El 5 de abril empezó con una magnífica salida de sol Las largas olas de fondo resplandecían. Una brisa tibia del Sudoeste lamía las jarcias. Estábamos en los primeros días agradables. El sol, que en el continente hubiera hecho que los campos se cubrieran de verdura, hizo brotar en el buque frescos tocados. La vegetación se retrasa a veces, pero la moda nunca. Pronto se llenaron las calles de grupos paseantes. Parecía que nos hallábamos en los Campos Elíseos, un domingo de hermoso sol de mayo.
No vi en toda la mañana a Corsican. Deseando noticias de Fabián, me dirigí a su camarote, junto al gran salón. Llamé a su puerta, pero no me respondió. Abrí. Fabián había salido.
Subí a cubierta. Entre los paseantes, no se hallaba mi amigo el doctor. Se me ocurrió entonces la idea de buscar el lugar del buque donde estaba confinada la pobre Elena. ¿Qué camarote ocupaba? ¿Dónde la tenía encerrada Harry Drake? ¿A qué manos estaba entregada aquella infeliz, a quien su marido abandonaba durante días enteros? Sin duda a las de alguna interesada criada de a bordo, o alguna enfermera indiferente. Quise enterarme, no por mera curiosidad, sino en interés de Elena y Fabián, aunque no fuera más que para evitar un encuentro, siempre temible.
Empecé por inspeccionar los camarotes del gran salón de señoras, recorriendo los pasillos de los dos pisos en que el buque se dividía por aquella parte. Mis pesquisas eran fáciles, porque en la puerta de cada camarote, estaba escrito el nombre de los pasajeros, a fin de simplificar el servicio de los camareros. No encontré el nombre de Harry Drake, lo cual no me sorprendió, pues aquel hombre debía haber preferido un camarote de los dispuestos en la parte de popa, junto a los salones menos frecuentados. Por lo demás, no habiendo admirado los
fletadores
más que una clase de pasajeros, los camarotes de popa y los de proa eran iguales bajo el punto de vista de las comodidades.
Me dirigí hacia los comedores y recorrí atentamente los pasillos laterales que separaban las dos filas de camarotes. Todos estaban ocupados; todos tenían en la puerta el nombre de algún pasajero; pero el de Harry Drake faltaba aun. Entonces me asombré, pues creía haber visitado toda nuestra ciudad flotante, y no sabía que hubiera en ella otro
barrio
más lejano. Pero un camarero, a quien interrogué, me dijo que existían otros cien camarotes, detrás de los
dining-rooms.
—¿Por dónde se baja a ellos? —pregunté.
—Por una escalera que desemboca en la cubierta, junto al salón.
—¿Y sabéis cuál ocupa mister Harry Drake?
—Lo ignoro —me respondió.
Subí a cubierta, costeé la cámara indicada y llegué a la escalera, que conducía, no a grandes salones, sino a una habitación oscura, alrededor de la cual había una doble-fila de camarotes. Para aislar a Elena, no podía Drake haber elegido lugar más a propósito. La mayor parte de aquellos camarotes carecía de habitantes. Los reconocí, puerta por puerta. Había en las tarjetas algunos nombres; pero no el de Drake. Desanimado, iba a retirarme, cuando llegó a mis oídos un murmullo, apenas perceptible, que partía del fondo del corredor de la izquierda. Me dirigí hacia aquel lado.
Los sonidos fueron acentuándose, y reconocí una especie de canto quejumbroso, cuyas palabras no llegaban a mí.
Escuché. Cantaba una mujer, revelando su voz profunda pena. Aquella voz debía ser la de la pobre loca. Mis presentimientos no me engañaban. Me acerqué sin ruido al camarote número 775, que era el último de aquel oscuro pasillo y debía estar alumbrado por tragaluces inferiores, practicados en la quilla del buque. No había ningún nombre escrito en la puerta. Harry Drake no tenía interés en que fuera conocido el destino de Elena.
