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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (13 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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»Aunque era desgarbada y larguirucha, en lugar de regordeta y maciza como ella, adopté la misma pose que la muchacha de piel de melocotón: una pierna flexionada y apoyada en la otra, los brazos extendidos en semicírculo, el cuello estirado y la barbilla hacia arriba. Sólo me faltaba el anciano con el arpa de boca para ponerme en marcha. Probé a dar un giro, caí hacia atrás a la mitad, sobre mi trasero huesudo, y volví a adoptar la postura. Agata estaba en la puerta, pero yo, absorta en intentar girar como la muchacha de piel de melocotón, no me había dado cuenta. Cuando ya no pudo reprimir las carcajadas, se quitó el vestido, la enagua, la blusa y la falda pantalón y se puso a mi lado delante del espejo. Ella me enseñaría. Como tenía menos dotes de bailarina incluso que yo, dejamos de lado la danza y nos concentramos en el beso de pétalo de rosa, un beso como el que Roseannette daba a Frédéric en
La educación sentimental
.

»Conté a Agata que Roseannette había sujetado un pétalo de rosa entre los dientes y había invitado a Frédéric a mordisquearlo, a modo de
apéritif
, antes que sus labios. Practicamos. Aquello estaba bien. Agata se vistió, desapareció por la puerta y, al regresar, extrajo un botecito dorado del bolsillo interior de su vestido: el botecito dorado de Simona, los almohadones de Simona y el marido de Simona. Me puso colorete en los pezones y después en la parte blanda y carnosa de mi labio inferior, me dijo que me traería algo de cenar y fue a ocuparse de sus quehaceres. Agata había leído algo por su cuenta, pensé. Me eché en la cama y revisé el plan.

»Descansaría hasta que la casa estuviera tranquila, hasta que Agata viniera a mi puerta a avisarme que Leo se había retirado a sus aposentos. Ella se entretendría en su ala de la casa treinta minutos más para asegurarse de que se quedaba en sus habitaciones y de que estaba solo y entonces regresaría a quitarme los trapos del pelo, cepillármelo, abotonarme el camisón y enviarme hacia él con un pétalo de rosa entre los dientes.

»¿Qué pensaría Leo cuando me viera ante él? ¿Qué haría el príncipe con el pétalo de rosa? ¿Y conmigo?

»Era cierto que había crecido más en altura que en redondez, pero también lo era que mi nubilidad había florecido. Había visto que así lo reconocían los ojos de Simona y había visto el mismo reconocimiento en los ojos de las princesas, en los del joven sacerdote que había venido a ayudar a Cosimo y en los ojos y los rubores de los adolescentes del
borghetto
, a los que había visto echar suertes para decidir quién llevaría la leña para el aula o quién ensillaría mi caballo y, por medio segundo, me sostendría por la cintura al montar. Casi todas las miradas reflejaban los cambios que se habían producido en mí, salvo la de Leo.

»En realidad, me había ido enamorando del príncipe poco a poco desde que tenía nueve años. Me gustaba todo de él: me gustaban su voz y la forma de su mandíbula y la aspereza de su chaqueta al rozarme los hombros cuando acercaba mi silla a la mesa. Durante meses y años, había vivido constantemente esperando verlo, aunque sólo fuera al atravesar la puerta hacia la sala de música, o de oírlo mientras conversaba con Cosimo o con alguno de los capataces o un abogado o un político local, mientras yo corría por un
salone
u otro. ¡La cantidad de recados y obligaciones que me había inventado tan sólo para cruzarme en su camino!

