Read Un verano en Sicilia Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (16 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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C
APÍTULO
VIII

—La gran obra en el
borghetto
comenzó aquel verano de 1946. Los campesinos se ocupaban de su habitual trabajo diario en los campos, mientras que montones de jornaleros, de los que la mayoría eran militares que acababan de ser dados de baja del ejército, emprendieron las obras de reestructuración de los edificios. Los campesinos trasladaron sus camastros y sus efectos personales a la cocina o los dispusieron a lo largo de las paredes del refectorio y a veces al aire libre, mientras los hombres trabajaban para que las casitas, como le dio a Leo por llamar a los dormitorios, pudieran estar listas a finales del otoño. Los adelantos de cada día eran saludados con alborozo por los campesinos cuando, al regresar a casa desde los campos, encontraban otra hilera de ventanas y una parte más del tejado hecho con tejas de barro cocido. Es posible que, incluso más que el baño público y la lavandería y los establos para los animales, fueran las cocinas lo que despertó más expresiones de alegría; las cocinas y la abundancia que prometían.

»Mi entusiasmo al poder observar las obras fue similar a la que había sentido cuando Leo comenzó a ocuparse del ritmo y el contenido de mis estudios. Solía bajar a caballo con Leo y Cosimo todas las mañanas y a continuación, pasando por alto las meriendas rituales con las princesas y Simona y los profesores, volvía a bajar a última hora de la tarde. Apenas pensaba en otra cosa que no fuera lo bonita que estaba quedando la aldea restaurada, incluso el aula. Cuando nadie me veía, me quedaba de pie a la entrada y me imaginaba a mí misma andando entre las mesas y los pupitres, leyendo a los niños como
suor
Diana me había leído a mí, y a Leo entrando para oírlos recitar el alfabeto griego o para contarles la historia de su querida Deméter. Acabaron el aula el día que cumplí diecisiete años. Sin que me lo dijera, sabía que era el regalo de Leo.

—De presidir religiosamente la vida en el palacio, pasó a ausentarse con frecuencia. Solía comer en el campo con los campesinos: pan con aceite, tomates y vino. Como un niño descarriado, se lo podía ver el domingo por la mañana despeinado y sin aliento, subiendo los peldaños de dos en dos para darse un baño antes de misa, y en aquellas ocasiones en las que estaba presente entre la gente del palacio siempre parecía estar mirando hacia otro sitio más lejano: más allá de la gran sopera azul y blanca de la que ya no servía la sopa; más allá del cabello cortado a lo paje de Simona, dispuesto en ondas tirantes, y más allá de las puntas de sus mejillas rojas; más allá de las princesas y más allá de mí, también. Apasionado por el trabajo que hacía con y por los campesinos, el príncipe era un hombre que vivía un gran amor.

»Con la delicadeza del encaje, los espacios entre Leo y Simona se fueron trabajando lentamente y con la misma
politesse
con la que siempre había funcionado la disposición mecánica y obligatoria de su unión, de modo que, en el distanciamiento que se produjo al final, el modelo de sus vidas, aparentemente, apenas cambió. Ajustes delicados, concesiones implícitas. Transcurrió un año, tal vez más, sin que ningún otro elemento diera a entender que la farsa de su matrimonio, representada con astucia, hubiese experimentado algún cambio.

»Simona comenzó a dirigir la casa como si Leo ya no viviera en su propio palacio. Intensificando el ritmo de sus ya legendarias recepciones, asumió el triple papel de gran dama, mártir y mujer fatal, cada representación más desenfrenada que la anterior y todas con la intención de reunir a su alrededor a aquellos que la defenderían al ridiculizar el comportamiento supuestamente enloquecido de Leo. Halagadores encontró con profusión. "En cuanto bajemos para ponernos a su altura, nos pisotearán." Simona solía decirlo con su voz de mártir, como si fuese el credo de los nobles, y la
troupe
enjoyada a la que estuviese recibiendo en su corte aquella noche lo repetía suave y guturalmente.

»¿A qué infierno me asignaba ella en aquella época? Era más amable que nunca conmigo, su títere perfecto, la prueba núbil de su abundante resignación. Yo prestaba poca atención a sus dramas, porque, igual que Leo, estaba viviendo un amor. Oficialmente, me había convertido en
la maestra
del
borghetto
.

—Sin ninguna credencial ni certificación, pero con la orientación de los profesores de una escuela de Enna a los que habían consultado Leo y Cosimo, me puse a trabajar. Se ofrecía un solo plan de estudios rudimentario para niños de cinco a doce años. Después de los doce, por el momento, los niños tendrían que seguir trabajando junto a sus padres.
"Per ora, per ora
. Por ahora", repetía Leo una y otra vez.

»En mi clase había nueve alumnos: tres de cinco años, uno de seis, cuatro que tenían entre siete y nueve y una niña encantadora de trece años llamada Cosettina.

Rompo el pacto de abstenerme de hacer preguntas.

