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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

Una canción para Lya (31 page)

BOOK: Una canción para Lya
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Hoy no hay nada de eso. Sólo los caminos han quedado, y la mayoría están destrozados y cubiertos por las malezas. Los Estados ya no se pueden molestar en ocuparse de ellos: demasiada gente ha objetado el derroche del dinero de los impuestos.

Pero demolerlos también sería costoso. De modo que siguen allí, año tras año, cayéndose lentamente en pedazos. La mayoría están en condiciones de ser usados, pese a todo; en el pasado construían bien sus caminos.

Todavía hay algo de tráfico. Fanáticos de los coches como yo, por supuesto. Y los aerocamiones. Éstos pueden desplazarse sobre casi cualquier cosa, pero adquieren mayor velocidad sobre superficies planas. Así es que se apegan bastante a las viejas autopistas.

Es casi imponente ver como un aerocamión lo adelanta a uno de noche. Levantan a unos doscientos la hora, y no ha terminado uno de verlos por el espejo retrovisor que ya están encima. No se ve mucho: sólo un largo contorno plateado, y un chirrido cuando pasa. Luego uno está solo de nuevo.

Sea como sea, estaba en pleno Arizona, justo a las afueras de San Breta, cuando vi por primera vez la autopista. Entonces no le di mucha importancia. Sí, de acuerdo, no era lo más usual, pero tampoco tan inusual.

La autopista en sí era bastante ordinaria. Tenía ocho carriles con una buena y rápida superficie, e iba recta de horizonte a horizonte. Era en la noche como una cinta negra y brillante a través de las blancas arenas del desierto.

No, no era la autopista lo que resultaba inusual. Eran las condiciones en que estaba. Al principio no me di bien cuenta. Me estaba divirtiendo demasiado. Era una noche clara y fría, y las estrellas brillaban, y el Jaguar corría de una manera hermosa.

Demasiado hermosa. Eso fue lo primero que me llamó la atención. No había baches, ni grietas, ni sacudidas. El camino estaba en inmejorables condiciones, casi como si acabara de ser construido. Claro que yo había circulado por buenas carreteras antes: algunas se mantienen en mejor estado que otras. Hay una sección fuera de Baltimore que es sensacional, y algunos tramos de la autopista de Los Ángeles son bastante buenos.

Pero nunca había estado en uno tan bueno como éste. Era difícil de creer que una carretera se pudiese mantener tan bien, después de tantos años sin reparar.

Y también estaban las luces: estaban todas encendidas, claras y brillantes. Ninguna estaba estropeada. Ninguna rota o parpadeante. Demonios, ninguna siquiera a media luz.

La autopista estaba magníficamente iluminada.

Luego de esto, comencé a notar otras cosas. Como los signos de tráfico. En la mayoría de los lugares, hacía tiempo que ya no existían, capturados por cazadores de recuerdos o coleccionistas de antigüedades como souvenir de una América antigua y más lenta. Nadie los reemplaza: no son necesarios. De vez en cuando uno se cruza con uno que se olvidaron, pero por lo general no queda de ellos más que un trozo de metal herrumbroso, de forma curiosa.

Pero esta autopista tenía señales de tráfico. Verdaderas señales de tráfico, quiero decir señales que podían leerse. Señales de limitación de velocidad, cuando no se observaban límites en la velocidad desde hacía años. Señales de cruce, cuando no había prácticamente ningún tráfico con el que cruzarse. Señales de curvas, señales de salida, señales de peligro: toda clase de señales. Y todas tan buenas como nuevas.

Pero la conmoción mayor la causaban las líneas. La pintura se borra rápido, y dudo que haya una autopista en América en donde todavía se puedan adivinar las líneas blancas desde un coche en marcha. Pero en ésta se podía. Las líneas eran claras y netas, la pintura, nueva, y los ochos carriles, claramente marcados.

Oh, sí, era una hermosa autopista. Del tipo de las que tenían en los tiempos pasados.

Pero no sonaba coherente. Ninguna carretera podía mantenerse en esas condiciones todos estos años, lo que significaba que alguien la tuvo que estar reparando. Pero ¿quién? ¿Quién se molestaría en mantener una autopista que sólo un puñado de personas utilizaba cada año? El costo sería elevadísimo, sin posibilidad de amortización.

Estaba tratando de resolver esta intriga cuando vi el otro coche.

Acababa de pasar como un relámpago un gran letrero rojo que indicaba la Salida 76, la salida para San Breta, cuando lo vi. Sólo una pequeña mancha en el horizonte, pero sabía que debía ser otro conductor. No podía ser un aerocamión, ya que me estaba aproximando a él. Eso significaba otro coche, otro aficionado.

Era un ocasión rara. Es muy raro encontrar otro coche en una carretera. Oh, claro que hay algunas convenciones regulares, como el Festival sobre Ruedas de Fresno, y el Nudo de Tráfico anual de la Asociación Americana de Conductores. Pero son demasiado artificiales para mi gusto. Cruzarse con otro conductor en la autopista es algo de veras especial.

