»—No te preocupes, Tosca.
Papà
se encargará de ellos.
»Como una
infanta
exquisita con su vestido blanco y sus trenzas rubias, Charlotte es la delicada descendencia de la alianza fría de sus padres, la suma de sus encantos. Pienso en mi hermana, que es un año menor que ella; ya es la décima vez aquella mañana que me pregunto qué será de Mafaldita. Charlotte y yo nos hemos hecho más amigas últimamente. Ya no es aquella primera comunicación superficial que la proximidad nos imponía a las tres niñas. Es raro que intercambie más de unas cuantas palabras con Yolande en un día; en cambio Charlotte viene a verme a mi habitación por la noche, cuando puede. Este ritual ocasional comenzó hace años, ella tendría entonces nueve o diez años, cuando apareció una noche tarde y, sin invitación y sin decir una palabra, se metió a mi lado en mi cama.
»—¿Es verdad que eres la
puttanina
de
papà
?
»—¿Sabes lo que quiere decir esa palabra, Charlotte?
»—Sí, creo que quiere decir "muy buena amiga" o "muñequita", como
puppetta
. Suena parecido a
puppetta. Mamà
decía: "Vamos, Leo, ¿por qué no vas a ver a tu
puttanina
?, y yo sé que se refería a ti, Tosca, porque estaban hablando de ti, así que quiero saber cómo puedo hacer para ser la muñequita de
Papà
, como tú. Me parece que a
Papà
no le gusto demasiado, pero él me gusta tanto, Tosca.
»Cuando conté a Leo mi conversación con su hija menor, se echó a reír hasta derramar lágrimas; después llegaron lágrimas de otro tipo.
»—He intentado estar con mis hijas todos estos años, especialmente con Charlotte, pero Simona no me deja —dijo—. Algún día te lo contaré.
»Cuando vuelvo de mi ensueño, veo que Yolande, exasperada con la cocinera, se entretiene con la campanilla. Envío a Charlotte un beso furtivo y me pongo de pie para recoger mis cosas. Voy a llegar tarde a la escuela. Desde la puerta, susurro:
»—Ya sé que lo hará. Sé que tu
papà
se encargará de ellos.
»Pero aquel día no hay clases y tampoco ha ido nadie a trabajar en los campos.
»Todos están en el patio del
borghetto
. Los campesinos se han reunido en torno a Leo, que está de pie entre ellos, mientras los pollos corretean sobre sus brillantes botas altas. Los niños se arriman a las piernas de sus madres o duermen en sus brazos. El sol es pálido en un cielo del color de la piedra.
»Nadie habla. Cosettina me hace señas para que me ponga a su lado.
»—No estoy enfadado y no busco represalias de ningún tipo, pero tengo que saber quién de ustedes lo hizo; a quién, justo cuando empezábamos a vivir con los resultados de nuestro trabajo, le ha parecido apropiado robarnos, robarse a sí mismo, porque estoy convencido de que, quienquiera que haya cogido las provisiones, ha sido uno de nosotros, alguno de nosotros en colaboración con alguien de fuera. Hay indicios y pruebas de que ha sido así. Lo único que pido es que se identifique ante mí. No habrá ningún castigo porque sí. Quiero entender qué fue lo que hizo que un miembro de esta familia se volviera contra el resto de nosotros.
»Silencio. Lo único que quiebra el silencio espeso e inexorable de la
omertà
es el ruido de los pollos que escarban y los murmullos de los bebés que se mueven inquietos.
»—Estaré en mi oficina hasta las vísperas, esperando —dice Leo, como si se dirigiera a una sola persona, y después se marcha.
»Leo había asignado al edificio la función de nuevo almacén; era de ladrillo y piedra, tenía un buen techo de tejas rojas nuevas y el suelo de cemento estaba pintado de gris metálico, como el casco de un barco. Lo aprovisionó con bidones de aceite de oliva, garrafas de vino, sacos y más sacos de legumbres. En un extremo había puesto mesas de trabajo y una pequeña cocina. Iba a ser un
laboratorio
, una sala de trabajo en la que algunas mujeres prepararían conservas y mermeladas con las naranjas y los limones procedentes de los
agrumeti
y los sacos de peras, manzanas y almendras secas que había llevado Leo. Habría sido un lujo inimaginable. Hasta la cocina ha desaparecido. El suelo gris, todavía reluciente, está vacío; sólo quedan dos garrafas de vino y el caldero en el que se habría cocido la mermelada.
»Voy a la oficina de Leo. La puerta está abierta y lo encuentro leyendo en un sillón de cuero negro.
»—No era tanto, Tosca. Una muestra de mi mecenazgo. Un pequeño acuerdo, supongo.
»—¿Cómo pudieron llevárselo sin que nadie lo supiera?
»—Alguien lo sabe; es posible que la mayoría, pero son sicilianos. No habrá sido difícil llevárselo todo en la plataforma de un solo camión. Tres o tal vez cuatro hombres fuertes habrán tardado menos de una hora. Ya he ordenado que se repongan las mercaderías. Sé que nadie vendrá a verme antes de las vísperas.
