Sonrió.
—Me caí de la bicicleta cuando era pequeño. ¿Y tú tienes alguna cicatriz?
—La de la cesárea.
—Esa no cuenta. Déjame ver…
Me apartó la ropa de la cama y se dedicó a contemplar mi cuerpo desnudo hasta que me quejé de frío.
—Aquí —dijo señalando mi rodilla.
Es verdad, tengo una cicatriz en la rodilla izquierda de una caída cuando era niña. Aparte de esa no tengo más. Nunca fui muy marimacho. No me gustaban los juegos arriesgados ni subirme a las alturas. Intentaba por todos los medios no partirme ningún hueso ni que me llevaran a poner puntos como a muchas de mis amigas e incluso a mi hermana, que era muy aficionada a caerse de la bicicleta o de cualquier sitio al que hubiese trepado dando numerosos sustos a mis padres, que salían corriendo para urgencias con ella en brazos.
Me besó en la rodilla y siguió ascendiendo lamiendo con su lengua.
—No —susurré—. No puedo más.
—¿En serio? —preguntó—. Deja que lo dude.
Me reí.
—Ya verás como sí puedes… —dijo hundiendo su rostro entre mis piernas.
Me volvió loca con su lengua. Literalmente me derretí. Ya no recordaba lo maravilloso que podía ser el sexo. Tampoco podía suponer que Sergio fuera tan buen amante. Acabó por conquistarme del todo.
Yo no había tenido más sexo que con Miguel. Con él dejé de ser virgen a los diecinueve años. No fue en el Renault Cinco, donde nos habíamos besado y acariciado hasta la saciedad. Yo no deseaba que mi primera vez fuera en un coche, no me parecía nada romántico ni nada serio. Un compañero de Miguel le dejó las llaves de un apartamento que compartía con otros estudiantes durante un fin de semana. Ahí nos pasamos horas. Recuerdo que estábamos en junio, a últimos de curso, y mentí a mi madre diciéndole que pasaría el día estudiando en casa de una amiga.
No sentí nada especial. No fue horrible, como algunas decían, ni maravilloso, como afirmaban otras. No sentí un dolor inmenso ni tampoco un exquisito placer. No me produjo ningún remordimiento ni ningún trauma. Me encargué de tomar la píldora como todas las demás y continuamos deleitándonos con el placer del sexo en cuanto tuvimos ocasión. Por supuesto fuimos mejorando, y disfrutamos mucho más una vez casados.
Ahora intento recordar cómo era nuestra sexualidad en los últimos tiempos, antes de su marcha. Creo que al final solo era sexo, sin más. No estoy segura de que hubiera complicidad y delirio, puede que en ocasiones sí y en otras no. Tal vez se convirtió en una rutina que había que cumplir y que, dicho sea de paso, cumplíamos cada vez menos. No estoy muy segura tampoco. Nunca me había quejado de las artes amatorias de Miguel, pero después de nacer Alejandro sí noté la falta de caricias, besos… Como si lo único que le importara fuera el acto en sí. Muchas veces había pensado más en él o solo en sí mismo, eso también lo había notado.
Me pregunto si cuando estaba con Sonia pensaba o hablaban de mi… ¿Le comentaría cómo era nuestra vida íntima? Tal vez se quejaba o se lamentaba… y por eso ella estaba tan dispuesta a complacerlo. Yo no creo que nos fuera mal del todo. No sé si dejó de desearme mucho antes o si cuando lo hacía conmigo se imaginaba que estaba con ella. Me hubiera gustado saberlo.
El sexo con Sergio había sido distinto. Tal vez porque hacía tanto tiempo que no estaba con un hombre que lo viví de diferente forma. Sergio se había esforzado por complacerme al máximo, y vaya si lo había logrado.
Me sentí tan relajada que me deje llevar y los orgasmos habían sido increíbles.
