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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (14 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—Precisamente ése es el problema con este tipo de cosas: se pierden muchos caballos.

—Al ver esto, el otro caballero del torreón se dirigió hacia Marhaus, y se encontraron con tanta vehemencia que el caballero del torreón fue derrumbado, y murieron en el acto caballo y caballero…

—Otro caballo perdido. Desde luego, es una costumbre que debe ser eliminada. No entiendo cómo cualquier persona con sentimientos puede apoyar este tipo de cosas.

—Y chocaron los dos caballeros con gran estrépito…

Me di cuenta de que me había quedado dormido y me había perdido un capítulo, pero no dije nada. Calculé que a estas alturas el caballero irlandés estaría en apuros con los otros dos, y así era, en efecto.

—Y sir Uwain golpeó a sir Marhaus, de suerte que su lanza se hizo pedazos sobre el escudo, y sir Marhaus lo golpeó tan fieramente que rodaron por el suelo caballo y caballero, quedando sir Uwain herido en el costado…

—La verdad es, Alisande, que estas antiguallas resultan demasiado simples; el vocabulario es demasiado limitado, y por consiguiente las descripciones dejan que desear en lo que se refiere a variedad, llegan a convertirse en verdaderos desiertos de palabras, insuficientes en detalles pintorescos, lo cual les confiere un cierto aire de monotonía, de hecho, las peleas son todas iguales; dos individuos chocan con gran estrépito…

Estrépito es una buena palabra, al igual que exégesis, y ya que hablamos de ello también lo son holocausto y desfalco y usufructo y cientos de palabras, pero, ¡cáspita!, habría que discernir mejor: chocan con gran estrépito y una lanza se hace pedazos, y uno de los contendientes rompe su escudo y el otro rueda por el suelo, caballo y caballero, y se desnuca, y luego el siguiente candidato llega estrepitosamente y astilla su lanza, y el otro astilla el escudo y cae al suelo, caballo y caballero, y se desnuca, y luego se elige a otro, y a otro, y a otro más, hasta que se agota el número disponible, y cuando vas a analizar los resultados no puedes distinguir un combate de otro, ni quién zurró a quién, y en cuanto a ilustración de una batalla vívida, iracunda, tremenda, ¡pamplinas!, resulta opaca y silenciosa, poco más que fantasmas forcejeando en las tinieblas. Por favor, ¿cómo describiría este vocabulario estéril el más imponente espectáculo, el incendio de Roma en tiempos de Nerón, por ejemplo?

¡Toma!, simplemente diría: «La ciudad arrasada por incendio, no estaba asegurada, un niño astilla una ventana; un bombero se desnuca». ¡Vaya descripción!

Había sido un discurso enjundioso, pensé, pero a Sandy no le hizo el menor efecto, no se alteró ni un ápice; en el instante en que quité la tapa, de nuevo comenzó a bullir:

—Entonces sir Marhaus volvió su caballo y tomó carrera hacia sir Gawain con la lanza baja. Y cuando sir Gawain lo vio se cubrió con el escudo, y con las lanzas en ristre se acometieron a todo galope de sus caballos, y ambos golpearon con todas sus fuerzas en medio del escudo del otro, pero la lanza de sir Gawain se quebró…

—Sabía que iba a pasar.

—… y la lanza de sir Marhaus resistió, y en esto sir Gawain y su caballo rodaron por el suelo…

—Claro, y se quebró el espinazo.

—… y velozmente sir Gawain se levantó y sacó la espada, y a pie se dirigió hacia sir Marhaus, y entonces ambos se acometieron con gran ímpetu y se dieron grandes golpes con las espadas, de tal manera que los escudos volaron en trizas, se abollaron los yelmos y las cofias de hierro, y se hirieron el uno al otro, pero sir Gawain, a partir de la hora novena, se hacía cada vez más fuerte, y al cabo de tres horas su fuerza se había triplicado. Todo esto columbró sir Marhaus, y mucho se asombró de que fuera en aumento la fuerza del otro caballero, y se hirieron el uno al otro fieramente, y luego, cuando llegó la hora del mediodía…

Aquel sonsonete incesante me transportó a escenas y sonidos de mi futura niñez:

«N-e-e-ew Haven. Parada de diez minutos. El conductor tocará la campanilla dos minutos antes de la partida del tren. Pasajeros de la Línea Costera, sírvanse tomar asiento en el vagón trasero, este vagón termina aquí su recorrido… Manzanas, naranjas, bocadillos, palomitas de maíz.»

