Un verano en Sicilia (31 page)

Read Un verano en Sicilia Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

BOOK: Un verano en Sicilia
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Los jardines accidentales florecían, los rosales aplastados por el viento trepaban, los pinos se elevaban y se agitaban con el hálito tibio de una brisa desganada y, lo mismo que el día que lo vi por primera vez, no había señal alguna de una mano mortal. Fui a sentarme en el regazo del magnolio.

»Allí estaba cuando Lullo y dos antepasadas de los cazadores de Leo llegaron corriendo de algún campo lejano, alertados por Nuruzzu, que seguía cantando y seguía chillando. Como si nos hubiese estado esperando, gritó un somero "Ben tomata a Villa Donnafugata, signorina", saludó con la cabeza a Nuruzzu y al chófer y empezó a llevar nuestras cosas a la casa.

La observo surcar el fondo de un mar en busca de algún fragmento perdido. Pasea la mirada por los jardines que nos rodean. ¿Se ve a sí misma en el regazo del magnolio? Yo sí que la veo allí.

—Siguiendo el ejemplo de Lullo, enseguida empezamos a llamar al lugar "la villa". Nos encantaba el nombre "Donnafugata": acertado, alusivo e irónico. Nosotras dos seríamos las únicas en saber lo bien que venía al caso. Sólo Nuruzzu y yo lo sabríamos.

»Aunque todas las habitaciones estaban amuebladas con desechos, creo que aquel primer día o los primeros días después de aquel hicimos poco más que comer y dormir. Recuerdo que Lullo encendió el fuego cuando Valentino y su mujer regresaron de los campos al ponerse el sol. Por cierto, ella es la mujer que la miró a los ojos el primer día que usted anduvo merodeando por la cocina. Se llama Annamaria. Sentíamos la necesidad tácita y colectiva de pasar un buen rato todos juntos en el mismo lugar, conque apilamos los cojines del sofá y los colchones mohosos en torno al fuego y nos dimos un festín con los
cannoli
. No creo que comiéramos nada ni antes ni después. Bebimos té y dimos las migas de los pastelillos a los perros. Aunque hablamos muy poco, nos reímos. Mientras dormíamos aquella noche, Lullo hizo circular la noticia:
La Tosca è tomata
.

—Le diré que Leo había repartido entre algunos de los campesinos del
borghetto
las tierras colindantes con los terrenos que pertenecían a la villa y aquellos nuevos propietarios, al igual que los nuevos propietarios a los que se habían transferido las parcelas cercanas al palacio, habían convertido los edificios anexos en viviendas o habían construido, piedra por piedra, sus alquerías. Cada campesino vivía en su propia tierra y cada uno trabajaba su propia tierra y, además, todos trabajaban, de un modo u otro, en los terrenos pertenecientes a la villa, que Leo me había legado a mí, la mayoría de los cuales habían sido improductivos en otra época. En lugar de sacar provecho de lo que producían los terrenos de la villa o al menos recibir en efectivo parte de las ganancias que aquellos terrenos fueron produciendo a lo largo de los años, los campesinos depositaban en el banco hasta la última lira. El propio Lullo llevaba el control de la cuenta, una cuenta que habían abierto a mi nombre. La cantidad acumulada no era extraordinaria, pero, cuando la sumé a lo que ya tenía, lo que me seguían entregando todos los meses, la suma era considerable. Con ayuda de los campesinos, Nuruzzu y yo empezamos a poner en orden la villa y, cuando logramos las mejoras fundamentales en el interior y en el exterior, nos pusimos a trabajar en los campos propiamente dichos. Compramos equipo, construimos caminos, instalamos tuberías de riego, plantamos huertos e incorporamos a los campos productivos parcelas inmensas de terreno en barbecho. Una vez más, hicimos lo que había hecho Leo. ¿Recuerda que le dije que, cuando él murió, había querido ser él? Para los campesinos, yo era él.