Apreté el acelerador, y subí la velocidad a casi ciento veinte. El Jaguar podía ir más de prisa, pero no soy un fanático de la velocidad como algunos de mis correligionarios, y ya iba tragando metros en cantidad suficiente. Por la manera en que me acercaba a él, el otro coche no debía estar haciendo más que setenta.

Cuando lo tuve cerca, di un largo golpe de claxon, tratando de atraer su atención, pero no pareció darse cuenta. O al menos no mostró ninguna señal. Toqué el claxon de nuevo.

Entonces, de pronto, reconocí la marca. Era un Edsel.

Apenas podía creerlo. El Edsel es uno de los verdaderos clásicos, junto con el Stanley Steamer y el Modelo T. Los pocos que quedan cuestan una fortuna en la actualidad.

Éste era uno de los más raros, uno de esos modelos originales de nariz cómica. Sólo quedaban tres o cuatro como éstos en el mundo, y no se vendían a ningún precio. Una verdadera leyenda entre los automóviles. Y aquí estaba, en la autopista, frente a mí, tan clásicamente feo como el día que salió de la cadena de montaje de la Ford.

Me coloqué junto a él, y bajé la velocidad para quedarme a la par. No puedo decir que hubiera apreciado mucho la manera en que estaba cuidado. La pintura blanca estaba saltada, el coche estaba sucio, y había signos de herrumbre en la parte baja de las puertas. Pero era un Edsel, de cualquier manera, y podía ser restaurado fácilmente.

Toqué nuevamente el claxon para atraer la atención del conductor, pero éste me ignoró. Había cinco personas en el coche, por lo que podía ver (evidentemente, una familia de paseo). En la parte trasera, una mujer fortachona trataba de controlar dos niños pequeños que parecían estar peleando. Su marido se veía profundamente dormido en el asiento delantero, mientras que un chico joven, probablemente su hijo, se hallaba al volante.

Esto último me excitaba. El conductor era muy joven, tal vez un adolescente, y me daba envidia que un joven de su edad tuviese la fortuna de conducir ese tesoro. Quería estar en su lugar.

Había leído mucho acerca del Edsel; los libros de culto del auto estaban llenos de él.

Nunca hubo algo igual. Fue el mayor desastre que haya conocido el mundo de los coches. Los mitos y las leyendas a que ha dado lugar su nombre no tienen número.

Por toda la nación, en los pequeños talleres aislados y en los surtidores de gasolina perdidos donde los fanáticos de los coches se reúnen para hablar y chapucear, los cuentos acerca del Edsel se repiten hasta nuestros días. Cuentan que construyeron el coche demasiado grande para cualquier garaje; que era puro acelerador y nada de freno.

Lo llaman la máquina más horrible construida por el hombre en todos los tiempos. Repiten los viejos chistes acerca de su nombre. Y hay una leyenda famosa que dice que cuando se lo lleva a una velocidad suficiente, el viento provoca un cómico silbido sobre el capó.

Todo el romance y el misterio y la tragedia de los viejos automóviles se hallaba, concentrado en el Edsel. Sus historias se recuerdan y cuentan mucho después de que sus centelleantes contemporáneos se hayan reducido a basura de metal en los cementerios de coches.

Mientras circulaba junto a él, todas las viejas leyendas acerca del Edsel me inundaban, y me perdía en mi propia nostalgia. Traté de dar algunos toques más de claxon, pero el conductor parecía decidido a ignorarme, de modo que me di por vencido. Además, yo estaba prestando atención para ver si el capó de verdad silbaba.

Tendría que haberme dado cuenta de cuan peculiar era toda la escena: la carretera, el Edsel, la manera cómo me ignoraban. Pero yo estaba demasiado atraído como para pensar demasiado. Apenas podía mantener mis ojos en la ruta.

Quería hablar con los dueños, por supuesto. Tal vez incluso pedírselo prestado por un momento. Puesto que eran tan descorteses como para no parar, decidí seguirlos un trecho, hasta que se detuvieran a por gasolina o comida. De modo que aminoré la marcha y comencé a seguirlos. Quería mantenerme lo bastante cerca sin echarme encima, así que me coloqué en el carril de su izquierda.

Recuerdo que mientras los seguía pensé qué cuidadoso coleccionista debía ser el dueño: hasta había tenido tiempo para buscar y encontrar unas raras matrículas de viejo estilo. Del tipo que no se habían usado desde hacía muchos años. Todavía estaba dándole vueltas al asunto cuando pasamos el cartel que anunciaba la Salida 77.

El chico que conducía el Edsel de pronto se mostró agitado. Se dio vuelta en el asiento y miró a sus espaldas, casi como si tratara de mirar nuevamente al letrero que ya había dejado atrás. Entonces, sin previo aviso, viró bruscamente sobre mi carril.