La voz de la desdichada llegaba clara a mis oídos. Su canto era una serie de frases interrumpidas, una mezcla extraña de dulzura y tristeza.
Parecía que una persona, bajo la impresión de un sueño magnético, recitaba estrofas irregulares.
¡No! ¡No había duda para mí! Quien cantaba de aquel modo era Elena; estaba seguro de ello, aunque tenía miedo de reconocer su identidad.
Después de escuchar por espacio de algunos minutos, cuando iba a retirarme, oí pasos en el corredor. ¿Era Drake? En interés de Elena y Fabián, no quería ser sorprendido en aquel sitio.
Por fortuna, el pasillo, dando vuelta a la doble fila de camarotes, me permitía subir a cubierta sin ser visto. Pero quería saber quién venía. La oscuridad me protegía, y colocándome en un rincón, podía ver sin que me vieran.
El ruido había cesado. ¡Coincidencia extraña! Con él había cesado el canto de Elena. Pronto volvió a empezar el canto, y el piso volvió a crujir bajo la presión de un paso lento. Alargué la cabeza, y en el fondo del corredor, en vaga claridad de la importa de los camarotes, reconocí a Fabián.
¡Era mí desventurado amigo! ¿Qué instinto le conducía allí? ¿Había, pues, descubierto, antes que yo, la vivienda de la joven? No sabía a qué atenerme. Fabián adelantaba con lentitud, a lo largo de las paredes, escuchando, siguiendo, como por un hilo, aquella voz que le atraía, tal vez a pesar suyo, sin saberse él mismo. Sin embargo, me parecía que el canto se debilitaba a medida que Fabián se iba acercando, y que aquel hilo iba a romperse… Fabián llegó a la puerta del camarote y se detuvo.
¡Cómo debía palpitar su corazón, al eco de aquellos tristes acentos! ¡Cómo debía estremecerse todo su ser! Era imposible que aquella voz no despertara en él recuerdos del pasado. Pero al mismo tiempo, ignorando la presencia de Harry Drake, ¿cómo había de sospechar la presencia de Elena? No era posible; sólo le atraían, sin duda, aquellos dolientes ayes, que correspondían al inmenso dolor que llevaba consigo.
Fabián escuchaba. ¿Qué haría? ¿Llamaría a la loca? ¿Y si Elena aparecía de pronto? Todo era posible. ¡Qué situación tan peligrosa! Fabián se aproximo aún más a la puerta. El canto que languidecía poco a poco, murió en el acto; después se oyó un grito desgarrador.
Elena, por medio de una comunicación magnética, ¿sentía cerca de sí al que amaba? La actitud de Fabián era espantosa. Estaba abismado en sí mismo. ¿Iba a derribar la puerta? Me pareció así, y me precipité sobre él. Me reconoció. Le arrastré. Se dejó arrastrar. Y luego con voz sorda:
—¿Sabéis quién es esa desgraciada? —me preguntó.
—No, Fabián, no lo sé.
—¡Es la loca! —dijo—. Pero su mal no es incurable. Un poco de amor curaría a esa pobre mujer. Así lo creo.
—¡Venid, Fabián —dije— venid!
Llegados sobre cubierta, Fabián se separó de mí, sin decir una palabra, pero no le perdí de vista hasta que hubo entrado en su camarote.
Poco después encontré a Corsican y le referí la escena a que acababa de asistir. Comprendió, como yo, que la situación se agravaba. ¿Podríamos evitar sus peligros? ¡Ah! ¡Qué no hubiéramos dado por acelerar la marcha del
Great-Eastern,
poniendo un Océano entre Drake y Fabián!
Al separarnos, Corsican y yo convinimos en vigilar más severamente que nunca a los actores del drama, cuyo desenlace podía a cada momento estallar a pesar nuestro.
