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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (12 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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»Era el 3 de mayo de 1945 y, para dar comienzo a la
festa
, Cosimo celebró misa para las congregaciones unidas de la casa y el
borghetto
, en lugar de celebrar el santo sacramento por separado, como hacía habitualmente. Al amanecer en los jardines, bajo la sombra veleidosa y no consagrada de los robles, Cosimo dijo misa para todos y después nos fuimos en fila india, por los caminos de tierra apisonada entre los trigales, hacia un bosquecillo de cedros junto al río.

»Un grupo de hombres había ido la noche anterior a disponer la leña para hacer el fuego para cocinar, a rastrillar la tierra bajo los árboles y a clavar las antorchas en el suelo. Bajo el sol, todavía no muy alto, pero ya magnífico, fuimos caminando. Cada uno de los hombres acarreaba algún cajón con comida (naranjas, alcachofas, patatas) o paquetes de manteles o algún banco o silla sobre los hombros o llevaba un par de corderos o cabritos al sacrificio. Dos tenían mandolinas sujetas con correas sobre el pecho y fajos de astillas para encender el fuego atadas a la espalda. Los recuerdo especialmente, porque en aquella época había comenzado a pensar que estaba locamente enamorada de uno de aquellos trovadores, aunque nunca pude decidir de cuál de los dos. Aquel día los dos llevaban pantalones negros brillantes con una tira de raso que les bajaba por la pierna y tenían un aspecto tan magnífico que sus amigos decían que habían saqueado unas tumbas y les habían robado los pantalones a los muertos para ponerse elegantes para la
festa
. Podría ser verdad. ¿Y las mujeres?

»Seguras como las cabras sobre los peñascos, bamboleando las caderas anchas y fuertes bajo sus vestidos amplios de algodón fino, algunas con sus bebés aferrados al pecho, todas cargaban jarras de agua o de vino sobre la cabeza y cantaban alguna canción antigua sobre la solidaridad de las mujeres, sobre el pacto de avisarse las unas a las otras cuando algún marido era infiel; sobre decirlo y después ayudar a la esposa traicionada a asesinar al marido traidor. La cantaban una y otra vez.

»Fíjese que le estoy hablando de 1945; en aquel momento había más vehículos en el palacio de los que yo pudiera contar y para entonces ya había algo de gasolina para abastecer los camiones, los jeep y los automóviles y sin embargo fuimos todos andando. Simona y las princesas fueron andando. Todos queríamos ir a pie.

» Cuando llegamos todos al río, la vanguardia ya había encendido los fuegos, había matado, destripado y ensartado los corderos y los cabritos, frotado los cuerpecitos con aceite y rellenado sus cavidades con puñados de plantas aromáticas. Como si las setenta u ochenta personas que componían el grupo siguieran los pasos de la misma danza primitiva, todas se pusieron a trabajar y me pareció que la escena que componían era encantadora, incluso más hermosa que los sueños de condolencia que solía invocar de niña, unos sueños en los que dibujaba mujeres con grandes pechos que olían a jabón y a azúcar y hombres con zapatos de domingo y caramelos en los bolsillos para mí. Solía inventarme un abuelo en cuyo abrazo me sentaba para seguir los surcos de sus mejillas bronceadas mientras él me cantaba. En aquellos sueños, mi madre no lloraba jamás y mi padre era el
capo famiglia
prudente y razonable que nos protegía a todos. Sin embargo, aquellos personajes que trazaba en mis viejos sueños podrían haber sido grandes búhos blancos como la nieve de lo poco que se parecían a los seres reales con los que había vivido. En todo caso, mis sueños eran iguales a los de cualquier niño, ¿verdad? ¿No eran así los suyos, Chou?

Sé que no espera respuesta.

