El Transatlántico
Great Eastern
es un lujoso y gigantesco barco de vapor, de construcción inglesa pero fletado por franceses, que viaja de Liverpool a Nueva York; una obra maestra de la arquitectura naval, una cuidad flotante, un pedazo de condado desprendido del suelo inglés, pero también un lugar donde se podrá encontrar todos los instintos y pasiones de los hombres.
Julio Verne
Una ciudad flotante
ePUB v1.0
Deucalión08.06.12
Título original:
Une ville flotante
Julio Verne, 1871.
Editor original: Deucalión (v1.0)
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Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El
Great-Eastern
debía zarpar a los pocos días para Nueva York, y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni menos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel gigantesco barco. Contaba con visitar el norte de América, pero esto era sólo accesorio. El
Great-Eastern
ante todo; el país celebrado por Cooper, después. En efecto, el buque de vapor a que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Es más que un barco, es una ciudad flotante, un pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después, de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el importante mar, su indiferencia a las expresadas olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los
Wario y los Sollerino.
Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el
Great-Eastern
no sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres.
Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del
Great-Eastern
estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos, pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque; para instalarme desde luego a bordo. El capitán accedió con mucha finura.
Bajé al día siguiente, hacia los fondeaderos que forman una doble fila de
docks
en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New-Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y que sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey.
Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un verdadero agujero, propio por su profundidad, para recibir buques del mayor calado, tales como el
Great-Eastern,
a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mundo. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembocaduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liverpool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde.
En la cala de New-Prince se estaba calentando un ténder, pequeño barco de vapor dedicado al servicio del
Great-Eastern.
Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando estaban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el ténder sus amarras y siguió a gran velocidad la ola ascendente del Mersey.
Apenas había desatracado, reparé en un joven que quedaba en la cala, su estatura era elevada y su fisonomía aristocrática era la que distingue al oficial inglés. Me pareció reconocer en él a uno de mis amigos, capitán del ejército de la India, a quien no había visto hacía muchos años. Pero sin duda me engañaba, pues el capitán Macelwin no podía haber regresado de Bombay sin que yo lo supiera. Además, Macelwin era un muchacho alegre, un compañero divertido, y el personaje que estaba ante mis ojos parecía triste y como abrumado por un dolor secreto La rapidez con que se alejaba el ténder hizo que muy pronto se desvaneciera la impresión producida en mi mente por aquella semejanza.
El
Great-Eastern
se hallaba anclado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New-Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su imponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bruma. Se nos presentaba de proa, pero el ténder lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Me pareció lo que era: ¡enorme! Tres o cuatro «carboneros» arrimados a él, vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al
Great-Eastern
aquellas fragatas parecían lanchas. Sus chimeneas no llegaban a la primera línea de portas de luz practicadas en su casco; sus masteleros de juanete no pasaban de sus bordas. El gigante hubiera podido colgarlas de sus pescantes, como botes de vapor.
Entretanto, el ténder se acercaba y pasó bajo el estrave derecho del
Great-Eastern,
cuyas cadenas se estiraban violentamente por el empuje de las olas, y atracó a su banda de babor, al pie de la ancha escalera que serpenteaba por sus costados. La cubierta del ténder apenas alcanzaba la línea de flotación del coloso, línea que debía llegar al agua cuando la carga fuera completa, pero que aún se hallaba dos metros por encima de las olas.
Mientras los trabajadores desembarcaban presurosos y trepaban por los tramos de la escalera del buque, yo, con el cuerpo echado hacia atrás y la cabeza aún más echada atrás que el cuerpo, como un viajero veraniego que mira un edificio elevado, contemplaba las ruedas del
Great-Eastern.
Vistas de lado, parecían flacas, escuálidas, aunque la longitud de sus palas fuera de cuatro metros; pero de frente presentaba un aspecto monumental. Su elegante armadura, la disposición de su sólido cubo, punto de apoyo de todo el sistema, sus puntales cruzados, destinados a mantener la separación de la triple llanta, aquella aureola de rayos encarnados, aquel mecanismo medio perdido en la sombra de los anchos tambores que coronaban el aparato, todo aquel conjunto impresionaba el ánimo y evocaba la idea de alguna potencia huraña y misteriosa.
¡Con qué energía, aquellas palas de madera, tan vigorosamente encajadas, debían azotar las aguas que, en aquellos momentos, el flujo rompía contra ellas! ¡Qué hervor el de las líquidas ondas, cuando aquel poderoso artificio las sacudiera, golpe tras golpe! ¡Qué de truenos en la caverna de aquellos tambores, cuando el
Great-Eastern
marchaba a todo vapor, al impulso de aquellas ruedas de 53 pies de diámetro y 160 de circunferencia, de 90 toneladas de peso y moviéndose con la velocidad de 11 vueltas por minuto!
Los pasajeros del ténder habían desembarcado; puse el pie en los calados escalones de hierro, y algunos instantes después, me hallaba a bordo del
Great-Eastern.
