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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (10 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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En cuanto a mí, hubiese podido maldecir la amabilidad de quien me había concedido este beneficio, pero oculté mi disgusto para evitar problemas, e hice todo lo que estaba a mi alcance para dar a entender que me alegraba. De hecho, dije que me alegraba. Y en cierto modo era verdad. Me alegraba tanto como se puede alegrar una persona cuando le arrancan el cuero cabelludo.

Pues bien, de todas maneras había que sacar el mayor provecho posible de la situación y no valía la pena perder el tiempo dándole vueltas al asunto; de modo que era mejor ir al grano y considerar qué se podía hacer.

En todas las mentiras existe grano entre la paja; en este caso debía apartar el grano, así que mandé llamar a la joven, a la que tuve en mi presencia poco después. Se trataba de una criatura bastante bien parecida, suave y modesta, pero en cuanto comenzó a hablar resultó evidente que no sabía ni dónde tenía la cabeza.

—Jovencita, ¿ya te han preguntado los detalles?

Respondió que no.

—Ya me lo figuraba, pero de todos modos quería estar seguro; es así como me han educado. Ahora no te lo vayas a tomar a mal si te recuerdo que, como no te conocemos, debemos proceder con cautela. Es posible que todo lo que nos has dicho resulte ser cierto, y esperamos que así sea, pero aceptarlo sin más sería una práctica comercial desacertada. Lo comprendes ¿verdad? Me veo, pues, en la obligación de hacerte un par de preguntas; basta con que respondas directa y cabalmente, no tienes por qué preocuparte. ¿Dónde se encuentra tu hogar?

—En la tierra de Moder, gentil señor.

—La tierra de Moder. No recuerdo haber oído ese nombre. ¿Viven tus padres?

—En cuanto a eso, desconozco si aún están con vida, dado que son muchos los años que he permanecido reclusa en el castillo.

—¿Nombre, por favor?

—Llevo por nombre el de
demoiselle
Alisande la Carteloise para servir a vuestra merced.

—¿Alguien aquí que pueda confirmar tu identidad?

—No sería posible, gentil señor, siendo ésta la primera vez que aquí vengo.

—¿Has traído cartas de recomendación, documentos o cualquier otra prueba de que eres veraz y fidedigna?

—Ciertamente no, ¿y qué razón habría para hacerlo? ¿No tengo acaso lengua y puedo yo misma decírmelo todo?

—Pero es muy diferente que lo digas tú a que lo diga otra persona.

—¿Que es diferente? ¿Y por qué? Mucho me temo que no os comprendo.

—¿Que no comprendes? Pero, voto al… Bueno, veamos, veamos, vaya, pues voto al cielo. ¿No puedes entender una cosa tan trivial como ésta? ¿No puedes entender que es diferente que lo digas…? ¿Pero por qué pones esa cara de ingenua y de idiota?

—¿Yo? De cierto no lo sé, pero debe de ser la voluntad divina.

—Sí, claro; supongo que es más o menos lo que se podría esperar… Oye, no vayas a creer que me he enfadado.

No es así. Cambiemos de tema. Pasando a lo del castillo con las cuarenta y ocho princesas y los tres ogros encargados, dime: ¿dónde está ese harén?

—¿Harén?

—El castillo, me entiendes; ¿dónde está el castillo?

—Ah, en cuanto a eso, es grande y serio e imponente, y se encuentra en un país lejano. Sí, y dista muchas leguas.

—¿Cuántas?

—Ah, noble señor, sería fieramente difícil decirlo, pues son tantas y tantas que se confunden unas con otras, y como todas tienen el mismo aspecto y están teñidas del mismo color, no se podría distinguir una legua de otra, y no habría manera de contarlas, a no ser que se tomasen por separado, y bien comprenderéis que se trata de un trabajo que sólo Dios podría hacer, pues no posee el ser humano la capacidad de llevarlo a cabo, y observaréis…

—Un momento, un momento, un momento; olvídate de la distancia. ¿En qué lugar se encuentra el castillo? ¿En qué dirección desde aquí?

—Ah, tened la bondad, señor, no está en ninguna dirección desde aquí, puesto que el camino no se extiende de manera recta; antes bien da muchas vueltas, de manera que la dirección de dicho sitio no es permanente, sino que está a veces bajo un cielo y más allá bajo otro, por lo cual, si creyeseis que se encuentra en el este y fuerais hacia allí, observaríais que el sentido del camino de nuevo gira sobre sí mismo en el espacio de medio círculo, y esta maravilla ocurre una vez más, y otra, y otra, y todavía otra, y os afligiría el haber pensado por vanidades de la mente que podríais frustrar e impedir la voluntad suprema de Él, que no ha querido concederle a un castillo dirección alguna desde otro sitio, excepto la que sea de su agrado, y si no fuese de su agrado podría ser que prefiriera que se desvanecieran de la faz de la tierra todos los castillos y todas las direcciones, dejando los sitios donde se encontraban antes vacíos y desolados, advirtiendo así a sus criaturas que cuando sea su voluntad así se hará, y cuando no lo sea…

