplea en Medicina?
—Creo que lo sacan de los tejos. Algunas veces los niños comen esos frutos por descuido y se ponen gravísimos. Recuerdo un caso cuando era pequeña. Me causó gran impresión. No lo he olvidado. Las cosas que se recuerdan a veces resultan útiles.
Lance alzó las cejas.
—El afecto natural es una cosa —continuó la señorita Ramsbatton—, y supongo que yo siento tanto como los demás, pero no voy a transigir con la perfidia. La maldad debe ser aniquilada.
—Se ha marchado sin decirme palabra —decía la señora Crump, alzando su rostro acalorado de la masa que extendía sobre el mármol—. Marcharse sin decir una palabra a nadie. ¡La muy ladina! Tuvo miedo de que no la dejaran irse y vaya si
se lo hubiera impedido
si la pesco. ¡Vaya una ocurrencia! Con la muerte del señor, y el señorito Lance viniendo a esta casa de la que falta desde hace tantos años, voy yo y le digo a Crump: «Tenga o no el día libre, yo sé cuál es mi obligación.» Hoy no vamos a dar una cena fría como todos los jueves, sino como es debido. Un caballero que llega del extranjero con su esposa, que pertenece a la aristocracia... tiene que encontrar las cosas bien hechas. Usted ya me conoce, señorita, sabe que tengo mi orgullo.
Mary Dove, que escuchaba aquellas confidencias, asintió con la cabeza.
—¿Y qué es lo que me contestó Crump? —La cocinera alzó la voz—. «Es mi día libre y voy a salir», eso es lo que dijo. «Y al cuerno la aristocracia.» No tiene el menor orgullo profesional. De modo que se marchó y yo le dije a Gladys qué tendría que arreglárselas sola. Lo único que respondió fue; «Está bien, señora Crump», y en cuanto doy media vuelta,
se larga
. Al fin y al cabo, no era
su
día de salida.
Ella
sale los viernes. ¿Cómo vamos a componérnoslas ahora? ¡No lo sé! Gracias a Dios, el señorito Lance no ha traído a su esposa.
—Ya lo arreglaremos, señora Crump, si simplifica un poco el menú. —La voz de Mary Dove era a la vez consoladora y autoritaria. Y le hizo algunas sugerencias. La señora Crump asentía de mala gana—. Creo que podré atender a la mesa con toda facilidad —concluyó Mary.
—¿Quiere decir que usted servirá, señorita? —La señora Crump no parecía muy convencida.
—Lo haré, si Gladys no regresa a tiempo.
—
No
volverá —dijo la señora Crump—. Estará callejeando, y gastándose el dinero en las tiendas. Ahora tiene novio, aunque cueste creerlo. Se llama Alberto. Me dijo que piensan casarse para la primavera. Esas chicas no saben lo que es el matrimonio. ¡Lo que yo he tenido que pasar con Crump! —Suspiró y luego dijo en tono normal—: ¿Y qué hay del té, señorita? ¿Quién lo retirará y lavará las tazas?
—Yo —repuso Mary—, Iré ahora mismo.
Todavía no se habían encendido las luces de la sala, a pesar de que Adela Fortescue seguía sentada en el sofá tras la mesita del té.
—¿Quiere que encienda la luz, señora Fortescue? —preguntó Mary, sin obtener respuesta.
Mary hizo girar el interruptor y luego dirigióse a la ventana para cerrar las cortinas. Y sólo entonces, cuando volvió la cabeza, vio el rostro de la mujer caída sobre los almohadones. A su lado había un bollito untado de miel a medio comer y su taza de té estaba medio llena. La muerte había sorprendido a Adela Fortescue repentinamente.
—¿Y bien? —preguntó el inspector Neele impaciente.
El doctor repuso con toda prontitud:
—Cianuro... cianuro potásico, lo más probable... en el té.
—Cianuro —murmuró Neele.
El doctor le miraba con cierta curiosidad.
—Lo está tomando muy a pecho... ¿hay alguna razón especial?
—La creíamos una asesina —replicó Neele.
—Y ha resultado ser la víctima. ¡Hum! Ahora tendrá que empezar de nuevo, ¿verdad?
Neele asintió con rostro grave y las mandíbulas apretadas.
¡Envenenada! Y ante sus mismas narices. Taxina en el desayuno de Rex Fortescue, y cianuro en el té de Adela Fortescue. Seguía siendo un asunto familiar. O por lo menos lo parecía.
Adela Fortescue, Jennifer Fortescue, Elaine Fortescue y el recién llegado Lance Fortescue, habían tomado el té en la biblioteca. Lance había subido a ver a la señorita Ramsbatton, Jennifer a su habitación a escribir unas cartas. Elaine fue la última en abandonar la biblioteca. Según ella, Adela parecía encontrarse en perfecto estado de salud y acababa de servirse la ultima taza de té.
