A pesar de que no suelo utilizar ese tipo de expresiones, me salió sin pensar. Por un lado le hacía ver que estaba enfadada de verdad y por otro, había sido una manera de desahogar mi irritación.
Se quedó callada por un momento.
—Ah —le dije—, si vas a salir, te quiero aquí a las nueve para cenar.
Enrojeció. Vi que estaba tan enfadada como yo.
—¿Quéééééé?
—Lo que has oído —repetí caminando hacia la puerta. Antes de cerrar me volví y le dije.
—Y no le vuelvas a llamar «tío». Tiene nombre, ¿enterada? Y ni se te ocurra desobedecerme.
Cerré de un portazo con toda la intención. No es que me sintiera mejor por actuar de ese modo, y no me paré a pensar si era justo o no. Se me había agotado la paciencia. Decidí salir a pasear para calmarme. Necesitaba aire fresco y alejarme de mis hijos.
Llegué hasta la fuente de la Roca, llamada así porque el agua brota directamente de ella. Bebí un poco dejando que el agua helada del invierno se deslizara por mi garganta. Estaba tan fría que me hizo toser. Observé el paisaje solitario y verde que me rodeaba y los recuerdos me invadieron. Pensé en las veces que había jugado con mi hermana, mis primas y las niñas vecinas en esos parajes. Las vueltas que había dado en bicicleta y hasta el primer beso que me dio Alfredo, así se llamaba aquel muchacho pelirrojo que conocí a los dieciséis años. Nunca volví a verlo; me pregunté que habría sido de él. Estábamos sentados sobre la hierba, a dos pasos del riachuelo casi en penumbra cuando acercó su boca a la mía y nos besamos por primera vez.
Me hizo gracia pensar en ello. Todos los días volvíamos en bicicleta y nos parábamos a beber en la fuente. Era cuando nos adentrábamos bajo los árboles y nos besábamos escondidos en la oscuridad para que nadie nos viera. Estábamos a pocos metros de casa, y no quiero imaginar si mi padre hubiese llegado a enterarse, con lo anticuado que era para esas cosas.
Cometí el error de contárselo a una de mis primas y ella no tardó en decírselo a su madre, que a su vez llamó a la mía para darle todos los detalles, por supuesto exagerando tanto que los besos inocentes pasaron a convertirse en sesiones de tórridas escenas de manoseo y otras cosas que escandalizaron a mi madre. Ante el interrogatorio al que me sometió, lo negué todo, acusando a mi prima de confabular contra mi porque me tenía envidia. Aún hoy estoy segura de que ese fue el motivo por el que Ana Rosa me traicionó. Para mi madre, la que mentía era yo, ya que no entraba en su cabeza que la mujer del tío Tomás inventara semejante cosa solo por fastidiarme, así que lo solucionó enseguida poniendo tierra de por medio. Dos días después nos fuimos del pueblo, adelantando la vuelta a casa. Me quedé desolada y nunca más volví a saber del chico. Le escribí una carta de despedida, que le dejé a una amiga para que se la diera. Me imagino que nunca llegó a sus manos.
Con mi prima Ana Rosa coincido algunos veranos cuando deja Barcelona, donde vive con su familia, y se viene de vacaciones. Nunca le eché en cara lo sucedido, ya que al verano siguiente Alfredo había pasado a la prehistoria y estaba locamente enamorada de otro chico del instituto que, para mi desgracia, no me hacía ni el menor caso.
«No pienso en otra cosa que en Sergio», escribí la noche del domingo. «No tengo en la cabeza otro pensamiento que no sea él. Cierro los ojos y veo su sonrisa, su mirada, sueño con sus besos…»
El trayecto a casa se me hizo interminable. Llovía y el tráfico era constante, mi madre decidió quedarse unos días más para estar con mi hermana, haciéndome prometer que la llamaría en caso de necesitarla. Ni Vicky ni Dani hablaron dos palabras durante el viaje, cosa que agradecí, y Alex iba ensimismado con la Nintendo. Yo apenas me había dirigido a ellos, solo lo imprescindible y para darles órdenes. No se atrevieron a desobedecerme ni a mostrarse impertinentes. Yo seguía muy enfadada y no tenía intención de olvidar tan pronto el desastroso fin de semana que me habían dado.
