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Authors: Mark Twain

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Un yanki en la corte del rey Arturo (28 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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A raíz de esto se me ocurrió algo muy valioso, y la solución para un asunto que me había estado preocupando desde hacía mucho tiempo. Veréis, la familia real Pendragón
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era una estirpe antigua y sumamente prolífica. Cada vez que nacía un niño en la familia, cosa por cierto muy frecuente, los labios de la nación gritaban de júbilo, pero el corazón de la nación se dolía lastimeramente. El júbilo era discutible, pero el dolor era sincero, pues el acontecimiento significaba una nueva subvención del Tesoro Real para costear los festejos. La lista de subvenciones en este apartado era larga y constituía una pesada y creciente carga para el tesoro y una amenaza para la corona. Sin embargo, Arturo no aceptaba el hecho y ni siquiera escuchaba los diversos proyectos que yo le presentaba para sustituir las subvenciones reales por algo diferente. De haber podido persuadirlo de que de vez en cuando hiciese una donación de su propio bolsillo para el sustento de un vástago de uno de sus parientes lejanos yo hubiese hecho una enorme propaganda de esa acción, lo cual hubiese tenido un efecto muy positivo entre las gentes del país. Pero no, ni siquiera deseaba oír hablar de esto.

Tenía una especie de pasión religiosa por las subvenciones reales; aún más, parecía considerarlas como una suerte de saqueo sagrado, y no existía otra manera más segura y más rápida de irritarlo que lanzar un ataque contra esa venerable institución. A veces, me arriesgaba a sugerir con gran cautela que no había en toda Inglaterra otra familia respetable que se humillase a sí misma pasando el sombrero…, pero nunca conseguía seguir adelante; siempre me interrumpía y me hacía callar de manera perentoria.

Pero me pareció que finalmente había encontrado mi oportunidad. Este ejército de élite estaría formado por oficiales, ni un solo soldado raso. La mitad serían nobles, que ocuparían todos los cargos hasta el rango de mayor general, servirían gratis y pagarían sus propios gastos…, y además lo harían gustosamente cuando se enterasen de que el resto del regimiento estaría integrado exclusivamente por príncipes de sangre real. Estos príncipes ocuparían los cargos más altos en el escalafón militar, desde teniente general hasta mariscal de campo, tendrían salarios excelentes y estarían equipados y alimentados por el Estado. Más aún (y éste era mi golpe maestro), se decretaría que para dirigirse a estas altezas principescas habría que utilizar un rimbombante y estremecedor título (que ya me encargaría de inventar), y que en toda Inglaterra ellos y solamente ellos serían llamados así. Por último, todos los príncipes reales podrían elegir libremente entre unirse al regimiento, recibir el grandioso título y renunciar a la subvención o, por otro lado, abstenerse de ingresar en el ejército y conservar la tradicional subvención. Y una preciosa coletilla: príncipes aún no natos, pero en inminencia de hacerlo, podrían nacer formando parte de un regimiento, comenzando así con buen pie, con buenos salarios y con el futuro ya resuelto.

Bastaría con que los padres solicitaran el cupo a su debido tiempo. Estaba seguro de que todos los muchachos estarían ansiosos por ingresar, de manera que todas las subvenciones existentes serían eliminadas.

Y que ingresasen también los recién nacidos era algo igualmente seguro. En un plazo de sesenta días, aquella extraña y singular anomalía, la subvención real, dejaría de existir y pasaría a ocupar su sitio entre las curiosidades del pasado.

26. El primer periódico

Cuando le dije al rey que pensaba salir de viaje disfrazado de plebeyo para explorar el país y familiarizarme con los modos de vivir de la gente humilde, se entusiasmó inmediatamente con la novedad del proyecto y me aseguró que estaba dispuesto a tomar parte en la aventura. Nada podría disuadirlo, dijo, abandonaría todo lo que tuviese entre manos con tal de salir, pues era la mejor de las ideas que había oído en mucho tiempo.

Quería ponerse en camino inmediatamente, deslizándose subrepticiamente por la puerta trasera, pero le expliqué que no sería apropiado. Veréis: estaba ya en el programa que esa tarde intervendría en una sesión para tocar a los enfermos escrofulosos y no estaría bien defraudar al público. Además, esto no le retrasaría mucho, pues se trataba de una función única. También me pareció que debería decirle a la reina que se marchaba de viaje. Al instante se ensombreció su semblante. Lamenté haber hablado, y más cuando me dijo con voz taciturna:

—Olvidáis que Lanzarote se encuentra aquí, y cuando Lanzarote está, ella no se da cuenta de si el rey se marcha a algún sitio, y tampoco se entera del día de su regreso.

Naturalmente, cambié de tema. Sí; la reina Ginebra era una mujer hermosa, es verdad, pero tampoco se podía negar que era bastante descuidada en su comportamiento. Nunca me metía en esos asuntos, pues no eran problema mío, pero hay que decir que me dolía ver el cariz que habían tomado las cosas. Muchas veces la reina me había preguntado:

—Sir Jefe, ¿habéis visto por ventura a sir Lanzarote?

