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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (35 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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Seguro que, en más de una ocasión, usted lo habrá visto llegar o partir, pero habrá pensado que se trataba de un habitante más de la casa a quien no conocía. También fue Leo el que alabó su vestido castaño plateado la última noche. Cuando le dio la mano para saludarla, se presentó como Leo-Alberto. Como ocurría siempre en las escasas ocasiones en las que se encontraba con personas ajenas a la «familia», quiso mantener el anonimato con usted, aunque le diré que el motivo de que cenara con nosotros aquella noche, al menos en parte, fue para «conocerla», porque, desde luego, estaba al corriente de nuestras conversaciones bajo el magnolio.

Cuando miro atrás a estas páginas que acabo de escribir, temo haberle contado demasiado, mientras que, al mismo tiempo, he vuelto a dejar blancos desconcertantes en mi narración. Yo también me siento desconcertada aún, algunas veces, pero, aunque pudiera contarle más, no sé si lo haría.

Escribí varias veces a Simona desde Palermo, preguntándole por ella y por las princesas. Aunque siempre me respondía, sus cartas eran imprecisas, forzadas. Me dolía su aparente cambio de actitud con respecto a mí y fui yo la que dejó de escribir. Después de más de un año de silencio, Carlotta me escribió para contarme que Simona había muerto de una enfermedad terrible por la que se dejó vencer deliberada y rápidamente. Todavía me pregunto a veces si no habrá sido Simona la más inteligente de todos y si su amable alejamiento de mí no habrá sido más un paso atrás, una manera de ayudarme a apartar de mi camino el pasado para que yo pudiera hacer lo que ella dijo que debía hacer: «Tienes que encontrar tu propio camino a casa, Tosca».

Carlotta me había escrito que ella y Yolande se quedarían en Roma, donde vivían cuando Simona enfermó. Había dicho que sus planes para el futuro eran inciertos. Escribí para darles el pésame y varias cartas más, pero no volví a recibir noticias de ellas. Poco después de que me marchara de Palermo y regresara a las montañas, las había invitado a visitarme. Carlotta vino sola y no se ha vuelto a ir. Por eso, el primer y único viaje que hizo Leo después de su regreso fue a Roma a ver a Yolande. Cosimo lo acompañó y a través de él supe algo de lo ocurrido aquel día, porque Leo nunca me lo contó.

Cosimo dijo que Yolande estaba instalada en su irremediable soltería en un antiguo
palazzo
espléndido en la zona de Parioli y que había accedido a recibir a su padre sólo al cabo de una hora de súplicas y lisonjas con los auspicios de su mayordomo, que hablaba con él por el
citofono
. Dudo que el príncipe esperara que su hija mayor bajara corriendo las escaleras y se echara en sus brazos gritando embelesada, como Carlotta, pero su orgullo, lo que quedaba de su instinto paternal, debió de pasar una dura prueba mientras subía las escaleras hacia los aposentos de Yolande. Sin atreverse a avanzar más allá de las palmeras y los dorados de la antesala y sin que nadie se diera por enterado de su presencia, Cosimo aguardó como el padrino en un duelo de salón, mientras Leo se acercaba a Yolande, que estaba sentada —eso sí, en el borde— en un pequeño canapé del
salone
. No se puso de pie para saludar a su padre ni lo invitó a sentarse. Sin preámbulos, Yolande preguntó a Leo a qué había venido. Tal vez porque no lo sabía ni él mismo, Leo no respondió y, ante el silencio, Yolande sugirió que su motivo era, sin duda, económico. Como diciéndole que la cocinera le daría un pan si se acercaba a la puerta de servicio, su hija mayor le contó que se habían obtenido ciertos ingresos de ciertas ventas que, si él estaba dispuesto a ir a ver a los abogados de ella, se podían poner a nombre de él, pero que, de lo contrario… Para entonces, Leo no habría podido hablar, aunque todavía quisiese decir alguna de aquellas palabras que, a lo largo de los años, había practicado, probado, desechado y vuelto a probar hasta que pensó que algunas habían comenzado a encajar. Sin embargo, al verla allí sentada, hablando de ingresos y abogados, me temo que no pudo recordar ninguna ni por qué había querido decirlas. Las personas no cambian. Yolande no tocó nunca a su padre, ni él a ella. Leo se volvió para marcharse y la tarde de la princesa recuperó su ritmo, como había ocurrido siempre cuando él se iba.