»—He venido yo. He venido a decirle que se sentirá mucho mejor si piensa en los campesinos, en lugar de pensar en sí mismo. En este momento,
loro sono vergognati
, están avergonzados. Usted se siente herido, como se sentiría un padre. Ha dado regalos a sus hijos y uno de ellos, en lugar de los regalos, quería lo que se podía comprar con ellos. Piense en lo que sufren los demás hijos por lo que ha hecho uno solo.
»Me mira y hace ademán de ponerse en pie, pero no espero. Le hago una reverencia, aunque algo menos profunda de lo habitual y salgo por la puerta.
—Hay un sendero que divide los prados de abajo, donde pastan las ovejas en verano, y Leo, Cosimo y yo lo habíamos estado recorriendo a caballo las mañanas anteriores, saludando a los campesinos cuando se dirigían al campo. Esta mañana hay dos hombres tendidos en el suelo en nuestro camino, casi ocultos por los pastos altos y las umbelas de las zanahorias silvestres. Leo desmonta y a continuación lo hace Cosimo; los dos me dicen que me quede en la silla, pero que no me aleje. Miro a los hombres, que parecen dormidos, enteros, salvo por los cortes profundos y anchos, color rojo oscuro, que tienen en el cuello. En un matorral bajo de mejorana silvestre, el anciano del arpa de boca apoya la espalda sobre una roca purpúrea. Cuando lo miro, coge el pequeño instrumento metálico y se pone a tocar.
—Cosimo se ha adelantado, creo que para ir a la iglesia, y Leo y yo cabalgamos lentamente y sin hablar hasta llegar casi a los establos. Entonces dice:
»—Ni me querían ni me necesitaban como árbitro, igual que cuando asesinaron a Filiberto y prefirieron que mantuviera la distancia que me correspondía.
Cose nostre
. Cosas nuestras. Ésta fue otra de esas cosas suyas. Ellos se hicieron cargo. Estoy seguro de que a ninguno de ellos le planteó ningún conflicto lo que había que hacer. Y así se hizo. Han sido hábiles, inflexibles, despreciables.
—Mi abuelo solía colocarse en la linde de los campos cuando los campesinos sembraban o cosechaban y entonaba himnos a Deméter.
»—¿Es eso lo que va a hacer?
»Es domingo por la mañana, a finales de septiembre de 1948, y Leo y yo, después de pasar a toda velocidad por el campo recién cosechado de un terrateniente vecino, nos hemos detenido a esperar a que nos alcancen los demás jinetes. Ha pasado más de un año desde que me habló por primera vez del pabellón de caza y hoy formamos parte de un grupo de doce personas que nos dirigimos hacia allí, donde nos esperan los primos, los compañeros de cacería de aves de Leo y un contingente del personal del palacio que se ha adelantado para ayudar al encargado del pabellón, un hombre al que Leo llama Lullo, a preparar un banquete de
colombacci
, palomas torcaces, para nuestra comida del domingo. La semana anterior, habían dejado las aves colgadas de los aleros del establo para que se pudrieran, dice Leo, y me promete que habrán destrozado sus tripas podridas para obtener un paté delicado, hecho con grapa y plantas aromáticas, hasta lograr una pasta exquisita que se extiende sobre rebanadas de pan cocido en hornos de leña. Una
leccarda, in salmi
, asada con manteca y enebro; enumera una letanía de platos y, echando a perder su regocijo de cazador, le digo que sólo tomaré sopa.
»Desde la alta empalizada que rodea el campo en el que esperamos, caen fragmentos de pizarra y guijarros. Allí pastan las ovejas y puede que alguna se haya desviado hasta el borde y haya perturbado la fragilidad de la roca, ¿o no será una oveja lo que se ha descarriado? Un halcón invisible bate las alas y pienso que él es el único que sabe lo que ha movido las piedras, mientras nosotros nos quedamos sentados en nuestras sillas, uno al lado del otro, y los caballos se agachan para comer los rastrojos del trigo. Hoy cumplo dieciocho años y Leo todavía no me ha felicitado; ni él ni nadie. Según la tradición, cuando uno cumple años, le espera un regalito junto al plato del desayuno y todos los que viven en la casa se suman a la familia para cantar
tanti auguri
. Aquella mañana, nada. Cumpliré los dieciocho sin ellos. Desmonto y, sin preguntarle, ato mis riendas al borrén delantero de su silla y me alejo un poco de Leo y su regodeo sobre las aves podridas. Me sigue.
»—He estado pensando que lo haré, quiero decir, que me gustaría hacer lo que hacía mi abuelo: recitar viejos himnos durante la cosecha. La idea me vino por los
ortolani
que se ocupan de los huertos del palacio. Siempre que puedo, voy a sentarme cerca de ellos cuando trabajan, abro un libro para leer, pero, en cambio, los escucho hablar de Deméter y de san Isidro, como si los conocieran de toda la vida, y supongo que así es. A lo largo de los años he pasado muy poco tiempo con los campesinos en las tierras de labranza ni en ninguna otra parte de la propiedad, de modo que para mí fue una revelación oír hablar a estos ancianos de historia griega y contarse los unos a los otros, a su manera rústica, historias sobre Deméter y Perséfone y Hades y Zeus y el hijo de Cronos, adornando los cuentos un poco, agitando los brazos y alzando los puños, gritando a veces o bajando la voz, como si representaran los dramas, que es, evidentemente, lo que hacen.
