Read Una canción para Lya Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

Una canción para Lya (14 page)

BOOK: Una canción para Lya
4.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Han sido cuatro largos años. Sin embargo, están a punto de terminar. Será maravilloso regresar. Quiero caminar otra vez sobre el césped y ver las nubes, y comer un helado de nata.

No obstante, a pesar de todo, no lamento haber venido. Creo que estos cuatro años que he pasado a solas con la oscuridad me hicieron bien. No creo haber perdido demasiado. Ahora, mis tiempos en la Tierra me parecen remotos, pero si intento puedo recordarlos. No todos los recuerdos son agradables. A decir verdad estaba bastante fastidiado entonces.

Necesitaba tiempo para pensar, y eso es algo fácil lograrlo aquí. El hombre que embarcará en
La Charon
no será el mismo que llegó hace cuatro años. Cuando vuelva a la Tierra, me forjaré una nueva vida. Sé que lo haré.

20 de junio

Hoy ha llegado una nave.

Por supuesto, no sabía que vendría. Nunca lo sé. Las naves anulares son irregulares, y el tipo de energía que se emplea en este lugar convierte las señales de radio en un ruido caótico. En el momento en que la nave, por fin, atravesó la atmósfera, los radares de la estación la detectaron y me dieron aviso.

Seguramente se trataba de una nave anular. Mucho más grande que aquellas equipadas con el viejo sistema de paletas herrumbrosas como
La Charon
y mejor preparada para soportar las tensiones del vórtice del no-espacio. Venía en línea recta, sin intenciones aparentes de frenar.

Mientras bajaba hacia el cuarto de control para atarme, un pensamiento irrumpió en mi mente. Ésta debía ser la última. O tal vez no, por supuesto. Todavía faltan tres meses, y se trata de un período de tiempo lo suficientemente largo como para que vengan una docena de naves. Pero nunca se sabe. Las naves anulares son irregulares, como ya dije.

En cierto modo, el pensamiento me inquietó. Las naves han constituido parte importante de mi vida durante cuatro años. Y la de hoy podría ser la última. Si así fuere quiero que descienda. Creo que me asisten buenas razones para desearlo. Cuando viene una nave todo parece andar mejor.

El cuarto de control está en el centro de mi puesto de mandos. Es el centro de todo, es donde confluyen los nervios, los tendones y los músculos de la estación. No obstante, no tiene un aspecto demasiado espectacular. El cuarto es pequeño, y una vez se cierra la puerta sólo quedan el piso, el techo y las paredes pintadas de un color blanco sin matices.

Sólo hay un artilugio en el cuarto: una consola en forma de herradura que rodea una única silla acolchada.

Me senté hoy en aquella silla tal vez por última vez. Me até, me coloqué los auriculares y bajé el casco. Llevé una mano hacia los controles, los toqué y los encendí.

Y el cuarto de control se desvaneció.

Por supuesto, esto a causa de los hológrafos. Lo sé. Sin embargo, saberlo significa bien poco cuando me acomodo en aquella silla. Entonces, en lo que a mí respecta, ya no estoy más dentro del cuarto. Salgo de él, estoy en el vacío. La consola de control y la silla siguen en el mismo lugar. Pero, el resto desaparece. En cambio, la dolorosa oscuridad está en todas partes: encima, debajo y a mí alrededor.

El lejano sol es sólo una estrella más entre tantas, y todas las estrellas quedan tremendamente lejos.

Así sucede. Así ocurrió hoy. Cuando pulsé los controles me quedé solo en el Universo con las frías estrellas y el anillo. El Anillo de la Estrella Cerbero.

Lo veía desde arriba como si me encontrara en su exterior. Se trata, en realidad, de una estructura muy vasta. No obstante, desde afuera no lo parece. La inmensidad del conjunto la devora. Un delgado hilo de plata perdido en la inmensidad.