»Mientras esperaba que pasara el tiempo, tumbada en mi cama, me puse a pensar en cosas que, hasta aquel momento, siempre había tratado de soslayar. ¿Por qué me llevó Leo al palacio? ¿Por qué cuchicheaba la gente cuando yo salía de una habitación o por qué dejaban de cuchichear cuando entraba? Aquella sensación mía de exilio, de no pertenecer a ninguna parte ni a nadie, ¿sería real o una mera cáscara vacía que yo acariciaba, como prueba de que había sido una huérfana salvaje, como prueba, podría ser, de que lo seguía siendo? Estaba allí tendida, con mis pezoncitos duros enrojecidos, mi piel sedosa y mi cabello con olor a limón y atado con trapos y, como si un inquisidor fantasma hubiese entrado en mis habitaciones y se hubiese instalado a los pies de mi cama, me invadieron las preguntas. ¿Quién era yo para pensar en el marido de otra? ¿Tendrían razón los que cuchicheaban? ¿Me habrían traído al palacio, tal vez entre otros motivos más nobles, para ser la puta del príncipe? Y, en aquel primer día de lo que me parecía mi recién adquirida adultez, ¿estaría actuando con la pasión de una mujer o sólo con la indecencia de una criatura testaruda? No lo sabía.

»Escuché cada tañido lastimero de las campanas de la capilla y mis pensamientos avanzaron y retrocedieron con cada cuarto de hora desde las cuatro de la tarde hasta casi medianoche; se me estremecía el corazón con cada toque y mi vergüenza variaba al ritmo de mi excitación.

»Agata no había vuelto más que para traerme una bandeja con la cena. Leo debía de tener invitados o puede que estuviera en la biblioteca. Tal vez se hubiese marchado; pero no podía ser, porque en ese caso Agata habría venido a decírmelo. Sí, seguro que habría venido a decírmelo y seguro que vendría en cualquier momento a avisarme que todo estaba bien y a cepillarme el pelo. Pero no. Agata no vino cuando sonaron las campanadas de la medianoche y tampoco cuando comenzaron a contar, implacables, otra vez desde uno. Con los bordes de mi manta me quité el colorete de la boca y de los pezones y me dormí.

—Sólo había dormido unos instantes cuando entró Agata a despertarme y a decirme que había llegado la hora: Leo estaba en sus habitaciones y los corredores estaban despejados.

»—Date prisa —repetía una y otra vez, tanto para ella misma como para mí. Manipuló con torpeza los trapos y el cepillo y me abrochó el camisón equivocándose en dos botones, me empujó hacia el vestíbulo, me santiguó y me cerró la puerta en la cara. Eché a correr. Al llegar al primer tramo de escaleras, vacilé. No tenía pétalos de rosa, ni colorete, ni zapatos o zapatillas y la piedra estaba fría. Aunque era mayo, la piedra estaba fría y apenas la toqué, apenas toqué el pasamanos al subir el primer tramo de escalera ni el siguiente. Nunca había estado en las habitaciones de Leo, no oficialmente, aunque en mi primer reconocimiento del palacio había subido a ver cuál era el aposento del príncipe, a pasearme de un lado a otro delante del lugar donde dormía, a permanecer un rato donde él estaba, a escuchar frente a su puerta. Entonces escuché frente a su puerta. No se oía nada. Llamé.

»—
Avanti
. Entre.

»Helada, en silencio, espero. Vuelvo a llamar.

»—
Avanti, Cosimo. Sono ancora in piedi
. Pasa, Cosimo, que todavía estoy levantado.

»Abro la puerta y, de pie junto al fuego, su figura semivestida parece estar a un kilómetro de distancia de mí.

»—Tosca, ¿estás mala? ¿Qué pasa?