—La manera en que cada uno de nosotros adapta los sueños para dar cabida a la vida real es lo que nos separa. Unos echan las culpas a los demás y gimotean, mientras que otros se ponen a trabajar. Al final de cualquier historia humana, creo que lo único que separa a las personas es su capacidad para conciliar el sueño con la realidad. Pues bien, a aquellas alturas, a mis quince años, hacía tiempo que había dejado de echar las culpas a los demás y de gimotear, aunque, de vez en cuando, todavía acostumbrase a sacar las piezas de aquellos viejos sueños y dejarlos correr sobre mí, pero la visión de aquella fiesta junto al río desgarró aquel lugarcito dentro de mí en el que había escondido las viejas imágenes, lo limpió e hizo sitio para algo real. Me di cuenta de que lo que estaba viendo, lo que codiciaba en aquella escena junto al río, ya era mío. Aunque nunca había vivido en medio de aquella raza de criaturas garbosas, era una de ellas. Sus legados eran míos, su cultura era mía y lo sentí con tanta intensidad como sentía que la vida de ensueño del palacio no era mía. Pero estoy yendo demasiado rápido con esta historia, ya lo sé. Permítame regresar a la
festa
.

»Algunas mujeres aplastaban alcachofas contra piedras planas y las rellenaban con una pasta de aceite y plantas aromáticas, como hacemos aquí, en la villa. Otra disponía sardinas con grandes trozos de tomates en cazuelas largas y poco profundas con agujeros en la base y las ponía a ahumar sobre brasas de tallos secos de hinojo silvestre. Las mesas hechas con tablas y barriles se cubrían de telas bordadas y encima se disponían pilas de platos de estaño y, mientras hacían su trabajo, los hombres bebían y las mujeres cantaban y apenas se podía distinguir al personal del palacio de la gente del
borghetto
. Parecían contentos de estar todos juntos. Yo estaba contenta. Leo parecía feliz. En realidad, parecía exultante, yendo y viniendo a grandes zancadas de una estampa a otra, echando una mano en los preparativos, probando una salsa, llenando y volviendo a llenar las copas de sus campesinos. Mangas de camisa, pantalones de montar, botas, todo aquel cabello rubio peinado hacia atrás con neroli y sudor: era hermoso y no había allí ninguna mujer, salvo su propia esposa y sus hijas, que no pensara lo mismo y aquella fue la segunda cosa que comprendí aquel 3 de mayo: que no quería a uno de los trovadores con pantalones de vestir, sino que estaba enamorada del príncipe.

—La
festa
se prolongó desde la comida hasta el
riposo
y después continuó con merodeos por el bosque y pesca en el río y otra vez a la mesa. Hubo música todo el día, pero, cuando el sol se comenzó a poner y las antorchas recién encendidas brillaron en la niebla blanca procedente del río, los trovadores cambiaron las canciones atrevidas y vivarachas por gemidos en tono menor y rasgueaban las cuerdas con tanta suavidad que los sonidos metálicos se mezclaban con el viento. Dos muchachas se pusieron a bailar. Yo conocía a una de ellas, que se llamaba Lidia, y la había visto algunas veces, cuando iba a ayudar a las criadas del palacio. No conocía a la otra, que no era como Lidia, sino diferente de todas nosotras. Su piel tenía el color de los melocotones maduros dispuestos en un cuenco de cristal rojo y tenía ojos árabes alargados y oscuros. Sus pechos altos y sueltos se movían debajo de su vestido blanco y holgado mientras ella se balanceaba apenas, mirando hacia algún lugar muy lejano. Creo que lo único que veía eran las estrellas.

