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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

Una canción para Lya (11 page)

BOOK: Una canción para Lya
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LAS BRUMAS SE PONEN POR LA MAÑANA

Todavía era temprano para desayunar esa mañana del día siguiente a mi llegada. Pero Sanders ya estaba en el balcón del comedor cuando llegué. Estaba solo, de pie en un rincón, contemplando las montañas y las brumas.

Fui hacia él mascullando un saludo. Ni siquiera me respondió.

—¿Hermoso, no es cierto? —dijo, sin volverse.

Y lo era.

Tan sólo unos metros bajo el nivel del balcón las brumas ondulaban, lanzando olas fantasmales que rompían contra las piedras de su castillo. Un espeso manto blanco se extendía hasta donde alcanzaba la vista, envolviéndolo todo. Podía verse la cima del Duende Rojo, al Norte; una roca escarlata que, como aguzada daga, hendía el cielo. Pero eso era todo. Las otras montañas se hallaban bajo el nivel de las brumas.

Estábamos sobre las brumas: Sanders había mandado construir su hotel en la cima de la montaña más alta de la cadena. Nos encontrábamos flotando solos en el arremolinado océano blanco, en un castillo volante en medio de un mar de nubes.

Un Castillo de las Nubes en verdad. Así llamó Sanders al lugar. Era fácil ver por qué.

—¿Siempre es así? —pregunté a Sanders, después de observar durante un rato.

—Cada vez que se ponen las brumas —replicó—, dirigiéndome una sonrisa melancólica.

Era un hombre gordo, de rostro rubicundo y talante jovial. No era de los que sonríen con melancolía. Ahora, sin embargo, es lo que hacía.

Señaló al Este, donde el sol del Planeta de los Fantasmas se elevaba sobre las brumas y convertía en un espectáculo naranja y carmesí el cielo del amanecer.

—El sol —dijo—. Cuando se eleva, el calor empuja las brumas de vuelta hacia los valles. Las obliga a abandonar las montañas que conquistaron durante la noche. Las brumas caen y uno por uno los picos reaparecen. Hacia mediodía la cadena entera es visible: kilómetros y kilómetros de montañas. No existe nada parecido ni en la Tierra, ni en ningún otro lugar.

Sonrió nuevamente, y me condujo a una de las mesas diseminadas por la terraza.

—Y cuando se pone el sol, es a la inversa. Debe ver la salida de las brumas esta noche —dijo.

Nos sentamos, y un atildado camarero-robot vino rodando a servirnos tan pronto como las sillas le señalaron nuestra presencia. Sanders no hizo caso.

—Es la guerra, sabe usted —continuó—, la guerra eterna entre el sol y las brumas. Y las brumas llevan las de ganar. Cuentan con los valles, los llanos y las costas. El sol sólo con algunas cimas. Y sólo durante el día.

Se volvió hacia el robot y ordenó café para ambos, para entretenernos hasta que llegaran los otros. Debía ser recién hecho, por supuesto. Sanders no toleraba ni el café instantáneo ni sucedáneos en su planeta.

—Parece que se encuentra a gusto aquí —dije, mientras esperábamos el café.

—¿Acaso hay algo aquí que no me deba gustar? —Sanders rió—. El Castillo de las Nubes lo tiene todo. Buena comida, pasatiempos, juego, y todo el confort del hogar.

Además del planeta. Cuento con lo mejor de ambos mundos, ¿no es así?

—Eso creo. Pero la mayoría de la gente no piensa igual. Nadie viene al Planeta de los Fantasmas por el juego, ni por la comida.

Sanders asintió.

—Pero sí vienen algunos cazadores, que acosan a los gatos monteses y a los demonios de la llanura. Y de vez en cuando alguno viene por las ruinas.

—Tal vez así sea —dije—, pero representan la excepción, no la regla. La mayoría de sus invitados están aquí por una única razón.

—Por supuesto —admitió, sonriendo—. Por los fantasmas.

—Los fantasmas —repetí—. Tiene usted muchos atractivos aquí, caza, pesca y montañismo. Pero no es eso lo que atrae a los turistas. Vienen por los fantasmas.

En ese momento llegó el café; dos tazas grandes y humeantes, acompañadas de un jarro de crema espesa. Un café muy fuerte, caliente, y bueno. Después de semanas de sucedáneos, en la nave espacial, ese café era un verdadero estimulante.

Sanders lo sorbió con cuidado, y sus ojos me estudiaron por encima de la taza. Luego la dejó sobre la mesa pensativo.

—Y también usted ha venido por los fantasmas —dijo.

—Claro. A mis lectores no les interesa el paisaje, aunque sea espectacular. Dubowski y sus hombres están aquí para descubrir los fantasmas, y yo para informar de la búsqueda.

Sanders iba a responder, pero no tuvo oportunidad. Una voz precisa y afilada irrumpió en escena.

—Si es que hay algún fantasma que descubrir —dijo la voz.

Nos volvimos hacia la puerta de entrada a la terraza. El doctor Charles Dubowski, jefe del equipo de investigación para el Planeta de los Fantasmas, estaba parado en el pasillo, bizqueando ante la luz. Se había librado de algún modo de la bandada de asistentes que solía llevar a remolque dondequiera que iba.

