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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (13 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Los agricultores pretenderían darme algo en compensación por mi liberalidad, quisiera yo o no, así que permití que me ofrecieran eslabón y pedernal, y en cuanto nos hubieron dispuesto cómodamente sobre el caballo a Sandy y a mí, encendí la pipa. Cuando la primera bocanada de humo se coló por las rejillas de mi yelmo, todos los presentes salieron corriendo hacia el bosque, y Sandy se fue de espaldas y cayó al suelo con un golpe sordo.

Pensaron que yo era uno de los dragones que escupen fuego, de esos que habían oído hablar tanto a los caballeros andantes y otros embusteros profesionales. Tuve enormes problemas para convencer a aquella gente de que se aventurase a regresar a una distancia desde la cual pudiésemos hablar. Les expliqué entonces que se trataba de un pequeño encantamiento que únicamente podía causar daño a mis enemigos. Y les prometí, con la mano en el corazón, que si todos aquellos que no sentían enemistad por mí se adelantaban y cruzaban delante de mí, podrían ver cómo caían fulminados solamente los que se habían quedado atrás. No se produjeron víctimas, pues nadie demostró la curiosidad suficiente para quedarse atrás a ver qué pasaba.

Perdí un poco de tiempo, porque aquellos niños grandes, una vez vencido el miedo, estaban tan maravillados con mis pasmosos fuegos artificiales que tuve que quedarme allí y fumar un par de pipas antes de que me permitieran partir. Pero el retraso no fue totalmente improductivo, pues también había que darle tiempo a Sandy para que se acostumbrara del todo a la novedad, estando, como sabéis, tan cerca del prodigio. También se le atascó por un buen rato su molino de conversación, lo cual constituía, en mi opinión, una gran ganancia. Pero por encima de todos los beneficios obtenidos contaba ahora con un conocimiento importante: en lo sucesivo podría enfrentarme a cualquier ogro o gigante que apareciese en mi camino.

Nos detuvimos a pasar la noche con un santo ermitaño, y mi oportunidad se presentó hacia la media tarde del día siguiente. Atravesábamos una extensa pradera utilizando un atajo, y yo estaba completamente ensimismado, sin escuchar nada, sin ver nada, cuando, de repente, Sandy interrumpió un comentario que había empezado esa mañana, dando un grito.

—¡Defendeos, milord! ¡Peligra vuestra vida!

En el mismo instante se deslizó del caballo, y se alejó corriendo unos cuantos pasos. Levanté los ojos y vi en la distancia, bajo la sombra de un árbol, a media docena de caballeros armados y a sus escuderos, y de inmediato comenzó una gran algarabía y agitación mientras ajustaban las sillas. La pipa estaba cargada y ya la habría encendido si no me hubiese encontrado sumido en pensamientos sobre cómo abolir la opresión en aquellas tierras y devolver a las gentes la dignidad humana y los derechos que les habían sido robados, y cómo hacerlo sin perjudicar a nadie. La encendí rápidamente y logré acumular una buena reserva de humo antes de que el grupo se precipitase sobre mí. Todos al tiempo, además, haciendo caso omiso de las magnanimidades caballerescas sobre las que tanto hemos leído: tunantes de la corte que cuando atacan lo hacen de uno en uno, mientras los otros se aseguran que se respeten las reglas. No. Vinieron en grupo, se abalanzaron estruendosamente sobre mí, como una descarga de artillería, con las cabezas inclinadas hacia adelante los penachos ondeando al viento, las lanzas dirigidas hacia mí. Resultaba una escena bonita, una escena preciosa, pero para un hombre que estuviese escondido en un árbol. Coloqué mi lanza en posición de descanso y esperé, con el corazón palpitante, hasta que la ola de hierro estaba a punto de romper sobre mí, y entonces arrojé una columna de humo blanco por las rejillas del yelmo. Teníais que haber visto cómo la ola se quebraba y se esparcía. Se trataba de una escena aún más bonita que la precedente.

