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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

Una canción para Lya (33 page)

BOOK: Una canción para Lya
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Becker luchaba por controlar sus propios bostezos. Sintió un poco de pena por el doctor, pero sólo un poco. En realidad sentía pena por sí mismo.

Al final el doctor concluyó su presentación con una petición de fondos vacilante y autoconsciente. Las damas le brindaron una ronda de educados aplausos. Luego la presidenta se dirigió a Becker.

—Guando usted disponga, Comandante —le dijo, con placer.

Becker se levantó de su silla redonda y dispensó una sonrisa de plástico.

—Gracias —dijo, mientras se dirigía al frente del salón de estar, elegantemente amueblado. Esperó un momento mientras el doctor sacaba el viejo proyector de diapositivas de la mesa de los oradores, y luego puso la holovisión portátil en su lugar.

—Pueden sacar la pantalla, señoras —dijo—. Mi aparato no la necesita. Y dejen un espacio, oh, allí —y señaló un sitio.

Las mujeres se apresuraron a cumplir. Becker las miró y les sonrió. Pero en el fondo, como siempre, sólo sintió un vago desagrado por toda la situación.

Incluso en la habitación a oscuras se recortaba su figura, mucho más imponente que la del doctor, y él lo sabía. Él era fuerte y ancho de espaldas, y el uniforme gris claro que llevaba resaltaba su complexión atlética. Tenía un perfil clásico, un mentón decidido, y espeso cabello negro con un toque de gris en las sienes. Sus ojos de azul acero hacían juego con sus botas y cinturón de cuero, y la bufanda se anudaba al cuello de manera casual, bajo la camisa abierta.

Se parecía mucho a un cartel de reclutamiento de SPACE. Últimamente, lamentaba eso. Hubo momentos, en los años recientes, en que hubiera dado cualquier cosa por una nariz de gancho, un mentón débil o entradas en la frente.

La holovisión ya estaba zumbando, y la audiencia impaciente. Becker dejó de lado sus pensamientos y pulsó la primera diapositiva.

En el círculo que habían dejado las mujeres, apareció un cubo de profunda oscuridad.

Una oscuridad tachonada de estrellas. En un rincón del cubo flotaba la Tierra con toda su majestad de verde y azul. Pero el centro de la holografía estaba ocupado por la nave. Un grueso cigarro plateado con una panza de marmita. O un torpedo encinto. Había muchas maneras de describirlo, y la mayoría habían sido utilizadas en un momento u otro.

Se escucharon murmullos de aprobación en la audiencia. La holodiapositiva era muy real, y muy impactante. Becker, sonriendo, comenzó suavemente:

—Éste el
Starwind
, uno de los cuatro cruceros de SPACE. Los cruceros son naves de exploración estelar, cada uno con una tripulación de más de cien personas. Los generadores de salto antiespacial les permiten velocidades varias veces superiores a la de la luz. Estos cuatro frágiles navíos, mientras yo hablo, acarrean el destino de nuestra especie, y están realizando el sueño secular del hombre: están alcanzando las estrellas.

—En su voz resonó una nota estudiada de cálido orgullo, y luego señaló la forma plateada en el cubo de oscuridad.

—El
Starwind
fue mi nave —dijo—. Fui uno de los miembros de la tripulación durante su último viaje. Las diapositivas que van a ver fueron tomadas durante ese viaje, un viaje que debe calificarse entre los más emocionantes de la historia.

Por lo menos, así lo califico yo —sonrió—. Claro que no soy imparcial.

Su voz prosiguió, detallando el tamaño, diseño y capacidad de la nave estelar y de su tripulación. Pero nunca llegaba a ser demasiado técnico, y había siempre un toque humano e incluso algunos toques poéticos que aderezaban la exposición. Becker era demasiado bueno en su trabajo como para cansar a su audiencia.

Pero cuando su lengua transitaba por los senderos conocidos, su mente estaba en otro lugar. Allá, con el
Starwind
, en el vacío sin luz del antiespacio; allá, entre las estrellas.

Dónde estará ahora
—pensó—.
Hace casi un año que salió. En este nuevo viaje. Sin mí. Dios sabe qué mundos nuevos habrán encontrado mientras yo sigo aquí pegado, alimentando con esta basura a estas viejas damas
.

Y hubo un sentimiento de amargura en sus pensamientos, y un antiguo ardor en su estómago. Y se dio cuenta, por millonésima vez, de cuanto odiaba esto en lo que se había convertido su vida. Pero ni una señal de este fuego apareció en su suave, cálido y muy profesional discurso.

Accionó la holovisión, y cambió la diapositiva. Ahora el cubo era de una cegadora blancura, salpicada de hoyos de un negro pulsante. En el centro de la proyección había algo que parecía un pulpo flotante, negro con brillantes venas rojas.

—Esto es el antiespacio —dijo Becker simplemente—. O, por lo menos, ésta es la manera cómo los ojos humanos perciben el antiespacio. Los matemáticos todavía tratan de descifrar su verdadera naturaleza. Pero cuando entran en funcionamiento nuestros generadores de salto, así es como los vemos. Casi como un negativo fotográfico: oscuridad blanca, y centelleantes estrellas negras.

