Tenemos una casa familiar que perteneció a mis abuelos y que ahora es de mi madre. Cuando se repartió la herencia, mi tío Tomás se quedó con las tierras y ella con la casa.
Es antigua, de dos plantas, grande. Ha sido reformada varias veces. La última, este verano pasado cuando se cambiaron las ventanas de madera por unas nuevas de aluminio con doble cristal. Dispone de un jardín delantero y una parcela trasera donde hay diversos árboles, y está situada en pleno campo, a las afueras, a un kilómetro de lo que es el pueblo.
Llegamos cerca de las nueve, y viendo las caras que tenían mis hijos mayores cuando bajamos del coche, fui incapaz de mencionar a Sergio ni de avisarles de su llegada al día siguiente. Nos repartimos en las habitaciones como era nuestra costumbre y agradecí que la calefacción estuviera encendida, ya que la casa es muy fría, y más cuando había estado tres meses cerrada. Mi hermana se había encargado de dejarlo todo a punto para nuestra llegada, apareció a los cinco minutos junto a mi sobrina Marta.
Vicky, que estaba enfadada y ni se había molestado en dirigirme la palabra, cambió su gesto en cuanto vio a su prima. No tardaron en escabullirse para ir hablar de sus cosas. Vicky le lleva catorce meses y cuando están juntas son como uña y carne. También tengo dos sobrinos varones que están estudiando en la universidad y, según me dijo Maribel, no tenían intención alguna de aparecer por el pueblo en esos días, así que hasta Navidad no volveré a verlos. A mi hermana la encontré como siempre, algo más delgada que en el verano, y le dije lo guapa que estaba. Sé lo mucho que le agrada oírlo, sobre todo porque tiene una lucha constante con las calorías y se pasa la vida pendiente de la báscula.
—Tú sí que estás guapa —me dijo—. Pero como sigas así vas a desaparecer. Seguro que no comes nada…
No sé por qué se empeñan en decirme siempre lo mismo. Me cuido lo justo y como de todo. Creo que se siente mejor si piensa que solo como lechuga y yogures desnatados, y no es verdad. Siempre fuimos muy distintas, no nos parecemos, ni nadie nos saca parentesco cuando estamos juntas. Ella siempre fue de constitución más fuerte y de menos estatura que yo. Será cosa de los genes. No soy científica ni tengo ni idea de por qué cada una ha salido a una rama distinta de la familia. Ni siquiera tenemos gustos similares. Recuerdo que desde pequeña sintió interés en ayudar a mi madre en las tareas caseras, mientras que yo intentaba huir siempre que me ordenaba algo relacionado con la casa. Maribel no tardó en aprender a cocinar e incluso era capaz de coser, cuando yo apenas sabía enhebrar una aguja, y lo poco que sé fue gracias a las monjitas y sus clases de labores que, por otro lado, no me agradaban gran cosa. Prefería perderme en cualquier rincón y leer todo tipo de libros que llegaran a mis manos. Según mi madre, siempre estaba en las nubes, y según mi padre, soñaba despierta.
En un momento que nos quedamos las dos solas le hablé de Sergio y que llegaría al día siguiente.
—¿Estás saliendo con un hombre y no me lo has dicho? —preguntó con los ojos abiertos como platos.
—Oh… no, no es lo que crees. Solo somos amigos.
—¿Amigos? —preguntó decepcionada.
—De momento…
—Humm… eso ya me gusta más. ¿Cómo es?
Sonreí.
—Mañana lo conocerás —afirmé.
Me confirmó que al día siguiente comeríamos todos en su casa. Pensaba hacer una riquísima paella de marisco, plato que nos encanta a todos. Y se mostró ilusionada con la idea de conocer a Sergio.
Miró el reloj y llamó a Marta, que estaba arriba con Vicky.
—Vicky está insoportable —le dije.
—¿Y eso?