Sin embargo, conozco la verdad. El anillo es enorme. Los cuarteles donde habito ocupan un solo grado del círculo que forma, un círculo cuyo diámetro supera los ciento cincuenta kilómetros. El resto son circuitos, radares y depósitos de energía. Y la maquinaria, la maquinaria del no-espacio.

El anillo quedó en silencio; su porción más lejana se perdía en la nada. Presioné un botón de la consola. Más abajo, la máquina del no-espacio se despertó.

En el centro del anillo apareció una nueva estrella.

Al principio parecía un punto de luz en medio de la oscuridad. De color verde, de un verde brillante. Así ocurrió hoy, pero no siempre. El espacio vacío es variopinto.

De haberlo deseado habría podido ver entonces la parte más alejada del anillo. Brillaba con luminosidad propia. Vivas y despiertas, las máquinas del no-espacio vertían inimaginables cantidades de energía para cavar un agujero en el mismo espacio.

El agujero había estado allí mucho antes de que existiera Cerbero, mucho antes de la llegada del hombre. Lo hallaron, quizá por accidente, cuando llegaron a Plutón. Y construyeron un anillo a su alrededor. Después encontraron otros dos agujeros y les colocaron sus anillos también.

Los agujeros eran pequeños, demasiado pequeños. Sin embargo, podían agrandarse.

Temporalmente, se lograba abrirlos más a expensas de grandes cantidades de energía.

Se les podía inyectar energía sin refinar a través del limpio y pequeño agujero hasta que la plácida superficie del espacio vacío se desgastara, se plegara y diera lugar a la formación del vórtice.

Y ahora ocurrió lo previsto.

En el centro del anillo, la estrella aumentó de tamaño y se aplanó. Se trataba de un disco que latía, no de un globo. Era lo que más brillaba en el espacio. Y latía visiblemente.

Del disco hilador verde salían y volvían a entrar lanzaderas de vivo color naranja.

Asimismo, se desprendían unas volutas de humo azules. Motas rojas bailaban y titilaban, crecían y se empequeñecían rodeadas por el verde. Los colores comenzaron a mezclarse y a danzar al unísono.

La estrella plana y multicolor duplicó su tamaño; lo que repitió una y otra vez. Minutos antes, no existía. Ahora, llenaba el anillo, se adhería a las paredes plateadas, las taladraba con su poderosa energía. Comenzó a enrollarse cada vez a mayor velocidad, parecía un remolino en el espacio, un torbellino de luz y llamas.

El vórtice. El vórtice del no-espacio. La rugidora tormenta que ni es tal tormenta ni ruge porque no existe sonido en el espacio.

Hacia él se aproximó la nave anular. Al principio, parecía una estrella con movimiento propio. Después, rápidamente, más rápidamente de lo que mi vista podía captar, fue cobrando forma visible. Se convirtió en una oscura bala de plata en la oscuridad. Una bala disparada hacia el vórtice.

La puntería era buena. La nave golpeó casi en el centro del anillo. Los serpenteantes colores la envolvieron. Tecleé mis controles. Aún más rápidamente de lo que había aparecido el vórtice se esfumó. También la nave por supuesto. Una vez más, quedaba sólo yo; y el anillo, y las estrellas.

Entonces, pulsé otro botón y me encontré de nuevo en el vacío y blanco cuarto de control. Desatado. Quizá desatado por última vez.

De algún modo, espero que no sea verdad. Nunca pensé que añoraría algo de aquí.

Sin embargo, así será. Extrañaré las naves anulares. Echaré de menos momentos como el de hoy.

Espero que ocurra unas cuantas veces más, antes de irme. Quisiera percibir otra vez bajo mis manos el despertar de las máquinas del no-espacio. Y ver al vórtice hervir, y temblar mientras floto solo entre las estrellas. Siquiera una vez más. Antes de que me vaya.

23 de junio

Aquella nave anular me dio que pensar. Más de lo usual.

