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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

Una ciudad flotante (16 page)

BOOK: Una ciudad flotante
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—Debía ser un glotón —dijo el doctor—, porque Blondin hacía las tortillas admirablemente, sobre su cuerda tirante.

Estábamos ya en la orilla canadiense; subimos por la orilla izquierda del Niágara, para ver las cascadas bajo otro aspecto.

Media hora después, entrábamos en una fonda inglesa, donde el doctor hizo servir un desayuno conveniente. Recorrí el libro de los viajeros, en el cual figuran multitud de nombres. Entre ellos estaban los siguientes: Roberto Peel, lady Franklin, conde de Paris, principe de Joinville, Luis Napole6n (1846), Barnum, Mauricio Sand (1865), Agassis (1854), Almonte, principe Hohenlohe, Rothschild, lady Engin, Burkardt (1862), etc…

Terminado el almuerzo, el doctor dijo:

—¡Ahora vamos a ver las cataratas por debajo!

Le seguí. Un negro nos condujo a un vestuario donde nos dio un pantalón y una esclavina impermeables y un sombrero de hule. Así vestidos, el negro nos guió por un sendero resbaladizo, surcado por desagües ferruginosos, obstruidos en muchos puntos por piedras negras con afiladas aristas, hasta que llegamos al nivel inferior del Niágara. Pasamos después, por entre vapores de agua pulverizada, a colocarnos debajo de la gran catarata, que caía por delante de nosotros como el telón de un teatro por delante de los actores. ¡Pero qué teatro! ¡Qué corrientes tan impetuosas formaban las capas de aire, violentamente desalojadas! Mojados, ciegos, ensordecidos, no podíamos vernos ni oírnos, en aquella caverna tan herméticamente cerrada por las láminas líquidas de la catarata, como si la Naturaleza la hubiera cubierto con un muro de granito.

A las nueve, habíamos regresado ya a la fonda, donde abandonamos nuestros mojados ropajes. Vuelto a la orilla, lancé un grito de sorpresa y de alegría.

—¡Corsican!

El capitán me oyó y se acercó a mí.

—¡Vos aquí! —exclamó—. ¡Qué alegría!

—¿Y Fabián? ¿Y Elena? —pregunté, mientras nos estrechábamos las manos.

—Ahí están, todo lo bien que es posible. Fabián lleno de esperanza, y Elena recobrando poco a poco la razón.

—Pero ¿cómo os encuentro en el Niágara?

El Niágara —respondió Corsican— es el punto de cita veraniega de los ingleses y los americanos. Aquí se respira; aquí, ante el sublime espectáculo de las cataratas, se recobra la salud. Este hermoso paisaje impresionó a Elena, y por eso hicimos alto aquí, en la margen del Niágara. Mirad esa casa de campo, Clifton-House, en medio de los árboles, a media ladera. En ella vivimos, en familia, con la hermana de Fabián, que se ha consagrado a nuestra pobre amiga.

—¿Ha reconocido Elena a Fabián?

—No, aún no —respondió el capitán—. Sabéis, sin embargo, que, en el momento de caer Harry Drake herido mortalmente, Elena tuvo un instante de lucidez. Su razón se abrió paso al través de las tinieblas que la envolvían. Pero aquella lucidez desapareció pronto. No obstante, desde que se halla en medio de este aire puro, en este medio tranquilo, el doctor ha notado una mejoría sensible en el estado de Elena. Está serena, su sueño no es inquieto, en sus ojos se ve como un esfuerzo para recobrar algo, de lo pasado o del porvenir.

—¡Ah, querido amigo! —le dije—. La curaréis. Pero ¿dónde están Fabián y su prometida?

—¡Mirad! —dijo Corsican, extendiendo el brazo hacia el Niágara.

En la dirección indicada, distinguí a Fabián, que aún no nos había visto. Estaba en pie sobre una roca, sin separar su mirada de Elena, que estaba sentada a algunos pasos de él. Aquel sitio de la orilla derecha se llama «Table-Rock». Es una especie de promontorio peñascoso, volado sobre el río que muge a doscientos pies por debajo. En otro tiempo, la superficie volada era mayor. Pero derrumbamientos sucesivos de enormes trozos de piedra han reducido su superficie a algunos metros cuadrados.

