Read Un yanki en la corte del rey Arturo Online

Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (26 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Seguía sin habla, y entonces expliqué:

—Muy bien; te diré por qué no te atreves a responder. Porque no lo sabes. ¡Y dices que eres un mago!

Amigos, este vagabundo no es más que un impostor, un mentiroso.

Estas palabras desconcertaron y aterrorizaron a los monjes. No estaban acostumbrados a ver que uno de esos seres pavorosos fuese insultado y desconocían las consecuencias que aquel acto podría acarrearles. Se hizo un silencio de muerte, mientras por las mentes de todos cruzaban los presagios más ominosos. El mago comenzaba a recobrarse y, cuando consiguió sonreír con una sonrisa afable, despreocupada, los circunstantes mostraron un inmenso alivio. Evidentemente no se encontraba de un humor negro y destructivo. Dijo:

—Me ha dejado sin habla la frivolidad de esta persona. Sépanlo todos, si por ventura hay alguien que no lo supiese de antemano, los encantadores de mi rango no se dignan ocuparse de las acciones de quienes no sean reyes, príncipes, emperadores, es decir, gente de gran alcurnia; son ellos y solamente ellos quienes merecen nuestro interés. Si este individuo me hubiese preguntado lo que hacía el rey Arturo, el gran rey, hubiese sido muy diferente, y le habría contestado, pero los actos de un súbdito me tienen sin cuidado.

—Ah, entonces te había entendido mal. Pensé que habías dicho «cualquier persona», y supuse entonces que «cualquier persona» incluía a … bueno, a cualquier persona, es decir, a todas las personas.

—Así es; cualquier persona de alta cuna, y mejor aún si es de sangre real.

—Paréceme que bien puede ser así —dijo el abad, viendo su oportunidad para suavizar las cosas y evitar un desastre—, pues no es probable que un don tan maravilloso como éste haya sido otorgado para revelar los quehaceres de personas tan inferiores a aquellos que nacen de las cumbres de grandeza. Nuestro rey Arturo…

—¿Os gustaría saber de él? —interrumpió el encantador.

—Mucho me gustaría, y además os lo agradecería. De nuevo, todos estaban llenos de reverencia e interés. ¡Qué incorregibles idiotas! Observaban los encantamientos totalmente absortos, y de tanto en tanto me miraban como queriendo significar: «Bueno, pues ya ves, ¿y ahora qué vas a decir?». De repente anunció el mago:

—El rey está fatigado después de una cacería, y desde hace dos horas descansa en palacio, durmiendo sin soñar nada.

—¡Sea por siempre bendito! —exclamó el abad, persignándose—. Y quiera Dios que ese descanso traiga alivio para su cuerpo y su alma.

—Y así sería si estuviese durmiendo —dije—, pero el rey no está durmiendo, el rey está cabalgando.

De nuevo se presentaba un problema, un conflicto de autoridades. Nadie sabía a cuál de los dos creer, pues a mí todavía me quedaba algo de reputación. El mago echó mano de todo su desdén y dijo:

—¡Pardiez! Son muchos los magos, adivinos y profetas que he conocido en los días de mi vida, pero ninguno capaz de llegar hasta el corazón de las cosas sin mover un dedo y sin recurrir a la ayuda de encantamiento alguno.

—Debes estar viviendo en una cueva y por eso estás tan atrasado de noticias. Yo también uso encantamientos, como esta cofradía bien sabe, pero sólo en ocasiones importantes.

Me parece que en lo tocante a sarcasmos puedo estar a la altura de cualquiera. El individuo acusó el golpe. El abad inquirió por la reina y la corte, y recibió esta información:

—Al igual que el rey, todos han sido vencidos por el cansancio y en este momento duermen.

—No es más que otra mentira. La mitad de ellos se dedican a sus diversiones, mientras que la otra mitad no duerme, sino que cabalga con el rey y la reina. Ahora quizá podrías hacer un pequeño esfuerzo y decirnos hacia dónde se dirigen el rey, la reina y todos los demás que con ellos cabalgan.

—Ahora duermen, como ya he dicho, pero el día de mañana cabalgarán para dirigirse al mar.