En cambio, si alguna vez se le había ocurrido interesarse por el paradero del rey lo debía de haber hecho cuando yo no estaba, pues a mí no me lo había preguntado nunca.

La escenografía para el asunto de los escrofulosos era bastante buena; un montaje cuidadoso y convincente. El rey se sentaba debajo de un lujoso dosel, rodeado por un profuso grupo de clérigos con sus vestiduras ceremoniales. Muy notable, tanto por la situación como por el atuendo, estaba Marinel, un ermitaño perteneciente a la especie de los curanderos charlatanes, encargado de introducir a los enfermos. A todo lo largo y ancho del espacioso recinto, e iluminado por una luz poderosa, se amontonaban los escrofulosos, sentados o tumbados en el suelo. Parecía que estaban posando para un cuadro, pero no era así. Aquel día se habían presentado ochocientos enfermos. La tarea era lenta y carecía de novedad para mí, ya que había asistido otras veces a la ceremonia. Pronto me empezó a invadir el tedio, pero el protocolo exigía que me quedase hasta el final. El curandero se encontraba allí para tratar de discernir quiénes no estaban verdaderamente enfermos. Entre la multitud siempre había muchas personas que solamente creían estar enfermas, otras que eran conscientes de encontrarse en perfecto estado de salud, pero que deseaban acceder al honor inmortal de un breve contacto corporal con un rey, y otras más que fingían estar enfermas para recibir la moneda que acompañaba al toque real.

Hasta ese momento, la moneda en cuestión había sido una diminuta pieza de oro que valía aproximadamente un tercio de dólar. Si consideramos todo lo que podía comprarse con ese dinero en aquella época y aquel país, y cuán usual resultaba que las personas que sobrevivían enfermasen de escrofulosis, salta a la vista que el presupuesto anual para estas sesiones era tan perjudicial para la tesorería y esquilmaba de tal manera los posibles excedentes como las apropiaciones gubernamentales para ríos y puertos en mis tiempos. Así que tomé la resolución de darle un toque a la tesorería para sanear el asunto del toque real. Una semana antes de partir de Camelot en busca de aventuras había dejado cubiertas seis séptimas partes del presupuesto de tesorería para las sesiones de escrofulosos y había dado órdenes de que la parte restante fuese convertida inflacionariamente en monedas de níquel de cinco centavos, que serían entregadas al escribano en jefe de la Sección del Toque Real, y que cada moneda de níquel reemplazara una pieza de oro y cumpliera su misma función. Podría presentarse un alza desmedida en la cotización del níquel, pero juzgué que aguantaría las presiones. Por lo general, no soy partidario de inundar de valores un mercado, pero en este caso me pareció que era justificable, ya que, al fin y al cabo, se trataba de un obsequio. Y cuando se trata de regalos, eres libre de hacer que parezcan mucho más valiosos de lo que en realidad son. Por lo menos, yo procedo así casi siempre. Las antiguas monedas de oro y plata que circulaban en el país eran por regla general de origen desconocido, aunque se sabía que algunas de ellas eran romanas. No resultaba difícil distinguirlas, pues estaban mal hechas y pocas veces eran más redondas que una luna en cuarto menguante. En lugar de haber sido acuñadas habían sido fabricadas a martillazos y sus inscripciones no eran más legibles que una ampolla en la mano, a la cual se parecían mucho, por cierto. Estimé que una moneda de níquel, nueva y reluciente, con la imagen del rey de extraordinario parecido por un lado, y de la reina Ginebra, por el otro, acompañadas por un pomposo lema piadoso, resultaría tan eficaz para curar a los escrofulosos como las monedas de metales más nobles, y además agradaría mucho más a los enfermos. Tenía razón. En esta ocasión se ensayó con la primera de las hornadas, y funcionó maravillosamente. Y el ahorro fue muy notable; podéis comprobarlo con estas cifras: de los ochocientos enfermos se atendieron poco más de setecientos. Con la tarifa antigua, esto le hubiese costado al gobierno alrededor de doscientos cincuenta dólares, con la tarifa nueva nos las arreglamos con unos treinta y cinco dólares, ahorrando así más de doscientos dólares de un solo golpe. Para comprender la verdadera magnitud de esta jugada es necesario considerar las siguientes cifras: los gastos anuales de un gobierno nacional equivalen a la suma de los jornales de tres días de trabajo, aplicando un jornal medio, de cada uno de los ciudadanos, esto es, considerando cada individuo como si fuese un adulto. Si tomáis una nación con sesenta millones de habitantes, en la cual el salario medio es de dos dólares diarios, y retiráis a cada individuo los jornales de tres días de trabajo obtendréis trescientos sesenta millones de dólares y podréis cubrir los gastos del gobierno. En mi país y en mis tiempos este dinero se conseguía por medio de impuestos; el ciudadano pensaba que eran los importadores extranjeros quienes lo pagaban, y esa convicción le dejaba muy contento, cuando en realidad esta suma era pagada por el mismo pueblo norteamericano, y estaba tan igual y tan exactamente distribuida entre todos los individuos, que el importe anual que debía pagar el multimillonario y el que debía cubrir el niño de pecho de un pobre jornalero era exactamente el mismo: seis dólares. Supongo que no puede existir mayor igualdad.