¡La ultima taza de té! Sí, desde luego
había sido
la última.
Y después de esto, un espacio en blanco de veinte minutos, Hasta que Mary Lo ve había entrado en la estancia y descubierto al cadáver.
Y durante esos veinte minutos...
El inspector Neele agitó la cabeza y se encaminó a la cocina.
La gruesa figura de la señora Crump, que ya no se mostraba beligerante, apenas se movió al verle entrar.
—¿Dónde está esa chica? ¿No ha vuelto todavía?
—¿Gladys? No... no ha vuelto... Ni volverá, supongo, hasta las once.
—¿Dice usted qué preparó el té y lo sirvió?
—Yo no lo toqué. Dios lo sabe. Y lo que es más, no creo que Gladys hiciera nada que no debiera. Nunca haría una cosa así... Gladys es una buena chica, señor... un poco tonta... eso es todo... pero mala no.
No, Neele no pensaba que Gladys fuera una mala chica; ni podía imaginarla envenenando a nadie. Y de todos modos no se encontró cianuro en la tetera.
—¿Pero por qué se marchó tan de repente? Usted dijo que hoy no le tocaba salir.
—No, señor. Mañana es su día libre.
—¿Y Crump...?
La agresividad de la cocinera volvió a resurgir, y su voz se elevó notablemente.
—No meta a Crump en esto. Crump no tiene nada que ver. Se marchó a las tres... y ahora me alegro de que lo hiciera. Estaba tan lejos de aquí como el propio señorito Percival.
Percival Fortescue acababa de regresar de Londres... siendo recibido por las sorprendentes noticias de esta segunda tragedia.
—Yo no iba a acusar a Crump —repuso Neele de buen talante—. Sólo me preguntaba si sabría algo de los planes de Gladys.
—Se había puesto sus mejores medias —dijo la señora Crump—. Debía tramar algo. ¡No me diga! Si ni siquiera se entretuvo en preparar bocadillos para el té. ¡Oh, sí!, debía llevar algo entre manos.
Ya me oirá
cuando vuelva...
—Cuando vuelva...
Una ligera inquietud apoderóse de Neele, y para librarse de ella subió al dormitorio de Adela Fortescue. Era una habitación muy lujosa... cortinas de brocado rosa, y una gran cama dorada, una de las puertas daba a un cuarto de baño de grandes espejos cuya bañera era de porcelana color orquídea. Más allá del cuarto de baño y por una puerta de comunicación, se llegaba al vestidor de Rex Fortescue. Neele volvió al dormitorio de Adela, y por la puerta del lado opuesto penetró en su saloncito.
Aquella habitación estaba amueblada al estilo Imperio, y la mullida alfombra era de color rosa, Neele sólo le echó una ojeada, puesto que ya le había dedicado toda su atención el día anterior... y especialmente al elegante escritorio.
No obstante, algo llamó su atención. En el centro de la alfombra había una partícula de barro.
Neele inclinóse para recogerlo. Todavía estaba húmedo.
Miró a su alrededor... no se veía huella alguna... sólo aquel diminuto fragmento de barro.
El inspector Neele contempló el dormitorio que ocupaba Gladys Martin. Eran más de las once... Crump había regresado hacia media hora... pero Gladys seguía sin dar señales de vida. El inspector Neele miró a su alrededor. Sea cual fuera la educación recibida, era evidente que su instinto natural era el desorden. La cama estaba a medio hacer, y las ventanas entreabiertas... Sin embargo, los hábitos personales de Gladys no le interesaban de momento. Y comenzó a inspeccionar sus pertenencias.
Estas consistían en su mayor parte en ropas baratas y bastante usadas. Había muy poca cosa aprovechable o de buena calidad. Ellen, la doncella mayor, que había subido para ayudarle, no pudo decir qué vestido faltaba, ya que no sabía los que tenía Gladys. Luego pasaron revista al contenido de los cajones donde la joven guardaba sus tesoros. Había postales y recortes de periódicos sobre el modo de confeccionar un jersey, consejos de belleza, modistería y orientaciones sobre la moda.
El inspector Neele los fue clasificando en varias categorías. Las postales, consistían en su mayor parte en vistas de varios lugares donde seguramente debió pasar sus vacaciones. Entre ellas había tres firmadas «Bert», Bert debía ser el «joven» a quien se refirió la señora Crump. La primera decía: «Todo va bien. Te echo mucho de menos. Siempre tuyo, Bert.» La segunda: «Por aquí hay muchas chicas bonitas, pero ninguna que pueda compararse contigo. Te veré pronto. No olvides nuestra cita. Y recuerda que después de esto... viviremos siempre felices.» Y la tercera simplemente: «No lo olvides. Confío en ti. Te quiere, B.»