—Está bien, está bien; un descanso, por favor, olvídate de la dirección, al cuerno con la dirección…, perdón…, mil perdones; hoy no me encuentro bien; no me hagas mucho caso si me enfrasco en soliloquios, es una vieja costumbre mía, una vieja y mala costumbre, y difícil de superar cuando tienes la digestión trastornada por comer alimentos cultivados siglos y siglos antes de tu nacimiento, ¡ya lo creo! Es imposible que un hombre mantenga sus funciones normalmente alimentándose con pollos añejos que ya tienen más de mil trescientos años. Pero basta, no tiene ninguna importancia, olvídalo. ¿Tienes un mapa de la región? Porque un buen mapa…

—¿Se trata, por ventura, de aquella suerte de objetos que en tiempos recientes han traído los infieles desde el otro lado de los grandes mares, y que se ponen a hervir en aceite y se le agrega luego una cebolla, una pizca de sal y…?

—¿Qué? ¿Un mapa? ¿Pero de qué hablas? ¿No sabes lo que es un mapa? Es, es… Olvídalo; no voy a explicártelo. Detesto las explicaciones; complican tanto las cosas que al final no consigues decir nada. Puedes marcharte, cariño; buenos días. Clarence, indícale la salida.

Claro; ahora me parecía evidente por qué los jumentos de la corte no cuestionaban a estos mentirosos ni les pedían detalles. Es posible que esta joven ocultase una verdad en algún sitio, pero no creo que se le pudiese sacar ni con un gancho; ni siquiera con las primeras versiones de explosivos; se trata de un caso que sólo se zanjaría con dinamita. ¡Caray, pero si era un asno completo! Y, sin embargo, el rey y sus caballeros la habían escuchado como si fuese una página del Evangelio. Esto da una buena idea de la clase de gente que me rodeaba. Y pensad en las simplezas en que incurría esta corte: una jovenzuela errante encontraría mayores problemas para tener acceso al rey en su palacio de los que hubiese tenido en mi país y en mi época para visitar un asilo de menesterosos. De hecho, se alegraban de verla, se alegraban de escuchar su relato. Sirviéndose de la aventura que contaba, era tan bien recibida como un cadáver en una empresa de pompas fúnebres.

Todavía me encontraba sumido en estas reflexiones cuando regresó Clarence. Hice un comentario sobre el somero resultado de mis esfuerzos con la joven y sobre el hecho de que aún no contaba con un solo detalle que pudiera ayudarme a encontrar el castillo. El muchacho pareció sorprendido, o intrigado, o algo así, y me confió que se había estado preguntando por qué le había hecho a la joven todas esas preguntas.

—Pero, ¡rayos y centellas! —dije—. ¿Acaso no tengo que encontrar ese castillo? ¿Y de qué otra manera podría hacerlo?

—Vaya vaya, dulce señor mío, a mi parecer, se puede dar respuesta fácilmente a esa pregunta: ella os guiará. Siempre ocurre así. Cabalgará con vuestra merced.

—¿Cabalgar conmigo? ¡Tonterías!

—Pues, en verdad que lo hará. Cabalgará con vuestra merced. Ya lo veréis.

—¿Qué? ¿Recorrer las colinas y explorar los bosques conmigo, solos, cuando estoy prácticamente comprometido con otra? ¡Caracoles! Es escandaloso. Piensa en lo que podría pensar la gente.

Vaya, ¡qué cara puso el muchacho! Estaba ansioso por enterarse de los detalles de este tierno asunto. Le hice prometer que guardaría el secreto, y entonces susurré su nombre: «Puss Flanagan». La expresión que apareció en su rostro era de desilusión; comentó que nunca había oído hablar de esa condesa. Era apenas natural que el pequeño cortesano le asignara un rango. Me preguntó dónde vivía.

—En la parte este de Hart… —caí en la cuenta y me contuve, ligeramente desconcertado; después de un momento dije—: No te preocupes por eso, ya te lo diré más adelante.

¿Y podría verla? ¿Le permitiría yo que la viese algún día? Bueno, qué me costaba prometérselo. El muchacho estaba tan ansioso… Y si era capaz de esperar mil trescientos años… Se lo prometí, pero no pude evitar que se me escapara un suspiro. Y, sin embargo, era un suspiro sin sentido, pues ella no había nacido todavía. Pero así somos: cuando se trata de sentimientos no razonamos; sencillamente sentimos. Mi expedición fue el tema de conversación ese día y esa noche; los muchachos estaban muy amables conmigo, me dieron ánimos, parecían haber olvidado su enfado y desencanto, y ahora se mostraban tan ansiosos de que expulsara a esos ogros y pusiera en libertad a las ancianas y maduras vírgenes como si fueran ellos mismos quienes hubiesen recibido el encargo. En el fondo, eran buenos chicos, pero nada más que chicos. Y me dieron toda clase de instrucciones sobre cómo encontrar gigantes y cómo apresarlos, y me enseñaron diversos conjuros para contrarrestar sus encantamientos, y me cargaron de pomadas y otras porquerías para aplicar en mis heridas. Pero ni a uno solo se le ocurrió detenerse a pensar que si yo era un nigromante, tan maravilloso como pretendía ser, no debería necesitar ni pomadas, ni instrucciones, ni amuletos contra los encantamientos, y menos armas o armaduras para efectuar una incursión del tipo que fuese, incluso contra dragones que escupiesen fuego o diablos recién salidos del infierno, y mucho menos en una incursión contra adversarios tan mezquinos como los que me esperaban, unos cuantos ogros comunes y corrientes de regiones lejanas y atrasadas.

