¿Estás llorando? ¿Quieres que vaya? ¿Necesitas algo? ¿Me llevo a los niños?…
Siempre lo mismo, hasta que tomé la decisión de mirar la identificación de las llamadas y según fuera una u otra adquiría un tono alegre para contestar con el único deseo de que me dejaran en paz y no hicieran más preguntas.
Las noches eran interminables. ¿Era culpable de que Miguel decidiera buscar los brazos de otra? ¿Algún remordimiento? ¿Qué había hecho mal? Y eso no era lo peor, lo peor era haber estado tan ciega de no verlo, sentir la estupidez en cada poro de mi piel… ¿Con cuánta frecuencia hacíamos el amor? ¿Se había apagado la pasión?… Sí, había disminuido, ¿A qué lo achaqué entonces? Falta de sueño, cansancio… no estábamos sincronizados, a él le apetecía por la mañana temprano, a mi por la noche… ¿Cuándo había sido la última vez que lo habíamos hecho? ¿La semana anterior? ¿Tal vez días?… Solo estaba segura de que pocas noches antes me sentí demasiado cansada para acceder a sus deseos y me quedé dormida antes de que Miguel terminara en el baño y llegara a la cama… Parecía una tontería pero por un tiempo no pude perdonármelo, como si tuviera que buscar un motivo para sentirme culpable, adherida a la soledad y la tristeza que sentía en la oscuridad mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
Tal y como imaginaba, a mi hija no le hizo ninguna gracia que saliera el viernes. Me miró con ese gesto que conozco muy bien; gesto de fastidio. Me sugirió que llamara a la abuela. «Ni hablar», le dije. Mi madre estaba pasando unos días en casa de mi hermana en el pueblo, a más de doscientos kilómetros, y no pensaba alterar sus vacaciones. Puso otra vez el mismo gesto, que acentuó cuando le prohibí que se trajera a su novio, chico o como se llame ahora.
—¿Y por qué no dejas que venga Jorge?
—Porque no —contesté al tiempo que colgaba la chaqueta en la percha.
—Típica respuesta… ¿No puedes decirme un motivo?
—Se pasa aquí todo el día —dije quitándome los pendientes para guardarlos en el joyero.
—¡Joder, mamá!
—Habla bien, haz el favor.
Vicky soltó un bufido y salió de la habitación dando un sonoro portazo.
Detesto que hable mal y que dé portazos, pero es su manera de decirme lo molesta o enfadada que está. Yo a su edad también lo hacía, bueno, solo lo de dar portazos. Nunca fui descarada con mi madre, entre otras cosas porque nunca me lo hubiera permitido, y me mordía la lengua antes de soltarle una impertinencia que solo iba a servir para enfurecerla más y que me ganara un tortazo. Claro que, como diría ella ahora, eran otros tiempos…
No sabía qué ponerme para ir a la cena.
Contemplé el armario una y otra vez hasta que al final me decidí por un traje de chaqueta y falda de color negro, combinado con una escotada blusa blanca y unos zapatos de tacón.
Me pinté los labios y me contemplé ante el espejo durante unos segundos. Por una vez en mucho tiempo me sentí satisfecha de mi misma. Me vi atractiva. Hacía siglos que no me arreglaba con tanto esmero. Los pendientes que había dejado sobre el tocador los cambié por otros que me parecieron más adecuados.
Miré por la ventana. Hacía una bonita noche. A pesar de estar a mediados de septiembre la temperatura aún era agradable.
Sandra pasó a recogerme en su coche poco después.
«Gilipollas», pensé mientras con una sonrisa fingida escuchaba las palabras de Félix Lambert. No me había quitado los ojos de encima, ni se despegaba de mi lado, y hasta daba la impresión de que quería ligar conmigo. Si aun con zapato plano le sacaba unos cuantos centímetros ahora con los tacones que llevaba lo veía casi diminuto. Y para colmo los zapatos me estaban abrasando, porque la cena era una especie de cóctel donde había numerosas bebidas y canapés, pero ninguna silla. El dolor de pies, el cansancio, aguantar las tonterías del mayor de los Lambert y que el «Adonis» de Sergio no estuviera por ningún sitio, me estaba haciendo pensar que mejor hubiera sido quedarse en casa en zapatillas, tirada en el sofá y viendo una película en el DVD. Sandra, que por lo general no para de hablar, estaba bastante callada y no se separaba de mi lado. Creo que las dos estábamos cansadas y un poco aburridas.
Yo casi iba a soltar un bufido cuando escuché una voz a mis espaldas.
—Hola, Paula. ¿Era Paula, verdad?
No sé cuál fue el motivo, pero de pronto olvidé el cansancio y todas las molestias.
—Hola, Sergio.
—Ya veo que os conocéis —apuntó Félix.
Sandra sonrió al verlo.
—Hola, Sergio. ¿Qué tal?
Las dos nos quedamos mirándolo con atención, algo que no pasó desapercibido a Félix.
—Y ahora os preguntaréis cómo podemos ser hermanos —dijo divertido.
—Bueno… pues ya que lo dices… —afirmó Sandra sin perder la sonrisa.