Hizo una pausa, esperando la pregunta inevitable. Como siempre, llegó.

—Comandante —dijo una de las mujeres—. ¿Qué es esa… esa cosa en el medio?

Sonrió, y luego dijo:

—Usted no es la única que quisiera saberlo. Sea lo que sea, no tiene contraparte en el espacio normal. O por lo menos, ninguna que podamos observar. Pero ésta y cosas como ésta han sido observadas muchas veces por los cruceros en el antiespacio. Esta diapositiva, tomada por el
Starwind
en su último viaje, es la mejor que se ha logrado sacar de eso. La criatura (si es una criatura, lo que es un albur) es mayor que una nave, bastante más. Pero parece no ser dañina.

Su voz era tranquilizadora. Su mente vacilaba.
Parece no ser dañina
—pensó—. Sí.

Pero ésta parece seguir a la nave. Todavía se discute si podría habernos hecho daño si nos alcanzaba. Tal vez los cogió esta vez, en este viaje. Siempre dije que era posible. A los jefes no les gustaba la idea. Tienen miedo que haya recortes al presupuesto sí admiten que el programa es peligroso. De modo que pretenden que todo es sano, salvo y tranquilo allí afuera, tal como en la Tierra. Pero no lo es. No lo es. La Tierra se murió de aburrimiento hace muchos años. Allí afuera un hombre todavía puede vivir, sentir y soñar
.

Terminó su relato acerca del antiespacio. Su índice se movió. El cubo de blanco se desvaneció. En su lugar, un inmenso globo rojo apareció, ardiente, en el centro de la habitación.

—La primera parada del
Starwind
fue esta gigante roja, todavía sin nombre —dijo Becker a las mujeres—. La tripulación la llamó Luz Roja, porque nos obligó a detenernos.

Y también, porque es una luz roja. No tenía planetas, pero navegamos a su alrededor durante un mes, tomando registros y enviando sondas. La información que reunimos debería decirnos mucho acerca de la evolución de las estrellas.

Recuerdo la primera vez que la vi
—iba pensando mientras hablaba—.
¡Dios! ¡Qué espectáculo! Era mi primera estrella (El Sol no cuenta). Wilson estaba observando conmigo, pero estaba tan malditamente ocupado en sus registros que apenas si la miraba. Sin embargo, allí está él, de nuevo afuera. Y yo aquí. No hay justicia

Una nueva diapositiva. Esta vez un globo jaspeado de naranja y azul flotaba en el cubo. Detrás de él, un brillante sol amarillo apenas menor que el Sol.

La voz de Becker se tornó solemne.

—Éste es el primer planeta que avistamos —dijo—. Y uno de los momentos más importantes en la historia de la humanidad. Éste el planeta que llamamos Anthill. Estoy seguro que ustedes han leído todo lo concerniente a él, y visto los programas especiales de holovisión. Pero recuerden, para nosotros era algo nuevo y extraño e inesperado. Era el primer contacto de la humanidad con otra raza inteligente.

Pulsó para pasar al siguiente cuadro, uno de los platos fuertes. Cuando apareció, tuvieron lugar los acostumbrados murmullos de sorpresa y admiración. La audiencia contenía su respiración colectiva. Había una vasta planicie oscura en el centro del cubo, bajo un cielo color de sangre en el que negras nubes barrenadas tapaban el extraño sol.

De la planicie surgían las torres. Delgadas, negras y sarmentosas, enroscándose una en otra, ramificándose juntas y volviéndose a separar mientras ascendían. Ascendían hasta más de mil metros, y de todas partes surgían los frágiles puentes que ligaban a cada una con sus hermanas como una red, hasta diseñar un intrincado conjunto. Por el medio de la ciudad atravesaba un río, lo que daba una idea del tamaño de la estructura.

—Una de sus ciudades —dijo Becker. La ligera nota de admiración en su voz era real—. El hogar de más de un millón de ellos, según nuestras estimaciones. Los llamamos Spiderantes, porque hay algo de la tela de araña en el diseño de sus ciudades. Y porque… Bueno, miren.

La ciudad se desvaneció. La nueva diapositiva era una ampliación. Un grueso ramal negro cruzaba el cubo. De él colgaba algo que parecía una hormiga de un metro de largo.

Pero las apariencias engañan.

Hubo unos murmullos de revulsión, pese a que la mayor parte de la audiencia probablemente había visto fotos con anterioridad. Becker las calmó rápidamente.

—No se dejen confundir —les avisó—. Pese a lo que digan sus ojos, eso no es una hormiga gigante. No es ni siquiera un insecto. No tiene exoesqueleto, por ejemplo, aunque a primera vista lo parezca. Y ese insecto, pensamos, es muy inteligente. Su cultura es bastante distinta de la nuestra, pero tienen su propio sentido de la belleza.

Observen su ciudad otra vez.