»Dice esto último como si fuera una revelación más.
»—Aquella historia les pertenece tanto como la historia de sus propias familias, como la historia de Jesús y María. Descienden de los antiguos pobladores que, con Deméter a la cabeza, cultivaron el primer trigo en los campos yermos. Y así comenzó todo, Tosca: con Deméter y sus antepasados, y les envidio la facilidad con la que se relacionan con el pasado. Yo me siento y leo sobre eso, pero ellos lo viven. Yo me siento con mis libros mientras que ellos, que son analfabetos, lo practican, lo transmiten. Si pudieran, pienso que a muchos de ellos les gustaría volver a las geórgicas, a las salmodias homéricas y las guadañas, a los caballos de tiro y a pasarse el santo. Crees que he olvidado qué día es hoy, ¿verdad?
»Paso por alto la pregunta o lo aparento.
»—¿Pasarse qué santo?
»—El odre de vino santo o, mejor, una jarra. Siete veces entre el amanecer y la puesta del sol, mujeres y doncellas recorrían las filas de segadores con odres o jarras repletos de vino sobre la cabeza y daban de beber a los hombres. Hace años, cuando todo el trabajo se hacía a mano, la siembra y la cosecha eran tan rituales como las danzas populares y cada movimiento era una coreografía. Había gaiteros que tocaban música para que los campesinos movieran la guadaña siguiendo el ritmo.
»—¿Así? —Camino a zancadas por el campo segado, retorciendo la muñeca como si llevara una guadaña y balanceando el cuerpo como si cortara trigo, como si bailara.
»—Sí, algo así —dice.
» Corro hacia él.
»—Un campo. Seguemos un solo campo a la manera tradicional, para que nos dé buena suerte, como una oración, y que los demás campos se sieguen con las máquinas. ¿Lo hará?
»—¿Es eso lo que quieres como regalo de cumpleaños: una siega ceremonial? No podré reunir todas las piezas para mañana, cuando comencemos, pero puedo intentar tenerlo pronto para el último campo. Cinco, tal vez seis días a partir de hoy. ¿Es eso? ¿Es ese el regalo que quieres?
»Observo a Leo; veo que extrae de su alforja un saco de pan frito azucarado y se pone a dar de comer a los caballos, y me pregunto, puede que por diezmilésima vez: "¿Qué soy para usted?". Sí, me respondo a mí misma, me gustaría esta siega ceremonial como regalo, pero también quisiera saber qué soy para usted.
»Desde aquella tarde en la biblioteca, cuando Leo me habló por primera vez de sus planes para el
borghetto
y los campesinos, justo un día después de que asesinaran a Filiberto, los dos habíamos estado trabajando en una especie de sociedad. Se ha vuelto natural, cuando nos reunimos una o dos veces por día para hablar de sus progresos, hablar de los míos.
»—Se ha sembrado el campo que está más al norte. Las máquinas se estropeaban y se volvían a estropear, pero, no sé cómo, las últimas filas se acabaron antes del anochecer. Conduje el tractor.
»—Cosettina leyó de maravilla hoy y los niños estaban muy callados, encantados con la historia y fascinados de que uno de ellos, una persona como ellos, hubiese llegado a dominar todas aquellas letras revueltas que realmente forman palabras. Levantaban la mano y hacían preguntas. Fue fantástico.
»—¿Puedes ir un rato a la enfermería mañana por la mañana? El doctor te dirá en qué tienes que fijarte. Los niños le tienen miedo y se muestran tímidos en mi presencia, pero confían en ti.
»Colaboramos como si fuéramos una pareja, como lo harían un padre y una hija. La mayor parte del tiempo es suficiente. Conforma. Los criados y los campesinos se han acostumbrado a observar esta colaboración con neutralidad benévola. Sólo hemos cansado a los que cuchichean, al público hambriento del teatro de variedades que ha venido a presenciar el cuento apasionado del príncipe y la
puttanina
y que, a cambio de su dinero, sólo ha conseguido un poema bucólico leído por el héroe y su musa. Sin embargo, Simona se había pavoneado en los bastidores, preparada para representar un intermezzo lascivo. Traía amantes que se alojaban en el palacio. A veces los presentaba al círculo familiar como primos lejanos o hijos de viejos amigos. Se sentaban a la mesa con nosotros, iban a misa con nosotros. Se arrellanaban en los salones y daban órdenes al servicio. Leo era cortés. Las princesas se sentían mortificadas y los demás invitados, la familia que estaba de visita, se indignaban. El mundo al revés. Los que cuchichean siempre tienen algo que decir.