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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (7 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Clarence se convirtió, hasta cierto punto, en mi confidente, y empezamos a trabajar en secreto. Le expliqué que éste era un tipo de secreto que requería una bagatela de preparación y que el solo hecho de revelar a alguien esos preparativos acarrearía una muerte fulminante. Después de eso podía contar con su discreción. Fabricamos clandestinamente unos cuantos barriles de pólvora de la mejor calidad y supervisé a mis armeros mientras fabricaban una varilla de pararrayos y varios cables. La vieja torre de piedra era enorme y se encontraba en un estado bastante ruinoso, pues databa del tiempo de los romanos, cuatrocientos años antes. Sí, y era bonita, en su estilo burdo. Estaba cubierta de hiedra desde la base hasta lo alto, de manera que parecía estar revestida por una cota de malla. Se erigía sobre un promontorio solitario, bien visible desde el castillo, del cual distaba unos ochocientos metros.

Trabajando de noche, colocamos la pólvora en la torre; sacamos piedras de su interior y ocultamos la pólvora en sus muros, que tenían en la base dos metros y medio de espesor. Colocamos cargas en una docena de sitios diferentes. Con toda esa pólvora habríamos podido volar la Torre de Londres. Cuando llegó la decimotercera noche instalamos nuestro pararrayos. Enterramos la varilla en una de las cargas de pólvora y tendimos cables desde allí hasta las otras cargas. Todo el mundo había evitado el sitio desde el día de mi proclamación, pero la mañana del decimocuarto día consideré que era mejor advertir a la gente, por medio de los heraldos, que se mantuvieran a cierta distancia, a cuatrocientos metros por lo menos.

Añadí asimismo que en cualquier momento, durante las próximas veinticuatro horas, llevaría a cabo el milagro y que daría antes un sucinto aviso: con banderas en la torre del castillo si decidía hacerlo durante el día y con antorchas en el mismo sitio si optaba por realizarlo de noche.

Las tormentas eléctricas habían sido bastante frecuentes en los últimos días, así que no temía demasiado un fracaso. De todas formas, una demora de uno o dos días no me inquietaba, pues hubiese explicado que seguía ocupado con asuntos de Estado y que la gente tendría que esperar.

Por supuesto, el decimoquinto día hacía un sol radiante, prácticamente el primer día sin una nube que habíamos tenido en tres semanas. Siempre pasa lo mismo. Permanecí encerrado, observando el tiempo.

Clarence venía de vez en cuando para decirme que la excitación del público seguía y seguía creciendo y que la multitud llenaba ya los campos tan lejos como se alcanzaba a divisar desde las almenas. Finalmente, el viento comenzó a soplar y apareció una nube, en el sitio adecuado además, y justo al atardecer. Estuve observando un buen rato cómo se extendía y oscurecía esa nube, hasta que decidí que había llegado la hora de mi actuación.

Ordené que encendieran las antorchas y que liberaran a Merlín y lo trajeran a mi presencia. Un cuarto de hora más tarde subía al parapeto y encontré que estaban reunidos allí el rey y la corte, escrutando la oscuridad en dirección a la Torre de Merlín. La oscuridad era profunda y no se alcanzaba a ver muy lejos.

Resultaba fascinante la escena que ofrecían la gente y los viejos torreones en medio de la oscuridad, sólo parcialmente iluminados por los destellos rojos de las grandes antorchas.

Llegó Merlín; su humor era sombrío. Me acerqué a él y le dije:

—Querías quemarme vivo, aunque no te había hecho ningún daño, y para colmo últimamente has estado tratando de perjudicar mi reputación profesional. Por consiguiente, invocaré al fuego y haré volar tu torre.

Pese a ello, considero justo darte una última oportunidad. Si crees que puedes romper los encantamientos y evitar los fuegos, pasa el bate. ¡Es tu turno!