Tocó el aparato. La Spiderante colgante desapareció, y de nuevo las torres se elevaron sobre la alfombra. El mismo ángulo. Pero esta vez de noche. Había una diferencia.

Las torres estaban iluminadas.

Las torres, que eran negras bajo la luz rojiza del día, brillaban ahora con una suave luz verde.

En un trazado extraordinario, contra la oscuridad, subían y subían girando, y cada giro y cada red adquiría una luminosidad propia. Increíblemente intrincada.

Becker temblaba frente a la diapositiva, pese a sí mismo, del mismo modo en que temblaba la primera vez que lo vio en persona. La holo despertaba sueños y memorias, y redobló su odio por la realidad presente.

Me han sacado esto
—pensó—.
Para siempre. Y me han dado… ¿Qué? Nada. Nada que quisiera
.

Pero lo único que dijo fue:

—Y cuando amanece…

Y cambió la diapositiva.

Ahora un brillo entre rojizo y amarillo bañaba el horizonte, detrás de la ciudad, y la luminosidad de las torres languidecía. Pero algo nuevo y pasmoso tenía lugar. Ahora la trama de la ciudad se llenaba de vida. De cada rama, sección y curva, colgaban Spiderantes. Colgaban incluso de las torres más altas, mil metros sobre el suelo.

Apiñados, trepando uno encima de la otro, y sin embargo en cierto orden. La ciudad entera.

—Hacen esto cada amanecer —dijo Becker—. Cuando su sol se eleva, le cantan.

Si se puede llamarle cantar
—pensó—.
Para mis oídos, esa primera noche fuera de la rampa de aterrizaje, sonaba como un gemido. Pero extraño. Subía y bajaba, arriba y abajo, durante horas y horas. Hasta Wilson estaba asombrado. Un millón de seres gimiendo juntos; gimiendo un himno a su sol
.

Movió el dedo hacia abajo, y de pronto estaban mirando una ampliación de un ramal de la red, cargado pesadamente con Spiderantes. Luego movió el dedo una vez más y apareció otra vista de la ciudad. Y luego otra, y otra. Y todo el tiempo su voz continuó explicando acerca de esta curiosa raza y de lo poco que habían aprendido sobre ella.

—El
Starwind
se estableció fuera de Anthill durante más de seis meses, enviando naves de desembarco regularmente —dijo—. Pero los Spiderantes son todavía una raza de interrogantes irresueltos. No hemos dominado su lenguaje todavía, ni determinado hasta qué punto son inteligentes. No parecen tener tecnología, tal como la entendemos.

Pero tienen… bueno… algo distinto.

Aparecieron y pasaron más vistas de la ciudad. Y luego de otras, parecidas a las ciudades, y de algunas no tan parecidas, como la que se elevaba desde el salobre mar del planeta, y otra en la que las torres se desviaban hacia el costado y unían dos montañas en un abrazo entrelazado.

—Llevábamos cerca de un mes allí cuando permitieron que entráramos en las torres —continuó Becker—. Aún entonces nos llevó cierto tiempo darnos cuenta que las ciudades de los Spiderantes no eran construcciones sino desarrollos. Las torres no eran edificios, sino plantas: enormes, de una dureza increíble y de una gran complejidad.

Lawrence fue el primero en darse cuenta
—recordó—.
Estaba tan excitado cuando volvió que no se le entendía. Pero tenía una razón para hablar de manera incoherente
.

Era el primer indicio que teníamos. Hasta entonces, nada tenía sentido: torres de mil metros de altura sin máquinas no resultaban lógicas. Por lo menos, así creía yo
.

Demonios, me pregunto dónde estará Lawrence ahora
.

—Cuando descubrimos eso, comenzamos a preguntarnos si los Spiderantes eran inteligentes, después de todo. Tuvimos la respuesta cuando extendimos nuestro campo de operaciones fuera del lugar de aterrizaje. Esto fue una de las cosas que vimos.

Una oscuridad entre rojo y negro llenó el cubo. Atravesándolo aleteaba algo inmenso, verde y triangular. Algo de formas aéreas, del tipo de una manta, con una larga cola que se dividía en dos varias veces hasta reducirse a un delgado zarcillo como un látigo.

Más abajo, una ciudad. Encima de él, Spiderantes.

—Esta es una criatura voladora doméstica, casi tan grande como un jet. Tiene que mantenerse baja, claro está. Y no tiene la velocidad del aeroplano. Pero por el contrario no contamina. Y se desplaza.

Sin embargo, nosotros volamos más rápido
—pensó—.
Recuerdo aquella tarde que probé uno con un piloto. Dios, qué lentas que son esas cosas. Sin embargo, tienen algo de majestuoso. Y cuando esas alas increíbles se mueven con su extraño movimiento ondulatorio, es digno de verse. Por supuesto, ese estúpido de Donway tenía que intentar azuzarlas. Al menos él también está en tierra. No podría soportar que hubiese subido él también
.

—¿Qué es esto? Por supuesto —estaba diciendo— es otra planta. Una planta móvil, volante. Cuando no transporta Spiderantes vuela a las alturas, a recibir los rayos solares.

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