Orientada por las observaciones meticulosas de Leo, mi voluntad de mantener a las viudas y a los demás habitantes de la villa saltó de prudente dedicación a obsesión. Aunque la vida en la villa había seguido su curso con bastante fluidez, desde su regreso, estando él allí, todo iba mejor, no tanto porque lo que era difícil o agotador hubiese desaparecido, sino porque nuestras afinidades colectivas —lo que teníamos en común las viudas y todas las demás y yo— se realzaban. Lo que usted vio y sintió mientras estuvo aquí con nosotros, lo que la tenía fascinada, era eso: era él.

Hace casi dos años, Leo enfermó. Decidió no someterse a terapias ni tratamientos. Confiaba en que el destino le diera suficiente tiempo, de modo que la enfermedad hizo con él lo que quiso y pareció resuelta a quedarse para siempre. Fue entonces cuando Leo tomó las riendas e hizo lo mismo que su madre. Por segunda vez, Leo organizó su muerte. Con gran precisión, decidió cuándo estaba preparado para partir. Digno hijo de su madre.

Nunca habló de morir, sino del mar, el mar que lo esperaba detrás de los árboles. En los sonidos de sus propios pulmones cansados y deteriorados y en el estertor de su aliento atormentado, reconocía el sonido áspero de las olas, oía el mar. ¿El infierno imaginado por un hombre que ama la tierra? ¿Fusiles amartillados, apuntando desde detrás de los robles de hojas amarillas? Nunca supe si temía o anhelaba aquel mar y sigo sin saberlo.

Cosimo y yo nos relevábamos el uno al otro y a menudo los dos pasábamos días y noches enteros con él. Acampábamos junto a su cama, calentábamos sopa en su chimenea, tostábamos pan, le dábamos de comer trocitos, como si fuera un pajarillo. En más de una ocasión, Cosimo se ofreció a confesarlo, pero Leo le decía que él ya sabía demasiado, y, cuando le quiso administrar la extremaunción, hizo añicos el frasquito de óleo que Cosimo tenía en la mano, diciendo que una despedida suya sólo podía enviarlo a Hades y los dos se echaron a reír. Reían, tal vez porque comprendían que reír era la mejor manera de pasar la última página en casi sesenta años de una vida vivida, más o menos, en compañía el uno del otro. Como Cosimo describe su amor por mí, el suyo también fue otro tipo de amor.

Recuerdo que, al acallarse su risa, cuando el silencio se hacía demasiado inmenso para llenarlo con palabras, Leo tendía los brazos hacia mí, como un niño pequeño cuando quiere que lo cojan en brazos, y yo lo acunaba, advirtiendo que su carne parecía pesar menos cada hora que pasaba. Me miraba entonces y se dirigía a Cosimo y le decía que prefería besarme a mí con su último aliento que besar los pies fríos y metálicos de un icono, los pies desgarrados del Cristo crucificado.

«"Que lo último que veas sea todo bonito —citaba Leo, renegando de sí mismo por no recordar de quién era la frase. Decidido a apropiársela, la repetía una y otra vez—: Que lo último que veas sea todo bonito." Sí, prefiero besar a mi Tosca.»