—¿Y dónde estarán pasado mañana al atardecer?

—Muy al norte de Camelot, habiendo cumplido la mitad del viaje.

—Pues acabas de decir una mentira de doscientos kilómetros. No habrán cumplido la mitad del viaje, sino que habrán llegado a su final. Y estarán aquí, en este valle.

Ése sí que era un golpe maestro. El abad y los monjes casi volaban de la emoción, mientras que el encantador estaba tan descompuesto como si acabara de caerse de un pedestal. No me detuve allí, sino que dije:

—Si el rey no llega aquí pasado mañana, me dejaré pasear sentado a horcajadas en un madero, pero si llega serás tú quien tenga que sufrirlo.

Al día siguiente subí a la oficina de teléfonos y recibí información de que el rey había pasado dos pueblos que se encontraban en el camino. Durante las próximas horas seguí su avance del mismo modo, sin decírselo a nadie, y el tercer día pude calcular que si mantenían su paso estarían en el valle hacia las cuatro de la tarde. Todavía no se veían señales de que su inminente llegada fuese esperada con interés, y parecía que no se habían hecho preparativos para recibirlo con la pompa y solemnidad acostumbradas, algo que ciertamente me extrañaba. La única explicación que se me ocurría era que el otro mago había estado tratando de socavar mi credibilidad. Así era. Se lo pregunté a un monje amigo mío y me lo confirmó. Me confió que estaba ocupado haciendo correr la voz de que por medio de nuevos encantamientos había averiguado que la corte había decidido no viajar a ninguna parte y quedarse en casa. ¡Qué os parece! Observaréis lo poco que valía en este país una reputación.

Esta gente me había visto realizar el más espectacular acto de magia de la historia y el único milagro de innegable provecho que se recordaba y, sin embargo, helos allí, listos a darle la razón a un aventurero que no podía ofrecer otra evidencia de su poder que sus presuntuosas palabras.

Pese a todo, no era conveniente que el rey echase en falta un recibimiento con mucho bombo y oropel, así que hice sonar los tambores para reclutar una procesión de peregrinos e hice ahumar unas cuantas cuevas para reunir una panda de ermitaños y hacia las dos de la tarde, seguido de toda aquella gente, me dirigí al encuentro de la comitiva real. Así que fue éste el grupo que el rey encontró a su llegada. El abad estaba fuera de sí de rabia y humillación cuando le conduje a un salón y le mostré al jefe del Estado, que hacía su entrada sin que un solo monje hubiese acudido a darle la bienvenida, sin que se viese agitación alguna en el monasterio y sin que las campanas se echasen al vuelo para alegrar su espíritu. Echó un vistazo y en seguida retrocedió para hacer acopio de fuerzas. Un minuto después las campanas repicaban furiosamente y los distintos edificios vomitaban monjes y monjas que corrían en tropel hacia el cortejo. Con ellos iba también el mago, caballero sobre un feo madero por orden del abad, con su reputación por los suelos, mientras la mía de nuevo se remontaba hacia las alturas. Sí; en un país como éste uno puede conservar el prestigio de su marca de fábrica, pero no puede permanecer cruzado de brazos; tiene que estar al pie del cañón y pendiente en todo momento de la buena marcha de los negocios.

25. Un examen de aptitud

Cuando el rey emprendía un viaje para cambiar de aires, cumplía una gira de protocolo o visitaba a un noble de alguna comarca distante, a quien deseaba arruinar con el coste de su manutención, lo acompañaba parte de la administración. Era una costumbre de la época. La comisión encargada de examinar a los candidatos a puestos en el ejército venía con el rey, aunque perfectamente hubiese podido cumplir su misión quedándose en Camelot. Y el rey, aunque se encontraba en un viaje estrictamente de vacaciones, continuaba ejerciendo algunas de sus funciones habituales. Realizaba sesiones de Toque Real, como de costumbre; reunía la corte al amanecer en el patio y juzgaba algunos casos, pues también presidía el Tribunal Real de justicia.