Se suponía que tomaría el desayuno muy temprano y saldría al amanecer, según la costumbre, pero las pasé moradas para ponerme la armadura, y esto me retrasó un poco. Es bastante complicado meterse dentro de uno de esos armatostes, y hay que estar pendiente de muchos detalles. Primero, te tienes que enrollar una o dos capas de mantas alrededor de tu cuerpo, que hacen las veces de cojín y te aíslan un poco del frío hierro; luego, te colocas las mangas y una camisa de cota de malla —que consiste en pequeñas argollas de acero entrelazadas, de modo que el material resulta tan flexible que si la dejas caer al suelo adquiere la forma de una red de pesca húmeda—; la cota de malla es muy pesada y debe de ser uno de los atuendos más incómodos para utilizar como pijama y, sin embargo, muchas personas le dan ese uso: cobradores de impuestos, reformadores, reyes de pacotilla poseedores de dudosos títulos y gente por el estilo; después te calzas los zapatos, unas barcazas planas cubiertas por tiras de acero intercaladas que les sirven de techo, y te colocas unas engorrosas espuelas en los talones. Acto seguido te pones tus espinilleras y tus musleras; luego les corresponde el turno al peto y al espaldar, y en ese punto ya empiezas a sentirte algo apabullado; a continuación insertas en el peto una especie de enaguas con anchas tiras de acero superpuestas, que te cuelgan por delante, pero que por detrás se resuelven en pliegues que te impiden sentarte y te dan un aspecto que no se diferencia mucho del de un cubo de carbón invertido; luego te ciñes la espada, te pones unas tuberías en los brazos, guanteletes de hierro en las manos, en la cabeza, una ratonera que lleva atada a la parte de atrás un pedazo de telaraña de acero, y estás listo, tan confortable como una vela en un candelero. Realmente, no es el atuendo más apropiado para salir de baile. Un hombre así embalado es como una nuez que no merece la pena partir: es muy poca carne para tanta cáscara.

Si los muchachos no me hubiesen ayudado no habría podido meterme en mi envoltorio. Justo cuando terminábamos apareció sir Bedivere, y entonces me di cuenta de que probablemente yo no había elegido la vestimenta más apropiada para un viaje largo. ¡Qué imponente se veía, alto, ancho, magnífico! Llevaba sobre la cabeza un casco cónico de acero que sólo le llegaba hasta las orejas, y como visera, una delgada barra de acero que bajaba hasta su labio inferior y le protegía la nariz, el resto de la vestidura, desde el cuello hasta los talones, era de malla flexible, incluso los pantalones. Además estaba cubierto casi por completo por una sobreveste, por supuesto, de cota de malla, que le colgaba muy recta desde el cuello hasta los tobillos, pero que de la cintura hacia abajo estaba dividida por delante y por detrás, de modo que al cabalgar los faldones colgaban cómodamente de los costados. Partía en busca del Grial, y su atuendo era el más apropiado para tan larga expedición. Yo hubiera dado mucho por ese gabán, pero ya era demasiado tarde para cambiar las cosas. El sol acababa de salir y el rey y la corte me esperaban para despedirme y desearme suerte. El demorarme más hubiese sido una falta de cortesía.

En estos casos no se te permite subir al caballo por tu propia cuenta, no; si intentaras hacerlo te lo impedirían.

Te llevan cargado, de la misma manera que se lleva a la botica a un hombre que acaba de sufrir una insolación, te ponen sobre el caballo, te ayudan a que te acomodes y colocan tus pies en el estribo. Durante todo ese tiempo te sientes extraño y sofocado, como si no se tratase de ti, igual que debe sentirse una persona que de repente se ve obligada a casarse, o es alcanzada por un rayo, o algo por el estilo, y todavía no acaba de comprender lo que ha ocurrido y se encuentra aturdida y desorientada. Luego colocaron el enorme mástil, al cual llaman lanza, en un hueco, junto a mi pie izquierdo, y lo así con una mano; finalmente me colgaron el escudo del cuello, y entonces estuve listo para levar anclas y zarpar. Todos se mostraron muy amables conmigo, y una dama de honor trajo una copa y me dio a beber la espuela con sus propias manos. No quedaba más quehacer, salvo que la doncella subiese a mi caballo y montase a mi grupa, lo cual hizo a continuación, agarrándose a mí con lo que debía ser su brazo. Partimos. Los presentes nos despedían agitando sus pañuelos o sus yelmos. Y todas las personas a quienes encontramos al descender la colina o mientras atravesábamos los pueblos nos saludaban respetuosamente, con excepción de unos chiquillos harapientos que se hallaban a las afueras del pueblo.

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