Una noche, Leo nos dijo que le gustaría despedirse de su familia. Se refería, claro está, a las viudas y los campesinos, sobre todo los que llevaban tanto tiempo con nosotros, «desde que éramos pequeños», dijo. Él siempre lo llamaba así. La época de nuestra vida antes de que él se fuera: «cuando éramos pequeños». Comuniqué a Agata el deseo de Leo y ella informó a los demás. Les pedimos que se reunieran temprano a la mañana siguiente y, antes del amanecer, se pusieron en fila en las escaleras, en el rellano y en el pasillo frente a sus habitaciones. Vinieron todos, Chou. Los que trabajaban en los campos, los jardineros, los artesanos, los aldeanos. Vinieron varias generaciones: padres e hijos, abuelos con sus hijos y los hijos de sus hijos, madres con sus hijos. Agata y yo lo estábamos lavando y ordenando sus habitaciones, mientras Cosimo avivaba el fuego y rezaba. Mientras esperaban, cantaban. Cantaron todas las canciones de la cosecha y la trilla, las que Leo había enseñado a los de más edad entre ellos. Cantaron todas las canciones de todas las personas que alguna vez sembraron un campo de trigo en esta isla. Allí estaban, cantando todas las canciones de todos los que alguna vez creyeron que, por la gracia de los dioses, un puñado de semillitas podían crecer y convertirse en sustento para mantenerlos a todos un poquito más. Allí se quedaron, salmodiando, cantando y llorando. Eran los
addolorati
. Eran Deméter llorando por su hijita y María por su hijo y eso equivale —supongo— a llorar por nosotros mismos, por el dolor que perdura y la alegría, fugaz, socarrona, que nos aterroriza aún más. Su sonido era estridente e intenso y, en cierto modo, un grito de guerra. No podían permitir que su príncipe se marchara sin hacer ruido.

Cuando Agata les abrió las puertas, fueron entrando en grupitos y desfilaron junto a la cama de Leo, besaban los bultos de sus pies bajo la colcha o le cogían la mano y se la llevaban a los labios. Leo formuló alguna pregunta a casi todos. ¡No se creería las cosas que recordaba sobre ellos, Chou! Sobre sus enfermedades, sus flaquezas. Hasta se acordaba de sus sueños. Creo que de sus sueños era de lo que más se acordaba. ¡Qué ganas tenía de hablar! Pero cuando se quedaba sin aire, susurraba sus recomendaciones, sus afirmaciones. Prometía cuidar de ellos dondequiera que lo llevara a continuación aquel viaje incierto. Prometía una y otra vez que cuidaría de ellos. Les besaba las manos a todos. Cuando los campesinos le besaban la mano, él a su vez les besaba las suyas. Aquel gesto que nadie había visto jamás: el aristócrata que devolvía los besos de sus campesinos.

Aquella mañana fortaleció a Leo y lo mantuvo vivo unos días más de lo que hubiesen pretendido tanto él como la presencia negra que se avecinaba. Cosimo se negaba a abandonar a Leo, salvo para sus propias y breves abluciones. Dormía en una silla junto al fuego o de lo contrario se sentaba allí o caminaba de un lado a otro o daba vueltas por la habitación, sin parar de conversar con su amigo y de contarle historias. Yo dormía en la cama junto a Leo, con las piernas y los brazos enroscados en los suyos, como si, al quedarme muy quieta, él fuera a olvidar que yo estaba allí y me llevara consigo, como si fuera parte de él. Es que yo era parte de él. Soy parte de Leo, Chou, y creo que usted lo sabe tan bien como cualquier otra persona lo ha sabido o lo sabrá.

Desperté una mañana y, antes de abrir los ojos, supe que se había ido. Cosimo se había dado cuenta antes y me dejó dormir en sus brazos, todavía tibios, mientras él se ocupaba de otras cosas.