—Puedo hacerlo, gentil señor, y lo haré, no lo dudéis. Dibujó un círculo imaginario sobre las piedras del techo y quemó en seguida un puñado de pólvora que produjo una pequeña nube de humo aromático. A la vista de la nube, los asistentes retrocedieron y comenzaron a persignarse, dando muestras de una gran inquietud. Procedió a musitar palabras extrañas y a ejecutar con sus manos pases en el aire. Gradualmente fue entrando en una especie de frenesí, haciendo girar sus brazos como si fuesen aspas de molino. En ese momento la tormenta casi nos había alcanzado; las ráfagas de viento hacían cimbrar las llamas de las antorchas, produciendo grupos de sombras vacilantes. Caían las primeras gotas de lluvia; todo lo que nos rodeaba estaba oscuro como boca de lobo; los relámpagos empezaban a surcar el cielo. Naturalmente, mi pararrayos ya estaría cargándose; los acontecimientos parecían inminentes, así que dije:

—Has tenido el tiempo suficiente. Te he dado todas las ventajas, sin interferencia alguna. Es evidente que tu magia es débil. A mi modo de ver, es más que justo que ahora actúe yo. Ejecuté unos tres pases en el aire y al momento se escuchó un estallido espantoso y la vieja torre saltó por los aires en pedazos, rodeada por una fuente de fuego volcánico que transformó la noche en mediodía e iluminó a un millar de acres de seres humanos, que se arrastraban por el suelo en medio del espanto general y la consternación total. Llovieron piedras y argamasa el resto de la semana. Esa fue la noticia que se propagó, aunque probablemente no correspondía con exactitud a los hechos.

Fue un milagro eficaz. La tan fastidiosa población temporal desapareció rápidamente. A la mañana siguiente se veían muchos miles de huellas en el lodo, pero todas se alejaban de la torre. Si hubiese anunciado otro milagro no habría conseguido reunir una audiencia ni con la ayuda de un alguacil.

El prestigio de Merlín estaba por los suelos. El rey quería retirarle el sueldo; incluso quería desterrarlo, pero yo me interpuse. Aduje que sería útil para encargarse de las previsiones meteorológicas y otras cosas menores, y que yo le echaría de vez en cuando una mano cuando fallara su exigua magia de salón. De su torre no había quedado piedra sobre piedra, pero me aseguré de que el Gobierno la reconstruyera y luego le aconsejé que tomara huéspedes. No quiso hacerlo; era demasiado orgulloso. Y en lo que se refiere a gratitud, ni una sola vez me dio las gracias. Mírese como se mire, tenía mal carácter. Aunque, por otra parte, no podía esperarse mucha afabilidad de un hombre que había sufrido semejante derrota.

8. El Jefe

Estar investido de una autoridad enorme es agradable, pero lograr que todos asientan a tu autoridad es todavía mejor. El episodio de la torre consolidó mi poder y lo hizo irrefutable. Si por casualidad algunos hubiesen estado dispuestos a mostrarse celosos o críticos, ahora habían cambiado de opinión. No había una sola persona en todo el reino que pudiese considerar prudente entrometerse en mis asuntos.

Rápidamente me fui acostumbrando a mi situación y a las circunstancias. Al principio, solía despertar cada mañana y sonreír al recordar mi «sueño», pero ese tipo de cosas fueron desapareciendo de manera paulatina y al final llegué a ser consciente perfectamente de que vivía en el siglo VI y en la corte del rey Arturo, y no en un manicomio. A partir de ese momento me sentía tan a gusto viviendo en ese siglo como hubiese podido sentirme en cualquier otro; y en lo que se refiere a preferencias, no lo habría cambiado por el siglo XX. Considerad las oportunidades para un hombre con conocimientos y cerebro, resuelto y emprendedor, de abrirse paso y crecer con el país. Era el campo de actividades más vasto que jamás había existido y estaba completamente a mi disposición, sin ningún competidor, pues no había un solo hombre que no pareciera un bebé comparado conmigo en cuanto a conocimientos y capacidades se refiere. En cambio en el siglo XX por ejemplo, ¿hasta qué punto hubiese podido descollar? Tal vez hubiese podido llegar a ser capataz de una fábrica, y poco más. Y si un día cualquiera, en cualquier calle de una ciudad, se hubiese dejado caer de improviso una red bien se hubiese podido pescar cien hombres mucho mejores que yo.