Fui feliz durante las horas que viví en su apartamento. Es más, no deseaba irme. Quería permanecer a su lado toda la noche, todo el día siguiente, el fin de semana entero… Pensar que poco después tenía que volver a la realidad de mi casa, mis hijos y el encuentro con Miguel, me hacía desear que el tiempo se detuviera en ese mismo instante en que Sergio me besaba para despedirse de mi, al lado del portal.
Sin embargo lo convencí para que subiera. Al principio no quería. Pienso que tenía miedo por mis hijos, aunque no me dijo el motivo. Yo deseaba con toda el alma que Miguel lo encontrara sentado en el sofá, demostrándole que él ya no me hacía ninguna falta y tenía a un hombre fantástico a mi lado.
Tal y como me imaginé, el rostro de Miguel cambió de color cuando vio a Sergio. Esta vez se lo presenté. Se saludaron con cordialidad aunque sin mucho entusiasmo, e incluso me pareció notar una especie de tensión flotando en el aire.
Después de que se saludaran, se despidió de los chicos y se encaminó hacia la puerta. Lo acompañé.
—¿Qué tal los niños? ¿Se han portado bien? —pregunté por decir algo.
—Sí —contestó sin mirarme—. Vicky se fue después de comer. ¿No la has visto? Dijo que vendría a estudiar un rato antes de salir.
Ignoré su pregunta. A él no le importaba nada si yo había estado en casa o no. Le sonreí.
—Adiós, Miguel.
—Adiós.
Cerré la puerta satisfecha. Cuando volví al salón, Alex le enseñaba a Sergio un videojuego nuevo y una camiseta de fútbol que su padre le había comprado.
—Mira, mamá —me dijo—. Es guay…
—Sí, ya lo veo. Venga, ahora a la cama.
Vi su gesto enfurruñado.
—Ni siquiera lo has mirado.
En ese momento me di cuenta de que mi otro hijo, Daniel, no estaba en el salón. Me imaginé que se había ido a la habitación. Fui con la intención de poder intercambiar al menos alguna palabra con él, ya que no había dicho ni una sola desde que había llegado con su padre.
—Mira todo lo que me ha comprado papá —me dijo cuando me vio.
—A ver… ufff… Se ha gastado medio sueldo.
Se rio. —
Ya… ¿A que mola? —preguntó mostrándome un MP3 nuevo.
—Pero si ya tienes uno.
—No funciona bien. Y además, este es mucho mejor…
—Dani, espero que entiendas que el dinero no es la solución para todo en esta vida. Hay cosas mucho más importantes, ¿lo sabes?
No lo dije por molestarle. Me salió tal y como lo pensaba y sigo pensando.
Puso un gesto de desagrado.
—¿Por qué te parece mal? —preguntó con rabia—. ¡No es nada malo que nos haga un regalo!
—No, no es nada malo, pero necesitas otras cosas de tu padre, Dani. No solo regalos.
No me respondió.
—De todos modos si lo ha querido así, me parece bien —dije tratando de arreglarlo.
—Ya —contestó como si no me creyera—, seguro… y vete, que quiero acostarme.
—Está bien. Buenas noches.
Intentar darle un beso es inútil. Se cree muy mayor para que su madre le demuestre afecto, aunque sea en privado. Me esquiva y me dice: «Déjame que no soy ningún bebé», por lo que ya no me atrevo ni a probar. Aun así me acerqué a él, y me soltó un bufido alejándose de mí.
«Qué difícil es todo con este niño», pensé malhumorada. Volví al salón donde Alejandro mantenía una conversación con Sergio sobre baloncesto que me hizo sonreír.
—Venga, Alex. No seas pesado y vete a la cama.
Él, a diferencia de su hermano, sí se dejó besar. También me abrazó con fuerza. No quería soltarse, casi tuve que llevarlo a rastras hasta la habitación. A pesar de que ha hecho nueve años el siete de septiembre, sigue deseando mis mimos, lo que me hace muy feliz.
