Los días no fueron lo mismo sin Miguel ni los veranos tampoco. Todos los años solíamos viajar a algún sitio con los niños, una semana como mucho, ya que era un gasto considerable contando el vuelo y el hotel para cinco personas. Si decidíamos no salir del país nos movíamos en nuestro coche, alternándonos los dos para conducir.
Fue así como recorrimos todos los parques temáticos y de atracciones habidos y por haber, para terminar al final en el pueblo de mi madre.
Eso ya no volverá. Yo no me siento con ánimos de irme de viaje sola con mis tres hijos. Esperaba que Miguel tuviera el detalle de llevárselos unos días, no solo horas, con él, pero no. Según dice, no tiene tiempo para ociosidades. Cuando le toca el periodo vacacional coincide que están en el colegio («vaya por Dios»), y no pueden acompañarle. Las casualidades en la vida de mi ex son asombrosas, siempre juegan a su favor. No sé cómo lo hace… Por supuesto estoy siendo sarcástica, algo de lo que me acusa muy a menudo, mientras sonrío y miro para otro lado no dándome por aludida…
Estaba mirando la pantalla del ordenador en el despacho cuando Sandra entró sin llamar.
—Acaba de telefonear Félix Lambert. Va a venir dentro de media hora. Atiéndele tú, ¿me harás ese favor?
—Hum…
—¿Estás mirando algo interesante? ¿Qué te tiene tan concentrada?
—Sí, más o menos —contesté bromeando—. Revisar nóminas es de lo más fascinante…
—Entonces atiendes tú a Lambert, ¿vale?
—¡Con lo pesado que es! —protesté—. Me hará perder toda la mañana. Habla más que tú y Vicky juntas, que ya es decir…
—Solo tiene que firmarte estos documentos —dijo señalando la carpeta que había dejado sobre la mesa—. Hazme ese favor, que yo estoy muy liada. Además me ha dicho que tenía mucha prisa, así que no se parará.
Suspiré.
—Está bien.
—Mil gracias. Hoy te invito al café.
—¡Qué generosa!
—Ya ves…
Sonriendo fue hacia la puerta y salió. Los dos despachos están separados por una amplia estancia que sirve de recepción, y donde Verónica y Marta, «las secres», como las llamamos, hacen su trabajo.
En menos de media hora Verónica me anunció la visita de Lambert. Puse mi mejor sonrisa para recibirlo. Aunque lo había tratado muy poco, no me agradaba demasiado. Me había parecido un presuntuoso y no me gustaba la forma en que me miraba, de arriba a abajo, como si no quisiera perder detalle.
Sin embargo quedé boquiabierta cuando comprobé que la persona que tenía ante mis ojos no era Félix Lambert.
—Soy Sergio Lambert, el hermano de Félix —dijo presentándose.
—Ah… encantada —acerté a decir mientras le estrechaba la mano—. Yo soy Paula.
—Félix no ha podido venir… —dijo sentándose frente a mi—. Así que he venido en su lugar.
A punto estuve de decirle lo mucho que me alegraba pero solo sonreí. Saqué documentos de la carpeta.
—Tiene que firmar aquí —dije señalando con el bolígrafo que luego le ofrecí.
Pero él ya tenía otro en la mano.
—No se preocupe, ya tengo yo…
Observé cómo firmaba con un bolígrafo plateado, y descolgando el teléfono marqué la tecla que comunicaba con el despacho de Sandra.
—¿Puedes venir un momento?
—Anda, Paulita, Déjame trabajar —contestó—. Estoy muy ocupada.
—Solo un segundo…
—Está bien… ya voy.
Cuando Sandra entró y vio a Sergio me miró confusa.
—Es Sergio Lambert, el hermano de Félix —dije—. Ella es Sandra, mi socia.
Sonrió.
—Mucho gusto —dijo al tiempo que le estrechaba la mano.
—En… encantada —contestó.
Nos miramos incrédulas. ¿Era posible que aquel hombre al que teníamos el gusto de contemplar fuera hermano del otro bajito y calvo que conocíamos? No se parecían en nada.
—Tengo un poco de prisa —dijo él—. ¿Alguna cosa más?
—No, no, ya está todo.
—Pues encantado de conoceros. Hasta otro día.
—Lo mismo digo —dijimos casi a la vez.
Le seguimos con la vista y cuando cerró la puerta, nos miramos.
—Dime que no ha sido una alucinación y que es verdad… he visto a un Dios del Olimpo, ha bajado del cielo y se ha sentado en esta silla
—exclamé en voz alta acercándome a Sandra—. Madre mía, ¿de dónde ha salido semejante tipo?
—Lo has visto. No es una alucinación.
—Y ahora dime que está soltero, divorciado, separado y que no es gay…
—Está soltero, y todo lo que has dicho y no, no es gay —repitió Sandra sonriéndome y haciendo una mueca de burla.
La puerta se abrió en ese momento.
—Perdón. Me he dejado el bolígrafo.
Creo que hubiéramos deseado que nos tragara la tierra, porque estábamos seguras de que nos había oído.