¡Qué salto había dado! No podía evitar pensarlo constantemente y deleitarme con la idea, del mismo modo que lo haría alguien que hubiese encontrado petróleo. No había ningún antecedente que pudiese equipararse, a menos que se considerara el caso de José, y José se habría aproximado, pero no llegaba a igualarme, verdaderamente no. Porque está claro que, como las espléndidas ingeniosidades financieras de José no favorecían a nadie más que al rey, la gente en general debía mirarlo con bastante desagrado, mientras que yo era popular entre mi público al haber tenido la amabilidad de salvarles el sol.

Yo no era la sombra de un rey, era la sustancia; el rey mismo era mi sombra. Mi poder era colosal. Y no se trataba sólo de un título, como ha ocurrido generalmente en estos casos: era algo real. Me encontraba allí, en la propia fuente y origen del segundo gran período de la historia del mundo, y me era posible contemplar cómo se iba reuniendo gota a gota el torrente de la historia, y se hacía más ancho y profundo, y se mecían las olas que habrían de alcanzar siglos lejanos. Podía anticipar la aparición de aventureros como yo al abrigo de una larga serie de tronos: los De Montfort, Gaves ton, Mortimer, Villiers, el grupo de hombres licenciosos y lascivos que emprendería en Francia guerras y dirigiría campañas, y las mujerzuelas investidas de poder por Carlos II; pero en ninguna parte de esta procesión se veía un individuo que pudiese estar a mi altura. Yo era alguien único y me alegraba mucho tener la certeza de que en trece siglos y medio nadie podría desbancarme de aquella posición de preeminencia.

Sí; en poder igualaba al rey. Pero existía otro poder que era mayor que el de nosotros dos juntos: la Iglesia. No quiero eludir este hecho. No podría hacerlo aunque quisiese. Pero dejémosla de lado por el momento, ya aparecerá en su debido sitio más adelante. En un principio no me causó problemas, al menos ninguno de importancia.

Pues bien, el país era realmente curioso, y además pleno de interés. ¡Y la gente! Era la raza más peculiar, más simple y más crédula… ¡Pardiez, si eran como conejos! Para una persona como yo, nacida en una atmósfera sana y libre, resultaba deplorable presenciar sus humildes y entusiastas desbordamientos de lealtad con el rey, la Iglesia y la nobleza. Como si tuviesen más motivos para amar y honrar al rey, al obispo y al noble de los que tiene el esclavo para amar y honrar el látigo, o el perro para amar al desconocido que le propina un puntapié. ¡Diantre! Cualquier tipo de realeza, por muy modificada que se encuentre, cualquier tipo de aristocracia, por muy podada que se halle, resultan un insulto indiscutible, pero si naces y creces bajo esas condiciones, probablemente no lo descubrirás nunca, y tampoco lo creerás cuando alguien te lo diga. Todo ser humano debería sentirse avergonzado de su especie al pensar en los mamarrachos que siempre han ocupado los tronos, sin razón ni derecho alguno y al recordar los individuos de séptima categoría que siempre han figurado como miembros de la aristocracia: un elenco de monarcas y nobles que en la mayoría de los casos habrían permanecido en la pobreza y la oscuridad si hubiesen tenido que depender de sus propios esfuerzos, como sus semejantes de mayor valía.

La mayor parte de la llamada nación británica del rey Arturo estaba formada por esclavos, pura y simplemente, conocidos con ese nombre y agobiados por un collar de hierro, y el resto eran esclavos de hecho, aunque se consideraran hombres libres y así se llamaran a sí mismos. Pero la verdad es que la nación entera tenía un solo propósito en este mundo: postrarse ante el rey, la iglesia y la nobleza, esclavizarse a su servicio, sudar sangre para que ellos se beneficiaran, pasar hambre para que ellos comiesen bien, trabajar para que ellos pudiesen divertirse, apurar la copa de la miseria hasta las heces para que ellos perdiesen la alegría, verse reducidos a la desnudez para que ellos ostentasen sedas y joyas, pagar sus impuestos para que no tuviesen que hacerlo ellos, practicar durante toda sus vidas un lenguaje degradante y una actitud aduladora para que ellos pudiesen exhibir su orgullo y considerarse los dioses de este mundo. Y a cambio de todo esto, la retribución consistía en bofetadas y desprecio, y eran tan pobres de espíritu que consideraban un honor incluso este tipo de atención.