Resulta gracioso descubrir que nunca se me ocurriera antes la idea de subir a una de esas naves. Existe un nuevo mundo completo al otro lado del no-espacio; Segunda Oportunidad, un planeta verde muy rico que está tan alejado que los astrónomos dudan si pertenece o no a nuestra misma galaxia. Eso es lo bueno que tienen los agujeros. No estás seguro de dónde están hasta que se descubren.

Cuando era niño, leí mucho acerca de los viajes estelares. Muchos creían que eran imposibles. Pero los que creían siempre afirmaron que Alfa Centauro sería el primer sistema que exploraríamos y colonizaríamos. Porque era el más cercano y por muchas otras razones. Resulta gracioso descubrir cuánto se equivocaron. Por el contrario, nuestras colonias se emplazaron en soles que ni siquiera podemos ver. Además, creo que no llegaremos jamás a Alfa Centauro.

De alguna manera, nunca pensé en las colonias en un sentido personal. Y todavía no puedo hacerlo. La Tierra fue teatro de mi fracaso. Y es donde ahora triunfaré. Las colonias sólo significan para mí otra evasión.

¿Cómo Cerbero?

26 de junio

Hoy apareció otra nave. A fin de cuentas, la anterior no fue la última. ¿Lo será ésta?

29 de junio

¿Por qué un hombre acepta voluntariamente un trabajo de esta naturaleza? ¿Por qué un hombre se entierra en un anillo de plata que está millones de kilómetros más allá de Plutón para cuidar de un agujero en el espacio? ¿Por qué pierde cuatro años de su vida, solo y a oscuras?

¿Por qué?

Al principio, los primeros días, me lo preguntaba continuamente. Ignoraba la respuesta entonces. Ahora, creo saberla. Lamentaba amargamente el impulso que me había traído hasta aquí. Ahora, creo comprenderlo.

En realidad, no se trataba de un impulso. Me refugié en Cerbero. Me refugié para huir de la soledad.

¿Tiene algún sentido lo que digo?

Sí, lo tiene. Conozco la soledad. Ha sido el tema central de mi vida. He estado solo desde que tengo memoria.

No obstante, existen dos clases de soledad.

Mucha gente no aprecia la diferencia. Yo lo he hecho. Sufrí ambas.

Se escribe y se habla sobre la soledad de los hombres que habitan los anillos estelares. Los faros del espacio y toda esa cháchara. Y tienen razón.

A veces, aquí, en Cerbero, pienso que soy el único hombre del Universo. Que la Tierra sólo fue un sueño febril. Que las personas que recuerdo sólo son productos de mi imaginación.

Aquí, a veces, necesito hablar con alguien de manera tan imperiosa que grito y me golpeo la cabeza contra las paredes. A veces, cuando el aburrimiento se hace carne en mí, creo que voy a enloquecer.

Sin embargo, existen otras veces. Cuando llegan las naves anulares. Cuando salgo a efectuar alguna reparación. O cuando me siento en la silla de la sala de control y me imagino afuera, en la oscuridad, mirando las estrellas.

¿Solitario? Sí. Pero una soledad solemne, enriquecedora, trágica. Una soledad teñida de cierta grandeza. Una soledad que llegas a odiar con todas tus fuerzas… y a amar tanto que pides más.

Y ésta es la segunda clase de soledad.

Para ella, no es preciso venir al Anillo de la Estrella Cerbero. Se la puede encontrar en cualquier parte de la Tierra. Lo sé. La he vivido. La he experimentado en todas partes, en todo cuanto he hecho.

Se trata de la soledad de los que están encerrados en sí mismos. La soledad de aquellos que tantas veces han dicho lo que no debían, que ya no tienen ánimos para decir nada más. Una soledad hecha de miedo, no de distancia.