En este cargo el rey brillaba mucho. Era un juez sabio y humanitario, e indudablemente trataba de actuar de la manera más honesta e imparcial…, a su entender. Una reserva considerable, obviamente, porque su entender, o sea, su educación, con frecuencia teñía sus decisiones. Cada vez que se presentaba un pleito entre un noble y una persona de condición inferior las simpatías y preferencias del rey se inclinaban por el primero, consciente o inconscientemente. Resultaría poco menos que imposible que fuese de otra manera. Los efectos de la esclavitud sobre las nociones morales del dueño de esclavos son bien conocidos en todo el mundo, y una clase privilegiada, una aristocracia, no es más que una banda de dueños de esclavos bajo otro nombre. Esto suena muy duro y, sin embargo, no debe ofender a nadie, ni siquiera al noble en cuestión, a no ser que el hecho en sí sea una ofensa, pues lo que acabo de decir simplemente expone un hecho. Lo que hay de abominable en la esclavitud es la esclavitud en sí, no su nombre. Basta con escuchar a un aristócrata hablando de las clases inferiores para reconocer con muy ligeras variaciones las ínfulas y el tono de un dueño de esclavos, y detrás de esta forma de hablar se esconden también el espíritu y los sentimientos embrutecidos de un dueño de esclavos. En ambos casos las actitudes provienen de la misma causa: la antigua y arraigada costumbre de considerarse a sí mismos seres superiores. Las sentencias del rey eran a menudo injustas, pero la culpa sólo se podía echar a su educación, a sus preferencias naturales e inalterables. Resultaba tan adecuado para ocupar la posición de juez como lo sería una madre común y corriente para la posición de encargada de distribuir leche a los niños en tiempos de hambruna…

Posiblemente los suyos propios recibirían una pizca más que los otros.

Uno de los pleitos más curiosos que le presentaron al rey fue el siguiente: una joven huérfana, poseedora de una herencia considerable, había desposado a un joven bueno, pero que no tenía nada. Las propiedades de la joven se encontraban dentro de uno de los señoríos de la Iglesia. El obispo de la diócesis, un arrogante vástago de la gran nobleza, reclamó las propiedades, aduciendo que se había casado en secreto, privando así a la Iglesia de uno de los derechos que le correspondía por su señorío, el llamado
droit du seígneur
, o derecho de pernada. La pena contemplada para el vasallo que rehusase o evitase cumplir con esa obligación era la confiscación de sus bienes. La defensa de la joven se basaba en el hecho de que las prerrogativas de ese señorío recaían sobre el obispo y que el derecho en cuestión no era de ninguna manera transferible. Como al obispo le estaba estrictamente vedado ejercerlo, en virtud de una ley aún más antigua proclamada por la propia iglesia, ella alegaba que en su caso el ejercicio de ese derecho debía quedar vacante. Realmente se trataba de un caso muy extraño.

Me trajo a la memoria algo que había leído en mi juventud acerca del ingenioso ardid empleado por los concejales de Londres para recaudar dinero con destino a la construcción del edificio del Cabildo Municipal. A las personas que no hubiesen recibido los sacramentos de acuerdo con el rito anglicano no les estaba permitido presentarse como aspirantes al cargo de alguacil. Por lo tanto, los disidentes religiosos no eran elegibles: no podían presentar su candidatura, aunque se les pidiese, ni podían servir en ese cargo si eran elegidos. Los concejales, que sin lugar a dudas debían ser yanquis disfrazados, urdieron una provechosa estratagema: aprobaron un estatuto que imponía una multa de cuatrocientas libras esterlinas a quien rehusara una candidatura al puesto de alguacil, y otra multa algo mayor, de seiscientas libras, a cualquier persona que después de haber sido elegida alguacil rehusara ocupar su cargo. Luego se las arreglaron para elegir un buen número de disidentes, uno tras otro, hasta que lograron reunir quince mil libras en multas y construir el edificio del Cabildo, que permanece hasta el día de hoy como un recuerdo para el avergonzado ciudadano del lejano y aciago día en que una banda de yanquis se introdujo en Londres y se dedicó a emplear la clase de ardides que han dado a su especie una dudosa y particular reputación entre todos los pueblos verdaderamente buenos y sanos que habitan la tierra.

La defensa de la joven me parecía bastante convincente, pero también tenían fuerza los argumentos del obispo.