»Frente a frente, las muchachas se sujetaban por los codos, mientras iluminaban su cuerpo dos hogueras pequeñas que ardían a ambos lados. Los trovadores habían dejado sus mandolinas y ya no había música, aunque, de todos modos, nadie la habría escuchado, porque todos estaban sentados o en cuclillas formando un círculo a su alrededor, casi sin respirar de tan encantados como estaban con la de piel de melocotón. Lidia se sentó al cabo de un rato, dejando que su compañera bailara sola, y un anciano con un arpa de boca emitió un lamento fúnebre fascinante que pareció sacar a la muchacha de piel de melocotón de su trance. Movió los brazos y las piernas como si acabara de despertar de un largo sueño. Se estiró y se puso a prueba hasta que, haciendo un giro lento y deliberado, levantando al mismo tiempo la falda de su vestido, que se anudó en lo alto del muslo, comenzó a dar vueltas en redondo. Eran giros apretados, contenidos, con los brazos arqueados en un amplio abrazo y el cuello orgulloso; se impulsaba lentamente, como si esperara que el anciano con el arpa de boca le diera el pie, y, al oírlo, giraba más rápido. Más rápido todavía y entonces, en la pose de la bailarina clásica: una pierna flexionada y su pequeño pie descalzo bien apoyado en la otra rodilla, daba vueltas sobre una larga pierna poderosa, cada vez más rápido, hasta que era ella la que dominaba al hombre del arpa de boca, cuyo gemido se convirtió en un grito frenético y apasionado, y aun así ella siguió girando más rápido, soltando su melena de rizos oscuros que le golpeaban los hombros, volviendo los ojos siempre al mismo punto crítico al completar otra vuelta. Más rápido, cada vez más rápido, lanzaba su cuerpo espléndido hasta que, como un derviche, pareció disolverse en la oscura noche estrellada. Humo blanco con ojos árabes negros. Siempre volvía los ojos árabes otra vez hacia él; siempre hacia Leo.

—Ya no nos quedaba nada por hacer después del baile de la muchacha de piel de melocotón, de modo que, poco a poco, la
festa
se fue desmontando, lo recogimos todo y regresamos en fila india por los caminos de tierra apisonada, entre los trigales, otra vez a casa. Medio enloquecida de envidia por la muchacha que, hasta para mis ojos de quinceañera, seguro que se había ofrecido a Leo, rechacé el baño con aroma a jazmín que Agata había preparado para mí, me eché boca abajo sobre la cama amarilla y blanca y lloré. Estuve llorando toda la noche, dolida por aquella envidia, pero también por algo más, algo que yo pensaba que era el final. Es que, cuando la muchacha de piel de melocotón bailaba a la luz tenue de las últimas llamas, me sentí como si me hubiese quitado algo y como si, con cada vuelta que daba, me quitase más y, al girar sobre sí misma con rapidez en aquella noche oscura, toda mi niñez se fue con ella y me quedé rota, vacía: era menos que antes o tal vez sólo fuera diferente. Agata veló a mi lado toda aquella noche, me acunó en sus brazos hasta que el amanecer se filtró por las persianas y, como si la nueva luz fuera a aplacar el dolor, me dijo:

»—Ya está, pequeña.

»Recuerdo que eso fue lo que dijo y sus ojillos ovalados estaban hinchados de lágrimas de conmiseración y su cuerpo delgado temblaba de agotamiento.

»"Así es; se ha acabado", me dije yo también a mí misma y me lo seguí repitiendo y también me repetí lo que me había dicho el día anterior junto al río: que la escena había desgarrado aquel lugarcito dentro de mí en el que había escondido las viejas imágenes, lo limpió e hizo sitio para algo real. Pero ¿qué era real? ¿Era real mi amor por Leo? ¿Era real la envidia que sentía por la muchacha de piel de melocotón? ¿Era real la vida en el palacio? ¿Era real la
festa
junto al río? Es posible que lo único que tengamos sean sueños y es posible que tratar de hacer realidad los sueños sea romperlos contra las rocas.