»Se dirige hacia mí con rapidez y yo voy hacia él con más rapidez aún. Estamos a punto de chocar, pero yo, hija de un ladrón de caballos, acostumbrada a montar a pelo desde que tenía tres años y eximia amazona, salto hacia el príncipe, lo monto y envuelvo con mis piernas su cintura, como si fuese el vientre de un caballo. Su mata de pelo rubio son crines. Beso al príncipe. Mis labios sin colorete cubren su cara de besos. Su cara, su cabeza, sus orejas y sus ojos. Me tira de los brazos y aleja mi rostro del suyo, mientras yo lo beso. Aleja mi cuerpo del suyo y me deposita en el suelo. Con la mano abierta, se alisa el pelo. Extiende el brazo para coger una bata roja. Me pongo de pie. La puerta sigue abierta de par en par y, mientras se anuda el cinturón de la bata roja, pasa a mi lado hacia ella y la abre más. Sus ojos miran algo a mi espalda. Me dirijo a la puerta, me detengo ante él, alzo la vista para mirarlo, lo desafío a devolverme la mirada y lo hace. Tiene una expresión imprecisa y paralizada y soy yo la que aparta la vista primero. Salgo por la puerta, recorro con altivez el pasillo, como si dos pajes sujetaran la cola larguísima de mi vestido. Él me observa. Seguro que me está observando, pero no: oigo que se cierra su puerta y echo a correr.

C
APÍTULO
VI

—A la mañana siguiente, nada ha cambiado. Había besado a Leo, aunque él no me hubiese correspondido. Había dejado de envidiar a la muchacha de piel de melocotón, al menos aparentemente. No hay ningún cambio, salvo que, ataviada con uno de los severos vestidos de trabajo de algodón de Agata y con el cabello recogido en una sola trenza que me llega hasta la cintura, desayuno vorazmente enormes cantidades de pan con mantequilla y leche tibia y pido más con amabilidad. Y más. Aparte de estas señales de metamorfosis, no ha cambiado nada.

»—Tosca, ¿lo que llevas puesto es uno de los vestidos de Agata? —me pregunta Simona tal vez con demasiada intensidad.

»—Sí, le he cambiado algunos de mis vestidos —respondo, como si fuese la transacción más razonable.

»—Si los tuyos necesitan algún arreglo, la
sarta
se encargará de hacerlo. No tienes por qué ponerte las cosas de Agata.

»—No, no es que los míos necesiten arreglos, sino que prefiero la ropa de Agata.

»Leo no dice nada y las princesas ríen tontamente. Mientras dobla su servilleta y la introduce en el servilletero de plata, Simona anuncia que no volveré a sentarme a la mesa si no es vestida con la ropa que me corresponde y eso es exactamente lo que yo pretendía que dijera: "No volverás a sentarte a la mesa si no es vestida con la ropa que te corresponde". En realidad, lo que no quería era volver a sentarme a la mesa, a aquella mesa.

»Después del té, pido hablar con Leo. Vamos hacia los huertos de limoneros y allí empiezo a decirle que deseo trasladarme al
borghetto
. Le agradezco la buena vida que me ha brindado durante seis años y le explico que creo que ha llegado el momento de ponerme a trabajar de otra manera.

»—Creo que estoy más capacitada para trabajar en los campos, para ayudar en las cocinas, para ocuparme de los niños más pequeños que para una vida como esta. —Señalo hacia el palacio—. No es una solicitud impulsiva, señor: hace mucho que me lo planteo y en realidad creo que, en el fondo, me lo estoy planteando casi desde el comienzo. —Él piensa que lo estoy engañando y que me quiero marchar del palacio porque me ha rechazado. Cree que me siento avergonzada. Intento referirme a unos sentimientos que él todavía no ha expresado—. Y tampoco tiene nada que ver con nuestro encuentro de anoche.

»—¿Nuestro encuentro? Ah, sí; quiero decir, no. Por supuesto, nuestro encuentro. Jamás se me ocurriría pensar que quisieras marcharte por eso. —Como había hecho la noche anterior, se pasa la mano abierta por el cabello—. ¿Y qué hay de tus estudios? Viviendo allá abajo, dispondrás de poquísimo tiempo para leer y diría que de nada de intimidad. ¿Y tus paseos a caballo? Creo que eres una joven muy romántica, Tosca, y creo que lo ves todo y a todos de una manera muy romántica. La vida en el
borghetto
no es fácil.