Apreté los frenos, pero fue inútil, claro está. Me pareció que todo sucedía al mismo tiempo. Hubo un horrible chirrido, y recuerdo haber tenido la visión fugaz del rostro aterrorizado del chico justo antes que los dos coches hicieran el impacto. Luego vino el shock del golpe.

El Jaguar golpeó al Edsel de costado, destrozando el lado del conductor a más de ochenta por hora. Luego hizo un trompo y fue a parar contra el raíl protector. El Edsel, golpeado en su centro, volcó sobre su techo quedando en la mitad de la calzada. No recuerdo haber soltado mi cinturón de seguridad ni haber salido del coche, pero debo haberlo hecho, porque lo siguiente que recuerdo era que andaba a gatas por el camino, atontado pero no herido.

Creo que debería haber intentado hacer algo de inmediato, para responder a los gritos de socorro que salían del Edsel, pero no lo hice. Estaba todavía temblando, en estado de shock. No sé cuánto tiempo permanecí allí antes que el Edsel explotara y comenzase a arder. Las voces se convirtieron en alaridos, y luego cesaron por completo.

Para ese momento ya me había puesto en pie, el fuego se había extinguido, y era tarde para intentar nada. Todavía no podía pensar con claridad. Alcanzaba a ver unas luces a la distancia por el camino que arrancaba en la rampa de salida. Empecé a caminar hacia ellas.

La caminata pareció durar una eternidad. Yo no conseguía organizar mis pensamientos, y tropezaba a menudo. El camino estaba mal iluminado, y apenas veía por donde iba. Mis manos se habían raspado bastante al caer; éste era el único daño que sufrí en el accidente.

Las luces resultaron ser las de un pequeño café, un lugar sucio que alguna vez sirvió como parada al salir de la autopista. Había sólo tres clientes cuando entré, tropezando.

Uno era un agente de la policía local.

—Hubo un accidente —dije desde la puerta—. Alguien tiene que ayudarlos.

El policía tomó su café de un trago, y se levantó de la silla.

—¿Un choque de helicópteros, señor? —preguntó—. ¿Dónde ocurrió?

Yo sacudí la cabeza.

—N… no. De coches. Un choque, un accidente de carretera. En la vieja autopista.

Apunté vagamente en la dirección de donde había venido.

En camino hacia mí el policía se detuvo de pronto con un gesto de incredulidad. Todo el mundo se rió.

—Oiga, nadie ha utilizado esa carretera en veinte años —gritó un hombre gordo desde el fondo del café—. Tiene tantos agujeros que la usamos para jugar al golf —añadió, riéndose de su propio chiste.

El policía me miraba con el ceño fruncido.

—Váyase a casa, señor, y quédese tranquilo —dijo—, si no quiere tener problemas.

Se encaminó hacia su silla.

Di un paso al frente.

—Demonios, estoy diciendo la verdad —dije, ahora más enojado que atontado—, y no estoy borracho. Ha habido una colisión en la autopista interestatal, y hay gente que quedó atrapada en…

La voz me falló al darme cuenta que cualquier ayuda que llevara llegaría tarde.

El policía todavía albergaba dudas.

—Tal vez sería bueno que echara un vistazo —sugirió la camarera detrás del mostrador—. Puede que esté diciendo la verdad. Hubo un accidente de carretera el último año, en algún lugar de Ohio. Recuerdo que vi un reportaje en la 3V.

—Sí, supongo que sí —dijo el policía por último—. Vamos, chico, y más te vale que estés diciendo la verdad.

Cruzamos la antigua plaza de estacionamiento en silencio, y subimos al helicóptero policial de cuatro plazas. Mientras ponía en marcha la hélice, el policía me miró y dijo:

—Sabes, si estaban sobrios, usted y el otro tipo deberían recibir una medalla.

Lo miré sin entender.

—Quiero decir que ustedes son probablemente los dos únicos coches que se han metido en ese camino en diez años. Y se las arreglaron para chocar. No debe ser fácil, ¿eh? —Movió la cabeza con tristeza—. Como le digo, debieran darles una medalla.

La autopista no estaba tan lejos del café como me había parecido cuando caminaba.

Una vez en el aire, cubrimos la distancia en menos de cinco minutos. Pero había algo que no encajaba. La autopista se veía diferente desde lo alto.

De pronto me di cuenta de por qué. Estaba oscura. Mucho más oscura. La mayoría de las luces estaban apagadas, y las que no, estaban parpadeando o alumbraban débilmente.

Mientras observaba sin entender, el helicóptero descendió con un ruido sordo en medio de la enfermiza luz amarilla que arrojaba una de las lámparas moribundas. Bajé, confundido, y tropecé accidentalmente con uno de los agujeros que abundaban en el asfalto. Había una fértil mata de malezas en el borde de este agujero, y muchas más grietas que atravesaban el camino.

Mi cabeza empezaba a martillear. Esto no tenía sentido. Nada de esto tenía sentido.

No entendía nada de lo que sucedía.

El policía vino desde el otro lado del aparato, con un metro portátil bajo el brazo y una caja de cuero.

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