—Así como Lullo nunca había dejado de esperar mi regreso, los demás tampoco. A darme la bienvenida acudieron de dos en dos, a puñados y algunos vinieron solos. Con ninguno de ellos había mucho que decir o que escuchar, como si ya nos hubiésemos puesto al día poco antes. Traían flores silvestres atadas con lianas; naranjas todavía en sus ramas con hojas; jarras de vino y ruedas de queso; estofado de cordero en una olla de hierro atada con un trapo blanco. Una tarde, una vecina metió en una tina de lavar todos los ingredientes para hacer la cena y subió desde la aldea con todo aquello encima de la cabeza. Había traído comida como para veinte. Reímos al ver la profusión de sus regalos y le dijimos que debía quedarse e invitar a su propia familia a compartir la mesa con nosotros y creo que así volvimos a empezar a reunirnos. Sin la excusa de una fiesta o un duelo, nos sentábamos juntos y yo me sentía como en mi casa. Recordaba que, la primera vez que se reconstruyó el
borghetto
, los campesinos habían puesto frascos con flores silvestres en los umbrales y que aquellas flores simbolizaban que, finalmente, estaban en su casa. Yo hice lo mismo. Empezaba a cerrar círculos y aquello me gustaba.

»Como había hecho con las señoritas de la calle Maqueda en Palermo, comuniqué a los campesinos que si alguno de ellos, estuviese enfermo o sano, deseaba venir a vivir a la villa con Nuruzzu, Lullo, Valentino, Annamaria y conmigo, las puertas estaban abiertas para ellos y para sus familias. También les hice saber las obligaciones que conllevaba tal decisión: al igual que en Palermo, inevitablemente habría normas y compromisos de trabajo.

»Nadie atravesó corriendo las montañas con su colchón a rastras. Se quedaron perplejos. Por timidez, supongo, y por aquel sentido inmutable de corrección feudal. Como jamás habrían consentido en vivir en el mismo lugar donde vivía su príncipe, también rehusaban vivir donde vivía yo. Una vez más, para ellos yo era Leo, aunque también tenía algo que ver el impulso de los pocos años que llevaban como campesinos independientes. Venir a vivir conmigo habría sido un retroceso, dar un paso atrás hacia el viejo
borghetto
. ¿Sería así? ¿Preferirían vivir cada uno por su lado o sentirían nostalgia de su vida tribal? Aunque ellos sí, puede que sus hijos o los hijos de sus hijos no la tuvieran. Que nos unimos ha quedado bien patente en todos los aspectos, pero, en los treinta y dos años transcurridos desde que volví a casa, las trabas de la timidez y la corrección feudal han ido desapareciendo y no cabe duda de que la nostalgia de la tribu ha acabado por sustituirlas; las ha sustituido y ha aumentado.
Almeno finora
. Por lo menos hasta ahora.

«Nostalgia de la tribu» me parece una expresión fantástica. Yo ya siento nostalgia de ella, de estas horas que hemos pasado bajo el magnolio. Pasando la última página de
Ana Karenina
, cae el telón inquieto para ocultar a Pinkerton, que llora. Pequeñas muertes. Ella sigue hablando.

—He dicho "por lo menos hasta ahora". Ésta es la historia que quería contarle, Chou. Alguien tendrá que escribir el final. Es una historia sin final a la que le faltan algunas partes, pero es lo que quería tratar de contarle y me alegro de haberlo hecho. Espero que mi superabundancia de palabras la haya compensado de algún modo por el silencio poco caritativo con el que la recibieron mis compatriotas hace unas semanas. Como mi tosquedad es tan sincera como mi amabilidad, yo podría haber hecho lo mismo que ellos. No me importa no saber por qué no lo hice. ¿La he cansado durante estos días o se ha acostumbrado tanto a hacer de público que…?

—No, no me he cansado en absoluto. Sólo pienso que todos morimos un poco cuando acaba algo bueno, algo hermoso; cuando acaba algo bonito mucho más que cuando acaba algo doloroso.