»—Tampoco me resulta fácil la vida del palacio.

»Entonces se echa a reír y se ríe de verdad. Se sienta en el banco de piedra en el que me he tumbado a leer tantas mañanas.

»—A mí tampoco me resulta fácil la vida del palacio.

»¿Sólo me estará imitando o tal vez se refiera a sí mismo? Entonces se tranquiliza. Sonríe apenas o procura no hacerlo, me parece.

»—La verdad, señor, es que, cuando vine a vivir aquí, reconozco que el palacio y todos ustedes me dejaron atónita. Estaba pasmada con todo. Me encantaba el frufrú de mis hermosos vestidos cuando recorría los salones y me deslumbraba cada acontecimiento solemne de nuestra vida, pero quiero decirle que, salvo cuando estaba estudiando o leyendo, no tardé en sentirme como si estuviera representando un papel, vamos, como si todos estuviéramos leyendo partes de una fábula muy, muy larga que parecía no tener fin. El final no era triste ni era feliz, tampoco. Con el tiempo, esta vida ha comenzado a parecerme cada vez menos real. Recuerdo cómo solía vivir antes de venir aquí y aquellos recuerdos me hacen sentir sola. No es que quiera volver a ser pobre ni volver a tener hambre, pero, aunque parezca extraño, creo que era más feliz entonces, sobre todo antes de que muriera mi madre y sobre todo cuando tenía que ocuparme de Mafaldita. Era mi vida. Desde entonces y durante todos estos años, he estado viviendo la vida de otra persona, la suya y la de las princesas. Perdóneme, señor, pero a veces no le estoy tan agradecida por haberme sacado de mi vida anterior, porque lo único que he conseguido es cambiar un tipo de pobreza por otro. ¿Verdad que me entiende, señor, cuando me refiero a esa pobreza que se siente dentro?

»Leo ya no sonríe, sino que me mira como si viera algo nuevo en mi cara. Me examina.

»—Dame un poco de tiempo. Es posible que haya una forma en que puedas tener tanto el palacio como el
borghetto
.

»Asiento con la cabeza, le hago una reverencia y comienzo a regresar a través del jardín. Creo que, más que el palacio y más aún que el
borghetto
, lo que quiero de verdad es que él me ame.

—Durante días y creo que tal vez incluso semanas, había vuelto a ocupar mi sitio en el aula, en la capilla y en la mesa y sólo me había puesto mi propia ropa. Había decidido aguardar el momento oportuno tranquilamente. Un día, a última hora de la tarde, cuando entro en la biblioteca, está allí Leo, como si me estuviera esperando. No hay libros abiertos; ni siquiera tiene la lámpara encendida. Me dispongo a marcharme, como si lo hubiese interrumpido, pero me invita a sentarme en la silla contigua a la suya.

»—He estado pensando en algo que parece que ahora te incluye a ti y creo que es el momento oportuno, sí, creo que es buen momento para que hablemos de eso.

»Pronuncia con disgusto las palabras "algo" y "eso", como si tuvieran un significado desagradable o tal vez incómodo. En todo caso, me resulta extraño sentarme a su lado, sin dejar una silla entremedias, como solemos hacer, y sin la luz amarilla pálida ni los libros. El príncipe hace girar entre los dedos una pluma estilográfica verde y negra y, en aquel breve silencio, creo que entiendo la naturaleza de lo que pretende decir. Me aliso las faldas, me siento más erguida, con las manos juntas y apoyadas en los muslos. Leo me va a hablar de sexo.

»—¿Conoces el significado de la palabra
latifondo
?

»Sin duda, ni en
La educación sentimental
ni en ninguno de los demás libros que había leído se habían referido jamás a aquel
latifondo
, pero, pensando en las raíces latinas, se me ocurre que puede ser un "lecho hondo". Me temo que esté proponiendo algún acto extraordinario y me pongo en pie para marcharme.

BOOK: Un verano en Sicilia
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