»—Tus padres.
»No di a las palabras un tono interrogativo.
»—Mi padre murió en la guerra o quizá podría decir que aprovechó el caos de la guerra para desaparecer, como hicieron muchos hombres y mujeres también, supongo. Mi madre no esperó a la guerra para marcharse y, salvo en una ocasión en la que vino a pedirle dinero a mi padre, no he vuelto a verla desde que tenía nueve años.
»Nuruzzu habló de las promesas de Piero y de su adiestramiento paciente en lo que sería su nuevo trabajo. La llevó al
caffè
de la calle Maqueda y la presentó a las demás, que se hicieron cargo de su instrucción y su preparación para las calles. La llamaban
pido
, «pequeñita». Nuruzzu insistía en que Piero y ella eran
fidanzati
, que se casarían en cuanto él resolviese un par de cosas y no le importaba que las demás rieran. No volvió a ver a Piero nunca más. Las señoritas de la calle Maqueda dijeron que él estaba de paso y que también había ido a buscar un trabajo mejor.
»Me cuenta que ha huido dos veces: una vez a Trapani y la otra a Messina. La hallaron, la pegaron y la llevaron de vuelta a Palermo tendida en el suelo desnudo de una furgoneta, balanceándose sobre su estómago, con los brazos y las piernas atadas a la espalda. Dice que a veces es difícil decir quién es más brutal: si los rufianes o los clientes. Los dos están hechos del mismo paño. "La cruz tiene forma de hombre", dice y lo repite una y otra vez.
»—Mientras no acaben conmigo, mientras sigan ganando dinero gracias a mí, no me puedo marchar —había dicho—. No soy mala, Tosca. La mayoría de nosotras no somos malas. No creo que ninguna de nosotras decidiera un buen día que quería dedicarse a este oficio. Llevamos la vida que pensamos que nos merecemos y, si no la merecíamos cuando comenzamos, seguro que a estas alturas nos la hemos ganado. Ninguna de nosotras tiene todos los dientes; nos han quemado el cuerpo y nos han pegado y nos han retorcido el pescuezo. Nos dejan conservar apenas lo suficiente para no morirnos de hambre. Aquel día que me viste comprando todos aquellos pasteles que hacen las monjas había robado el dinero. Era mi cumpleaños y me lo festejé yo misma. ¿Sabes por qué vamos al bar de la calle Maqueda todos los días? Porque queremos estar juntas, pero también porque nos dan de comer y los rufianes pagan la cuenta. Para la mayoría de nosotras, es la única comida del día.
»En un momento dado, Nuruzzu se ha inclinado para darme un beso de despedida y me ha dejado en la mesa del
caffè
detrás de la Vucciria. Yo apenas lo había advertido, porque me llegaba el sonido de la voz de Leo. Él me presiona. "La mayoría de los terratenientes sólo dejan a sus campesinos lo suficiente para mantenerse en pie, apenas lo suficiente para que sigan siendo productivos. Los nobles se dan festines y los campesinos los mantienen. Quiero que eso acabe, al menos en mi propia tierra."
»Pero ¿cómo, Leo? ¿Cómo las ayudo? ¿Rescato a Nuruzzu? ¿Le alquilo una habitación en la
pensione
d'Aiello y vivimos las dos como fantasmas: ella escondiéndose de los rufianes y yo escondiéndome de ti? Hay tantas, Leo, tantas como Nuruzzu, tantas como yo.
—Es una mañana de noviembre y la lluvia murmura contra las ventanas del
caffè
detrás de la Vucciria. El saloncito parece menos miserable a la luz azulada de la tormenta y, con el borde de mi chal, froto el vapor de la ventana que hay junto a mi mesa. Nuruzzu se retrasa. Trituro galletas de piñones, sumerjo los trozos en mi leche caliente y me los tomo como si fueran sopas. Vuelvo a secar el cristal empañado. Entonces, como una sombra con un pañuelo rojo, ella pasa volando junto a la ventana, serpentea a través de la zona del bar que está llena de gente y se instala al otro lado de mi mesa. Lleva gafas oscuras y no quiero ver la vileza que ocultan.
