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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

Una canción para Lya (6 page)

BOOK: Una canción para Lya
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Lya se despertó después que yo, con dolor de cabeza. Esta vez tenía las pastillas a mano, en la mesita de noche. Tomó una.

—Debe ser el vino shkeen —le dije—. Alguno de sus componentes te afecta el metabolismo.

Sacó una bata nueva y me dijo, ceñuda:

—No. Bebimos Veltaar anoche, ¿recuerdas? Mi padre me dio la primera copa de Veltaar cuando tenía nueve años. Nunca me provocó dolores de cabeza antes.

—¡El primero! —dije, sonriendo.

—No es divertido —dijo ella—. Duele.

Dejé de bromear, y traté de leerla. Ella tenía razón. Toda la frente palpitaba de dolor.

Me retiré rápidamente antes de cogerlo yo también.

—Tienes razón —dije—. Lo siento. Las píldoras se harán cargo del dolor. Mientras tanto tenemos que trabajar.

Lya asintió. Nunca había dejado que algo interfiriera con su trabajo.

El segundo día fue una cacería del hombre. Comenzamos mucho más temprano, después de un breve desayuno con Gourlay, luego cogimos el aerocoche al pie de la Torre. Esta vez no descendimos cuando llegamos a Shkeetown. Queríamos un Unido humano, lo que significaba que teníamos que recorrer mucho terreno. La ciudad era la más grande que hubiese visto nunca, en superficie por lo menos, y los mil y pico cultistas humanos se perdían entre millones de shkeen. Y, de esos humanos, sólo la mitad estaban Unidos ya.

Así que mantuvimos el aerocoche bajo, y zumbamos arriba y abajo por las colinas punteadas de domos como una montaña rusa flotante, causando bastante revuelo en las calles debajo nuestro. Los shkeen habían visto aerocoches antes, claro está, pero todavía era una novedad para algunos, en particular para los chicos, que trataban de correr detrás nuestro cada vez que aparecíamos. También provocamos el pánico de un quejador, que volcó el carro del que tiraba, desparramando la fruta que llevaba. Sentí culpa por ello, de modo que luego mantuve el coche más alto.

Divisamos Unidos por toda la ciudad, cantando, comiendo, caminado y haciendo sonar las campanas, esas eternas campanas de bronce. Pero durante las primeras tres horas, sólo encontramos Unidos shkeen. Lya y yo nos turnábamos para conducir y observar.

Tras la excitación del día anterior, la búsqueda resultaba tediosa y fatigante.

Al fin encontramos algo: un gran grupo de Unidos, unos diez de ellos, reunidos en torno a un carro de pan, detrás de una de las escarpadas colinas. Dos eran más altos que los demás.

Aterrizamos del otro lado de la colina y dimos la vuelta caminando para encontrarlos, dejando nuestro aerocoche rodeado por una multitud de chicos shkeen. Los Unidos todavía estaban comiendo cuando llegamos. Ocho de ellos eran shkeen de varios tamaños y tonalidades, con los greeshka pulsando sobre sus cráneos. Los otros dos eran humanos.

Estos vestían el mismo camisón rojo largo que los shkeen, y llevaban las mismas campanas. Uno de ellos era un hombre grande, con piel floja que pendía en colgajos, como si hubiera perdido mucho peso recientemente. Su pelo era blanco y rizado, su cara estaba surcada por una gran sonrisa y por arrugas alrededor de los ojos. El otro era un tipejo flaco y oscuro con nariz de gancho.

Ambos tenían greeshka succionándoles el cráneo. El parásito que tenía el más flaco era tan sólo un pimpollo, pero el viejo tenía un espécimen señorial que goteaba sobre sus espaldas.

Esta vez, de alguna manera, sí se veía horrible.

Lyanna y yo nos acercamos a ellos, tratando de sonreír, sin leer por lo menos al principio. Ellos sonrieron mientras nos acercábamos. Luego saludaron con la mano.

—Hola —dijo el flaco alegremente cuando estuvimos allí—. Nunca les he visto. ¿Son nuevos en Shkea?