Dubowski se detuvo un momento, y luego se acercó a nuestra mesa, apartó una silla y se sentó. El robot-camarero rodó de nuevo hasta donde estábamos.

Sanders observó al delgado científico con indisimulado desagrado.

—¿Qué le hace pensar que allí no hay fantasmas, doctor? —preguntó, mirando hacia fuera.

Dubowski se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—Sólo pienso que no hay suficiente evidencia —dijo—. Pero no se preocupe, nunca dejo que mis sentimientos interfieran con mi trabajo. Voy tras la verdad como cualquiera.

De modo que llevaré a cabo una investigación imparcial. Si hay fantasmas, los encontraré.

—O ellos a usted —replicó Sanders, con tono grave—, lo que puede no resultarle demasiado agradable.

—Oh, vamos, Sanders —Dubowski rió—. No tiene que ponerse tan melodramático sólo porque viva en un castillo.

—No se ría, doctor. Los fantasmas ya han matado gente. ¿Lo sabía?

—No tenemos pruebas de ello —dijo Dubowski—. Ninguna. Ni siquiera las hay de la existencia de fantasmas. Pero ése es el motivo que nos trajo. Encontrar pruebas, en uno u otro sentido. Pero bueno, estoy hambriento…

Se dirigió al robot-camarero, que había permanecido todo el tiempo allí, zumbando impacientemente.

Dubowski y yo ordenamos bistec de gato montés y una bandeja de galletas calientes recién amasadas. Sanders aprovechó las provisiones traídas de la Tierra por nuestra nave la noche anterior, y pidió una buena ración de jamón y media docena de huevos.

La carne de gato montés tiene un sabor del que la carne de la Tierra carece desde hace siglos. A mí me gustó mucho, aunque Dubowski dejó buena parte de su bistec sin comer. Estaba muy ocupado hablando.

—No debería descartar la existencia de los fantasmas tan rápido —había dicho Sanders una vez que el robot se hubo marchado con la orden—. Hay evidencias. Muchas.

Se han dado veintidós muertes desde el descubrimiento de este planeta. Y hay docenas de testigos oculares de apariciones.

—Es cierto —dijo Dubowski—. Pero yo no le llamaría evidencia. ¿Muertes? Sí, pero la mayor parte simples desapariciones. Probablemente gente que se cayó de una montaña, o que fue devorada por alguna alimaña o algo así. Imposible encontrar sus cuerpos en la niebla. Más gente desaparece a diario en la Tierra, y no se saca ninguna conclusión de ello. Aquí, cada vez que alguien desaparece, la gente pretende que fueron los fantasmas.

Lo siento, pero para a mí no me basta.

—Se han encontrado cuerpos, doctor —dijo Sanders en voz baja—, horriblemente mutilados. Y no por caídas o por gatos monteses.

Era mi turno para intervenir.

—Sólo cuatro cuerpos fueron recuperados, que yo sepa —dije—. Me he documentado extensamente al respecto.

—De acuerdo —concedió Sanders frunciendo el ceño—. ¿Pero qué pasó con esos cuatros casos? Se cuenta con evidencia bastante concluyente, si quieren mi opinión…

En ese momento llegó la comida, pero Sanders prosiguió mientras comíamos.

—La primera aparición, por ejemplo, nunca fue explicada satisfactoriamente. Me refiero a la expedición de Gregor.

Asentí. Dave Gregor había pilotado la nave que descubrió el Planeta de los Fantasmas, casi setenta y cinco años atrás. Sondeó con sus sensores a través de las brumas e hizo descender la nave en las planicies costeras. Luego envió patrullas a explorar.

Cada patrulla la integraban dos hombres bien armados. Pero en un caso volvió sólo uno de ellos, en estado histérico. Él y su acompañante se habían separado en la niebla y de pronto escuchó un grito que le heló la sangre. Cuando encontró a su compañero, ya estaba muerto. Pero había algo sobre su cuerpo.

El superviviente describió al agresor como algo similar a un hombre, de ocho pies de altura, y, en cierto modo, incorpóreo. Sostuvo que cuando le disparó la ráfaga pasó a su través. Luego la criatura vaciló, y desapareció entre las brumas.

Gregor envió otras patrullas a capturarla. Recuperaron el cadáver, pero nada más. Era difícil encontrar dos veces el mismo sitio sin instrumental especial, y más aún una criatura como la descrita.

De modo que la historia nunca pudo confirmarse. Sin embargo, cuando Gregor volvió a la Tierra causó sensación. Se envió otra nave para llevar adelante una búsqueda más minuciosa. No encontraron nada. Pero uno de los equipos de patrulla desapareció sin dejar rastro.

Así nació y pronto empezó a crecer la leyenda de los fantasmas de las brumas. Otras naves arribaron al Planeta, y unos cuantos colonos vinieron y se fueron. Un día llegó Paul Sanders y construyó su castillo a fin de que la gente pudiera visitar con seguridad el misterioso mundo de los fantasmas.