La cubierta aún no era mas que un inmenso astillero entregado a un ejército de trabajadores. No podía convencerme de que aquello fuera un buque. Muchos miles de hombres, jornaleros, marineros de la tripulación, maquinistas, oficiales, curiosos, se cruzaban, se codeaban sin incomodarse, unos por el puente, otros por las máquinas, unos agrupados, otros dispersos, por la jarcia, entre la arboladura, todos formando un revoltijo imposible de describir Aquí, garruchas volantes elevaban enormes piezas de fundición; allá, cabrias de vapor izaban pesadas vigas: sobre la cámara de las máquinas se balanceaba un cilindro de hierro verdadero tronco de metal; hacia la proa, las vergas trepaban; gimiendo, a lo largo de los masteleros; hacia la popa, se alzaba una andamiada que ocultaba, sin duda, un edificio en construcción. Se edificaba, se encajaba, se cepillaba, se pintaba, se clavaba, en incomparable desorden.
Mi equipaje estaba ya trasbordado. El capitán Anderson no se hallaba aún a bordo, pero uno de sus subordinados me instaló, con mis fardos, en un camarote de popa.
—Amigo —le dije—, aunque la salida del
Great-Eastern
está anunciada para mañana, es imposible que en veinticuatro horas estén concluidos estos preparativos. ¿Cuándo os parece que podremos salir de Liverpool?
Acerca de este punto, el personaje a quien me dirigía no estaba más enterado que yo. Me dejó solo. Entonces resolví visitar todos los rincones de aquel inmenso hormiguero, y empecé mi paseo, como un viajero curioso en una ciudad desconocida.
Un fango negro, ese lodo británico que se pega al empedrado de las ciudades inglesas, cubría la cubierta. Asquerosos arroyuelos serpenteaban por todos lados. Parecía que me hallaba en uno de los peores puntos del Uper-Thames-Street de Londres. Adelanté, rozando los camarotes que se prolongaban hacia la popa. Entre éstos y las bordas, a ambos lados del buque, se delineaban dos anchas calles o, por mejor decir, dos arrabales, ocupados por una multitud compacta. Así llegué al centro mismo del buque, entre los dos tambores, reunidos por un doble sistema de pasarelas.
Allí se abría el antro destinado a contener los órganos de la máquina de ruedas, y pude ver aquel admirable artificio de locomoción. Unos cincuenta trabajadores estaban repartidos en los huecos del metálico edificio, unos enganchados a los largos émbolos inclinados según diversos ángulos, otros colgados de las bielas; éstos ajustando el excéntrico, aquéllo asegurando con enormes llaves los cojinetes para los muñones. El tronco de metal, que descendía lentamente por la escotilla, era un nuevo árbol motor destinado a transmitir a las ruedas el movimiento de las bielas. De aquel abismo salía un ruido continuo, mezcla de sonidos agrios y discordantes.
Después de dirigir una ojeada a aquellos trabajos de ajuste, proseguí mi paseo y llegué a la popa, donde algunos tapiceros acababan de adornar una cámara bastante espaciosa, designada con el nombre de
smoking-room,
que era el salón de fumar y a la vez el café de aquella ciudad flotante, alumbrado Por catorce ventanas, con cielo raso blanco y oro y con las paredes adornadas con molduras y cuarterones de madera de limoncillo. Después de atravesar una especie de plazoleta triangular, que formaba la proa del puente, llegué al estrave, que caía a plomo sobre la superficie de las aguas.
Desde aquel punto extremo pude ver, por un jirón de las bramas, la popa del
Great-Eastern,
a más de dos hectómetros de distancia; semejante coloso bien merece que se empleen tales unidades para valuar sus gigantescas dimensiones.
Regresé por la calle de estribor, evitando el choque de las poleas que se columpiaban en los aires y los latigazos de la jarcia que el viento sacudía, librándome ya del beso de una volante, ya de las escorias inflamadas que una fragua vomitaba como un ramillete de fuegos artificiales. Apenas divisaba la parte superior de los mástiles, de 200 pies de altura, que se perdían entre la niebla a la que mezclaban su negro humo los
tenders
de servicio y los «carboneros». Más allá de la grande escotilla de la máquina de ruedas, observé una pequeña «fonda» a mi izquierda, y después la larga fachada de un palacio coronado por una azotea cuya barandilla estaban adornando. Por fin, llegué a la popa, el lugar donde se alzaba la andamiada consabida. Allí, entre el último camarote y el vasto enrejado sobre el cual se elevaban las cuatro ruedas del gobernalle, unos maquinistas acababan de instalar una máquina de vapor, compuesta de dos cilindros horizontales y de un complicado sistema de piñones, palancas y ruedas de escape. No comprendí al pronto su destino, pero me pareció que en aquella parte, como en las demás, los preparativos estaban muy lejos de tocar a su término.