Eso me cogió por sorpresa. Había estado esperando algún tipo de confusa bienvenida mística, o tal vez ninguna bienvenida. Pensaba que los humanos conversos habrían abandonado su humanidad para convertirse en una imitación de los shkeen. Me equivocaba.

—Más o menos —contesté. Y leí al flaco. Estaba genuinamente contento de vernos, y rebosaba de agrado y entusiasmo por nuestra presencia—. He sido contratado para leer gente como ustedes.

Había decidido ser honesto al respecto.

El flaco estiró su sonrisa más allá de lo que yo creía posible.

—Estoy Unido, y feliz —dijo—. Me encantará hablar con ustedes. Mi nombre es Lester Kamenz. ¿Qué quieres saber, hermano?

Lya, junto a mí, se volvía tensa. Decidí dejarla leer en profundidad mientras yo hacía preguntas.

—¿Cuándo se convino al Culto?

—¿Culto? —dijo Kamenz.

—La Unión.

Cabeceó, y me chocó la grotesca similaridad de su gesto con el del anciano shkeen que habíamos visto ayer.

—Siempre he estado en la Unión. Tú estás en la Unión. Todo lo que piensa está en la Unión.

—Algunos no lo sabíamos —dije—. ¿Y usted? ¿Cuándo supo que estaba en la Unión?

—Hace un año, según el tiempo de la Antigua Tierra. Fui admitido a las filas de los Unidos hace tan solo algunas semanas. La primera Unión es un tiempo de júbilo. Estoy jubiloso. Caminaré por las calles y tocaré las campanas hasta la Unión Final.

—¿Qué hacía antes?

—¿Antes? —una mirada vaga—. Operaba una máquina. Trabajé con computadoras, en la Torre. Pero mi vida era vacía, hermano. No sabía que estuviese en la Unión, y me sentía solo. Sólo tenía máquinas, frías máquinas. Ahora estoy Unido. Ahora —buscó las palabras— no estoy solo.

Busqué en él y encontré que la felicidad seguía allí, con amor. Pero ahora tenía un dolor también, una vaga memoria de dolores pasados, el sabor de recuerdos no deseados. ¿Habían desaparecido? Tal vez el presente de greeshka a sus víctimas era el olvido, un dulce descanso y el fin de la lucha. Tal vez. Decidí hacer una prueba.

—Eso que lleva en la cabeza —dije, cortante—. Es un parásito. Está bebiendo su sangre en este preciso momento, alimentándose de ella. Mientras crece, tomará más y más de las cosas que usted necesita para vivir. Por último, comenzará a comer sus tejidos. ¿Comprende? Lo comerá a usted. No sé cuan doloroso sea, pero sea lo que sea que sienta, al final estará muerto. A menos que venga a la Torre ahora, y el cirujano lo extirpe. O acaso usted mismo pueda quitárselo. ¿Por qué no lo intenta? Estire la mano y tire de él. Adelante.

Esperé algo. ¿Qué? ¿Rabia? ¿Horror? ¿Disgusto? No obtuve nada de eso. Kamenz tan solo atiborró de pan su boca y me sonrió, y todo lo que leí era su amor y su júbilo y un poco de pena.

—Los greeshka no matan —dijo, finalmente—. Los greeshka traen júbilo y Unión feliz.

Sólo quienes no tienen greeshka mueren. Están… solos. Solos para siempre.

Algo en su mente tembló con un miedo súbito, pero éste desapareció con rapidez…

Miré a Lya. Estaba rígida y con la mirada fija, todavía leyendo. Me volví y comencé a formular otra frase. Pero de pronto los Unidos empezaron a campanillear. Uno de los shkeen lo inició, moviendo su campana arriba y abajo para producir un único sonido agudo. Después movió la otra mano, después la primera de nuevo, después la segunda, entonces otro Unido se sumó con su campana, luego otro más y pronto estuvieron todos cantando y tañendo, y el sonido de sus campanas se estrellaba contra mis oídos al tiempo que el amor y el sentimiento de las campanas volvía a asaltar mi mente.