Luego, Neele fue revisando los recortes de periódicos y ordenándolos en tres montones. En uno fue poniendo los que hablaban de modas y belleza, en otros los de cine, cuyo tema era la vida de las estrellas y a los que Gladys parecía muy aficionada, como también se sentía atraída por las maravillas de la ciencia. Encontró recortes acerca de los platillos volantes, armas secretas, drogas empleadas por los rusos para obligar a confesar, y otras descubiertas por doctores americanos. Toda la fascinación de nuestro siglo veinte. Pero en aquella habitación no había nada que pudiera darle una pista para conocer el motivo de su desesperación. No escribía su diario, ni esperaba que así fuese, pero era una remota posibilidad. Ni encontró ninguna carta a medio escribir donde explicara algo que viera en la casa y que pudiese tener relación con la muerte de Rex Fortescue. Sea lo que fuere lo que había visto u oído, no había el menor rastro para averiguarlo. Aún quedaba por descifrar por qué la segunda bandeja se había quedado en el vestíbulo, y por qué Gladys desapareció tan de repente.
Con un suspiro, Neele abandonó la estancia, cerrando la puerta tras sí.
Al disponerse a descender la pequeña escalera de caracol oyó un ruido de pasos precipitados procedentes del piso inferior.
El rostro agitado del sargento Hay le miró desde el pie de la escalera, y jadeando le dijo:
—Señor. ¡Señor! La hemos encontrado...
—¿Encontrado?
—Ha sido la doncella, señor... Ellen... recordó que no había recogido la ropa que estaba tendida... delante de la puerta posterior. De modo que salió con una linterna para cogerla y casi se cae encima de ella... estaba estrangulada... con una media alrededor del cuello... Lleva muerta unas cuatro horas. Y, señor..., es una broma malvada... tenía
una pinza de la ropa en la nariz...
Una anciana que viajaba en un tren había comprado tres periódicos de la mañana, y cada uno de ellos, cuando los hubo leído y vuelto a doblar dejándolos sobre el asiento, mostraron los mismos titulares. Ya no se trataba de un párrafo pequeño escondido en algún rincón del periódico. La triple tragedia de Villa del Tejo aparecía en letras mayúsculas y en primera página.
La anciana señora, sentada muy erguida, miraba por la ventanilla con los labios apretados y una expresión de disgusto en su rostro blanco y sonrosado, surcado da arrugas. La señorita Marple había salido de Saint Mary Mead en el primer tren, haciendo transbordo en el empalme para dirigirse a Londres, y allí tomó otro tren para dirigirse a Baydon Heath.
Una vez en la estación, llamó a un taxi dando orden al chofer de que la llevara a Villa del Tejo. La señorita Marple era una viejecita tan encantadora, inocente, blanca y sonrosada, que consiguió entrar en aquella casa, ahora convertida en una fortaleza en estado de sitio, con mucha más facilidad de lo que nadie hubiera creído. A pesar de que un ejército de periodistas y fotógrafos quedó detenido en la verja por la policía, la señorita Marple pudo llegar a la puerta principal sin que le hicieran la menor pregunta, pues nadie consideró que pudiera ser otra cosa que una anciana pariente de la familia.
La señorita Marple pagó el taxi contando cuidadosamente cada moneda, y —luego hizo sonar el timbre. Crump abrióle la puerta y la señorita Marple le dirigió una mirada experta.
«Ojos esquivos —díjose—. Y está asustadísimo.»
Crump vio a una anciana alta y delgada, con un traje sastre anticuado, un par de chalinas y un sombrero de fieltro con un ala de pájaro, cargada con un enorme bolso y una maleta pasada de moda, pero de buena calidad, que depositó en el suelo. Crump, que sabía distinguir a una señora en cuanto la veía, dijo con su tono más respetuoso:
—¿Diga, señora?
—¿Podría ver a la señora, por favor? —dijo la señorita Marple.
Crump se retiró para dejarla pasar, y cogiendo su maleta la depositó en el recibidor.
—Bien, señora —dijo el mayordomo vacilando—, pero no sé exactamente...
La señorita Marple le ayudó.
—He venido para hablar de esa pobre chica que ha sido asesinada, Gladys Martin.
—¡Oh!, ya comprendo, señora. Bien, en ese caso... —se interrumpió mirando hacia la puerta de la biblioteca, donde acababa de aparecer una mujer alta—. Es la esposa del señor Lance Fortescue, señora —dijo.
Pat acercóse a la señorita Marple; ésta no esperaba encontrar en aquella casa a nadie como Patricia Fortescue. El interior era como lo había imaginado, pero Pat no cuadraba en aquel marco.
—Se trata de Gladys, señora —dijo Crump a modo de explicación.
—¿Quiere pasar aquí? —Pat habló con cierta vacilación—. Estaremos solas.