Pero aquella gente se detuvo a unos doscientos o trescientos metros de distancia, cosa que me preocupó. Mi satisfacción se vino al suelo, y me invadió el miedo. Pensé que mi hora había llegado. Sandy, por el contrario, estaba radiante, y se disponía a abandonarse a la elocuencia, pero se lo impedí y le dije que por algún motivo, mi magia había fallado y que debía montar de nuevo en el caballo a toda prisa y en seguida cabalgaríamos raudos hasta el fin del mundo. No, no lo hizo. Dijo que mi encantamiento había dejado inútiles a aquellos caballeros; no habían seguido avanzando porque no podían hacerlo; en cualquier momento podían caer de sus monturas y entonces nos haríamos con sus caballos y arreos. No fui capaz de engañar tal demostración de confiada ingenuidad, así que le dije que se trataba de un error; que cuando los fuegos en mi posesión eran mortíferos su efecto era instantáneo, no, aquellos hombres no morirían, mi maquinaria debía tener alguna avería, no sabía dónde radicaba el problema, así que tendríamos que darnos prisa y escapar porque aquella gente nos atacaría de nuevo, quizá antes de que pasara un minuto. Sandy soltó una carcajada y dijo:

—Despreocupaos, señor; no pertenecen a esa casta. Sir Lanzarote se enfrentaría con los dragones, y resistiría sus acometidas, y los acometería de nuevo, y otra vez, y una vez más, hasta vencerlos y destruirlos, y de la misma guisa lo harían sir Pellinor, sir Aglovale y sir Carados, y tal vez unos cuantos más de sus compañeros, pero no existen otras personas que se arriesguen a hacerlo, diga lo que diga la gente ociosa. Y en cuanto a esos rufianes, ¿creéis acaso que no han recibido su ración y desearían aún más?

—Bueno, ¿y entonces qué están esperando? ¿Por qué no se marchan? Nadie se lo impide. Santo cielo, estoy dispuesto a olvidarme del asunto ya, lo pasado, pasado.

—¿Marcharse, habéis dicho? Podéis estar tranquilos en lo que a ellos respecta. Jamás se les ocurriría hacerlo, de ningún modo. Están esperando para rendirse.

—¿Pero me estás hablando en serio? Y si quieren hacerlo, ¿por qué no lo hacen?

—Mucho les gustaría hacerlo, pero si conocierais la reputación que en esta tierra tienen los dragones no les culparíais de su renuencia. No osarían acercarse.

—Bueno, ¿entonces, qué pasaría si voy yo hacia ellos y…?

—Ah, sabed bien que no permitirían que os acercaseis. Iré yo.

Y fue. Era una persona útil para llevar de excursión. Yo mismo había considerado que se trataba de una empresa arriesgada y estaba un poco dudoso. Al cabo de un momento vi que los caballeros se alejaban en sus caballos, y Sandy venía de regreso. Sentí gran alivio. Juzgué que por alguna razón no había logrado apuntarse los primeros tantos —en la conversación, quiero decir—, pues de otra manera la entrevista no hubiese sido tan breve.

Pero resultó que se las había arreglado la mar de bien; de hecho, admirablemente. Me dijo que cuando notificó a aquella gente que yo era El Jefe, les había caído como un jarro de agua fría; «fieramente abatidos por el temor y el espanto», fueron sus palabras textuales, y en seguida se habían mostrado dispuestos a aceptar los términos que ella quisiese imponerles. Les hizo jurar que se presentarían en la corte del rey Arturo en el plazo de dos días y se rendirían, caballos y arreos incluidos, y serían en lo sucesivo mis caballeros, sujetos a mis órdenes. Por supuesto que había llevado el asunto muchísimo mejor de lo que lo habría hecho yo. Esta doncella era un sol.

15. La historia de Sandy

—Así que soy propietario de unos cuantos caballeros —dije mientras nos alejábamos—. Quién se hubiera imaginado que llegaría el día en que podría enumerar propiedades de ese tipo. No voy a saber qué hacer con ellos, a no ser que los rife. ¿Cuántos son, Sandy?