Cuando llegamos a casa estaba agotada. Le pedí a Vicky que encargara una pizza para cenar mientras me sumergía en un baño de espuma con la intención de relajarme. No sé cuánto tiempo estuve dentro de la bañera; mucho, pero no me apetecía moverme. Estaba con los ojos cerrados recordando los besos de Sergio cuando Vicky entró y me pasó el móvil.
—Mamá, te llaman.
Su voz no sonó con el tono de chulería con que se había dirigido a mi en los últimos días, todo lo contrario, me habló con tanta suavidad que me sorprendió.
—Es Sergio —añadió bajando los ojos.
Toda la tensión y nervios que había pasado se esfumaron de repente al escuchar su voz al otro lado de la línea.
Me llamaba para saber cómo me había ido, si había llegado bien y sin complicaciones, también para avisarme de que había surgido un imprevisto y tenía que viajar sustituyendo a Félix toda la semana, por lo que no nos veríamos hasta el sábado.
Confieso que me sentí decepcionada.
—¿Qué ha pasado para ese cambio de planes?
—Él tiene que atender otras cosas aquí de las que yo no suelo ocuparme.
—Pues teniendo en cuenta que habla mucho más que tú, sería mejor que fuera él —dije—, aunque si tienes que tratar con una mujer, tú eres mucho más… cómo diría yo… guapo, encantador, sexy… y muchas más cosas que no puedo decir por teléfono —añadí intentando bromear.
Le oí reírse.
—¿En serio me consideras todo eso? ¡Interesante!
—Humm… más o menos.
—Puedo decirte que no voy a tratar con ninguna mujer y te aseguro que estoy deseando verte.
—¿Me llamarás?
—Te llamaré todos los días. Y dime, ¿pensarás en mi un poquito?
—No pienso en otra cosa, Sergio —me sinceré.
No sé por qué me sentí triste, él debió advertirlo.
—Paula, ¿estás bien?
—Sí, sí… muy bien.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
Me preguntó cómo me iba con los niños pero no quise lamentarme ni quejarme. Suspiré.
—Supongo que es cuestión de tiempo —dije sin creer yo misma lo que decía.
—Claro, Paula. Ya verás como todo se soluciona —afirmó convencido.
Se despidió con un beso, lo que me hizo sonreír. Cuando colgué me sentí mucho mejor a pesar de todo. Ya en la cama no dejé de darle vueltas a todo lo sucedido. Sentí como nunca la necesidad de tener a alguien a mi lado. En una palabra, de tener a Sergio Lambert en mi vida. Decidí que iba a luchar porque nuestra relación funcionara. No iba a permitir que el egoísmo adolescente de mis hijos estropeara lo que el destino parecía estar dispuesto a ofrecerme, quizás una relación estable, o una relación pasajera, ya me daba igual. Solo quería sentir sus besos, sus caricias… Deseaba tener sexo, ¿por qué no? Ya iba siendo hora, mi cuerpo me lo pedía a gritos… tanto que me excitaba pensándolo. Soñaba con volver a ser deseable, atractiva, seductora, sexy… ¿Dónde había quedado todo eso? No estaba muy segura, pero tenía que volver a descubrirlo.
Que Miguel llamara a los niños el viernes para que pasaran el sábado con él me lo puso fácil. Estaba entusiasmada con la idea de que estaría libre las suficientes horas como para estar sola con Sergio. Solos los dos. Ni me lo podía creer.