Sergio y yo nos quedamos solos en el salón. Me volvió a besar en los labios una y otra vez. Me froté contra él mientras le besaba el cuello y sentí sus manos en mis senos sobre la blusa. Sin embargo, fui consciente de que no era el momento ni el lugar apropiados. Los chicos podían aparecer por la puerta y Vicky no tardaría en llegar.
—No, Sergio, aquí no.
—Humm… estoy loco por ti —dijo.
Me encantó oírlo.
—Yo también… —confesé—. Y después de lo de hoy, mucho más —añadí bromeando.
Sonrió.
Vicky apareció poco después. Volvía más temprano que otras veces.
—Hola —dijo desde el pasillo—, ¿hay alguien?
«¿A qué vendría eso?», me pregunté. ¿Cómo no iba a ver nadie a esas horas? ¿Acaso no veía la luz?
—Estoy aquí, Vicky —respondí mirando a Sergio, que sonrió.
Mi hija entró y puso una mueca de disgusto al vernos.
—Vienes muy temprano… —dije.
Se encogió de hombros.
—Estoy cansada —afirmó sin mirarme.
—¿Sabes que mañana cumple dieciocho años, Sergio?
—Vaya, Vicky. Felicidades.
—Gracias —contestó sin ganas.
—Bien, es mejor que me vaya. Es muy tarde —dijo Sergio poniéndose de pie—. Adiós, Vicky.
Ella hizo un gesto moviendo la cabeza pero no contestó.
Le acompañé hasta la puerta.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó.
Le aseguré que dormir, pues me sentía agotada.
—¿Pensarás en mí? —preguntó poniéndome una miradita tierna.
—Humm… —Me besó en los labios.
—Mañana…
—Mañana tengo que ir a buscar a mi madre a la estación y además vendrá Sandra… y… bueno, también puedes venir a tomar un trozo de tarta.
—No sé. Mejor no… no sea que fastidie la fiesta a tus hijos —dijo bromeando.
—Como quieras.
Me volvió a besar.
—Buenas noches, preciosa.
Esperé a verlo abrir la puerta del ascensor. Luego cerré con llave. Desde que Miguel no vivía en casa me había acostumbrado a cerrar del todo.
Entré en el salón. Vicky estaba en la butaca mirando la tele.
—¿Qué tal te ha ido el día? —pregunté.
Se encogió de hombros. No parecía que tuviera ganas de hablar.
—¿Te pasa algo?
—Te llamé esta tarde.
Eso sí que no lo esperaba. Me cogió desprevenida. Hasta me sonrojé, como si me hubiera pillado haciendo algo malo.
—¿Cuándo? —acerté a decir.
—A las cuatro. Cuando volví a casa. Me pareció raro que no estuvieras —dijo mirándome a los ojos como queriendo indagar—. Y que no hubieras comido aquí…
—¿Eh…? Fui a comer con Sergio —contesté.
Había tardado en responder nerviosa por su pregunta. Me miró con descaro.
—Ya…
—¿Qué tal con papá? —pregunté tratando de desviar la conversación.
—¿Follas con él? —dijo de pronto.
Me dejó helada y la miré perpleja.
—¿Eh? Vicky, por favor —dije tratando de no enfadarme—, pero…
—Vale, ¿te acuestas con él, entonces? Si te suena mejor así…
Me indigné.
—Basta, Vicky.
—O sea que sí… —afirmó con chulería—. Genial, mamá.
Se levantó de la butaca y se dirigió a la puerta.
—Vicky, ven. Hablemos… —dije más calmada.
No sé qué pensaba decirle pero no quería dejarlo así. No me hizo caso. Me fui tras ella por el pasillo. Yo seguía atónita sin saber reaccionar.
—No me dejes con la palabra en la boca, Vicky.
Se volvió, puso una mueca y luego me miró con total incomprensión.
—No tengo nada de qué hablar, mamá, y estoy cansada, ¿vale?