—Son siete y sus escuderos, señor.

—Un buen botín. ¿Quiénes son? ¿Dónde tienen el garito?

—¿Dónde tienen el garito?

—Sí, que dónde viven.

—Ah, no os entendía. Prontamente os lo diré —y empezó a dar vueltas a sus palabras, suave, admirativamente, como si las estuviese saboreando—. El garito tener, el garito, dónde garito, dónde tienen el garito, ah, eso es, dónde tienen el garito. A decir verdad, la frase tiene su gracia especial y cautivadora y suena muy bien. Una y otra vez la repetiré en mis ratos de ocio y quizá así llegaré a aprendérmela. Dónde tienen el garito. Ya lo creo. Si ya mi lengua es capaz de pronunciarla sin problemas, tan sólo…

—No te olvides de los
cowboys
, Sandy.

—¿
Cowboys
?

—Sí, los caballeros, sabes. Ibas a hablarme de ellos. Hace un rato, ¿recuerdas? Ya puedes iniciar el partido, en sentido figurado.

—¿El partido?…

—Sí, sí, sí. Pasa el bate. Quiero decir, procede con tus estadísticas, y no gastes mucha leña para encender el fuego. Infórmame sobre los caballeros.

—Así lo haré de buen grado. Entonces los dos tomaron el camino y cabalgaron hacia una gran floresta. Y…

—¡Válgame el cielo!

Veréis, al instante caí en la cuenta de mi error. Había abierto sus esclusas, y toda la culpa era mía; podía tardar un mes entero en relatar los hechos. Y por lo general, comenzaba con un prefacio y terminaba sin haber llegado nunca a ninguna conclusión. Si la interrumpías, continuaba con su historia sin darse por enterada, o bien respondía con un par de palabras y retrocedía para repetir su última frase. De modo que las interrupciones empeoraban las cosas y, sin embargo, tenía que interrumpirla, e interrumpirla con bastante frecuencia, si quería preservar mi vida; podía morir de tedio si permitía que esa monotonía se prolongara un día entero.

—¡Santo cielo! —exclamé afligido. Recobró su impulso y comenzó de nuevo:

—Entonces, los dos tomaron el camino y cabalgaron hacia una gran floresta. Y…

—¿Qué dos?

—Sir Gawain y sir Uwain y llegaron a una abadía de monjes donde recibieron buen alojamiento. Llegada la mañana, oyeron la santa misa en la abadía y prosiguieron su camino hasta llegar a una gran floresta, y entonces sir Gawain vio en un valle, junto a un torreón, a doce hermosas doncellas y a dos caballeros armados, montados sobre grandes corceles, y vio que las doncellas se acercaban a un árbol y volvían a alejarse. Y entonces percibió sir Gawain que del árbol aquel colgaba un escudo blanco, y cada vez que las doncellas llegaban a su vera escupían, y algunas arrojaban lodo contra él…

—Bueno, si no hubiese presenciado cosas parecidas en este país no lo creería, Sandy. Pero lo he visto, y puedo imaginarme perfectamente a esas criaturas desfilando frente al escudo y actuando de esa manera.

Ciertamente que las mujeres en este país actúan como si estuviesen totalmente desquiciadas. Sí, y me refiero también a las más nobles, a lo más granado de la sociedad. La más humilde de las telefonistas, en los quince mil kilómetros de extensión de las líneas telefónicas, podría enseñar gentileza, paciencia, modestia y buenas maneras a la más encumbrada de las duquesas del reino de Arturo.

—¿Telefonista?

—Sí, pero no me pidas que te lo explique; es una nueva clase de mujer que todavía no tenéis aquí; a menudo les hablas con rudeza sin que ellas tengan la culpa de nada y luego lo lamentas y te sientes avergonzado de ti mismo durante los próximos mil trescientos años; se trata de una conducta tan deleznable, tan injustificada… El hecho es que un verdadero señor no se comporta así, aunque yo, bueno, yo mismo, tengo que confesar que…

—Por ventura ella…

—Olvídate de ella, olvídate de ella; te aseguro que no sería capaz de describirla de manera que tú lo entendieras.