—Parece que me culpa de todos sus males, como obligarla a venir y a estar alejada de su nuevo chico, novio o lo que sea… No abrió la boca en todo el trayecto. Se puso los auriculares y fue escuchando música hasta que llegamos. Ni siquiera cuando paramos a cenar en el restaurante se dignó a decir una palabra. Mejor dicho, solo habló para pedir un plato combinado, nada más.
Las dos bajaban por la escalera riéndose, pero en cuanto mi hija me vio dejó de reírse y puso gesto de enfado.
Marta por supuesto quiso quedarse a dormir pero mi hermana no cedió por mucho que las chicas insistieron.
—Ya os veréis mañana. —Pero mamá… —protestó mi sobrina.
—Sí, anda, déjala. Tendrán que hablar de sus cosas —afirmé.
Maribel se negó. Y no sé por qué.
Se fueron y Vicky me acusó de no haber insistido bastante.
—Vale, mamá. Genial. Gracias por tu ayuda. Podías haber insistido un poco más.
¿Habría algo en lo que yo no tuviera la culpa?, me dije
.
Estoy harta de discutir y reñir, así que no hice ningún caso a sus palabras. En cuanto acabe de escribir esto, me iré a la cama. Mañana tengo que ir a buscar a Sergio a la entrada del pueblo para traerlo hasta casa. Deseo que pasen las horas y tenerlo aquí. Me hace mucha ilusión. No sé cómo saldrá todo. Me muero de ganas de saberlo.
Al final me dormí bastante tarde y, por primera vez, soñé con él. Era un sueño inquietante que me hizo despertar sobresaltada. Nada de sexo, ni de amor… solo sombras extrañas, lágrimas y arrepentimientos. Eso me hizo ponerme alerta, sentí que era como un presagio aunque enseguida rechacé la idea. No tenía por qué ser así. Esperaba de todo corazón que no lo fuera.
A las once y media aparqué el coche junto al cruce que daba a la carretera principal. Sergio me había llamado poco antes para avisarme de que estaba muy cerca.
Apagué el contacto y puse el freno de mano. No tardó en aparecer. Salí del coche y me acerqué al suyo. Estaba empezando a llover. Bajó el cristal de la ventanilla y me sonrió.
—Hola —le dije inclinándome hacia él—, ¿qué tal?
Sus ojos claros me parecieron más azules que nunca, y su sonrisa como siempre encantadora.
—Hola. Muy bien, sobre todo ahora que te he vuelto a ver.
Yo también sonreí.
—¿Me sigues?
—Hasta el fin del mundo.
Me reí. Volví al coche. Él me siguió hasta casa.
Alex estaba en el jardín con un balón de fútbol ajeno a la lluvia que caía sobre él. Sonrió al vernos.
—Hola, Alejandro —le dijo Sergio.
—Hola.
—Está lloviendo, Alex. Vamos dentro.
Entramos directamente a la cocina. Es muy amplia y luminosa gracias a las dos grandes ventanas, una con vistas al jardín y otra a los manzanos de la parte de atrás.
—Sergio —dijo mi madre—, me alegro mucho de que hayas decidido venir.
Él sonrió. Abrió la bolsa que llevaba en la mano y sacó una caja de bombones con los que la obsequió. Después, un paquete de golosinas que le dio a Alex.
—Gracias —dijo entusiasmado mientras intentaba abrirlo.
Le advertí de que no se lo comiera todo, porque era muy capaz. No escuché ningún ruido ni vi que mis otros hijos aparecieran por ningún lado así que le pregunté a mi madre.
Me dijo que habían salido detrás de mi. Que Vicky había afirmado que ya nos vería luego, y su hermano para no ser menos, lo mismo.
Me fastidió, y mucho. Pero ya habíamos tenido un pequeño incidente en el desayuno cuando les anuncié la llegada de Sergio.
—¿Qué? —había dicho Vicky sorprendida—. ¿Hablas en serio?
—Sí. Así que por favor, comportaros…
—¿Y dónde va a dormir? —preguntó mi hija.