—Pero esa es la gracia, ¿no le parece?, la manera que tiene cada uno de nosotros de distinguir los dos sentimientos: lo que nos parece bonito de lo que nos parece doloroso. Yo creo que muchas veces son lo mismo. La verdad es que morimos un poco por los dos y así vamos pasando el tiempo.

Me quedo callada y ella también, hasta que finalmente dice:

—En su habitación encontrará el vestido que Agata le ha arreglado. Esta noche tendremos invitados a cenar, viejos amigos que crecieron en las montañas, pero que ahora viven en Palermo, y uno o dos que viven por aquí cerca.

—¿Le ha dicho Fernando que nos marchamos mañana por la mañana? Vamos a Noto, me parece.

No responde, ni siquiera con un movimiento de cabeza.


Aperitivi
a las nueve en el
salone francese
. Es una sala que creo que no ha visto todavía y la luz es fantástica allí a esa hora. Ya sé que le gusta mucho la luz. Son casi las ocho. Tendríamos que ir a arreglarnos, ¿no le parece?

Nos ponemos de pie, recogemos los vasos y las jarras y las ponemos en el carro junto con otras para llevarlas a la cocina. Me marcho corriendo antes que ella.

El vestido de tafetán castaño plateado que ha vuelto a nacer está dispuesto sobre nuestra cama, recogido en la cintura y con la falda extendida, como en un escaparate. Sin mirarme al espejo, lo apoyo contra mí. ¿Habrá sido suyo o de Simona o de una de las princesas? Imaginando las tardes y las noches cuando el vestido era nuevo, cuando los sueños de aquellas mujeres todavía eran nuevos, cuando lo eran los míos, lo sujeto contra mí un buen rato. Cierro los ojos y lo apoyo contra mí hasta que encuentro a Tosca, descalza y con el camisón de organdí, volando sobre los escalones de piedra fríos del palacio al encuentro de su príncipe, a Simona, con el cabello cortado a lo paje peinado en ondas prietas y llevando el vestido gris con cuentas brillantes, a Charlotte y a Yolande, con sus medias blancas con mariposas bordadas, y a la muchacha de piel de melocotón girando a la luz de la luna. Encuentro a las campesinas con sus finos vestidos amplios de algodón marchando pesadamente sobre las piedras con jarras de vino encima de la cabeza y bebés sujetos alrededor del pecho, y a las señoritas de la calle Maqueda con sus peinados cardados, acercando las mesas y las sillas en el bar en sombras, bajo el zumbido de los ventiladores, y a Nuruzzu sentada en el sofá, con el jersey abotonado hasta arriba y el pañuelo en la cabeza. También están allí las viudas, chillando y lavándose la cabeza en la fuente, lo mismo que Isotta, con su camisón de raso, bebiendo sorbitos de coñac y negociando con la Muerte. Hay otra figura en mi escena. Es muy pequeña. Prácticamente, lo único que alcanzo a ver son sus ojos, grandes, oscuros y sombríos. Montones de rizos le ocultan casi el resto de la cara, pero creo que soy yo. Creo que todas ellas soy yo. Creo que todas somos todas.

No había visto la nota que Fernando me había dejado sobre la mesita de noche. Dice que ha vuelto a la habitación a darse un baño y a cambiarse y que después se ha marchado a hacer algo en Enna con Valentino. Puede que se retrasen, de modo que es mejor que no lo espere. «Nos vemos en el
salone francese»
, escribe.

Me desvisto, vierto en la bañera lo que queda de todos los perfumes, aceites y jabones y abro los grifos al máximo, esperando que salgan los chorritos habituales, pero esta noche el agua cae a chorros, caliente y con fuerza, sobre el neroli, el limón y la lavanda, convirtiéndolos en una espuma que parece un merengue irisado. Me froto y pienso en lo mucho que me habría gustado conocer al príncipe.