—Así sea, ya que os mostráis tan enfático. Entonces sir Gawain y sir Uwain se acercaron a ellas, las saludaron e inquirieron por qué hacían tal desdén al escudo. «Señores —dijeron las doncellas—, os lo diremos.

Hay en este país un caballero a quien pertenece este escudo blanco, y es un hombre de muchas proezas, pero odia a todas las damas y doncellas y, por lo tanto, hacemos esta afrenta al escudo.» «Os diré —dijo sir Gawain—, a mi parecer es muy ruin que un buen caballero odie a todas las damas y doncellas, y podría ser que, aunque os odie, tenga motivos para ello, y quizá en otros lugares demuestre amor por las damas y doncellas y, a su vez, sea amado por ellas, ya que es un hombre de tantas proezas como decís…»

—Hombre de proezas, claro, ése es el tipo de hombre que les gusta, Sandy, mientras que los hombres con cerebro les tienen sin cuidado. Es una pena que no estéis aquí, Tom Sayers, John Heenan, John L. Sullivan
11
. En menos de veinticuatro horas estaríais sentados junto a la Mesa Redonda y con el título de «sir» delante de vuestros nombres. Y en otras veinticuatro, podríais hacer una nueva distribución de las princesas y duquesas casadas que se encuentran en la Corte. La verdad es que se trata de una especie de tribu de comanches con algún que otro refinamiento, y no se encontraría una sola entre sus mujeres que no esté dispuesta a fugarse en un abrir y cerrar de ojos con el guerrero que pueda ostentar en su correa el mayor número de cueros cabelludos.

—«… ya que es un hombre de tantas proezas como decís —prosiguió sir Gawain—. ¿Y cuál es el nombre de ese caballero?»

«Señor —contestaron ellas —, su nombre es Marhaus, del rey de Irlanda hijo.»

—Hijo del rey de Irlanda, querrás decir; de la otra forma no significa nada. Y ahora pon atención y agárrate con fuerza, que tenemos que saltar esta hondonada… Muy bien, ya está. Este caballo debería estar en un circo; ha nacido antes de tiempo.

—«Le conozco bien —dijo sir Uwain—, es un caballero tan excelente como cualquier otro en vida…»

—¡En vida! Si tienes problemas con el lenguaje, Sandy, es porque eres una pizca demasiado arcaica. Pero no tiene ninguna importancia.

—« … pues yo vi cómo lo demostraba en una justa donde se hallaban reunidos muchos caballeros y en esa ocasión ninguno pudo resistírsele. Ah, doncellas —dijo sir Gawain—, paréceme que merecéis censura, pues es de suponer que aquel que colgó ahí el escudo no tardará en acudir y entonces podrán desafiarlo esos dos caballeros, lo cual sería más honroso para vosotras que lo que ahora hacéis; en lo que a mí concierne, no podré sufrir por más tiempo ver cómo se mancilla el escudo de un caballero.» Y en este punto sir Uwain y sir Gawain se apartaron un poco de las doncellas, y he aquí que vieron a sir Marhaus que, caballero sobre un gran caballo, directamente hacia ellos venía. Y cuando las doce doncellas vieron a sir Marhaus huyeron a todo correr hacia el torreón como si hubiesen perdido la razón, de tal manera que algunas cayeron por el camino. Entonces uno de los caballeros de la torre enderezó su escudo y dijo a voz en cuello: «Sir Marhaus, defendeos». Y picaron espuelas el uno hacia el otro, de tal guisa que el caballero quebró su lanza sobre el cuerpo de Marhaus, y Marhaus le asestó un golpe tan fuerte que partió la nuca del caballero y el espinazo del caballo…

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