»Tres revelaciones se disputaban mi atención. Amaba a Leo. Envidiaba a la muchacha de piel de melocotón a la que empezaba a considerar un símbolo de todas las mujeres, de cualquier mujer que pudiera despertar el afecto de Leo. Me horrorizó reconocer que aquella envidia tenía que incluir a la propia Simona. Al planteármelo así, la lista de posibles incordios se hizo muy larga. Sin embargo, la tercera revelación fue, me parece, la más espantosa de todas: ya no podía sentirme a gusto en el palacio. Después de presenciar cómo vivían los campesinos, quería estar en el
borghetto
con ellos. No me interesaban las medias bordadas ni los puddings decorados, el griego, el latín, Brahms o ni siquiera las
Vidas de los santos
; quería trabajar en el campo y llevar el vino sobre la cabeza y balancear las caderas y cantar canciones tristes de amor. Quería volver a montar a pelo, quería sentir aquel agujero en el estómago a mediodía y llenarlo con sopa y con pan y quería besar a Leo. Gritaba desde mi alma el deseo de besar al príncipe. Las revelaciones lucharon entre sí hasta que las piedras encajaron en su sitio. Lo primero que tenía que hacer era llegar hasta Leo.

»Llegaría hasta Leo antes que la muchacha de la piel de melocotón, antes de que ella pudiera llegar hasta él.

***

—A aquellas alturas, Agata se había lavado y vestido y había ido a informar a la casa que no me encontraba bien aquella mañana, después de la
festa;
dijo que ella me cuidaría, que me mantendría tranquila en mi habitación. Empecé a urdir mi plan.

»En parte, fue Flaubert el que me guió aquella mañana: Flaubert a través de
mademoiselle
Clothilde. Es que, mientras Charlotte, Yolande y yo nos entreteníamos con nuestros trabajos escritos,
mademoiselle
a menudo leía junto a la chimenea del aula o en su sillón bajo los magnolios. En un período determinado, siempre parecía estar leyendo libros de alguien llamado Flaubert y, sobre todo, uno que llevaba por título
La educación sentimental
en letras marrones delicadas sobre una tapa de gamuza marrón oscuro y que yo estaba deseando leer. Después de mis etapas de robar comida y ropa para Mafaldita, había desarrollado mucha destreza para tomar prestados sin permiso los libros de
mademoiselle
Clothilde. Nunca conservé ninguno de ellos lo suficiente para afligirla sin razón, porque, en una tarde o de un día para otro, devoraba el libro que fuese y con habilidad volvía a colocarlo a la izquierda o a la derecha o debajo o por encima del lugar donde ella lo había dejado el día anterior. Después de que hubiese cogido
La educación sentimental
por tercera vez,
mademoiselle
me preguntó qué me había parecido y me reveló que no era mucho mayor que yo la primera vez que se "topó" con él. Recuerdo que nos echamos a reír casi con complicidad, aunque ninguna de las dos, tal vez fuera sólo yo, habría imaginado que usaría determinados pasajes del libro para seducir al príncipe. Sin embargo, fueron justamente los recuerdos de Flaubert los que me despejaron la cabeza aquella mañana después de la
festa
y me encaminaron hacia Leo.

»Sólo Agata tendría conocimiento de mi plan y, cuando lo oyó, se quedó sentada quieta, tragó con fuerza unas cuantas veces y me miró como si yo fuera otra persona, evaluándome.

»—Métete en la bañera —fue su primera directriz.

»Me puso en remojo y, mientras tanto, me frotó el cabello con jabón francés, lo enjuagó con agua fría y vinagre blanco y zumo de limón y a continuación restregó cada centímetro de mi piel con una bolsa de tul rellena de cáscaras de almendras machacadas. Envuelta en una toalla, me senté mientras me cepillaba el pelo y lo retorcía en madejas dentro de tiras rasgadas de una sábana vieja. Me frotó toda con neroli y le dio brillo a mi piel con un trozo de lino hasta que quedé reluciente como el raso a la luz del fuego; entonces me fui a dormir. Con un paño frío encima de los ojos, dormí mientras Agata, sentada junto a mi cama, transformaba una falda de organdí en un camisón y lo ribeteaba con encaje que había cogido de un par de almohadones de Simona. A continuación, se echó a dormir ella también, con el camisón en su regazo, y dormía aún cuando me desperté, me bajé de la cama y entré en el vestidor a contemplar mi cuerpo desnudo en el gran espejo de marco amarillo.

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