—… ya era pasado el mediodía y se acercaba la hora del crepúsculo. Menguaban las fuerzas de sir Gawain y a punto estaba de desvanecerse, apenas podía tenerse en pie, y entretanto sir Marhaus se hacía más y más grande…

—Con lo cual se deformaría su armadura, claro, pero a esa gente poco le importa una nimiedad así.

—… y dijo sir Marhaus: «Señor caballero, muy bien he advertido que sois excelente caballero, y un hombre de poder tan maravilloso como el que más, mientras os dura, y nuestras desavenencias no son grandes y, por lo tanto, sería lástima haceros daños, pues me parece que muy débil estáis». «Ah, gentil caballero —dijo sir Gawain—, habéis dicho las palabras que habría dicho yo.» Y acto seguido se quitaron los yelmos, se besaron el uno al otro y prometieron quererse como hermanos.

Pero al llegar aquí comenzaba a adormecerme, mientras pensaba que era una lástima que hombres dotados de tal reciedumbre —una reciedumbre que les permitía permanecer embalados en un armatoste de hierro cruelmente engorroso, empapados en sudor e intercambiar golpes, porrazos y tajos durante seis horas seguidas— no hubiesen nacido en una época en la cual habrían podido emplear esa fuerza en algo útil. Tomemos, por ejemplo, el asno: un asno tiene esa clase de fuerza, y la emplea con fines de utilidad, y es valioso para el mundo porque es un asno; pero un noble no resulta valioso, aunque sea un asno. Es una mezcla ineficaz que ni siquiera hubiera debido intentarse. Y, sin embargo, una vez que se comete un error, el daño ya está hecho y nunca se sabe cuáles serán sus consecuencias.

Cuando volví en mí y comencé a escuchar, me di cuenta de que me había perdido otro capítulo y que Alisande se había alejado con sus personajes un buen trecho.

—Y entonces siguieron cabalgando y entraron en un profundo valle lleno de piedras, y vieron allí una hermosa corriente de agua; en lo alto se encontraba la cabecera de la corriente, una hermosa fuente, y junto a ella estaban sentadas tres doncellas. «Desde que este país fue cristianizado —dijo sir Marhaus—, nunca ha llegado caballero que no hallara en él extrañas aventuras.»

—No es un estilo apropiado, Álisande. Sir Marhaus, del rey de Irlanda hijo, habla como todos los demás; tienes que atribuirle un acento irlandés o, por lo menos, una exclamación característica; así podremos identificarle en cuanto comience a hablar, aunque no se indique su nombre. Es un recurso literario común entre los grandes autores. Debes hacerle decir: « Desde que este país fue cristianizado, reflautas, nunca ha llegado caballero que no hallara en él extrañas aventuras, reflautas». ¿Ves cómo suena mucho mejor?

—« … nunca ha llegado caballero que no hallara en él extrañas aventuras, reflautas.» En verdad , suena mejor, gentil señor, aunque es extremadamente difícil decir si por ventura, con el tiempo, esta palabra caerá en desuso o se hará corriente. Y luego cabalgaron hacia las doncellas, y se saludaron unos y otras, y la mayor lucía en la cabeza una guirnalda de oro, y era de cinco docenas de inviernos o más…

—¿La doncella?

—Así es, gentil señor. Y bajo la guirnalda su cabello era blanco…

—Y probablemente tenía dentadura de celuloide, de las que cuestan nueve dólares y no encajan bien, suben y bajan como un puente levadizo cuando comes y se caen cuando te ríes.