—Es un recuerdo familiar, no quisiera perderlo.
—Claro —afirmó mi socia convencida—, es lógico…
Sandra me dio un codazo y murmuró en voz baja:
—Di algo…
No fui capaz. Estaba abochornada.
—Ah… Se me olvidaba —dijo él de pronto—.Vamos a organizar una cena y nos gustaría mucho que asistierais. Os pasaremos las invitaciones porque todavía no tenemos el día concretado aunque creo que será el viernes…
—Estupendo —dijo mi amiga.
—Bien. Hasta pronto. Como he dicho antes, encantado de conoceros.
—Hasta pronto, Sergio —dije sin perder la sonrisa.
—Adiós.
—¡Qué vergüenza! —exclamé esta vez en voz baja, temiendo que volviera a entrar y nos diera otra sorpresa—. ¡Seguro que nos ha oído!
—¿Cómo pueden ser hermanos? —preguntó Sandra—. Son como la noche y el día…
—No lo sé… —contesté sentándome en el sillón—. Busca información, pero ya, que me muero de curiosidad.
Miramos el archivo de los Lambert, y comprobamos que los dos hermanos eran socios de una empresa de coches de importación. Solo hacía unas semanas que Félix se había presentando en la asesoría como nuevo cliente y aunque en algún momento había mencionado algo de Sergio, ni lo recordábamos.
Las cosas que alguna vez soñé nunca se cumplirán. Me había imaginado con Miguel ya mayores, jubilados. Pasaríamos temporadas en el pueblo de mi madre, donde con el tiempo acabaríamos comprándonos una casa al lado del mar, no muy grande, lo justo para los dos, y con alguna cama extra para cuando alguno de nuestros hijos nos visitara. Me veía con él paseando por la arena, recordando y riéndonos de los viejos tiempos… quizás con nietos, tomando un café en el bar de la plaza. Yo orgullosa de estar junto a él, mirando su cabello canoso casi blanco. Caminando a su lado, sin separarnos…
Conocí a Miguel porque su hermana me lo presentó al salir de la biblioteca una tarde de invierno. Yo tenía dieciocho años y el veintitrés. Me resultó agradable y me gustó su pelo rubio ondulado, los ojos claros y su sonrisa. Con la excusa de ir a buscar a Tina a la Facultad en su coche, un destartalado Renault cinco de color rojo, me llevaba hasta la puerta de casa casi a diario. Él estaba en el último año de Económicas y era al parecer un estudiante brillante. Yo acababa de empezar primero de Empresariales.
—A Miguel le gustas —me dijo Tina una tarde.
Yo sonreí y creo que me ruboricé al escucharla, pero no dije nada. Empecé a pensar en él más de lo que deseaba y cuando comprobé lo mucho que me costaba concentrarme en clase o estudiando, descubrí que me había enamorado sin darme ni cuenta. En menos de un mes estábamos saliendo y tres años después nos casamos.
Cuando nació mi hija mayor, tanto mi madre como mi suegra quisieron convencerme de que eligiera alguno de sus nombres para bautizarla, pero me negué. Le puse el nombre de Victoria porque nadie en la familia lo llevaba, ni primas, ni tías, ni cuñadas… aunque desde el primer día la llamamos Vicky, y aún hoy seguimos haciéndolo.
Casi tres años después nació mi segundo hijo, al que pusimos el nombre de sus abuelos, que curiosamente los dos se llamaban Daniel, por lo que no hubo mucho que discutir, y quedamos bien tanto con uno como con otro. No podía quejarme de cómo me iba la vida. Sandra me propuso abrir una asesoría y me pareció una estupenda idea. Miguel me animó. Él casi nunca comía en casa y estaba absorbido por el trabajo, solía regresar tarde y cada vez pasaba menos tiempo en familia.
A los treinta años me sentía bastante satisfecha con mi vida. Tenía un trabajo, una familia y me consideraba bastante feliz. Los niños crecían sanos, sin problemas, mi matrimonio era estable y nos organizábamos bien. Aun así contratamos a Blanca, la asistenta que hoy sigue viniendo tres días por la mañana y se encarga de la limpieza, la lavadora y la plancha.
En aquella época yo no contaba tener más hijos. Con dos, la parejita, como decían todos, me parecía más que suficiente. Sin embargo, el destino se encargó de darme una sorpresa.
—Creo que estoy entrando en la menopausia —le comenté a Sandra una tarde mientras tomábamos un café.
—No digas tonterías, solo tienes treinta años.
—Pues llevo dos meses sin regla.
—¿No estarás embarazada?
—Tomo la píldora —aclaré.
—Ya lo sé, Paula. Pues yo de ti iría al ginecólogo. No lo dejes…
Pedí cita y el médico me confirmó que tal y como Sandra había sospechado estaba embarazada.
—¿Cómo? Si yo… no puede ser… sabes que tomo la píldora.
—Te habrás olvidado algún día.
—No, estoy segura de que no. No me explico cómo ha podido pasar…
Me preguntó si había seguido algún tratamiento con antibióticos y le dije que sí.