Ya son más de las nueve cuando pongo un pie dentro del vestido castaño plateado. Como si me lo hubiesen hecho a la medida: así me sienta y así me siento. Agata ha suprimido del todo las mangas con puños largos y también el cuello rígido. Al canesú, antes recatado, le ha hecho un escote profundo en forma de corazón, que sostiene con tirantes finos y elásticos. Lo que ha cortado del largo de la falda se ha convertido en una faja ancha que rodea una y otra vez la cintura para parecer algo así como un corsé. Entrecruzo las cintas de raso de mis sandalias. Una rayita de kohl en el borde de los ojos y una capa de Verushka para los labios. No tengo tiempo de arreglarme el pelo, que todavía está húmedo, después del baño, conque lo anudo pero dejándolo algo suelto y desordenado, para que me caiga sobre uno de los hombros. Como no tengo bolso de fiesta ni perlas, corto el tallo de dos rosas color crema, envuelvo los extremos espinosos en una pequeña blonda de tul y encaje que hay debajo de un florerito de cuello alto y me introduzco el ramillete entre los pechos. Pensando en Tosca y en Flaubert y en el pétalo de rosa sujeto entre los labios de Roseannette, bajo las escaleras en busca del
salone francese
.

Me detengo ante las altas puertas doradas desportilladas, apenas entreabiertas. El sol que se despide acuchilla de rosado la habitación y tiñe de bronce los perfiles de un grupito de hombres y mujeres dispuestos en torno a un montón de confidentes y
chaises longues
sobre los cuales han arrojado trozos de brocado gastado que en otro tiempo podría haber sido azul, como si hace mucho se hubiese abandonado la tarea de tapizarlos a todos. Los hombres y las mujeres sujetan copas anticuadas de cóctel y hablan con voz arrulladora y, desde donde estoy de pie, veo la luz rosada que destella y hasta se desvanece, con lo cual lo único que los ilumina a ellos, a la habitación con suelo de piedra y a las paredes de seda azul aciano son las llamas temblorosas de las velas que se amontonan sobre las mesas, las repisas y los aparadores. Cosimo me ve cuando entro y se acerca a mí con los brazos abiertos.

—La Chou-Chou.
Buona sera
.

Me acompaña y me presenta a todo el mundo y enseguida me arrepiento de no haberme quedado en mi ensueño bajo el merengue irisado, porque allí, en el
salone francese
, parezco una vieja reina de baile universitario que ha ido a parar por error al sanctasanctórum de una convención de Armani. Todos van vestidos austeramente de negro, pero no el negro de las viudas, sino un negro chic. Estrechos y cayendo sobre los tacones de los zapatos de piel de caimán, los pantalones de seda con jaretas por delante ondean sobre las piernas largas de los hombres. Más seda negra en camisetas o camisas de etiqueta de cuello abierto y chaquetas más bien largas y de hombros anchos. Contando a Cosimo, que está vestido como todos ellos, son cuatro hombres. Dos mujeres llevan chaquetillas negras, construidas con la precisión y la inflexibilidad de una armadura. Peplos rígidos se acampanan en las cinturas finas y revolotean sobre traseros lánguidos enfundados en faldas con forma de tulipán que llegan hasta las rodillas. Huesudas piernas desnudas y bronceadas y pies estrechos se tambalean sobre los tacones de los zapatos de salón enjoyados. Tosca lleva uno de sus vestidos negros: una túnica de
chiffon
que la envuelve hasta la altura de su esmeralda por delante y deja al descubierto la piel sarracena color almendra tostada de su espalda y sus hombros. Soy la única imperfección en aquel friso viviente y, aunque quiero salir corriendo y desaparecer de él, cojo la copa de cóctel llena de vino espumoso que me ofrecen y brindo por la salud de todos ellos y ellos por la mía. No recuerdo ni uno solo de sus nombres y me pregunto por el veneciano, si volveré a verlo alguna vez. ¿Quiénes serán aquellas personas? ¿Por qué no me habrá prestado Tosca un vestido negro?

Other books

Don't Order Dog by C. T. Wente
Stay by Julia Barrett, J. W. Manus, Winterheart Designs
The Stolen Princess by Anne Gracie
Jade in Aries by Donald E Westlake
Survivors by Sophie Littlefield