—La segunda doncella era de treinta años de edad y llevaba un cerco de oro en la cabeza. La tercera doncella sólo tenía quince años de edad…

Oleadas de pensamientos inundaron mi espíritu, mientras la voz de Sandy parecía perderse en la distancia.

¡Quince años! ¡Se me parte el corazón! ¡Ah, mi cariño perdido! ¡Su misma edad, tan gentil, tan adorable, lo era todo para mí, y a quien nunca volvería a ver! Su recuerdo me transporta a través de vastos mares de memoria a un tiempo vago y opaco, una época feliz, dentro de tantos y tantos siglos, cuando solía despertarme en las gratas mañanas de verano, después de soñar dulcemente con ella, y decir: «Oiga, telefonista», y escuchar su voz almibarada que me decía: «Hola, Hank», y que era como música celestial para mis oídos encantados. Cobraba tres dólares a la semana, pero bien los valía.

En esos momentos no podía seguir las explicaciones de Alisande sobre quiénes eran los caballeros que habíamos capturado, quiero decir, en caso de que alguna vez se resolviera a explicarme quiénes eran. Había perdido el interés, mis pensamientos estaban lejos y eran tristes. Por los destellos fugaces de la fluctuante historia que de vez en cuando alcanzaba a percibir, vagamente comprendí que cada uno de los tres caballeros se había llevado a la grupa de su caballo a una de las tres doncellas, y uno cabalgó hacia el norte, otro hacia el este, otro hacia el sur, en busca de aventuras, para encontrarse de nuevo en el plazo de un año y un día y descansar. Un año y un día y no llevaban equipaje. Concordaba muy bien con la simpleza general del país.

El sol se ocultaba. Serían las tres de la tarde cuando Alisande comenzó a decirme quiénes eran los
cowboys
; un progreso bastante notable, tratándose de ella. Tarde o temprano terminaría por contármelo, sin duda, pero no era alguien a quien se pudiera meter prisa.

Nos acercábamos a un castillo situado en un alto; una estructura enorme, maciza, venerable, cuyas torres grises y murallas almenadas estaban encantadoramente recubiertas de hiedra y cuya mole majestuosa era bañada por los resplandores del sol poniente. Era el castillo más grande que jamás había visto y, por lo tanto, pensé que podía ser el que buscábamos, pero Sandy dijo que no era así. No sabía a quién pertenecía: lo había pasado sin detenerse cuando se dirigía a Camelot.

16. El hada Morgana

Si se diese crédito a lo que cuentan los caballeros andantes no todos los castillos serían sitios apropiados para pedir hospitalidad. En realidad, los caballeros andantes no eran exactamente las personas más dignas de crédito, utilizando los criterios de veracidad modernos, y sin embargo, medidos por los patrones de su propia época y empleando una escala adecuada, podía llegarse a la verdad. Era muy simple: en todo lo que narraban descontabas el noventa y siete por ciento y el resto era cierto. A pesar de todo, y aun después del correspondiente descuento, era preferible averiguar algo sobre el castillo antes de tocar el timbre, quiero decir antes de llamar a los guardianes. De manera que me alegré cuando distinguí en la distancia a un jinete que doblaba el recodo inferior de un camino que descendía del castillo.

Cuando nos encontrábamos a menor distancia observé que llevaba un yelmo empenachado y parecía estar vestido de acero, pero con una curiosa añadidura: una prenda cuadrada y rígida, similar al tabardo que visten los heraldos. Tuve que reírme de lo olvidadizo que me mostraba esa mañana cuando estuvimos cerca y pude leer el letrero que llevaba en la sobreveste:

JABÓN PERSIMMONS

Todas las prima-donnas lo usan

Se trataba de una pequeña idea mía, y respondía a numerosos y saludables propósitos destinados a civilizar y edificar la nación. En primer lugar, y aunque nadie podría sospecharlo, era un golpe furtivo y disimulado contra el disparate de la caballería andante. Había comenzado por emplear a unos cuantos de estos caballeros, los más valientes que encontré, enviándolos por el país emparedados entre tableros de anuncios con distintas inscripciones, convencido de que poco a poco, a medida que fuesen más numerosos, empezarían a parecer ridículos, y en ese momento todos los idiotas vestidos de acero que no exhibiesen ningún letrero también se sentirían ridículos por no ir a la moda.