Sólo lo enterramos Cosimo y yo y no en el cementerio, sino en la ladera de la colina que hay en el extremo del campo más lejano, en el lugar donde apareció una tarde, hace muchísimos años, de regreso de algún negocio que había tenido que ir a resolver a Francia y que se había prolongado, pensando que se había perdido el primer día de la siega. Un visir rubio y desgarbado que se abate desde otro lugar, se quita la chaqueta de un tirón, impaciente por coger la guadaña, aclamando a Deméter, alabando a Dios Todopoderoso, casi temblando de alegría por estar de vuelta en su tierra, con su familia. En este lugar duerme el príncipe.

Y desde aquí le escribo.
Io vengo qui con il crepuscolo
. Vengo aquí al anochecer. En cuanto huelo la oscuridad que rueda por los campos, preparo mi costal: un jersey, un chal y un poco de buena ginebra en la petaca del padre de Leo. Con el costal colgado sobre el pecho y arrastrando mi silla tras de mí, me cruzo por el camino estrecho con las cabras, que, en dirección contraria, regresan desenfrenadas a su casa al otro lado de la montaña, mientras el viento les echa hacia atrás los copetes sedosos que tienen en la frente y sus cencerros suenan como locos en la cueva de color negro azulado que forma la oscuridad, y nos saludamos mutuamente. Todas vamos en busca de nuestra propia paz en lo alto de una colina, en medio de una isla. Una isla en medio de un mar, en medio del mundo.

Esta noche, briznas de nubes mecen una media luna de marzo que convierte el trigal en un mar plateado. En los terraplenes más altos, los lobos, aúllan y, al otro lado del precipicio, pequeñas hogueras danzan aquí y allá: los pastores se preparan la cena. Exceptuándome a mí y lo que llevo conmigo, sería casi imposible poner una fecha a esta colina geórgica, esta elevación en la que los dioses antiguos paseaban y dormían, provocando éxtasis y pesadillas. ¡Qué poco nos han cambiado tres mil años!

Me acomodo entre los rosales de las rocas y los cojines de tomillo silvestre y me quedo hasta mucho después de que desaparezca la luz. Siempre me ha fascinado la noche, con la sensación que produce, no de final sino de comienzo. Me siento aquí, envuelta en mi chal, que todavía huele a él, bebiendo, fumando y repasando los años.

A veces me agacho a tocar la piedra que Cosimo y yo pusimos para Leo en medio de las matas de mejorana de Deméter. Como dos viejos picadores, revisamos las ruinas del templo una noche hasta encontrar un bloque de mármol fino y desgastado, del gusto de Leo. Cosimo quería llevárselo al cantero de la aldea para que grabara una inscripción, pero lo hice yo misma. No es ninguna obra maestra —tracé mis garabatos zurdos y torcidos con un viejo clavo de hierro—, pero, de todos modos, es aceptable. Dice lo siguiente:

Leo,

el último príncipe

1912-2000

AGRADECIMIENTOS

Me consta que comprender y ser comprendidos nos hace felices en la tierra. En toda mi vida, nadie me ha comprendido mejor que mi editor en Ballantine: Robin Roewicz.

La intrépida, grácil y prudente Rosalie Siegel es mi agente; más aún: es mi ídolo.

Rosalia lo Forte, doctor Gianluca Pazzaglia, Gilberto Barlozzo, Pina Pettinelli, Christine y Giorgio Grovato, doctor Mario de Simone, Thomas Berendt, Heiner Oelman, Kristel y Elvio del Bosco, Isis Elten, Regina Derna, Alessandra Criccomoro, Alberto Bettini, Annette Barlow, Rosalba y Marceo Mencarelli, Rosanna Giombini, condesa Graziella Fiumi, Gioia Guidi, Doris Engleke, Sharona Guri, Franco Titocchia, Edna Tromans, Alessandro y Anna Repetto, doctor Paolo Ceccarelli, doctor Renzo Ceccarelli, Sergio Caro, Chiara Giacomini, Marge y Robert Feder, Diego y Linda Campanile, Roberto Anselmi.

Giancarlo Bianchini de Todi,
l´ultimo vero principe
.

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