Y hubieron más muertes y desapariciones, y muchas personas afirmaron haber tenido fugaces visiones de fantasmas apareciendo entre las brumas. Más tarde, alguien encontró las ruinas, que no son hoy más que bloques de piedra derrumbados, pero que alguna vez fueron estructuras de algún tipo (moradas de fantasmas, decía la gente).

Creo que existían pruebas. Algunas difíciles de rebatir. Pero Dubowski negaba firmemente con la cabeza.

—El caso Gregor no prueba nada —dijo—. Usted sabe tan bien como yo que este planeta nunca ha sido explorado a fondo. En particular las planicies, donde descendió la nave de Gregor. Es probable que haya sido algún tipo de animal que mató a ese hombre.

Un animal raro, originario de esa zona.

—¿Y qué me dice de lo manifestado por su acompañante? —preguntó Sanders.

—Histeria, pura y simple.

—¿Y las otras observaciones? Las ha habido en cantidad impresionante, no todos los testigos eran histéricos.

—No prueban nada —dijo Dubowski, moviendo la cabeza—. En la Tierra hay mucha gente que dice haber visto fantasmas y platillos volantes. Aquí, con estas malditas brumas, los errores y las alucinaciones son aún más explicables.

Señaló a Sanders con el cuchillo con el que untaba de mantequilla una galleta.

—Son estas brumas las que todo lo confunden. El mito de los fantasmas habría desaparecido hace tiempo si no fuera por las brumas. Hasta ahora, nadie tuvo el equipo o el dinero para llevar a cabo una investigación en profundidad. Nosotros lo tenemos. Y la haremos. Probaremos la verdad de una vez por todas.

—Si no se hace matar antes —dijo Sanders haciendo una mueca—. Puede que a los fantasmas no les guste ser investigados.

—No lo entiendo, Sanders —dijo Dubowski—. Si está asustado por los fantasmas y tan convencido de que andan por ahí rondando, ¿por qué ha vivido aquí tanto tiempo?

—El castillo fue construido incluyendo medidas de seguridad —dijo Sanders—. El folleto que enviamos a nuestros eventuales clientes las describe. Aquí nadie se siente en peligro. Una cosa es cierta, y es que los fantasmas no salen de las brumas. Estamos a la luz la mayor parte del día. Claro que en los valles es otra historia.

—¡Eso son tonterías, supersticiones! Si tuviera que adivinar diría que sus fantasmas de las brumas no son nada más que espectros de la Tierra trasplantados. Fantasmas de la imaginación. Pero no quiero adivinar: pienso esperar hasta ver los resultados. Entonces veremos. Si son reales, no podrán ocultársenos.

Sanders me miró.

—¿Y usted qué piensa? ¿Está de acuerdo con él?

—Yo soy periodista —dije, con tacto—. Estoy aquí para relatar lo que suceda. Los fantasmas son famosos, interesan a mis lectores. De modo que no tengo opinión personal. O, al menos, ninguna que me interese propagar.

Sanders cayó en un silencio malhumorado, y atacó el jamón y los huevos con vigor renovado. Dubowski desempeñó su papel y desvió la conversación hacia los detalles de la investigación que estaba planeando. El resto de la comida fue un despliegue de afanosas descripciones acerca de trampas para fantasmas, rutas de exploración, robots-sondas y sensores. Yo escuchaba con atención y tomaba nota mental para un artículo sobre el tema.

Sanders también escuchaba atentamente. Pero por la cara que ponía se podía decir que distaba de estar satisfecho con lo que oía.

Ese día no hubo mucho más. Dubowski pasó su tiempo en la pista espacial, construida sobre una pequeña meseta al pie del castillo, supervisando el desembarque de los instrumentos. Yo escribí un artículo acerca de sus planes para la expedición, y lo irradié a la Tierra. Sanders atendía sus clientes, y hacía todo lo que debe hacer un director de hotel, según creo.

Volví a salir a la terraza al ocaso, para ver el ascenso de las brumas.

Era la guerra, como decía Sanders. En el ocaso de las brumas, había visto al sol salir victorioso en la primera de las batallas cotidianas. Pero ahora el conflicto se reanudaba.

Las brumas empezaban a arrastrarse de nuevo hacia las cumbres a medida que descendía la temperatura. Tenues zarcillos de color grisáceo se deslizaban silenciosamente desde los valles, enroscándose alrededor de los picos dentados de las montañas como garras espectrales. Luego las garras se hacían más gruesas y fuertes, y en un momento habían arrastrado las brumas tras ellas.

La noche se tragaba una tras otra las rígidas cimas esculpidas por el viento. El Duende Rojo, el gigante del Norte, era la última montaña que se desvanecía en el creciente océano blanco. Luego, las brumas empezaron a envolver la terraza y a rodear el propio castillo.

Volví al interior. Sanders estaba parado ahí, al borde mismo de la puerta. Me había estado observando.

—Tenía usted razón —le dije—. Es hermoso.

Asintió.

—Sabe, no creo que Dubowski se haya tomado el trabajo de mirar —dijo.

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