—En tu habitación. Tú dormirás en la cama mueble que hay en la salita —contestó su abuela por mi—, y ni se te ocurra protestar.
—Genial, mamá. Yo no puedo ver a mi novio pero tú te traes al tuyo sin preguntarnos siquiera…
—Ya te he dicho que es un amigo, Vicky —le contesté sin alterarme lo más mínimo.
—¡Ja! —exclamó—. Y yo me lo creo.
—¿Sergio es tu novio? —preguntó Alex mirándome con una risita.
—Claro, idiota. ¿Por qué crees que lo ha invitado a venir? —contestó Dani.
—Idiota tú —chilló su hermano.
Me levanté de la silla y me fui al hall. Mientras me ponía el abrigo y buscaba las llaves del coche escuché decir a mi madre:
—Escuchadme bien, vosotros dos. Espero que no nos arruinéis estos días con vuestras tonterías. Creo que ya sois mayorcitos para entender las cosas… y dejad a vuestra madre tranquila.
Esta vez, estaba de mi parte.
Después de enseñarle la casa a Sergio e indicarle cuál era su habitación volvimos a bajar seguidos de Alex, que no parecía tener ninguna intención de despegarse de mi lado.
Salimos al jardín. Seguía lloviendo.
—Puedes guardar tu coche —le dije dirigiéndome al garaje.
El garaje había sido una antigua cuadra que se había acondicionado años atrás y que usábamos para los automóviles, las bicicletas y todo tipo de trastos inútiles que se van amontando muchas veces para nada.
Dejé que se instalara en su cuarto y esperé en la cocina.
—¿Por qué les dejaste salir? —pregunté molesta—. Les dije que esperaran.
—Para el caso que me hacen…
Marqué el número de móvil de Vicky pensando que pasaría de cogerlo, pero contestó:
—Mamá… —dijo.
—¿Dónde estás? ¿Por qué no has esperado?
—¿Para eso me llamas? —contestó a la defensiva—. Ya os veré luego.
Me contuve para no soltarle un grito.
—¿Está tu hermano contigo?
—No. Y no tengo ni idea de dónde está. No soy su niñera, ¿vale?
Suspiré. Pretendía aguarme la fiesta, de ahí su tono hostil e impertinente.
—Ya hablaremos —le contesté.
—¿Algo más? —preguntó con chulería—. ¿O puedo colgar?
Fui yo quien colgó primero. Respiré hondo y me dije que no, no iba a permitir que me amargaran el fin de semana.
Sergio no tardó en aparecer. Sonrió al verme y le devolví la sonrisa. Fue como un regalo después del momento tenso que había tenido con mi hija.
—Ha dejado de llover —dijo mi madre, mirando por la ventana—. Podéis aprovechar para salir un poco.
—¿Vamos? —le pregunté acercándome.
—Vamos.
Con quien no contaba yo era con Alex, que al vernos salir se pegó a nosotros mostrando su deseo de acompañarnos.
—Bien —le dije—, pero ponte el anorak, que hace frío.
Paseamos por los alrededores. Vimos varios tractores y una decena de vacas pastando en los prados verdes. Me crucé con dos vecinas que me saludaron.
—Paulita, ¿qué tal? —me dijo Felisa, una señora amiga de mi madre y de su misma edad que siempre que nos ve se para a charlar—. ¿Ha venido tu madre también?
Odio que me llame Paulita, pero sonreí.
—Sí, está en casa, Felisa.
—Pues luego iré a saludarla. ¡Vaya, cómo has crecido! —dijo mirando a Alex.
También observó a Sergio de arriba abajo, seguro que estaba preguntándose quién sería. Pues se iba a quedar con las ganas de averiguarlo porque no tenía intención de presentárselo.
—Nos vamos —dije sin perder la sonrisa.
—¿Dando un paseo? —preguntó otra vecina que se acercaba con una de sus hijas.