Las ideas heredadas son algo curioso, interesante de observar y examinar. Yo tenía las mías; el rey y su gente, las suyas. En ambos casos se trataba de rutinas que habían sido profundamente inculcadas por el tiempo y el hábito. Quien intentase eliminarlas, valiéndose de razones y argumentos, tendría entre manos una empresa monumental. Aquella gente, por ejemplo, había heredado la idea de que todos los hombres sin título y sin una larga genealogía, tuviesen o no conocimientos o dotes naturales, merecían menos consideración que un animal cualquiera, un bicho, un insecto, mientras que yo había heredado la idea de que las cornejas humanas que consienten en disfrazarse con el ostentoso y falso plumaje de las dignidades heredadas y los títulos inmerecidos sólo sirven de hazmerreír. La actitud que tenía hacia mí la gente de Arturo era extraña, pero natural. Similar a la que demuestran los visitantes y el guardián de un zoológico ante un enorme elefante. Sienten gran admiración por su corpulencia y su prodigiosa fuerza; hablan con orgullo del hecho de que pueda realizar cientos de prodigios completamente imposibles para ellos, y con ese mismo orgullo también se refieren al hecho de que en su cólera podría ahuyentar a un millar de hombres. ¿Pero lo convierte esto en uno de ellos?… No. El más harapiento de los vagabundos se echaría a reír al escuchar tal cosa. No podría comprenderlo; no podría aceptarlo; no podría concebirlo ni remotamente. Pues bien, para el rey, los nobles y la nación entera, hasta el último de los esclavos y el más abyecto de los vagabundos, yo era exactamente como ese elefante, y nada más. Era admirado y temido, pero como se admira y se teme a un animal. No se demuestra reverencia ante un animal, y tampoco hacia mí. Ni siquiera era respetado. Yo carecía de genealogía o de títulos heredados, así que a los ojos del rey y los nobles no era más que basura. La gente me miraba con asombro y terror, pero sin reverencia alguna. Debido a las ideas heredadas, eran incapaces de concebir que cualquier cosa tuviese derecho a ser venerada, excepto la genealogía y el dominio señorial. He aquí la mano de aquel terrible poder, la Iglesia Católica Romana. En sólo dos o tres siglos habían transformado una nación de hombres en una nación de gusanos. Antes de que se instaurara la supremacía de la Iglesia en el mundo, los hombres eran hombres y podían llevar la cabeza erguida, y tenían el orgullo propio de un hombre y su valor y su independencia, y las grandezas y posición que podía alcanzar una persona eran debidas principalmente a sus logros, no a su nacimiento. Entonces apareció en escena la Iglesia, dispuesta a llenar sus arcas como fuese. Y la Iglesia era sabia, sutil y conocía muchas maneras de esquilmar una oveja, o una nación. Se inventó lo del «derecho divino de los reyes» y lo apuntaló por todas partes, al lado de piedra a piedra, al lado de las Bienaventuranzas, despojándolas de su loable propósito para ponerlas al servicio de algo maligno. Predicó (al pueblo llano) la humildad, la obediencia a los superiores, la belleza de la abnegación; predicó (al pueblo llano) la mansedumbre ante el insulto; predicó (de nuevo al pueblo llano, siempre al pueblo llano) la paciencia, la pobreza de espíritu, la sumisión a los opresores e introdujo rangos hereditarios y aristocracias y luego enseñó a todas las poblaciones cristianas de la tierra a postrarse ante ellos y venerarlos.

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