Aquel día esperábamos al
Australasian,
paquebote de la compañía Cunard de 2760 toneladas y que recorre la línea de Liverpool a Nueva York. Debía haber salido de América el miércoles por la mañana, y no podía tardar en aparecer.
A las once algunos pasajeros ingleses abrieron una suscripción a favor de los heridos de a bordo, algunos de los cuales no habían salido aun de la enfermería; entre ellos se hallaba el contramaestre, amenazado de una claudicación incurable. La lista se cubrió de firmas, aunque algunas dificultades accesorias originaron palabras mal sonantes.
A las doce, el sol permitió hacer una observación exacta:
Lat. 41° 41'11” N.
Long. 58° 37' O.
Carrera 257 millas.
La latitud estaba aproximada hasta los segundos. Los dos novios, que acudieron a consultar el cartel hicieron un gesto de desagrado. Decididamente, el vapor se conducía mal con ellos.
Antes de
lunch
, el capitán Anderson quiso traer a los pasajeros del fastidio de tan larga travesía, y organizó ejercicios ginmásticos, dirigidos por él en persona. Cincuenta aficionados armados como él con palos, imitaron todos sus movimientos, con exactitud de monos sabios. Aquellos gimnastas improvisados
trabajaban
metódicamente, sin desplegar los labios, como milicianos en parada.
Para la noche, se anunció otro
entertainment,
al cual no asistí, porque aquellas inocentadas repetidas me empalagaban. Otro periódico, rival de
Ocean-Time,
se refundió en éste aquella noche.
Pasé las primeras horas de ella sobre cubierta. El mar se agitaba y anunciaba mal tiempo, a pesar de que el cielo estaba aún hermoso. También empezaban a acentuarse los balances. Acostado en uno de los bancos de la toldilla, admiraba las constelaciones del firmamento. Hormigueaban las estrellas en el cenit, y aunque la simple vista no pudiera distinguir más que cinco mil en toda la esfera celeste, me parecía que, en aquella noche, era posible contarlas por millones. Veía arrastrándose por el horizonte en toda su magnificencia zodiacal, la cola de Pegaso, como el manto estrellado de una reina, de la reina de un cuento de hadas. Las Pléyades se mostraban en las alturas del cielo, al mismo tiempo que los Gemelos que, pese a su nombre, no se levantan juntos como los héroes de la fábula. El Toro me miraba con sus grandes y chispeantes ojos. En la cumbre de la bóveda brillaba Vega, la futura polar, y no lejos de ella se marcaba el río de diamantes que constituye la Corona Boreal. Todas estas constelaciones inmóviles parecían moverse, obedeciendo los balances del barco, y durante su oscilación, el palo mayor describía un arco de círculo, dibujando con limpieza, desde la C de la Osa Mayor hasta Altair del Aguila, en tanto que la Luna, ya baja, bañaba en el horizonte el extremo de su disco.
Qué mala la noche. El buque, espantosamente azotado al sesgo, iba y venía con violencia. Los muebles bailaron con estrépito, los frascos de tocador empezaron a dar música. Mucho había refrescado el viento. El
Great-Eastern
navegaba en aquellas aguas fecundas en siniestros, donde la mar es siempre mala.
A las seis de la mañana me arrastré hasta la escalera del gran salón. Agarrándome a los peldaños, y aprovechando una de cada dos oscilaciones, logré llegar a cubierta, por la cual me arrastré, no sin trabajo, hasta llegar a la toldilla de proa que estaba desierta, si de tal puede calificarse un lugar en que sólo se hallaba el doctor Pitferge. Aquel buen hombre, sólidamente aferrado, encorvaba su espalda, presentándola al viento, rodeando con su pierna derecha uno de los montantes del pasamanos. Me hizo seña de que me acercara —por supuesto, la hizo con la cabeza, pues tenía ocupadas las manos en agarrarse al pasamanos para resistir los esfuerzos de la tempestad—. Después de algunos movimientos de rotación, enroscándome como un anélido, llegué junto al doctor, y me aseguré como él.