—Mi padre enviudó cuando yo era niño y se volvió a casar, somos hermanos de padre… y parece ser que él se llevó los mejores genes.
¡Qué le vamos a hacer!
Nos reímos ante su explicación, lo mismo que Sergio, al que se acercó una mujer rubia de larga melena que lo acaparó para sí el resto de la velada.
Cuando entré en el coche de Sandra, lo primero que hice fue descalzarme.
—Estoy agotada.
—¿Crees que estará libre?
—¿De qué hablas?
—De Sergio… de quién voy a hablar…
—No lo sé… tampoco me preocupa. Vamos, que me muero de sueño, arranca.
Sandra siguió hablando sin hacer caso.
—No lleva anillo.
—¿Y qué? La mayoría de los hombres casados no lo llevan.
—No sabía que todavía quedaran hombres así… —exclamó suspirando.
—¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche filosofando sobre Sergio Lambert?
Sandra puso el motor en marcha y salió del aparcamiento.
—¿No tiene pinta de gay, verdad? Y es demasiado guapo para estar sin compromiso, es imposible que un espécimen como ese ande libre en este territorio de lobas. Ya sabes, los mejores están casados o son gays…
—Eso dicen.
—¿Estará con aquella rubia que no se despegaba de su lado?
Sonreí.
—¿Piensas dejar a Raúl y liarte con él? —dije bromeando.
—No. Estaba pensando en ti, para que veas… El tío está como un queso.
—No me gusta el queso.
—Así te va…
—Muy graciosa, pero que muy graciosa…
A pesar de estar agotada no podía dormir. Encendí la tele de mi habitación y me distraje en cambiar de un canal a otro, sin casi volumen y sin ver nada en concreto. Me levanté, fui a la cocina a tomar un vaso de leche pensando que tal vez así Morfeo se acordaría de mi… pero ni con esas. Cuando por fin me quedé dormida, faltaba ya poco para que amaneciera. Pensé que estaba soñando cuando escuché la voz de mi hijo pequeño susurrándome al oído.
—Mamá, ¿estás despierta?
Al abrir los ojos observé cómo me miraba con atención. Me incorporé pensando que le pasaba algo.
—¿Qué ocurre, cariño?
Empezó a preguntar si podía ir a ver la televisión insistiendo una y otra vez.
Pensé que era inútil intentar no escuchar a Alejandro cuando se ponía pesado e intentaba que cediera a sus caprichos.
—Mamá, ¿puedo?
—Es muy temprano, Alex. ¿Por qué no te acuestas aquí conmigo? —pregunté al tiempo que alzaba la ropa de la cama. Pero él seguía de pie observándome, vestido con el pijama de Batman que le había regalado la abuela en su cumpleaños. Solo eran las nueve.
—¿Puedo, mamá? —insistió.
—Está bien. Ven.
Se sentó a mi lado y se apoderó del mando del televisor, que estaba sobre la mesita. Lo observé, tiene mi mismo color de pelo, castaño rojizo, los ojos verdosos, y es el que más se parece a los Sanz, la parte celta de mi madre, como solía decir siempre mi padre. Es curioso esto de la genética, tengo tres hijos y todos diferentes. Daniel es igual que Miguel, rubio y de ojos azules, Alex igual que yo, y Vicky una mezcla de ambos, de pelo castaño claro y ojos color miel.
—Quiero ver unos dibujos que van a repetir ahora, anoche Dani no me dejó verlos porque puso una película —dijo subiendo el volumen.
Me estiré sobre la cama y lo miré con detenimiento… Mis otros dos hijos piensan que lo malcrío y le consiento en exceso, pero cuesta tanto verlos crecer, que me aferró a la idea de que aún es pequeño para poder besarle y abrazarle sin que proteste mucho. Con los mayores es imposible, ya he desistido…
—Y, ¿tu hermana qué estuvo haciendo? —pregunté.
—Estuvo viendo esta tele con Jorge…
No sabía si había escuchado bien o lo había imaginado. ¿Había dicho «Jorge»?
—¿Ehhh? —pregunté—. ¿Has dicho «con Jorge»?
—Sí, estuvo aquí cenando pizza con nosotros, y luego vinieron a esta habitación a ver no sé qué, yo estuve jugando en el ordenador…
—¿Y a qué hora se fue?
Se encogió de hombros.
—No sé…
Rebobiné en un segundo todo lo que Alex me había dicho y decidida fui al cuarto de mi hija.
—Vicky, levántate ya. Tenemos que hablar. ¿Me oyes?
No se movió. Volví a mencionar su nombre, esta vez alzando más la voz, aunque no deseaba enfadarme, solo necesitaba oír su versión.
Abrió los ojos y me miró.
—¿Quéééééééé? —preguntó con rabia.
—Tenemos que hablar, haz el favor de levantarte.
Me conocía. Sabía muy bien que lo que le fuera a decir no le iba a gustar nada. Intentó escabullirse.
—Es sábado, mamá. Déjame dormir…
Tiré de la colcha. Ya estaba empezando a alterarme.
—Quiero hablar contigo. Escúchame…
Se incorporó. Me miró molesta.