Pues bien, Escocia e Irlanda eran tributarias de Arturo, y la población total de las islas Británicas ascendía a algo menos de un millón de personas. El salario medio de un mecánico era de tres centavos diarios, siempre y cuando él pagase sus gastos de manutención. Según esta regla, los gastos anuales del gobierno nacional eran de noventa millones al año, es decir, unos doscientos cincuenta dólares al día. Así pues, sustituyendo las monedas de oro por las de níquel durante el día de los escrofulosos no solamente no perjudicaba a nadie, ni dejaba a nadie insatisfecho, sino que además complacía a todos los interesados y permitía ahorrar cuatro quintas partes de los gastos nacionales correspondientes a ese día. En la Norteamérica de mis tiempos este ahorro hubiese equivalido a ochocientos mil dólares. Al hacer la sustitución mi sabiduría había derivado de una fuente muy remota: la sabiduría de mi infancia. Estoy convencido de que un verdadero hombre de Estado no debe despreciar ningún tipo de sabiduría, por muy bajo que sea su origen. En mi niñez se intentaba inculcar a los niños la costumbre de hacer donaciones a los misioneros en tierras lejanas. Yo siempre donaba botones y guardaba los peniques. A los salvajes ignorantes de aquellas tierras un botón les serviría como una moneda; a mí me servía más la moneda que el botón; todos quedaban tan contentos y nadie salía perjudicado.

Marinel recibía a los pacientes a medida que llegaban. Examinaba a cada candidato, rechazando a los que no reunían las condiciones y haciendo pasar a los verdaderos enfermos. Un clérigo pronunciaba estas palabras:

—Entonces posarán sus manos sobre los enfermos, y los enfermos sanarán…

Acto seguido el rey palpaba las llagas, mientras el clérigo continuaba con la lectura, y al final, cuando el paciente estaba ya en su punto, recibía su moneda de níquel, que el rey le colgaba del cuello, y se le despachaba. ¿Os parece que eso es suficiente para curar a alguien?… Ciertamente. Cualquier farsa puede ser curativa cuando la fe del paciente es firme. Cerca de Astolat había una capilla en el sitio donde la Virgen se había aparecido a una pastorcita de gansos…, según había contado la misma niña. Se construyó entonces la capilla y en su interior se colgó un cuadro que representaba el acontecimiento. Podría pensarse que un cuadro como ése constituía un auténtico riesgo para los enfermos que a él se acercasen, pero el hecho es que miles de enfermos y lisiados venían todos los años, oraban ante él y se marchaban completamente sanos; más aún: las personas que no padecían de nada también podían mirarlo y seguir con vida. Por supuesto que cuando me contaron estas cosas no les di ningún crédito, pero fui allí en una ocasión y tuve que rendirme a la evidencia. Con mis propios ojos vi cómo se producían las curaciones y constaté que se trataba de curaciones reales e innegables. Lisiados que durante años había visto recorriendo Camelot apoyados en muletas llegaban allí, recitaban una plegaria ante el cuadro y, soltando las muletas, se marchaban sin siquiera cojear. Los montones de muletas que habían sido abandonadas por los ex lisiados servían de testimonio.

En otros sitios había gente capaz de operar la mente de un paciente, sin necesidad de decirle una sola palabra, y dejarlo curado. Y en otros más, unos cuantos expertos reunían en un salón a un grupo de enfermos, rezaban algunas oraciones, apelaban a la fe de cada uno, y los enfermos se marchaban sanos.

Donde quiera que encontréis un rey incapaz de curar a los escrofulosos valiéndose del toque real, podéis estar seguros de que también ha dejado de existir aquella valiosa y lucrativa superstición que respalda el trono: la creencia de los súbditos en la designación divina de su soberano. En tiempos de mi juventud, los monarcas de Inglaterra habían abandonado la costumbre de sanar a los escrofulosos, pero no había motivo para tal apocamiento: hubiesen podido curarlos cuarenta y nueve veces de cada cincuenta.

Bueno, cuando el sacerdote llevaba ya tres horas recitando su letanía, y el rey seguía repitiendo los mismos gestos una y otra vez, y los enfermos seguían apretujándose para tratar de abrirse paso, comencé a sentirme insoportablemente aburrido. Estaba sentado junto a una ventana abierta, no muy lejos del dosel real; el paciente número quinientos había dado un paso al frente para que fuese palpada su llaga repulsiva, mientras se escuchaban las monótonas palabras de la letanía: «Entonces posarán sus manos sobre los enfermos…», cuando resonó en el exterior, tan claro como el canto del gallo, un acorde que embriagó mi alma y de un solo golpe echó por tierra trece indignos siglos:

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