Élena contemplaba la Naturaleza, sumida en mudo éxtasis. Desde aquel sitio, el aspecto de los saltos de agua es
motsu lime,
dicen los guías, y tienen razón. Es una vista de conjunto de ambas cataratas: a la derecha se ve la canadiense, cuya cresta, coronada de vapores, cierra por este lado el paisaje como un horizonte de mar; enfrente se ve el salto americano, y encima el elegante pueblo de Niágara Falls, medio perdido entre los árboles, y toda la perspectiva del río, que se esconde entre sus elevadas orillas; debajo, el torrente que lucha con los témpanos desprendidos.

No quise distraer a Fabián. Corsican, el doctor y yo nos habíamos acercado a Table-Rock. Elena conservaba la inmovilidad de una estatua. ¿Qué impresión dejaba aquella escena en su espíritu? ¿Renacía, poco a poco, su razón, bajo la influencia de aquel grandioso espectáculo? Vi que, de pronto, Fabián dio un paso hacia ella. Elena, levantándose bruscamente, había avanzado hacia el abismo, tendiendo al antro sus brazos, pero, de repente, se había detenido, pasando la mano por su frente como si quisiera borrar de ella alguna imagen. Fabián, pálido como un cadáver, pero sereno, se había colocado de un salto entre Elena y el precipicio. Elena había sacudido su rubia cabellera; su cuerpo encantador se estremecía. ¿Veía a Fabián? No. Parecía una muerta que volvía a la vida y que trataba de reconocer la existencia en tomo suyo.

Corsican y yo no nos atrevíamos a dar un paso; sin embargo, tan cerca de Fabián y Elena estaba el antro, que temíamos un desastre. Pero el doctor Pitferge nos contuvo:

—Dejad a Fabián —dijo—; dejadle hacer.

Oíanse los sollozos que brotaban del pecho de la joven. De sus labios brotaron palabras inarticuladas. Parecía que trataba de hablar y no podía. Por fin, oímos estas palabras:

—¡Dios mío! ¡Dios todopoderoso! ¿Dónde estoy?

Entonces tuvo conciencia de que había alguien junto a ella, y volviéndose a medias, apareció a nosotros transformada; una expresión nueva vivía en sus ojos. Fabián, tembloroso, permanecía delante de ella, mudo, con los brazos abiertos.

—¡Fabián! ¡Fabián! —exclamó por fin Elena.

Fabián la recibió en sus brazos, en los cuales cayó inanimada. El joven lanzó un grito desgarrador, pues creía muerta a su prometida. Pero el doctor intervino.

—Tranquilizaos —dijo a Fabián—; esta crisis la salvará.

Elena fue transportada a Clifton-House, y depositada en su lecho, donde, pasado el desmayo, quedó sumida en plácido sueño.

Fabián, animado por el doctor y lleno de esperanza (¡Elena le había reconocido!) se acercó a nosotros.

—¡La salvaremos! —me dijo—. ¡La salvaremos! Todo los días espero la resurrección de su alma. Hoy,, mañana tal vez, ¡mi Elena me será devuelta! ¡Ah! ¡Cielo clemente! ¡Bendito seas! Permaneceremos aquí cuanto tiempo sea preciso por ella. ¿No es verdad, Arquibaldo?

El capitán apretó con efusión a Fabián contra su pecho. Fabián se volvió hacia mí y al doctor. Nos prodigó sus muestras de cariño. Nos envolvía en su esperanza. ¡Y jamás estuvo mejor fundada! La curación de Elena estaba próxima…

Pero forzoso era para nosotros partir. Apenas nos quedaba una hora para llegar a Niágara Falls. En el momento que nos separamos de tan queridos amigos, Elena dormía aún. Fabián nos abrazó. Corsican nos ofreció darnos, por telegrama, noticias de Elena, y a las doce habíamos salido de Clifton-House.

CAPÍTULO XXXIX

Algunos instantes después, bajábamos por una cuesta muy larga de la orilla canadiense, que nos condujo a la orilla del río, casi enteramente obstruido por los hielos. Una barca nos esperaba para llevarnos «a América». Un viajero, ingeniero de Kentucky, que reveló al doctor su nombre y profesión, estaba ya embarcado. Nos sentamos junto a él sin perder momento; ya separando los témpanos, ya rompiéndolos, la barca llegó al medio del río, donde tenía el paso más expedito. Desde allí dirigimos la última mirada a la admirable catarata del Niágara. Nuestro compañero la examinaba atentamente.