—¿Qué pasa? —preguntó con chulería como si no lo supiera.
Le reproché que hubiera invitado a Jorge sin mi permiso. Puso una mueca de disgusto y bostezó.
—Vaya, han tardado mucho en decírtelo. ¿Quién ha sido? ¿El bocazas de Dani?
—No, ha sido Alejandro. Pero eso no es lo que importa.
Bostezó otra vez.
—Se presentó aquí, no iba a echarlo —respondió con calma.
Debió pensar que me lo iba a tragar.
—Tú te crees que soy idiota, por lo que veo —dije.
—Si no me quieres creer…
—Pues claro que no te creo.
Se calló.
—Ya veo lo mucho que puedo confiar en ti —afirmé.
—¿Vas a echarme la bronca? —preguntó ofendida—. ¿Después de que tuve que pasarme toda la noche de canguro?
¿Era eso? Nunca salía y para una vez que lo hacía, ¿le molestaba quedarse una noche en casa?
—Si tanto te molestaba, haberme dicho que no, y no hubiera salido.
—Ya, cualquiera te aguanta si te digo que no…
—No seas egoísta, Vicky. Sabes que nunca te he dejado a cargo de tus hermanos para irme de fiesta. Lo de anoche fue una cena de trabajo. Si trabajo tanto es porque quiero que a vosotros no os falte de nada, podáis vestiros como os gusta y daros caprichos. No me parece justo que me hables así…
—También papá lo hace, no eres tú sola —replicó al tiempo que se calzaba las zapatillas.
Reconozco que eso me indignó más.
—Sí, muy bien. Tu padre también lo hace, después de todo es lo único que sabe hacer, pasar un cheque mensual… Tal vez debería de preocuparse de algo más que eso, ¿no te parece? Porque…
No me dejó terminar. Salió de la habitación y me dejó con la palabra en la boca, algo que hace cada vez con más frecuencia. Suspiré. Decidí dejarlo pasar. Un fin de semana con Vicky enfadada podía ser terrorífico. No soporto que no me hable. En eso es igual que su padre, si discutíamos podía pasarse horas sin dirigirme la palabra… con mi hija ya he comprobado que puede ser el día entero, y me provoca tal disgusto que luego no levanto cabeza hasta que vuelvo a verla sonreír de nuevo…
Miguel había quedado en pasar a recogerlos a las doce. Hacía más de un mes que no los veía, y cuando apareció tras la puerta, ninguno de los tres mostró mucho entusiasmo ante la idea de pasar el día con él. Solo Alejandro se despidió dándome un beso, los mayores, ni me miraron. Vicky porque estaba enfadada y Dani porque pasa por esa edad en que se avergüenza de demostrar los afectos.
—¿A qué hora los piensas traer? —pregunté.
—No sé, ya te llamaré.
—Yo a las cuatro me voy, he quedado con Jorge —aclaró Vicky.
—No vengas tarde…
No contestó, se dirigió al ascensor seguida de sus hermanos.
—Te llamaré, Paula.
Asentí con la cabeza y cerré la puerta. Tuve la misma sensación de siempre, una honda tristeza y una gran añoranza.
¿Por qué, Miguel, por qué tuviste que dejarme?
No, me dije, nada de autocompasión. No es el momento. Cuando me dan esos ataques de nostalgia, busco cosas que hacer para no pensar. Lo primero que hice fue poner música en la radio y me entretuve en ordenar la ropa de los armarios. ¡Qué aburrido me parecía cuando en mis años adolescentes mi madre me obligaba a hacer lo mismo en mi cuarto!
—Esta habitación parece una leonera —solía decir. Detestaba oírlo pero hoy en día, me sorprendo a mi misma repitiéndoselo a mis hijos, al final utilizamos los mismos cánones con los que nos han educado toda la vida.
Pasé el resto de la mañana sola y después de comer decidí ir de compras y dar una vuelta. Me puse unos vaqueros, una chaqueta azul encima de la blusa rosa clara y unos zapatos planos, deseaba caminar lo más posible, ir por el paseo marítimo, y luego acercarme hasta el centro y entretenerme toda la tarde.
Después de una larga caminata, acabé en las calles más céntricas de la ciudad. Me paré en varios escaparates, pero como la mayoría de los sitios estaban llenos a rebosar, no me apeteció entrar. Solo me compré una barra de labios y un tarro de crema hidratante en la perfumería. Cuando ya me disponía a irme a casa, me fijé en un cartel que anunciaba una exposición de pintura. Pensé que era una buena idea entrar y pasar unos minutos observando los cuadros.
Miraba con atención uno de ellos cuando una voz habló a mis espaldas:
—¿Te gusta la pintura?
Me volví sorprendida preguntándome quién sería. Unos ojos claros, azules, en contraste con el cabello oscuro, facciones viriles y una bonita sonrisa, me hizo sonreír.
—Sergio…
—Hola…
Creo que hasta me sonrojé por la sorpresa.
Era guapo, guapísimo… tenía un atractivo encantador.
—¿Qué haces por aquí? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Estaba dando un paseo y se me ocurrió entrar, ¿y tu?