»—Esta noche no vas a trabajar y mañana por la noche tampoco. Estoy tratando de hallar la manera de decírtelo, de suplicarte que me dejes ayudarte.
»—Me ayudas, Tosca, más de lo que tú crees. Además, no está tan mal. Anoche uno de mis clientes me invitó a cenar y me fui con él. Me sentía guapa. Dos hombres nos estaban esperando cuando salimos de la
taverna
. A él lo golpearon con más saña que a mí.
»—Si tuvieras un lugar donde vivir, quiero decir, si no tuvieras que preocuparte por cómo ibas a vivir, ¿dejarías a tus rufianes?
»—Podría pensar que sí, hasta que recuerdo que ellos jamás me dejarían hacerlo. —Con falso aire juguetón se quita las gafas y acerca su cara a la mía—: ¿Por qué? —dice riendo—, ¿acaso piensas llevarme a tu casa, Tosca, y presentarme a tu hermano? ¿Es eso lo que se te ha pasado por la cabeza? Hace daño pensar en la libertad siquiera por un momento. No me hagas pensar en la libertad, Tosca.
»Por un resquicio de la carne tumefacta y ennegrecida asoman dos lágrimas.
»—Voy a buscar un lugar donde vivir, para mí y para ti. Tal vez sea un sitio con habitaciones para otras personas también. Quiero comprar un apartamento.
»Vuelve a ponerse las gafas en su sitio y ríe con otro tipo de risa:
»—Conque quieres comprar un apartamento.
»—En realidad, quiero comprar un
palazzo
entero —le digo.
»Evalúa los zapatos que me he comprado en el mercado por setenta y cinco liras y la chaqueta de montar de ante de Leo que llevo puesta bajo el chal. No la convenzo de mi poder adquisitivo.
»—Tú no serás una mantenida, ¿verdad? Nunca te he preguntado cómo te las arreglas para vivir. Pensé que me lo habrías dicho si quisieras que lo supiera —dice.
»—Soy independiente, Nuruzzu. Estuve casada, pero mi marido murió. Soy viuda —le cuento.
»—Comprendo. Con lo joven que eres. ¿La guerra? —pregunta con suavidad.
»—Una guerra, sí. Tengo lo suficiente para mantenernos a las dos —le digo.
»—Pero lo dices en serio, ¿verdad?
»—Muy en serio.
»—Pero si es una locura… Te harán callar, te arrojarán a los perros. Yo les pertenezco. Si cometieras la estupidez de interceder, no podrías esconderte de ellos como no puedo hacerlo yo.
»—Ya lo he pensado.
»—¿Qué quieres decir?
»—Quiero decir que no temo a tus amigos.
Una vez más, Tosca guarda silencio. A veces mueve la boca, como si estuviera probando lo que va a decir a continuación, pero no dice nada.
—Nuruzzu. Ese nombre no es muy común, ¿verdad? —Soy yo la que rompe el silencio.
—No es demasiado común.
—Una de las mujeres de la aldea se llama Nuruzzu. Al menos así escuché que la llamaban las demás.
—Sí, ella es Nuruzzu. —Tosca me mira y hace una mueca con los labios—. Es aquella Nuruzzu. Nuestra amistad ha durado mucho tiempo. Verá, durante los siete años posteriores a aquel día en el
caffè
, Nuruzzu vivió conmigo y, de vez en cuando y durante ciertos períodos, muchas otras de las señoritas de la calle Maqueda y de otros barrios de la ciudad también vinieron a vivir conmigo.