Una otitis muy fuerte había sido la causa de que me los hubieran recetado.
—Algunas veces la píldora pierde eficacia al mezclarla con antibióticos. Un caso entre mil, pero creo que te ha tocado a ti.
Un caso entre mil, me dije mientras caminaba hacia casa. ¿Por qué no me tocará la lotería de Navidad también? Daniel ya tenía casi cinco años y me daba una enorme pereza tener que volver a los biberones, a no dormir por las noches y a todo lo que suponía un nuevo bebé. Miguel se sintió feliz con la noticia. Seis meses después me olvidé de todas mis objeciones cuando lo tuve en brazos. Decidimos bautizarlo con el nombre de Alejandro. Como el parto había sido por cesárea, opté por ligarme las trompas. Con tres hijos había superado la media nacional, no quería llevarme más sustos ni más sorpresas inesperadas.
Llegué a casa a las ocho de la tarde cargada con las bolsas del supermercado que dejé sobre la mesa de la cocina. Me resultó extraño no escuchar el menor ruido. Me dirigí al salón donde Vicky veía la televisión con Jorge, su novio.
Desde hace semanas mi hija ha tomado la costumbre de esperar mi llegada con él al lado. Sabe que no me gusta pero me ignora. Tiene casi dieciocho años y en quince días empezará en la Facultad de Derecho su primer año universitario.
—Hola —les dije sin conseguir que me saliera una sonrisa.
Ni me miraron aunque contestaron a mi saludo. Después me dirigí a la salita donde tenemos el ordenador, encontré a Dani con los ojos clavados en la pantalla. Le saludé, pero al igual que su hermana, tampoco me miró.
Suspiré. Es triste saberse invisible en tu propia casa, eso es lo que me hacen sentir estos hijos adolescentes cuando están en su mundo y me ignoran de esa manera tan cruel. Menos mal que me quedaba Alex… es el único que me recibe con alegría y hasta tiene el detalle de darme un beso.
Estaba tirado sobre la cama jugando con la Nintendo. Tal como imaginaba puso una de sus dulces sonrisas y se acercó a mi para abrazarme.
—¿Has hecho los deberes?
—Sí, mamá.
—Bien, entonces enseguida vamos a cenar.
El sonido del móvil me interrumpió. Era Sandra.
—Ya veo que no puedes vivir sin mi —contesté bromeando al tiempo que caminaba por el pasillo hacia mi habitación.
Me senté en la cama y me quité los zapatos. Sandra acababa de anunciarme que los Lambert nos habían invitado a cenar el viernes.
—Parece ser que requieren de nuestros favores…
—Hum… qué bien suena, nuestros favores —repetí con burla.
—Favores laborales, Paula. Siento decepcionarte.
—Ya me parecía…
Decidimos que iríamos a la fiesta, la cena o lo que fuera. Yo tendría que convencer a Vicky para que se quedara en casa. Sabía que no iba acceder con facilidad. Al final tendría que ordenárselo para conseguir que me hiciera caso.
Ante el espejo del cuarto de baño, con el secador en la mano, pensé en lo poco que me faltaba para cumplir los cuarenta, algo que me horrorizaba por mucho que Sandra insistiera en que era la mejor edad que podíamos tener, quizás porque ya los había cumplido. No me asustaba la cifra en sí, un cuatro y un cero, después de todo eran solo dos números como otros cualquiera, pero me espantaba la idea de estar sola, sin pareja. No había vuelto a salir con nadie desde el divorcio.
En ningún momento había sentido la necesidad de buscar compañía masculina. Supongo que estaba acostumbrada a una forma de vida en que me encontraba más o menos feliz aunque no negaba echar en falta un abrazo, un poco de ternura o unas palabras cariñosas de otro ser humano que no fuera mi hijo pequeño, el único que parecía querer mimarme.
No había tenido tiempo para mi misma, aunque tampoco lo había buscado. El trabajo y la rutina diaria habían sido mi salvación, sin embargo no rechazaba la idea de volver a enamorarme si el destino fuera capaz de darme otra oportunidad, algo que a veces me parecía una quimera imposible que solo surgía en mi imaginación.
—No eres la primera mujer a la que un marido abandona —había dicho mi madre una tarde en la que estaba tan abatida que ni los niños conseguían animarme.
Rompí a llorar entonces desahogando todo el dolor que llevaba dentro desde días atrás. Más tarde, en la oscuridad de la noche, y mientras esperaba la llegada del sueño, tomé conciencia de lo mucho que iba a cambiar todo. Tendría que sobreponerme y salir adelante, aunque tenía la impresión de que al irse Miguel, se me paraba el reloj de la vida y ya nada volvería a ser lo mismo sin él.
—Tienes que continuar, Paula. Tus hijos te necesitan más que nunca… Piensa en ellos.
Me telefoneaba a cada poco para ver cómo me encontraba, y no solo ella, también mi hermana Maribel insistía en querer arrancarme una sonrisa, algo que era difícil entonces. La mayor parte de las veces respondía con tal apatía que me acosaban a preguntas: ¿Estás bien?