—¡Vamos! —me dijo—. ¿Esto continúa lo mismo, eh? ¡Pícaro
Great-Eastern
! ¡Precisamente en el momento de llegar, una tromba, una verdadera tromba, hecha de encargo para él!
El doctor sólo pronunciaba frases entrecortadas. El viento se comía la mitad de sus palabras. Pero yo le había entendido. La palabra tromba lleva consigo su definición.
Todos sabemos lo que son esas tempestades giratorias, llamadas huracanes en el Océano Indico y en el Atlántico, formados en la costa de África y tifones en los mares de China, tempestades que con su fuerza irresistible ponen en peligro los buques más grandes.
El
Great-Eastern
estaba cogido en una de estas trombas. ¿Cómo le haría frente?
—¡Lo va a pasar mal! —repetía Pitferge—. ¡Mirad, mete las narices en la pluma!
Aquella metáfora marítima convenía perfectamente a la situación del buque. Desaparecía su estrave bajo las montañas de agua que por babor y de proa le atacaban. No se vela a lo lejos. ¡Todos los síntomas de una tempestad! Esta se declaró a las siete. La mar se hizo monstruosa. Las pequeñas ondulaciones intermedias que marcan el desnivel de las grandes olas, desaparecieron, aplastadas por el viento. El Océano se hinchaba; la cima de sus anchas olas se estrellaba con indescriptible furia. Las nubes crecían en altura, a cada momento, y el
Great-Eastern,
que las recibía al sesgo, bailaba espantosamente.
—Una de dos —dijo el doctor, con aplomo de marino—, o capear a medio vapor, recibiendo de frente las olas, o huir de esta mar endemoniada. No hay otro remedio. Pero el capitán Anderson no hará ni una ni otra de estas dos maniobras.
—¿Por qué? —pregunté.
—¡Por qué!… ¡Porque ha de suceder algo!
Al volverme, vi al capitán, al segundo y al primer ingeniero, envueltos en sus capuchones y agarrados a los guardalados. La bruma de las olas los envolvía de pies a cabeza. El capitán, como siempre, sonreía. El segundo reía, enseñando sus blancos dientes cuando el buque oscilaba de tal modo que, al parecer, los palos y las chimeneas iban a derrumbarse.
La terquedad del capitán, su obstinación en luchar con el mar, me asombraba. A las siete y media, era horrible el aspecto del Atlántico. Contemplaba el sublime espectáculo de un combate entre las olas y el gigante. Comprendía, hasta cierto punto, la tenacidad del «amo después de Dios», que no quería ceder. Pero olvidaba que el poder del mar es infinito, y que no puede resistirle nada de lo que hace el hombre. En efecto, por poderoso que fuera, el gigante debía huir ante la tempestad.
De pronto, a eso de las ocho, se produjo un choque. Una formidable montaña de agua acababa de atacar al buque por proa y babor. «Esto no es un arañazo —dijo el doctor—, sino una puñalada en la cara».
Efectivamente, el golpe nos había magullado. Algunas astillas aparecían en la cresta de las olas. ¿Eran pedazos de nuestra propia carne, o de algún cuerpo extraño? El capitán hizo la señal para virar un cuarto, a fin de que aquellos restos no se colaran entre las paletas de las ruedas. Miré —con más atención y vi que la ola se había llevado el pavés de babor, a 50 pies sobre el nivel del agua. Muchas planchas del forro habían saltado; otras temblaban, retenidas aún por algunos clavos. El
Great-Eastern
se había estremecido al choque, pero seguía su camino con imperturbable audacia. Era preciso quitar cuanto antes los restos que obstruían la proa, para lo cual era indispensable huir ante el mar. Pero el buque, animado por todo el brío de su capitán, se empeñaba en hacer frente. No quería darse por vencido. Un oficial y algunos hombres fueron a limpiar la cubierta por la proa.