»Al principio vivíamos en una sola planta de un
palazzo
en ruinas, no muy lejos de los Quattro Canti. Fuimos construyéndonos una vida, Nuruzzu y yo. Como si fuésemos novias, pusimos casa. Compramos camas y colchones y sofás y una mesa de comedor; una cocina de gas que nos vendió un ropavejero del puerto y nos llevaron a casa cuatro hombres que contratamos; cacharros; toallas, sábanas y mantas. Nos organizamos como una institución. Nuruzzu tenía sus tareas y yo las mías. Entrevistábamos a las mujeres que querían vivir en la casa; las enviábamos a hacerse una revisión médica; archivábamos los resultados; entregábamos prendas de vestir y ropa de cama limpia, aunque usada, una copia del reglamento de la casa, que incluía dos duchas diarias; les enseñábamos las tareas que tenían que hacer en la casa todos los días; encontrábamos trabajo para muchas de ellas. Si trabajaban fuera de la casa y seguían viviendo con nosotras, pagaban un diezmo. Sólo se admitían visitas los domingos por la tarde y siempre en el
salone
, siempre acompañadas. Algunas mujeres trajeron consigo a sus hijos y a sus madres. Yo me encargaba de cuidar a los pequeños y a las personas mayores. Era como estar otra vez en el
borghetto
. Montamos una guardería para nuestros propios niños y la abrimos a otros, cuyas madres no vivían con nosotras. Nada espléndido, se lo advierto.
»A las mujeres las llamaban
i virgineddi
, "las virgencitas", y a nuestro apartamento, "la casa de las virgencitas". Sin embargo, el sarcasmo implícito en el nombre no tardó en difuminarse en una especie de respeto reverencial ante la inmensidad de nuestra empresa, me parece. Cuando fuimos más, nos trasladamos a un
palazzo
que era todo nuestro. Lo que Nuruzzu había predicho se hizo realidad. Vivíamos con amenazas y en más de una ocasión estuvimos a punto de morir cuando pretendieron cumplir aquellas amenazas. De todos modos, éramos persistentes. Obtuvimos ayuda de fuentes inesperadas; por ejemplo, de las facciones rebeldes dentro de los propios clanes. Puede que la mayor ayuda procediera de nuestro propio fatalismo.
»¡Cómo llegamos a divertirnos con nuestro alto grado de temeridad, una temeridad que, con el paso de los años, brindó a la casa una especie de fama clandestina, pero no como refugio de fracasadas, sino como un lugar lleno de pequeñas maravillas! Ya era una maravilla que existiéramos a la vista del código de venganza despiadada del clan. ¿Cómo nos habíamos salvado? ¿Por qué nos habían dejado tranquilas?
Entrecierra sus largos ojos felinos en dirección a algún horizonte lejano.
—Los espacios en blanco en las alegorías —digo.
Asiente con la cabeza.
—Jamás hablé con nadie de mi situación financiera. De forma draconiana, regateaba en los mercados y hacía muecas cada vez que me metía la mano en los bolsillos, como si estuvieran llenos de cangrejos. Rondaba las tiendas de segunda mano para casi todo lo que necesitábamos, aparte de la comida, y empecé a escatimar como había aprendido a hacer de niña. Le aseguro que me quedaba mucho más satisfecha al inventar cualquier papilla sabrosa hecha con las sobras que si hubiésemos hecho carne asada todas las noches. Me daba miedo la intemperancia, la despreocupación del palacio. En realidad, nunca dejé de querer vivir en el
borghetto
y supongo que, hasta el día de hoy, nunca he dejado de querer recrearlo. Me refiero a como llegó a ser el
borghetto
después de las intervenciones de Leo: la medición cuidadosa del pan de cada día para diferenciarlo de los días de fiesta; el equilibrio; lavar y limpiar, la distribución de ropa y calzado; la seguridad de la cena. Eso es lo que teníamos en la casa de las virgencitas.
—No se diferencia mucho de la vida aquí —comento.