—¿Era aquella Cosettina? ¿La que…?

—Era aquella Cosettina. Tenía sesenta y un años cuando murió.

Me arrepiento de haberla interrumpido, porque Tosca se queda en silencio. Le pido que tenga la amabilidad de continuar.

—Cosimo se reunía conmigo en el aula a las ocho todas las mañanas para recibir juntos a los niños. "Buongiorno, monsignore. Buongiorno, professoressa." El sonsonete de su respuesta encerraba tanto una amenaza como un saludo. Algunos días, Cosimo decía el rosario con ellos o les leía las
Vidas de los santos
y siempre les daba la bendición. Besaba a cada uno en la coronilla cuando los ponía en fila delante de él y recibía quieto sus sofocantes abrazos y sus deseos de buenos días y a continuación empezábamos, literalmente, por el alfabeto: a decir y escribir las letras, aunque no tardé en darme cuenta de que era pedirles demasiado. ¿Quién podía quedarse sentado tanto tiempo, quién podía estar encerrado tanto tiempo, quién podía estar tanto tiempo sin reírse ni decir palabrotas? Paseos al retrete. Cosettina iba a buscar a los fugitivos. Gritos dramáticos por la posesión del cabo de un lápiz. ¿Era cierto que yo llevaba
cioccolatini
y pan y queso en mi bolso para ellos? Tenían hambre y yo sabía lo que era sentir eso. Podía invocarla, como la cara de mi padre. Sus caras. Aunque gritan, corren y chillan para que los observe hacer alguna hazaña entre las piedras calientes, la arena ardiente, sus rostros obsesionados y famélicos se adivinan a través de su engaño. Sólo están disfrazados de niños.

»—Pero sujetan el lápiz y tocan el papel y prestan atención, aunque sólo sea uno o dos minutos seguidos, a lo que tratas de decirles. Ten paciencia. Es sólo el comienzo —decía Leo.

»A veces los niños me cogían de las manos, me llevaban al patio y me pedían que fuera a la
mensa
con ellos y se peleaban por quién se sentaría a mi lado, si iba, pero no fui hasta que una de las mujeres, la madre de Cosettina, me invitó. Me acordaba de meses antes, la primera vez que había visto la
mensa
y lo mucho que anhelaba sentarme allí y ser parte de ellos. Me daba cuenta entonces de que Leo había tenido razón: la única forma de ser parte de ellos era mantener la distancia. Serles útil, pero mantenerme aparte. La muchacha de piel de melocotón estaba allí. La llamaban Olga.

»—
Olga, vieni più vicino
. Olga, acércate. —Los hombres le hacían señas. Ella se había puesto un pañuelo rojo y verde, rojo y verde brillante, como si fuera rusa, se lo había atado alrededor de la cabeza como un turbante y sus rizos fugitivos le caían planos sobre las mejillas húmedas.

»—
Pazienza, pazienza, c'è abbastanza
. Tened paciencia, que hay suficiente —dice la muchacha de piel de melocotón.

»Llevando una gran cesta poco profunda llena de pequeñas cebolletas, que todavía llevan tierra adherida a los flecos sutiles de sus raíces recién arrancadas, Olga va de un lado a otro de las mesas cubiertas con hule, entregando las cebolletas como si fueran joyas: dos por persona, una para los niños, en mi plato pone tres y agacha y gira la cabeza para besarme la frente. Me dice: “
Benvenuta
. Bienvenida".

»Cosettina sirve
maccheroni e ceci
y alguien me pone delante el pan y otro me llena la taza, mitad y mitad, de las jarras de agua y vino. Golpean las cebolletas contra el borde de la mesa para quitarles la tierra y las pasan, una a una, por la lata de sal gorda y gris que hay en cada mesa. Es lo más cerca que estos montañeses han estado nunca del mar. Muerden el bulbo blanco, crujiente y salado y dejan que les queme la boca. Una cucharada de pasta y un mordisco de cebolleta. Despertar el hambre y satisfacerla y los pobres son maestros en las dos cosas. Hice lo mismo que hacían ellos. Hice lo que hacía antes. Hice lo que hacía tanto tiempo que quería hacer.

C
APÍTULO
IX

—En una sola primavera y un solo verano se revitalizaron los campos que estaban en barbecho y se abrieron caminos rudimentarios. Corría el año 1948. Un año después finalizó la reconstrucción del
borghetto
propiamente dicho. Una vez más, se importaron trabajadores de muchas partes de la isla para que los campesinos pudieran seguir con sus rutinas, dedicarse a lo que les daba de comer. Leo tomaba cada vez menos de las frutas y verduras que cosechaban y cada vez menos de la caprichosa prodigalidad de los olivos y las vides. Para completar las necesidades del palacio, llevó a los campesinos más ancianos para que transformaran grandes franjas de los jardines formales en
orti
, huertos de verduras y plantas aromáticas. Crecieron calabazas y alcachofas donde antes había arriates de rosas. A Leo le encantaba aquella alegoría. También los ancianos se sentían transformados: estaban haciendo algo por el príncipe, especialmente para él. Aquella pandilla de querubines encorvados y arrugados cavaba, plantaba y escardaba, bañaba con ternura las semillas, se arrimaba a las hileras perfectas, deseando que los brotes crecieran y las hojas estallaran. Y así fue.