Ya me pareció demasiada reunión para una estrecha calle y excesiva curiosidad, así que tiré del brazo de Sergio.
—Tenemos prisa —alegué.
Sé que si hubiera vuelto la vista atrás las hubiera encontrado observándonos.
—Ya tienen tema de cotilleo —le dije a Sergio en voz baja.
Él se rio.
—Seguro que sí, Paulita —dijo burlándose y riéndose.
—Eh… no te rías —le dije mientras le empujaba.
Me cogió de la mano y seguimos caminando durante unos minutos hasta que Alex, que iba unos pasos adelante, nos miró, puso gesto de sorpresa y vino hacia nosotros metiéndose en medio y separándonos. Se aferró a mi con fuerza como cuando era pequeño y dejó a Sergio descolgado como queriendo hacerle ver que solo él podía ir conmigo de ese modo.
«Empezamos bien», pensé. Ahora se ha puesto celoso…
Miré a Sergio, que se encogió de hombros sonriendo.
Después de una larga caminata regresamos para coger el coche e irnos hasta el puerto a tomar una cerveza. Fuimos en el suyo, un precioso BMW deportivo de color azul oscuro que había comprado pocos meses antes en Alemania. Yo le iba indicando el camino, mientras Alex no paraba de hablar asombrado por lo «guay» que le parecía el coche de Sergio, y afirmando convencido que el nuestro, un Ford Focus de solo un año de antigüedad, era más o menos un cacharro.
Cuando llegamos a casa de mi hermana una hora después,
Scooby
, el perro, salió a recibirnos ladrando y saltando loco de contento. Es un precioso setter inglés que tiene cinco años y es uno más de la familia. Le hice unas cuantas caricias evitando que me pusiera las patas encima y me ensuciara el abrigo. Enseguida apareció mi hermana con mi cuñado, que nos hicieron pasar dentro. E
n el hall hice las presentaciones de rigor. Sergio estrechó la mano de Arturo y besó a Maribel en la mejilla.
—¿Qué tal, Paula? —preguntó Arturo después de darme un beso.
—Bien, ¿y tú?
—Como siempre, sin novedades.
—¿Qué queréis tomar? —preguntó mi cuñado ya en el salón.
—Yo nada —contesté—. Ya he tomado una caña. No me apetece más…
Sergio eligió Ain vino y nos sentamos en el salón a charlar un poco. No sé por qué salió el tema de que Arturo había empezado a ir al gimnasio. Yo me reí mucho y me burlé de él.
—¿Has entrado en la crisis de los cuarenta y pico? —le dije.
—Más bien la cercanía de los cincuenta —bromeó Maribel.
Los dos son extrovertidos, sobre todo mi cuñado, por lo que pasamos un rato muy agradable los cuatro juntos. Alex se había quedado jugando con una pelota en el jardín.
Cuando dejamos a los hombres solos, mi hermana y yo nos dirigimos a la cocina.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Maribel poniendo una risita nerviosa—. Es guapísimo. Por Dios, Paula, dime que sois algo más que amigos…
Me reí. Raramente coincidimos en los gustos sobre hombres. A mi nunca me gustaron los chicos de los que ella se enamoraba aunque fuera platónicamente.
—Pero si es muy feo —solía decirle yo en aquellos años de la adolescencia.
—Tú qué sabrás, no tienes ni idea, además eres una cría —me decía toda ofendida.
Detestaba que me repitiera a todas horas que era una cría. Yo quería ser mayor, tener diecisiete años y poder pintarme los ojos como hacía ella entonces o ponerme rimel, pero solo tenía trece y tenía que conformarme con probar ante el espejo encerrada en el baño sin que se enterara, pues si había algo que Maribel no soportaba era que anduviera con sus cosas. Cuando descubrió que había estado usando su barra de labios tuvimos una pelea tremenda que mi madre solucionó castigándome y haciéndome prometer que jamás volvería a tocar sus cosas. Promesa que por supuesto no cumplí.