—¡Qué hermosa es! —le dije—. ¡Es admirable!

—Sí —me respondió—; pero ¡cuánta fuerza motriz desperdiciada! ¿Qué molino podría poner en movimiento, con semejante salto de agua?

Jamás he experimentado más feroz deseo de echar un ingeniero al agua.

En la otra orilla un pequeño ferrocarril, casi vertical, movido por un canal desviado de la catarata americana, nos llevó a la altura, en pocos segundos. A la una y media tomábamos el expreso que, a las dos y cuarto, nos dejaba en Buffalo. Después de visitar esta reciente y hermosa ciudad, después de haber probado el agua del lago Erie, tomamos el ferrocarril central, a las seis de la tarde. Al otro día, llegamos a Albany, y el ferrocarril del Hudson que corre a flor de agua a lo largo de la orilla, nos dejaba en Nueva York, a las pocas horas.

Empleé el día siguiente en recorrer, acompañado del infatigable doctor, la ciudad, el río del Este y Brooklyn Llegada la noche, me despedí del buen doctor con verdadera pena, pues comprendía que dejaba en él un verdadero amigo.

El martes, 16 de abril, era el día marcado para la salida del
Great-Eastern;
a las once me personé en el embarcadero número 37, donde el ténder, ya con muchos pasajeros a su bordo, me esperaba. ¡Me embarqué! En el momento en que el ténder iba a desatracar sentí que me cogían por el brazo. Me sorprendió agradablemente ver que era el doctor Pitferge.

—¡Vos! —exclamé—. ¿Regresáis a Europa?

—Sí, mi querido amigo.

—En el
Great-Eastern.

—Sí —me dijo sonriendo—. He reflexionado y parto. Pensadlo bien: este será tal vez el último viaje del
Great-Eastern, el viaje del cual no se vuelve.

La campana iba a tocar para la salida, cuando uno de los camareros del «Fifth Avenue Hotel», corriendo a todo correr, me entregó un telegrama de Niágara Falls. «Elena ha resucitado. Ha recobrado la razón por completo. El doctor responde de ella». Así me decía el capitán Corsican.

Comuniqué tan grata nueva al doctor Pitferge.

—¡Responde de ella! ¡Responde de ella! —replicó gruñendo mi compañero de viaje—. Yo también respondo. Pero ¿qué prueba eso? ¡Quien respondiera de mí, de vos, de todos nosotros, amigos míos, tal vez se equivocara!

Doce días después, llegamos a Brest, y al día siguiente a París. La travesía de regreso se había hecho sin accidente, con gran sentimiento de Pitferge, que esperaba siempre
su naufragio.

Al hallarine sentado delante de mi mesa, si no hubiera tenido a la vista estos apuntes de cada día, el
Great-Eastern,
la ciudad flotante que había habitado por espacio de un mes, el encuentro de Elena y Fabián, el incomparable Niágara, todo me hubiera parecido un sueño. ¡Ah, cuán hermosos son los viajes «hasta cuando se vuelve de ellos», diga el doctor lo que quiera!

Por espacio de ocho meses, permanecí sin oír hablar de aquel tipo original. Pero un día, el correo me trajo una carta de timbres multicolores, que empezaba con estas palabras:

«A bordo del
Cornogny,
arrecifes de Aukland. Por fin hemos naufragado… »

Y terminaba con éstas:

«¡Qué bien me encuentro! Vuestro de todo corazón».

«Dean Pitferge».

JULIO VERNE, (Jules Verne; Nantes, 1828 - Amiens, 1905). Escritor francés, considerado el fundador de la moderna literatura de ciencia ficción. Predijo con gran precisión en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales.

En 1863 publica su primera novela,
Cinco semanas en globo.
Luego les siguen muchas más, superando el medio centenar de títulos. Así, podemos destacar
Viaje al centro de la Tierra
(1864),
De la Tierra a la Luna
(1865),
Veinte mil leguas de viaje submarino
(1869),
La isla misteriosa
(1874),
Miguel Strogoff, el correo del zar
(1876) y
El faro del fin del mundo
(1881). Su última novela publicada en vida fue
La invasión del mar
(1905).

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