Me cerró la puerta en las narices como tantísimas otras veces. Podía haber entrado pero no quería un enfrentamiento. No quería más disgustos ni más riñas. No deseaba estropear el día. Aunque ya me lo había fastidiado con esa salida de tono. ¿
Follas con él
…? ¿Pero cómo mi hija tenía la desfachatez de preguntarme algo así? ¿Por qué se lo había permitido? Si yo le hubiera dicho algo así a mi madre me hubiera abofeteado sin contemplaciones… ¿Qué habría dicho Miguel si Vicky se lo hubiera preguntado a él? Pero a su padre no se hubiera atrevido a hablarle de ese modo, eso seguro.
En mi habitación, sentada sobre la cama, me invadió una profunda tristeza. ¿Por qué me sentía tan culpable? ¿Acaso no tenía derecho a tener un poco de felicidad? ¿Por qué los hijos se volvían tan irracionales con los sentimientos de una madre? Ya sé que ellos hubieran preferido que su padre y yo estuviéramos juntos. Lo sé. Yo tampoco deseaba que nuestro matrimonio acabara ni que se destruyera nuestra familia. Pero yo no lo busqué. Sin embargo todo parecía volverse contra mí, como si fuera la más ruin y egoísta de este mundo y solo buscase mi propia felicidad dejando a un lado a mis hijos. ¿Por eso era el castigo? ¿Por qué me sentía atraída por un hombre que no era su padre?
Vagué por la habitación dando vueltas como sonámbula tratando de aclarar mis pensamientos. Luego rebusqué el móvil en el bolso y comprobé las llamadas. Sí, tenía una de Vicky, pero había dejado el teléfono en modo de silencio.
¿Me había despreocupado demasiado al dejarlo así? Ni siquiera me había molestado en mirar si alguien me había llamado en todas las horas que estuve con Sergio. Eso me hizo sentirme más culpable aún. Si les hubiera pasado algo grave a mis hijos, a mi madre… yo no me hubiera enterado porque además estaba ilocalizable. No sabían nada sobre Sergio, ni su número de teléfono, ni su dirección… ¿Cómo me hubieran localizado? Traté de calmarme. No había pasado nada. ¿A qué venían esos remordimientos? No había hecho nada malo. Solo había tratado de poner unas horas de felicidad en mi vida. ¿Acaso no tenía derecho a ello? Acabé vencida por el sueño de puro cansancio ya no solo físico, también emocional.
La que sí se alegró de que hubiera dejado la castidad aparcada a un lado de mi vida, fue Sandra, que el mismo domingo, cuando apareció por casa para darle el regalo de cumpleaños a Vicky, se enteró de todo, pues no dudé en explicarle mis escarceos sexuales con Sergio. Un poco más y se pone a dar saltos de alegría como si le hubiera tocado la lotería con un premio millonario.
—Paulaaaa… ¡¡No sabes cuánto me alegro!! —exclamó lanzando una risita nerviosa.
—No hace falta que armes tanto escándalo —la reprendí riéndome.
—Dime que aparte del físico que tiene es buen amante… y ya me muero.
Sonreí.
—No quiero que te mueras, pero sí lo es… Humm… es… maravilloso.
—Lo sabía. Estaba segura. Tiene toda la pinta…
Luego le confié lo sucedido con Vicky. Se quedó tan perpleja como yo.
—Tú no le hagas caso, Paula. A estas edades ya sabes cómo son.
—Sea como sea, hizo que me sintiera fatal.
—Pues no tienes por qué. Es una chiquilla, no sabe lo que dice. No te disgustes. Se le pasará. Puede que esté celosa. A saber qué les pasa por la mente a estos adolescentes. Seguro que no quiso hacerte daño y no pensaba en serio lo que decía.
—Ya —dije no muy convencida.
Si la semana empezó mal no puede acabar peor. Hoy he ido a recoger el boletín de notas al colegio de mis hijos. Tenía una entrevista con la tutora de Dani a las dos y cuarto y he tenido que salir de la oficina corriendo para llegar a tiempo. Al menos esta profesora no me ha citado a las ocho de la noche como otros años.