No se me ocurría cómo podría salir el rey del atolladero. Pero salió. He aquí su sentencia:

—En verdad, encuentro poca dificultad aquí, siendo el asunto tan simple como un juego de niños. Si la joven esposa hubiese seguido su obligación, dando noticia de la futura boda a su señor feudal, amo y protector, el obispo, no hubiese sufrido pérdida alguna, pues el susodicho obispo habría podido obtener una dispensa que por conveniencia temporal le hubiese hecho elegible para ejercer el dicho derecho, y de esa forma la joven hubiese podido conservar todas sus propiedades. Considerando que al faltar al primero de sus deberes, por añadidura ha faltado a todos los demás, del mismo modo que cuando una persona está asida a una cuerda y esta cuerda es cortada más arriba de sus manos, la persona caerá al suelo, y de nada le servirá alegar que el resto de la cuerda se encuentra en buenas condiciones, ni tampoco le servirá para salvarse del peligro, como la misma persona podrá comprobar…, en consecuencia la defensa de esta mujer está viciada desde su misma fuente y esta Corte sentencia que debe renunciar a todos sus bienes en favor de dicho señor obispo, incluyendo hasta el último cuarto de penique que posea. ¡El siguiente!

He aquí el final trágico para una preciosa luna de miel que todavía no cumplía los tres meses. ¡Pobres criaturas! Durante tres meses habían estado inmersos en las comodidades mundanas. Las ropas y las joyas que usaban eran tan finas y elegantes como se lo habían podido permitir, valiéndose incluso de argucias para extender al máximo la interpretación de las leyes suntuarias, severas leyes que proscribían la utilización de ropas y adornos exquisitos a gente de su condición. Así, ataviados, debieron abandonar el lugar del juicio, ella sollozando sobre el hombro de él, y él tratando de consolarla con palabras de ilusión entonadas sobre el fondo melódico de la cruel desesperanza, y regresar al mundo sin hogar, sin lecho, sin pan, de hecho más pobres aún que el más miserable de los mendigos a la vera del camino.

Bueno, el rey había salido del atolladero, y lo había hecho en términos que sin duda eran satisfactorios para la Iglesia y el resto de la aristocracia. Se han escrito muchos argumentos poderosos y plausibles en favor de la monarquía, pero sigue siendo innegable que en un Estado en el que cada hombre tiene un voto dejan de ser posibles las leyes brutales. Por supuesto que los súbditos de Arturo eran un material muy deficiente para la formación de una república, habiendo sido durante tanto tiempo degradados y envilecidos por una monarquía, y, no obstante, incluso ellos eran lo suficientemente inteligentes para derogar inmediatamente la ley que acababa de ser administrada por el rey, de haber sido sometida a una votación libre en la que todos participaran. Hay una frase que se ha hecho tan común a oídos del mundo que se ha llegado a pensar que tiene sentido y significado: es la frase que, refiriéndose a esta nación, o a la otra, o a la demás allá, la define como «capaz de autogobernarse», lo cual implica que ha existido una nación en algún sitio, en alguna época, que no era capaz de hacerlo, es decir, que no era tan capaz de hacerlo como lo eran o lo serían un grupo de especialistas autoelegidos. Las grandes mentes en todos los países, en todas las épocas, han surgido caudalosamente de entre las masas de la nación, y sólo de entre las masas, no de entre sus clases privilegiadas, de manera que, independientemente de la categoría intelectual de la nación, ya sea alta o baja, el grueso de sus habilidades siempre sale de entre las vastas filas de los desconocidos y los pobres, y nunca ha ocurrido que en una nación no existiese el suficiente material humano para la instauración de un autogobierno, lo cual viene a confirmar un hecho evidente: que incluso la mejor gobernada, la más libre y la más iluminada de las monarquías sigue estando por debajo de las condiciones óptimas que los súbditos podrían alcanzar. Y lo mismo es cierto de gobiernos semejantes a una escala menor, hasta llegar al más bajo de todos.

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Knockdown by Brenda Beem
Darkling by Sabolic, Mima
Leave it to Psmith by P.G. Wodehouse
Proteus in the Underworld by Charles Sheffield
Wonder Women by Fiore, Rosie