—No, no se diferencia mucho, aunque aquí tenemos más. Más espacio. Sin duda, tenemos más espacio. Nunca he comprendido qué incidente o si fue el paso del tiempo lo que me despertó la necesidad de regresar a las montañas. Me podría haber quedado en Palermo el resto de mi vida. Era una buena vida. Llegó a ser una vida bastante buena. Creo que fue cuando empecé a plantearme cuánto más se podría hacer aquí arriba, con toda esta tierra, todas estas habitaciones. No me había dado cuenta de que parte de mi cabeza ya había estado trabajando aquí, en la villa: arreglando y reestructurando, plantando, construyendo, cocinando.
»A los dueños de la casa en la que vivía en Palermo no les avisé que me iba con demasiada antelación, sino que puse la dirección de la casa en manos de alguien con experiencia. Es que un año antes Mafalda se había venido a vivir con Nuruzzu y conmigo a la casa de las virgencitas. Había ido a visitarnos a lo largo de los años, nos había observado y, de vez en cuando, se quedaba a cenar con nosotras y, cuando le conté mi plan de regresar a las montañas, me pareció que también tenía que hablarle del pabellón, de las tierras y de todo lo demás. Cuando dije que buscaría a alguien para encomendarle la dirección de la casa de Palermo, se limitó a decir:
»—Yo me hago cargo.
»Y así fue.
»Dejé fondos, del mismo modo en que Leo había dejado fondos para sus campesinos cuando repartió su tierra con ellos. Todas las piezas de la operación estaban en su sitio. A quienquiera de las
virgineddi
que quisiese venir conmigo para volver a comenzar en las montañas le di la bienvenida. Anuncié mi plan una noche, a la hora de la cena, y dije que me marchaba a la mañana siguiente bien temprano. Sin decir palabra, Nuruzzu se levantó de la mesa, reunió sus cosas, se abrochó el jersey, se puso las botas que le parecieron más adecuadas para la vida en el campo, se ató un pañuelo bajo la barbilla y, preparada para partir, se sentó bien tiesa en el sofá a esperar el amanecer. Fue la única que vino conmigo.
—¿Vino aquí con usted?
—Sí, aquí. Volvimos a casa a este lugar, Nuruzzu y yo. Mafalda se quedó en Palermo tres años más y al final vino ella también. Pero cuando llegamos Nuruzzu y yo, Lullo todavía vivía aquí. Lullo, el encargado, y Valentino, su hijo, aquel hermoso niño pelirrojo que había crecido aquí y que entonces se acababa de casar. Los tres vivían y trabajaban juntos en la villa y en el campo. Aunque habían trabajado con gran empeño para evitar el deterioro natural de las cosas, la suya fue una pequeña lucha contra el tiempo.
V
ILLA
D
ONNAFUGATA
, 1963
—Después de atravesar las montañas por caminos con cambios de rasante y curvas muy pronunciadas en un camión azul muy abollado, Nuruzzu y yo llegamos con nuestro chófer, que era el propietario del vehículo. Yo iba delante con él.
»Nuruzzu se acomodó en la plataforma del camión entre las escasas pilas de nuestras pertenencias. No había vuelto a viajar en ningún vehículo desde que la llevaron otra vez a Palermo después de sus intentos de fuga. Sujetando inmóvil sobre sus muslos una caja de treinta
cannoli
de las benedictinas, Nuruzzu cantaba y chillaba al aire de la montaña que no había sentido ni respirado nunca antes y ni siquiera había pensado que sentiría y respiraría alguna vez.
»No sé si yo tenía alguna expectativa sobre lo que encontraría en la villa o a quién. Sólo sabía que era el lugar donde tenía que estar: era el lugar adecuado en aquel momento.
»Cuando el camión empezó a tambalearse sobre el largo camino cubierto de guijarros, saqué del bolsillo de mi vestido la llave que había guardado junto con otras en una caja larga de metal durante aquellos ocho años; el mismo cordel amarillo que todavía pasaba por su agujero la identificaba como la llave del pabellón de caza: un talismán que abriría las puertas.