Miguel llegó a recogerlos a las doce. Subió. Apresuré a mis hijos para que no le hicieran esperar. Más que nada porque no tenía ganas de hablar con él.
—¿Cómo te va, Paula? —me preguntó entrando en el salón detrás de Mi.
—Bien —contesté sin mirarle.
—Me alegro.
No sé si se alegraba o no. Me importaba bien poco. Yo solo quería que se fuera de una vez.
—¿Estás saliendo con el tío ese con el que te vi el otro día?
Otro que lo llamaba «tío» con lo que me ofendía esa palabra dicha en ese tono.
Le miré y sonreí sarcástica.
—¿Qué pasa, Miguel? ¿Acaso te importa?
Los chicos entraron ya preparados y no llegó a responderme. No sé por qué me dio la impresión de que le molestaba y deseaba indagar. «Lo tendría fácil si preguntara a los niños», pensé. No me quería ni imaginar lo que serían capaces de decir después de lo ocurrido en el fin de semana. A saber… pero seguro que nada bueno.
Con el móvil en la mano me pregunté si debía de llamarlo o no. Tal vez debiera esperar a que lo hiciera él. Caminé de un lado a otro del pasillo sin decidirme durante unos minutos hasta que por fin marqué el número. Me respondió enseguida y no sé por qué me puse tan nerviosa. Hasta me tembló la voz.
—Tengo todo el día libre —le dije después de saludarlo y preguntarle cómo le había ido.
Ahora esperaba impaciente que dijera: ¿Voy?¿Vienes?
—¿Qué hacemos? —preguntó.
«¿Cómo?», dije para mi misma. «Por Dios, Sergio, reacciona. Quiero sexo, ¿es que no lo ves?», estuve a punto de decirle.
—¿Quedamos? —me atreví a sugerir.
—Sí.
—Vale. ¿Quieres que vaya o vienes tú? —dije al fin viendo que no se decidía.
—Ven.
—Estupendo. Estaré ahí en media hora.
Cuando colgué, sonreí. Tenía razón Sandra, estaba visto que era yo la que tenía que lanzarme. No me reconocí a mi misma. ¿Tan desesperada estaba? Oh, no, por Dios, espero que no piense que soy una mujer al borde de la cuarentena hambrienta de sexo y lujuria… me moría de vergüenza solo con la idea de que pudiera dar esa imagen.
Media hora después estaba llamando al timbre de su apartamento.
El sexo con Sergio es hummmm… Tengo que admitir que me sorprendió. Detrás de su timidez, de su ternura, se esconde un Sergio desconocido, apasionado, excitante, divertido, sexy…
Él vestía una camisa azul oscura remangada hasta los codos y un pantalón vaquero claro. Parecía que acababa de lavarse o de afeitarse. Percibí el olor a jabón o espuma de afeitar, quizás a loción de after shave o colonia, no lo sé con exactitud. Me besó con suavidad en los labios y nos abrazamos.
Me ayudó a quitarme el abrigo, que colgó en una percha y colocó en un pequeño armario que había en el hall.
—Ven —dijo—. Te enseñaré mi guarida.
Me cogió de la mano y recorrimos su apartamento. Es pequeño pero muy acogedor, muy luminoso, con grandes ventanales que dan a la playa. Estaba observando la bonita vista al mar cuando él se acercó. Me besó despacio en la boca y luego por el cuello.
Me sentí turbada y me estremecí temblando con el contacto de sus labios en mi piel.
—No puedo creer que estemos por fin los dos solos —murmuró.
Siguió besándome y yo lo deseé de tal forma que ni me reconocía. Le cogí las manos y las coloqué sobre mi blusa. Quería que me tocara, deseaba sentir sus dedos desnudándome, tal y como me lo había imaginado tantas veces…
—Ven —dijo sofocado.