Me quedé para saborearlo. Aquí el amor dejaba sin aliento, llenaba de respeto, casi inspiraba miedo por su calor e intensidad, y había tanto que compartir, de que retozar y de que maravillarse, como una tapicería de dulces, calmantes y exhilarantes buenos sentimientos. Algo pasaba con los Unidos cuando hacían sonar las campanas, algo los tocaba y los elevaba y les daba una sensación de vivo placer, algo extraño y glorioso que los meros normales no podían escuchar en su áspera música metalizada. Yo no era un normal, sin embargo. Yo podía escucharlo.

Me retiré con temor, lentamente. Kamenz y el otro humano estaban ahora tocando con vigor, con amplias sonrisas. Lyanna todavía estaba tensa, todavía leía. Su boca estaba entreabierta, y temblaba en su sitio.

La rodeé con mi brazo y esperé, escuchando la música, pacientemente. Lya seguía leyendo. Al cabo de algunos minutos, la sacudí amablemente. Se volvió y me estudió con ojos duros y distantes. Luego pestañeó. Sus ojos se abrieron más y ella volvió, sacudiendo la cabeza y frunciendo el ceño.

Preocupado, miré dentro de su cabeza. Extraño y extranjero. Era una cambiante bruma de emociones, una densa mezcla viviente de sentimientos a los que no intentaría ponerle nombre. Ni bien había entrado que ya me sentía perdido, perdido e incómodo. En alguna parte de esas brumas un abismo sin fondo acechando para tragarme. Por lo menos, así lo sentí.

—Lya —dije—. ¿Algo no va?

Ella sacudió su cabeza de nuevo, y miró hacia los Unidos con una mirada que tenía miedo y nostalgia por partes iguales. Repetí mi pregunta.

—Yo… No sé —dijo—. Robb, por favor, no hablemos ahora. Vámonos de aquí. Quiero tiempo para pensar.

—De acuerdo —dije. ¿Qué estaba sucediendo? La tomé de la mano y caminamos lentamente alrededor de la colina hasta la ladera en la que habíamos dejado el coche. Los chicos shkeen estaban subidos a él, por todas partes. Los alejé, riendo. Lya se quedó allí, con sus ojos idos, muy lejos de mí. Quise leerla, pero de algún modo sentí que sería una invasión de su privacidad.

Una vez en el aire, enfilamos hacia la Torre, volando más alto y más rápido esta vez.

Yo conducía, mientras Lya, sentada junto a mí, miraba a la distancia.

—¿Has obtenido algo útil? —le pregunté, tratando de traerla de nuevo al tema.

—Sí. No. Tal vez —su voz sonaba distraída, como si sólo una parte de ella me estuviese hablando—. Leí sus vidas, las de las dos. Kamenz era un operador de computadoras, como dijo. Pero no era muy bueno. Un feo hombrecito con una fea personalidad, sin amigos, sin sexo, sin nada. Vivía por sí mismo, evitaba a los shkeen, no le gustaban nada. En realidad, no le gustaba la gente. Pero de algún modo Gustaffson llegó hasta él. Ignoró la frialdad de Kamenz, sus salidas amargas, sus bromas crueles. No le respondió, ¿sabes? Luego de un tiempo, a Kamenz comenzó a gustarle Gustaffson, a admirarlo. Nunca fueron amigos en un sentido normal, pero Gustaffson fue lo más cercano a un amigo que tuvo Kamenz.

De pronto se detuvo.

—¿Así es que se pasó junto con Gustaffson? —interrumpí, mirándola fugazmente. Sus ojos todavía vagaban.

—No, no al principio. Él todavía sentía miedo, todavía le inspiraban temor los shkeen y terror los greeshka. Pero más tarde, cuando Gustaffson se marchó, comenzó a darse cuenta de cuan vacía era su vida. Trabajó todo el día con gente que lo despreciaba y máquinas que no sentían, luego se quedaba solo a la noche, leyendo o viendo los holoshows. No era vida, realmente. Apenas si tocaba a la gente a su alrededor. Al fin fue a ver a Gustaffson, y terminó convirtiéndose. Ahora…

—¿Ahora…?