»Lo mismo ocurrió con las primeras cosechas en los campos recién plantados. El trigo y el maíz, la cebada y las habas crecieron bajo el sol manso del invierno y, vueltas a sembrar en primavera, las mismas cosechas se asaron bajo las llamaradas del sol estival, igual que
la novara
, tomates y sandías. Éstos no pedían lluvia, no necesitaban el agua de las nuevas tuberías azules dispuestas como arterias bajo la carne de la tierra. Como las plantas suculentas en el desierto,
la novara
florecía en la tierra reseca, bajo los rayos rutilantes de la sonrisa de Deméter, como decían los campesinos, que la invocaban tanto a ella como a san Isidro, a santa Rosalía o al mismísimo Zeus y, cada uno según sus preferencias, le presentaban algún pequeño sacrificio: una hogaza de pan, una corona de amapolas silvestres, una gran fogata de la que se ocupaban durante toda la noche de luna llena.

»Algunos cambios significativos ya les habían mejorado la vida y aquella primera cosecha tenía buenos augurios. Las mujeres barrían y fregaban sus dormitorios y sobre cada nuevo alféizar se disponía todas las mañanas un colchón nuevo para que se orease y le diese el sol. De rollos de gruesas lonas y fustanes, las mujeres sacaban cortinas para las puertas y ponían frascos con flores silvestres en los umbrales. Se sentían en casa. Cuerdas entrecruzadas de ropas y sábanas de colores chillones se agitaban como las banderas de los bucaneros de un lado a otro del patio y en la tahona se hacían dos turnos por día. Los niños hacían cola cada dos sábados, por la mañana, frente a la pequeña sala encalada que había sido designada como enfermería para las consultas obligatorias con un médico ambulante. Se dispuso una sala de partos junto a ella y la comadrona residente del
borghetto
se ocupaba de su mobiliario y contaba las nuevas toallas blancas y las doblaba y las volvía a doblar cada vez que tenía oportunidad. El ambiente en el
borghetto
era alegre en aquel verano de 1948. Un júbilo siciliano moderado: "No dejes que los dioses se enteren de lo bien que van las cosas, no vaya a ser que les dé por enviarnos algún
scherzo
para mantenernos entretenidos. ¡Calla!".

C
APÍTULO
X

—Pero se han robado a sí mismos. Es inconcebible.

»—Si dejas de ceñirte a los límites del intelecto, verás que nada es inconcebible. Te empeñas en pensar racionalmente en una situación irracional, Leo.

»Leo y Cosimo están solos en la sala del desayuno cuando las princesas y yo nos acercamos a la puerta. Escuchamos este diálogo y nos miramos las unas a las otras sin atrevernos a entrar. No parece haber nadie más en la mesa con los dos hombres. Yolande entra primero y Charlotte y yo la seguimos. Ellos están sentados en el otro extremo de la mesa y no nos saludan. Nos sentamos y Yolande hace sonar la campanilla. Las criadas traen café, leche, pan y galletas, pero Yolande es la única que empieza a comer y beber.

»—
Papà?
—llama Charlotte.

»—
Si. Buongiorno, ragazze. Tutto bene?

»Apenas nos mira, se pone de pie, espera a que Cosimo se levante y salen de la habitación sin decir una palabra más.

»—¿No te has enterado? —me pregunta Yolande.

»Yolande está a punto de cumplir los diecisiete y sin embargo su rostro y su cuerpo permanecen en un estado como de pubertad frustrada. Aquí y allá, en las mejillas y la barbilla, se echa pellizcos de engrudo de maicena para ocultar el daño que se ha provocado en las imperfecciones de la piel durante la noche. Es rellenita y poco elegante y, cuando habla, suele usar un tono de mal genio infantil, proyectando hacia delante su mandíbula ancha y cuadrada. La misma mandíbula ancha y cuadrada de Leo. También tiene los ojos de Leo, lo cual es toda una bendición para cualquiera. Como las violetas bajo los limoneros. La miro.

»—¿Si no me he enterado de qué?

»—Del problema que ha habido en el
borghetto
. Esta mañana bajé a la cocina para pedirle a la cocinera que preparara
frittelle
y los oí decir:
"Qualcuno ha ruhato tutto
. Lo han robado todo".

»—Tal vez has entendido mal. No te preocupes… —le digo.

»—Lo único que me preocupa es que no hayan traído las
frittelle
—me asegura.

»Charlotte está sentada con su pan bien cubierto de mantequilla en la mano y sus ojos de cervatilla van de aquí para allá, entre su hermana y yo.

BOOK: Un verano en Sicilia
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