Ya en la habitación desabrochó los botones uno por uno, despacio, sin dejar de mirarme en un silencio extraño, sensual, excitante… acarició mis senos por encima del sujetador, que quitó con una mano, para continuar beso a beso hasta meterse el pezón en la boca, primero uno, luego el otro. Yo estaba tan excitada que solté un gemido. Volvía a sentirme deseable y eso me emocionó.
—Sergio… —susurré.
Era la primera vez que me iba a la cama con un hombre que no era mi exmarido. Al contrario de lo que había pensado, no sentí pudor ni vergüenza. Dejé que deslizara sus manos por debajo de la falda y acariciara mis muslos mientras yo me agarraba a su cabello. Me encanta su pelo, oscuro, fuerte… hundir mis manos en su cabeza y revolverlo con mis dedos.
Tumbada de espaldas en la cama vi cómo se quitaba la camisa y el pantalón quedándose con un bóxer de color claro que marcaba su fuerte erección. Se inclinó sobre mi y mientras me besaba deslizó su mano hasta mi pubis, que acarició hasta hacerme gemir. Después descendió con su lengua hasta el ombligo donde se paró, se incorporó y fue deslizando las braguitas tan lentamente que creí que no aguantaría ni un segundo más.
—Sigue —supliqué—. No te pares.
Con sus dedos volvió a acariciarme entre los muslos y luego sentí el contacto de sus labios y su lengua donde había puesto sus dedos.
Me excité tanto que casi perdí el control. Tiré de su pelo con suavidad para hacerle ver que quería que entrara en mi, deseaba sentirlo dentro…
—Paula —me susurró al oído con decepción—. No tengo ni un solo preservativo.
Sonreí.
—No importa. Tranquilo.
Yo no podía quedarme embarazada. Hasta ese momento no me di cuenta de que nunca se lo había dicho.
«¿Soy virgen de nuevo?», me pregunté, porque a pesar de la excitación, de que estaba loca por tenerlo dentro, sentí un fuerte resquemor cuando me penetró, y de mi boca salió un quejido.
—¿Te he hecho daño? —preguntó preocupado.
—Hace tanto tiempo… —susurré.
Me besó.
Se movió despacio, con mucha delicadeza, hasta que empecé a sentir deliciosas sensaciones por todo mi cuerpo.
¿Desde cuándo no había tenido sexo con un hombre? Ni lo recordaba…
Me hizo vibrar, temblar, gemir, pronunciar su nombre… luego aumentó el ritmo haciéndome sentir un orgasmo tan intenso que me sacudió entera y poco me faltó para gritar.
Hummm… solo recordarlo me excita, me sonrojo y me rio sola.
Lo hicimos otra vez más antes de que nuestro cuerpo hambriento reclamara que lo alimentáramos. Decidimos pedir la comida a un restaurante italiano, ninguno de los dos quería moverse de casa.
Envuelta en un albornoz de Sergio, aspirando su aroma de Armani, me arreglé en el cuarto de baño. Cuando llegué a la cocina él preparaba una ensalada.
—¿En qué puedo ayudarte, Sergio? —pregunté.
—En nada. Eres mi invitada.
—No puedo creer que también sepas cocinar —exclamé viendo la buena pinta que tenía la ensalada.
—Sé hacer muy pocas cosas…
Sonreí.
—¿A qué hora tienes que volver a casa? —me preguntó.
—No hay prisa. No volverán hasta la noche, después de cenar.
—¿Tenemos toda la tarde para nosotros solos?
Suspiré.
—Eso creo…
Disfruté de la compañía de Sergio segundo a segundo. Hicimos el amor hasta quedar agotados y desfallecidos. Dormimos un rato abrazados, nos hicimos confidencias, nos reímos, nos duchamos juntos…
Echados sobre la cama le besaba recorriendo su cuello y su rostro palmo a palmo. Me fijé en que tenía una pequeña cicatriz en la frente, casi invisible. La toqué con mi dedo.
—¿Cómo te la hiciste? —le pregunté con curiosidad.