En segundo lugar, estos misioneros introducirían gradualmente, sin crear sospechas ni despertar alarma, una rudimentaria higiene entre la nobleza, que posteriormente se extendería al resto de la gente, si es que no intervenía el clero. Este cambio debilitaría a la Iglesia. Mejor dicho, sería un paso en esa dirección. Luego vendría la educación; después, la libertad, y entonces el poder de la Iglesia comenzaría a desmoronarse.

Persuadido como estaba de que cualquier Iglesia establecida por el Estado equivale al crimen establecido y a la esclavitud establecida, no tenía escrúpulos en este sentido y estaba dispuesto a atacar a la Iglesia de cualquier manera y con cualquier arma que pudiese hacerle daño. ¡Vaya! Si en mi propio pasado —en siglos remotos que todavía no se agitaban en las entrañas del tiempo— había muchos ingleses que imaginaban haber nacido en un país libre: un país «libre», en el cual continuaban vigentes represivas leyes religiosas, como obstáculos colocados contra las libertades de los hombres en un intento por apuntalar un anacronismo establecido.

A mis misioneros se les enseñaba a deletrear las inscripciones doradas que llevaban sobre sus jubones.

Lo de los vistosos letreros dorados había sido una buena idea. Hubiera podido convencer al mismo rey de que llevara un tablero de anuncios con tal de poder lucir ese bárbaro esplendor. Los caballeros misioneros debían leer en voz alta la inscripción y luego explicar a los señores y las damas lo que era el jabón, y si los señores y las damas sentían temor de probarlo, se procedía a realizar una demostración con un perro. La siguiente estrategia del misionero consistía en reunir a toda la familia y cubrirse él mismo de jabón. Había recibido instrucciones de no renunciar a ningún experimento, por más desesperado que fuese, que pudiese convencer a la nobleza de que el jabón era inofensivo. Si quedaba alguna duda debía atrapar a un ermitaño.

Los bosques estaban repletos de ellos; se llamaban a sí mismos santos y por tal eran tenidos. Eran individuos indescriptiblemente sagrados y obraban milagros, y todo el mundo los miraba con gran temor. Si un ermitaño sobrevivía a un baño y esa demostración no bastaba para convencer a un duque, más valía olvidarse de él, dejarlo en paz.

Siempre que uno de mis misioneros se topaba en el camino con un caballero andante le daba un baño, y en cuanto se recuperaba le hacía jurar que adquiriría un tablero de anuncios y que durante el resto de sus días propagaría por el mundo el jabón y la civilización. A raíz de esto los trabajadores de este ramo aumentaban gradualmente y la reforma se extendía de manera constante. Mi fábrica de jabón acusó el esfuerzo muy pronto. En un principio contaba sólo con dos empleados, pero en el momento en que inicié mi viaje ya tenía quince, y funcionaba día y noche; las consecuencias atmosféricas se hacían tan patentes que a menudo el rey se paseaba muy jadeante, a punto de desmayarse, y quejándose de que no podría soportar aquello mucho más tiempo, y sir Lanzarote se sentía tan afectado, que apenas podía hacer otra cosa que recorrer la azotea de un extremo a otro lanzando juramentos. Yo le había advertido que la azotea era peor que cualquier otro sitio, pero él insistía en que necesitaba cantidades de aire, continuaba quejándose de que un palacio no era el sitio adecuado para una fábrica de jabón, y afirmaba que si a algún hombre se le ocurría abrir una fábrica casera perecería estrangulado por sus propias manos. A veces había damas presentes, pero a esta gente eso no parecía preocuparle demasiado; incluso eran capaces de blasfemar en presencia de niños si el viento soplaba en dirección suya mientras la fábrica estaba en funcionamiento.

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