La soledad de la gente que se siente sola en cuartos amueblados de ciudades populosas porque no tienen dónde ir y nadie con quien hablar. La soledad de los tipos que van a un bar para hablar con alguien, y que descubren que no saben cómo iniciar una conversación, y que carecen del coraje suficiente para entablarla.

Esa clase de soledad carece de grandeza. No tiene sentido ni poesía. Es la soledad sin significado. Es triste, escuálida, patética y apesta a autocompasión.

Sí, a veces resulta doloroso estar solo entre las estrellas. Sin embargo, es más triste estar solo en una fiesta. Bastante más triste.

30 de junio

He leído lo que escribí ayer. Hablaba de la autocompasión…

1 de julio

He leído el comentario que escribí ayer. Mi máscara de petulancia. Después de cuatro años, aún sigo resistiendo a ser sincero conmigo mismo. Eso es malo. Si quiero que esta vez las cosas resulten diferentes, tengo que comprenderme.

Entonces, ¿por qué tengo que burlarme de mí cuando admito que estoy solo y que soy vulnerable? ¿Por qué tengo que luchar en contra de mí mismo para reconocer que tengo miedo de vivir? Nadie jamás va a leer estas páginas. Estoy hablando sobre mí y sólo para mí.

Entonces, ¿por qué me repugna decir ciertas cosas?

4 de julio

Hoy no apareció ninguna nave anular. Malo. Los de la Tierra jamás han podido encender el vórtice del no-espacio. Y siempre lo he celebrado.

No obstante, ¿por qué conservo aquí un calendario de la Tierra? ¿Aquí donde los años son siglos y las estaciones un recuerdo impreciso? Julio es igual a diciembre. Entonces, ¿de qué me sirve?

10 de julio

Anoche soñé con Karen. Y ahora no puedo quitármela de la cabeza.

Pensé haber enterrado su recuerdo desde hacía mucho tiempo. Pero no, sólo era una fantasía. Oh, yo le gustaba bastante. Tal vez me amara. Pero no más que a media docena de otros tipos. Yo no era algo extraordinario para ella, y nunca se dio cuenta de lo extraordinaria que ella era para mí.

Y no es que quisiera ser extraordinario para ella… necesitaba, alguna vez, fundamentalmente resultar extraordinario para alguien.

Así que fue mi elegida. Pero no pasó de ser una fantasía. Y me daba cuenta de ello en mis momentos de lucidez. No tenía por qué sentirme tan herido. Nada podía exigirle.

Pero creo que lo hice, en mi imaginación. Me sentía lastimado. Fue mi culpa, no de Karen.

Ella nunca lastimaría a alguien voluntariamente. Lo que ocurrió es que nunca se dio cuenta de lo frágil que yo era.

Incluso aquí, al principio, seguí soñando. Soñaba en el modo en que ella cambiaría mi vida; en la forma en que me esperaría. Y otras cosas.

Pero no eran más que vanos deseos. Aquello ocurrió antes de llegar a comprenderme a mí mismo. Ahora sé que no me estará esperando. Que no me necesita y que nunca me necesitó. Que yo sólo era un amigo más.

Por tanto, me disgusta soñar con ella. Es malo. Haga lo que haga, no debo buscar a Karen cuando regrese. No debo comenzar todo de nuevo. Tengo que encontrar a alguien que sí me necesite. Y no debo buscarla si no quiero hundirme otra vez en mi antigua vida.

18 de julio

Ya ha pasado un mes desde que mi relevo abandonó la Tierra. A esas fechas,
La Charon
debe haber llegado al Cinturón. Faltan dos meses.

BOOK: Una canción para Lya
4.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Far Side of the Sky by Daniel Kalla
Falling Star by Diana Dempsey
Domino (The Domino Trilogy) by Hughes, Jill Elaine
Justified by Varina Denman
The Last Girl by Joe Hart
Another Country by James Baldwin
Master of Hawks by Linda E. Bushyager
Final Surrender by Jennifer Kacey