Ella hesitó.

—Es feliz, Robb —dijo—. Realmente lo es. Por primera vez en su vida, es feliz. Nunca había conocido el amor antes. Ahora el amor lo llena.

—Has visto mucho —le dije.

—Sí —todavía la voz distraída, los ojos perdidos—. Estaba como abierto. Había niveles, pero escarbar en ellos no era tan duro como lo es habitualmente. Como si sus barreras se estuviesen debilitando, haciéndose casi…

—¿Y el otro tipo?

Lya golpeó el panel de los instrumentos, mirando únicamente su mano.

—¿Ése? Era Gustaffson…

Y eso, de pronto, pareció despertarla, devolverla a la Lya que yo conocía y amaba.

Sacudió la cabeza y me miró, y la voz sin vida se tornó; un animado torrente de palabras.

—Robb, escucha, ése era Gustaffson, fue Unido hace ya un año, y marcha hacia la Unión Final en una semana más. Greeshka lo ha aceptado, y él quiere hacerlo, ¿sabes?

Lo quiere de verdad, y… y… oh, Robb, ¡se está muriendo!

—Dentro de una semana, por lo que has dicho.

—No, no quiero decir eso, es decir: la Unión Final no es la muerte, para él. Él cree, cree todo lo de la religión. Greeshka es su Dios, y va a unirse a él. Pero antes, y ahora, se estaba muriendo. Tenía la Plaga Lenta, Robb. Un caso mortal. Lo ha estado comiendo desde el interior durante quince años. La cogió en Pesadilla, en los pantanos, cuando murió su familia. Ése no es un planeta para la gente, pero él estaba allí, como administrador en una base experimental, una tarea a corto plazo. Vivían en Thor; era sólo una visita, pero la nave se estrelló. Gustaffson perdió la cabeza y trató de alcanzarlos antes que la nave se hundiera, pero cogió una cubierta personal fallada, y las esporas penetraron al interior. Estaban todos muertos cuando llegó. Sintió un dolor muy grande, Robb. Por la Plaga Lenta, pero más por la pérdida. Él los amaba de verdad, y nunca fue el mismo otra vez. Le dieron Shkea como una recompensa, como para que se sacara de la cabeza la idea del accidente, pero él seguía pensando en lo mismo todo el tiempo. Me imagino la situación, Robb. Era vívido. No podía olvidarlo. Los niños estaban en la nave, a salvo, pero el sistema de emergencia falló y los precipitó a la muerte. Pero su mujer… oh, Robb… se enfundó unas cubiertas y trató de ir a buscar ayuda, y afuera esas cosas, esas culebras que hay en Pesadilla, ¿cómo se llaman…?

Tragué con fuerza, sintiéndome un poco mal.

—Los gusanos-devoradores —dije, sin ganas. Había leído algo acerca de ellos, y visto imágenes. Podía ver la escena que Lya había leído en la memoria de Gustaffson, y no era nada agradable. Me alegré por no tener su Talento.

—Estaban todavía… todavía… cuando Gustaffson llegó allí, sabes, y los mató con una pistola de rayos.

—No creí que pasaran cosas como ésa en la realidad.

—No —dijo Lya—. Tampoco Gustaffson. Habían sido tan, tan felices antes de eso, antes de lo que pasó en Pesadilla. Él la amaba, y estaban muy unidos, y su carrera parecía encantada. Él no tenía por qué haber ido a Pesadilla. Lo aceptó porque era un reto, porque nadie había podido con aquello. Esto lo corroe también. Y lo recuerda siempre. Él, ellos… —su voz vaciló— pensaban que tenían suerte —dijo, antes de quedarse callada.

No había nada que comentar al respecto. No dije nada, tan solo me ocupé del volante, pensando, sintiendo una aguada versión de lo que debía haber sido el dolor de Gustaffson. Luego de un rato, Lya volvió a hablar.

—Todo estaba allí, Robb —dijo, y su voz era más suave, lenta, y profunda de nuevo—.

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